El frío apareció de pronto como una fuerte helada. Rachas de viento glacial se deslizaron por debajo de las puertas e hicieron trepidar los cristales de las ventanas, con monótonos golpeteos. Las últimas hojas caían de los ya desnudos árboles, y solamente los pinos se mantenían firmes y conservaban su vestimenta, negra y fría en contraste con el grisáceo fondo. Los senderos rojizos llenos de baches estaban endurecidos por las heladas, y el hambre cabalgaba sobre los vientos que recorrían Georgia.
Scarlett recordaba con amargura su conversación con la abuela Fontaine. Aquella tarde, un par de meses atrás —que ahora parecían largos años—, ella había dicho a la anciana que ya conocía lo peor que pudiese ocurrirle jamás, y lo había dicho con la mayor sinceridad. Ahora, tal declaración parecía una hipérbole de colegiala. Antes de que las tropas de Sherman pasasen por Tara la segunda vez, poseía pequeños tesoros de víveres y de dinero, tenía vecinos más afortunados que ella y tenía el algodón, lo que le permitiría ir tirando hasta la primavera. Ahora no tenía ni algodón, ni víveres, y el dinero no le servía para nada, porque no había alimentos que comprar, y todos los vecinos estaban en igual o peor situación que ella. Por lo menos, Scarlett tenía la vaca y la ternera, unos cuantos cochinillos y el caballo, mientras que los vecinos no poseían más que lo poco que hubiesen podido esconder en los bosques o enterrar en alguna parte.
Fairhill, la espléndida residencia de los Tarleton, estaba incendiada hasta los cimientos, y la señora Tarleton, con sus cuatro hijas, se alojaban de mala manera en la casa del capataz. La casa de los Munroe, cerca de Lovejoy, había quedado igualmente calcinada hasta el nivel del suelo.
El ala de madera de Mimosa también se había quemado, y si se había salvado el edificio central fue gracias a sus espesos muros de manipostería y a la frenética labor de las Fontaine y de sus esclavos con mantas y colchas mojadas. La casa de los Calvert, en cambio, no había sufrido daños, gracias a la intervención de Hilton, el capataz yanqui, pero no quedaba en la finca una cabeza de ganado, ni una gallina, ni siquiera una panocha de maíz.
En Tara, y en todo el condado, el problema de los víveres era el más importante. La mayor parte de las familias no poseían más que lo que les quedaba de su cosecha de ñames y de cacahuetes y la caza que podían obtener en los bosques. Y, como en los días prósperos de antaño, cada uno compartía con los vecinos menos afortunados cuanto poseía; pero no tardó en llegar el tiempo en que no hubo nada que compartir.
En Tara, comían conejo, zarigüeya y pescaditos de río, cuando Pork tenía suerte. Los demás días, se repartían pequeñas raciones de leche, avellanas, bellotas asadas y ñames. Siempre estaban hambrientos. A Scarlett sólo le parecía encontrar en derredor suyo manos tendidas, ojos suplicantes. Y verlos la ponía más furiosa aún, puesto que ella pasaba tanta hambre como los demás.
Mandó matar la ternerilla, porque consumía demasiada leche, y aquella noche todo el mundo comió tanta carne que todos se pusieron enfermos. Sabía que tenía que matar uno de los marranillos, pero lo iba aplazando, esperando poder criarlos hasta que creciesen. ¡Eran tan chiquitos todavía! Poco se sacaría de uno matándolo ahora, y, si se pudiese ir tirando un poco más, se haría bastante mayor. Todas las noches discutía con Melanie la conveniencia de enviar a Pork a caballo por los alrededores, provisto de algunos billetes «del Norte», a ver si podía comprar provisiones. Pero el temor de que quitasen a Pork el caballo y el dinero las retenía. No sabían por dónde andaban los yanquis. Podían hallarse a mil kilómetros de distancia o al otro lado del río. Una vez, Scarlett desesperada ya, quiso ir a caballo en busca de alimentos, pero las histéricas protestas de toda la familia, temerosa de los yanquis, la obligaron a desistir de sus planes.
Pork forrajeaba en un radio bastante amplio. A veces no regresaba en toda la noche, y Scarlett ni siquiera le preguntaba dónde había estado. En ocasiones, volvía con algo de caza; en otras, con unas panochas de maíz o una bolsa de guisantes secos. Una vez trajo un gallo, que dijo haber encontrado por los bosques. La familia lo comió con deleite, pero no sin cierto remordimiento porque sabían que Pork lo había robado, igual que el maíz y los guisantes. Una noche, poco después, llamó con los nudillos a la puerta de Scarlett, cuando ya todos los de la casa estaban dormidos, y mostró avergonzado una pierna acribillada de perdigones. Mientras ella se la vendaba, él contó torpemente que había sido descubierto al intentar meterse en un gallinero en Fayettevílle. Scarlett no intentó ni siquiera preguntarle de quién era el gallinero, pero le dio unas palmadas en el hombro, mientras las lágrimas le afluían a los ojos. Los negros eran irritantes a veces, estúpidos y perezosos, pero había en ellos una lealtad que no podía pagarse con dinero, un sentimiento de unidad con sus amos blancos que los impulsaba a poner en peligro su vida para llevar vituallas a su mesa.
En otros tiempos, los hurtos de Pork hubieran sido mirados como cosa grave, que probablemente exigiría aplicarle una paliza. En otros tiempos, se hubiera visto forzada a reprenderle severamente por lo menos. «Recuerda siempre, hija mía —le había dicho Ellen—, que eres responsable tanto del estado moral de tus negros como de su estado físico. Debes hacerte cargo de que son como niños, y hay que protegerlos contra sí mismos y debes siempre darles buen ejemplo.»
Pero ahora, Scarlett relegó tal amonestación a un rincón de su cerebro. Que con ello alentaba el robo, y acaso el robar a gentes que vivían peor que ella ya no representaba un problema de conciencia. De hecho, el aspecto moral del asunto no tenía gran valor para ella. En vez de castigarlo o reprenderlo, sólo lamentaba que hubiese sufrido ese tropiezo.
—Ten más cuidado, Pork. No queremos perderte. ¿Qué haríamos sin ti? Has sido muy bueno y muy fiel, y cuando tengamos dinero otra vez voy a regalarte un gran reloj de oro con una inscripción que diga lo que se lee en la Biblia: «Te has comportado bien, siervo fiel y bueno.»
Pork se esponjó con la lisonja y se frotó vivamente la pierna vendada.
—Me agrada oír eso, señora Scarlett. ¿Cuándo espera usted tener dinero?
—No lo sé, Pork, pero lo tendré de un modo o de otro, antes o después. —Se inclinó mirándole con ojos tan ausentes pero tan amargamente enconados que el negro se agitó algo inquieto—. Algún día, cuando acabe esta guerra, he de tener mucho dinero y nunca más sufriré hambre ni frío. Ninguno de nosotros sufrirá jamás hambre ni frío. Todos vestiremos bien y tendremos pollo asado cada día y…
Calló. La regla más estricta de Tara, regla que ella misma había establecido y que se respetaba rigurosamente, consistía en que nadie podía hablar de lo bien que comían antes ni de lo que comerían ahora si pudiesen.
Pork abandonó la habitación mientras ella permanecía absorta, con la mirada perdida en el vacío. En otros tiempos, que ya no volverían, la vida había sido compleja, pletórica de intrincados y complicados problemas. Había existido el problema de conseguir el amor de Ashley y de conservar a una docena de admiradores menos afortunados pero sin dejarles perder las esperanzas. Había habido pequeños deslices de conducta que era necesario ocultar a las personas mayores; amigas celosas a las que desafiar o aplacar; había que elegir incesantemente nuevos vestidos, materiales y modelos, diferentes peinados que probar y, ¡oh, tantas, tantas cosas que resolver! Ahora, en cambio, la vida se había simplificado asombrosamente. Lo único que importaba era la comida, alimentos suficientes para no morirse de hambre, bastante ropa para no morirse de frío y un tejado sin demasiadas goteras sobre sus cabezas.
Fue durante esos días cuando Scarlett tuvo una y otra vez una pesadilla que iba a perseguirla después durante años. Lo que soñaba era siempre lo mismo, los detalles no variaban jamás, pero el terror que sentía se hacía mayor cada vez, y el temor de volver a soñar lo mismo de nuevo la perturbaba aun durante las horas en que estaba despierta. Se acordaba muy bien de los incidentes del día en que por primera vez tuvo tal pesadilla.
Había caído durante varios días una lluvia fría, y la casa estaba helada a causa de la humedad y las corrientes de aire. Los leños de la chimenea estaban húmedos y despedían mucho humo, pero poco calor. Desde el desayuno, nada habían podido comer, excepto un poco de leche, porque se habían acabado los ñames y ni los cepos que Pork colocaba en el bosquecillo ni su pesca habían producido nada. Habría que matar uno de los marranillos si querían comer algo al día siguiente. Con caras tensas y hambrientas, tanto blancos como negros parecían pedirle con los ojos que les proporcionase algún alimento. No tenía más remedio que arriesgar el caballo y enviar a Pork a que comprase algo donde pudiese.
Para empeorar las cosas, Wade estaba enfermo, le dolía mucho la garganta y tenía fiebre, y, por supuesto, no había ni médico ni medicinas por aquellos parajes.
Hambrienta y fatigada, después de cuidar al niño durante largas horas, lo dejó en manos de Melanie por un rato y fue a tumbarse en la cama. Con los pies helados, daba vueltas y vueltas, sin poder dormirse, abrumada por el temor y la desesperación. Una y otra vez pensaba: «¿Qué puedo hacer? ¿A quién acudir? ¿No hay en el mundo nadie que pueda ayudarme?» ¿No le quedaba ya ningún recurso? ¿Por qué no había alguien, alguna persona sabia y fuerte, que quitase tan pesada carga de sus hombros? Ella no estaba hecha para soportar tanto peso. No sabía cómo llevarlo… Y al fin se entregó a una inquieta modorra.
Se hallaba en un país salvaje y extraño, tan oscurecido por torbellinos de niebla que no podía ver ni su propia mano al ponerla ante los ojos. El suelo parecía oscilar bajo sus pies. Era como una tierra embrujada, silenciosa, de un ominoso silencio, y ella estaba perdida allí, perdida y asustada como un niño en las tinieblas. Se sentía hambrienta y helada, y tan aterrada por aquella ignota atmósfera que la rodeaba que quería gritar y no podía. En la neblina, percibía cosas extrañas que venían a tirar de su falda, a cogerla y arrastrarla hacia un suelo incierto y movedizo en el que ella se sostenía difícilmente en pie; percibía manos crueles, espectrales. Luego sentía que, más allá, entre la opaca atmósfera, existía un refugio, un asilo, un techo que podía proporcionarle protección, calor, hospitalidad. Pero ¿dónde estaba? ¿Podría llegar hasta él antes de que esas manos la agarrasen y la derribasen entre las movedizas dunas?
De pronto se veía corriendo, corriendo como loca entre la neblina, chillando y gritando, extendiendo los brazos para asir lo que no era más que aire y niebla húmeda. ¿Dónde estaba el refugio? No daba con él, pero estaba cerca, oculto en alguna parte. ¡Si pudiese llegar hasta allí, estaría salvada! Pero el terror debilitaba sus piernas y el hambre le hacía perder los sentidos.
Dio un desesperado grito y se despertó viendo junto a ella el inquieto rostro de Melanie y sintiendo la mano de Melanie que la sacudía para despertarla.
La pesadilla se repitió una y otra vez, en cuanto se acostaba con el estómago vacío. Y esto ocurría con mucha frecuencia. Estaba tan asustada que temía quedarse dormida, aunque se decía febrilmente a sí misma que era tonto tener miedo de un sueño. Era tonto, claro… pero la idea de caer desmayada en aquella región de nieblas era para ella tan aterradora que comenzó a dormir en la cama de Melanie, a fin de que ésta la despertase en cuanto comenzara a gemir y a revolverse inquieta, dejando adivinar que era víctima de la pesadilla una vez más.
Bajo la tensión, se fue quedando pálida y flaca. Su cara perdió sus lindos contornos, haciendo sobresalir los pómulos, acentuando sus oblicuos ojos verdes y haciéndola parecerse a un gato hambriento en busca de presa. «Bastantes pesadillas tengo durante el día para que sufra otras por la noche», pensaba con angustia, y comenzó a guardar su pequeña ración diaria para comerla precisamente antes de irse a la cama.
En los días de Navidad, Frank Kennedy y un pequeño pelotón del comisariado llegaron hasta Tara en inútil busca de cereales y animales para el Ejército. Parecía un grupo de harapientos rufianes, montados sobre caballos cojos o macilentos, en tal estado que resultaba evidente que no podían ser empleados en servicios más activos. Al igual que sus monturas, aquellos individuos eran inútiles como fuerzas en el frente de batalla y, a excepción de Frank, al que no le faltaba un ojo le faltaba un brazo o algún otro órgano. Casi todos llevaban uniformes azules cogidos a los yanquis, y durante un breve momento de terror las gentes de Tara creyeron que habían vuelto los soldados de Sherman.
Se quedaron en la plantación aquella noche, durmiendo sobre el suelo en el salón y felices de tumbarse sobre una mullida alfombra, porque llevaban semanas sin acostarse bajo techado, o sobre algo más blando que briznas de pino formando una capa sobre la endurecida tierra. A pesar de sus andrajos y de sus barbas sucias, formaban una pandilla de hombres bien educados, charlatanes y bromistas, chistosos y requebradores, muy contentos de poder pasar la Nochebuena en una gran casa, rodeados de mujeres jóvenes y bonitas, como acostumbraban a pasarla en otros tiempos. Se negaron a tomar la guerra en serio, contaron tremendos embustes para hacer reír a las chicas y llevaron a la desnuda y saqueada mansión los primeros destellos de frivolidad, los primeros síntomas de alegría que se habían conocido allí durante largo tiempo.
—Esto es casi como antes, cuando dábamos fiestas en casa, ¿verdad? —cuchicheó Suellen, que se sentía feliz, a Scarlett. Suellen estaba en la gloria al tener admiradores a su lado otra vez y no podía apartar su mirada de Frank Kennedy. Scarlett quedó sorprendida al ver que su hermana podía parecer casi bonita, a pesar de la delgadez extrema que le quedara después de su enfermedad. Ahora, sus mejillas aparecían rosadas y en sus ojos brillaba una mirada suave y luminosa.
«Debe de quererle realmente —pensó Scarlett con cierto desdén—. Me figuro que incluso se humanizaría si llegase a tener marido, aunque el marido fuese un carcamal como Frank.»
Carreen también se había animado un poco, y aquella noche abandonó en parte su aspecto de sonámbula. Averiguó que uno de aquellos hombres había conocido a Brent Tarleton y había estado con él cuando lo mataron, y se prometió a sí misma una larga conversación acerca del asunto después de la cena. Durante ésta, Melanie sorprendió a todos haciendo un esfuerzo para abandonar su timidez habitual y mostrarse casi vivaracha. Se rió y bromeó y casi, aunque no del todo, llegó a coquetear con un soldado tuerto que agradeció aquel esfuerzo con pródigas galanterías. Scarlett apreciaba cuánto significaba aquel esfuerzo, tanto mental como físicamente, porque Melanie sufría verdaderas torturas por su invencible timidez ante la presencia de cualquier ser del género masculino. Además, no se encontraba del todo bien. Aunque insistía en que estaba ya buena y trabajaba más que Dilcey, Scarlett sabía que seguía enferma. En cuanto tenía que levantar algo un poco pesado, palidecía, y tenía una manera especial de sentarse de repente, como si las piernas se negasen a sostenerla, tan pronto como intentaba hacer el menor esfuerzo. Pero, en esa noche, tanto ella como Suellen y Carreen, hicieron todo lo posible para que los soldados pasasen una Nochebuena agradable. La única que no disfrutó con la compañía de sus huéspedes fue Scarlett.
La pequeña tropa había agregado su ración de maíz tostado y carne prensada a la cena de guisantes secos, manzanas cocidas y cacahuetes que Mamita les sirvió, y todos declararon que era la mejor cena que habían comido desde hacía varios meses. Scarlett los veía comer y se sentía intranquila. No solamente les regateaba con el pensamiento cada bocado que engullían, sino que estaba temblando de miedo por si llegaban a descubrir el lechón que Pork había degollado el día anterior. El lechoncillo quedó colgado en la despensa, y ella había prometido muy en serio que sacaría los ojos a cualquiera de la casa que mencionase a los huéspedes la presencia de los hermanos y hermanas del difunto cerdito, puestos en seguridad en el pantano. Aquellos hombres hambrientos devorarían el lechón en una sola comida, y, si averiguaban que había otros vivos, los requisarían para el Ejército. No menos alarmada estaba con respecto a la vaca y al caballo, y lamentaba que una y otro no se encontrasen igualmente escondidos en el pantano en vez de estar atados en el bosque junto al prado. Si el comisariado se llevaba su ganado, era imposible que Tara soportase el invierno. No había manera de reemplazar esos animales. Lo que el Ejército comía o dejaba de comer no era cosa de ella. El Estado debía preocuparse de su Ejército. Bastante trabajo tenía ella para alimentar a los suyos.
Los soldados añadieron todavía como postres unos cuantos «panecillos de ariete». Era la primera vez que Scarlett veía aquel comestible confederado, acerca del cual se hacían entonces casi tantos chistes como acerca de los piojos. Consistían en carbonizadas espirales de algo que parecía madera. Los huéspedes la retaron a que hincase el diente a uno y, cuando lo hizo, descubrió que bajo la superficie ennegrecida por el humo había una especie de pan de maíz sin sal. Los soldados mezclaban con agua su ración de maíz, añadiendo sal cuando la tenían, envolvían con la espesa pasta los arietes y los tostaban sobre las hogueras de los campamentos. Quedaban tan duros como el turrón de almendra, pero tan insípidos como el serrín, y, después de probar el primer bocado, Scarlett se apresuró a devolver el pedazo entre grandes carcajadas de todos. Cruzó su mirada con la de Melanie y el mismo pensamiento se reflejó patentemente en muchas fisonomías: «¿Cómo pueden continuar luchando si no tienen para comer más que esta porquería?»
La comida fue bastante alegre, e incluso Gerald, que la presidía con mirada ausente desde la cabecera de la mesa, se las compuso para extraer del fondo de su cerebro algo de sus modales de buen anfitrión y una vaga sonrisa. Los hombres charlaban, las mujeres sonreían y se mostraban halagadoras; pero Scarlett, al volverse súbitamene hacia Frank Kennedy para preguntarle noticias de la señorita Pittypat, sorprendió en su rostro una expresión que le hizo olvidar lo que pensaba decir.
Sus ojos se habían apartado de los de Suellen y se paseaban por toda la estancia, hacia la mirada sorprendida y casi familiar de Gerald; hacia el suelo, desprovisto de alfombras; hacia la chimenea, desnuda de todo ornamento; hacia los muebles hundidos y la rasgada tapicería que la bayonetas yanquis habían destrozado; hacia el rajado espejo suspendido sobre la consola; hacia las manchas oscuras que habían dejado en la pared los cuadros que allí colgaban antes de la llegada de los yanquis; hacia el reducido servicio de mesa; hacia los viejos, pero cuidadosamente remendados, vestidos de las muchachas; hacia el saco de harina que, convertido en infantil vestimenta, llevaba Wade.
Frank rememoraba aquel Tara que él había conocido antes de la guerra, y su rostro registraba una contracción de dolor, de cansada e impotente cólera. Amaba a Suellen, tenía afecto a sus hermanas, respetaba a Gerald y sentía verdadero cariño hacia la plantación. Desde que Sherman se paseara por toda Georgia, Frank había visto muchos espectáculos tristes en sus excursiones a caballo por el Estado a fin de buscar provisiones para el Ejército. Pero nada había impresionado tanto su corazón como ahora Tara. Hubiera querido hacer algo por los O’Hara, especialmente por Suellen, y nada podía hacer. Cuando Scarlett le sorprendió, él meneaba la cabeza compasivamente y chascaba la lengua contra los dientes. Percibió la llama de indignado orgullo que brotaba de los ojos de ella y se apresuró a bajar la mirada hacia el plato, confuso.
Las muchachas estaban hambrientas de noticias. No había servicio de Correos desde la caída de Atlanta, hacía ya cuatro meses, y se hallaban ahora en completa ignorancia de por dónde andaban los yanquis, qué tal iba el ejército confederado, qué había sucedido en Atlanta y qué era de todos los amigos. Frank, cuya misión le obligaba a recorrer todo aquel sector, era tan valioso como un periódico, más aun, porque estaba emparentado o conocía a todo el mundo desde Macón hasta Atlanta, y podía facilitar pequeñas noticias de índole personal e íntima que la prensa suele omitir. Para disimular su confusión al ser sorprendido por Scarlett, se sumergió precipitadamente en un lago relato noticiario. La Confederación, dijo, había recobrado Atlanta cuando Sherman evacuó la ciudad; pero era una captura desprovista de valor, ya que Sherman la quemó totalmente.
—¡Pero yo creía que Atlanta ardió ya la noche en que yo salí de ella! —gritó Scarlett, asombrada—. ¡Yo creía que nuestros mismos muchachos la habían incendiado!
—¡Oh, no, señora Scarlett! —replicó Frank, como agraviado—. ¡Nosotros jamás incendiamos nuestras ciudades dejando a nuestra gente dentro! Lo que usted vio arder fueron los almacenes y los artículos que no queríamos que los yanquis capturasen, las fundiciones, las municiones… Pero nada más. Cuando Sherman tomó la ciudad, estaba intacta y sus casas y sus tiendas tan hermosas como siempre. Y alojó a sus hombres en ellas.
—Pero ¿y habitantes? ¿Qué les ocurrió? ¿Los mató?
—Mató a algunos…, pero no a balazos —explicó el soldado tuerto en tono amargo—. Tan pronto como entró en Atlanta le dijo al alcalde que todo ser viviente tenía que abandonar la ciudad, todos absolutamente. Y había muchas personas ancianas que no pudieron soportar el viaje, y muchas otras enfermas que no estaban en condiciones de ser trasladadas, y señoras que…, vamos, que tampoco podían ser trasladadas. Y, cuando obligó a todos a marcharse bajo una lluvia de las que rara vez se ven fy eran centenares y centenares de personas), los metió a todos por entre los bosques, cerca de Rough and Ready, y envió un mensaje al general Hood para que fuese a busCharles. Mucha gente murió de pulmonía, y por no poder soportar aquel trato…
—¿Qué necesidad tenía de hacer eso? ¡Si no podían causarle el menor daño! —exclamó Melanie.
—Dijo que necesitaba la ciudad para que descansasen en ella sus hombres y sus caballos —contestó Frank—. Y, en efecto, los dejó descansar hasta mediados de noviembre, y después se largó de allí. Y, al abandonarla, prendió fuego a todo lo que quedaba.
—¡Pero no todo, seguramente! —exclamaron las muchachas, asustadas.
Era inconcebible que aquella animada ciudad que habían conocido tan llena de gente, tan llena de militares, hubiese desaparecido. Todas aquellas magníficas casas bajo la sombra de los árboles, todas las grandes tiendas y los bellos hoteles… ¡No era posible que no quedase nada! Melanie parecía a punto de estallar en lágrimas porque había nacido allí y no conocía otro lugar. El corazón de Scarlett se conmovió profundamente porque tenía gran cariño a esa ciudad.
—Bueno, casi todo quedó destruido —se apresuró a enmendar Frank, perturbado por la expresión de sus rostros.
Trataba de mostrarse alegre, porque no era partidario de disgustar a las damas. Las damas apenadas siempre le daban lástima y se sentía impotente para consolarlas. No tenía valor para comunicarles lo peor. Que lo averiguasen por otras personas.
No tenía valor para contar lo que el Ejército había visto al volver a entrar en Atlanta, las hectáreas y hectáreas de chimeneas que se levantaban ennegrecidas de entre las cenizas, las pilas de escombros medio quemados y montones de ladrillos medio carbonizados que obstruían las calles, los añosos árboles secos por el incendio, con sus abrasadas ramas cayendo al suelo al empuje del viento frío. Recordó lo mal que se había sentido ante tal espectáculo, recordó las enconadas imprecaciones de los confederados cuando vieron las ruinas de su ciudad. Confiaba en que sus amiguitas no se enterasen jamás de los horrores del cementerio saqueado, porque no se repondrían nunca de la impresión. Charles Hamilton y los padres de Melanie estaban enterrados allí. Ese espectáculo del cementerio todavía causaba pesadillas a Frank. Esperando encontrar alhajas que a veces se entierran con los muertos, los soldados yanquis habían abierto nichos y panteones, excavado sepulturas. Habían despojado a los cadáveres, arrancado de los féretros las placas de oro o plata, los ornamentos y asas de plata. Los esqueletos y los cadáveres, arrojados entre los astillados ataúdes, yacían en montón, patéticamente expuestos a los elementos.
Y Frank tampoco podía hablarles de los gatos y perros. ¡Las señoras son tan sensibles acerca de sus animales favoritos! Pero aquellos millares de bestias famélicas que quedaron sin refugio cuando se evacuó a sus dueños tan perentoriamente le habían causado casi tanto horror como la vista del cementerio, porque Frank también era aficionado a los perros y a los gatos. Los animalitos andaban asustados, muertos de frío, hambrientos como lobos del bosque, y los más fuertes atacaban a otros más débiles, y los débiles esperaban a que muriesen los que eran más débiles todavía para comérselos. Y, por encima de la ciudad, los cuervos surcaban el espacio con sus siluetas ágiles y siniestras.
Frank buscó en su cerebro alguna información mitigadora que pusiese a las damas de mejor humor.
—Hay algunas casas en pie todavía —dijo—, casas situadas en terrenos amplios, separadas de las demás, y a las que no se propagó el fuego. Y quedan las iglesias y la gran sala de fiestas. Unas cuantas tiendas también. Pero el barrio mercantil, y las calles a lo largo del ferrocarril, y Five Points… Bueno, señoritas, toda esa parte de la población quedó hecha cisco.
—Entonces —exclamó Scarlett con amargura—, ese almacén que Charles me dejó en herencia, cerca de la vía, ¿está deshecho también?
—Si estaba junto a la vía no quedará mucho de él; pero…
De pronto, su cara se iluminó con una gran sonrisa. ¿Por qué no se había acordado antes?
—¡Una buena noticia, señoritas! La casa de su tía Pitty ha quedado en pie. Algo averiada, naturalmente, pero en su sitio.
—¡Oh! ¿Cómo se libró de la quema?
—Está construida de ladrillo y tiene tejado de pizarra, acaso el único que hay en Atlanta, y eso hizo que las chispas no prendiesen, me figuro. Además, es casi la última casa del extremo norte de la ciudad, y el incendio no fue tan intenso por esa parte. Por supuesto, los yanquis acuartelados allí hicieron abundantes destrozos. Quemaron como leña incluso los paneles y el barandal de caoba de la escalera. Pero ¡qué demonio!, ha quedado en buen estado. Cuando vi a la señorita Pitty por última vez en Macón…
—¿La vio usted? ¿Cómo está?
—Divinamente. Cuando le dije que su casa seguía en pie, decidió irse allí inmediatamente. Es decir…, si ese viejo negro, Peter, le permite marcharse. Mucha gente de Atlanta ha regresado allí ya, porque comenzaban a estar intranquilos en Macón. Sherman no tomó Macón, pero todo el mundo teme que los soldados de Wilson vayan allí, y Wilson es peor que Sherman.
—Pero ¡son unos necios volviendo allí si no quedan ya casas! ¿Dónde van a vivir?
—Señora Scarlett, viven en tiendas de campaña y en barracones, y en cabanas hechas de troncos de árboles, y metiéndose seis o siete familias en cada casa medio habitable; y están tratando de reconstruir la población. No los llame usted necios, señora Scarlett. Conoce usted a la gente de Atlanta igual que yo. Están encariñados con su ciudad, casi tanto como los de Charleston lo están con la suya, y hace falta algo mucho más serio que los yanquis y el fuego para alejarlos de ella. Las gentes de Atlanta son (perdóneme usted, señora Melanie) tan obstinados como muías en lo que se refiere a su ciudad. No sé por qué, pues a mí Atlanta siempre me pareció una ciudad demasiado atrevida, insolente, digamos. Pero, claro, yo he nacido en el campo, y las ciudades no me gustan. Ahora les diré una cosa: los primeros que vuelvan serán los más listos. Los últimos en llegar no encontrarán ni un ladrillo ni una astilla de lo que fueron sus casas, porque los que ya están allí andan buscando por toda la población materiales abandonados para reparar o reconstruir sus hogares. Anteayer mismo, vi a la señora Merriwether y a la señorita Maybelle y a su vieja negra recogiendo ladrillos en una carretilla de mano. Y la señora Meade me dijo que pensaba construir una cabana de troncos en cuanto llegue el doctor y la ayude. Me aseguró que había vivido en una cabana de troncos cuando llegó a Atlanta por primera vez y que no tendría inconveniente en volver a hacerlo. Por supuesto, bromeaba; pero esto les mostrará su estado de ánimo.
—Creo que son gente de mucho espíritu —dijo Melanie con orgullo—. ¿No te parece, Scarlett?
Esta asintió con la cabeza, con melancólico orgullo de su ciudad adoptiva. Como decía Frank, era una población emprendedora, insolente; pero por eso mismo le gustaba. No era una de esas poblaciones de ideas atrasadas y estrechas, dominadas por los convencionalismos, como otras ciudades más viejas, sino que poseía una exuberancia y una osadía comparables a las suyas. «Yo soy como Atlanta —pensó—. Hace falta algo más que los yanquis o el fuego para que yo me rinda.» —Si la tía Pitty vuelve a Atlanta, valdría más que nos fuésemos a vivir con ella —dijo Melanie interrumpiendo el engranaje de sus pensamientos—. Sola, se morirá de miedo.
—Pero, Melly, ¿cómo puedo yo dejar esto? —preguntó Scarlett enfadada—. Si tantas ganas tienes de salir de aquí, no seré yo quien te detenga.
—¡Oh, no quise decir eso, querida! —exclamó Melanie sonrojada por la angustia—. ¡Qué alocada soy! Naturalmente, tú no puedes dejar Tara y… me figuro que el tío Peter y la cocinera negra pueden cuidar bien a la tía.
—Nada te impide marcharte —repitió Scarlett con sequedad. —Sabes bien que yo no he de dejarte —contestó Melanie—. Sin ti, me… me moriría de miedo.
—Como gustes. Además, nunca se me ocurriría a volver a Atlanta. Tan pronto como levanten unas cuantas casas, irá Sherman otra vez y las incendiará.
—No irá —dijo Frank, y, a pesar de sus esfuerzos, su rostro se nubló—. Ha seguido atravesando el Estado hasta la costa. Savannah fue tomado esta semana, y dicen que los yanquis están penetrando ya por Carolina del Sur.
—¡Han tomado Savannah!
—Sí. Era inevitable, señora. Savannah tenía que caer por fuerza. No dejaron suficientes hombres para defenderla, aunque se echó mano de todos lo que fue posible reclutar…, a todo hombre que pudiese aunque no fuera más que arrastrar un pie detrás de otro. ¿No saben ustedes que cuando los yanquis marchaban contra Milledgeville se llamó a todos los cadetes de las academias militares, por jóvenes que fuesen, y hasta abrieron los presidios del Estado para conseguir más tropas? Sí, señor; dejaron en libertad a todos los presidiarios que quisiesen luchar e incluso se les prometió el perdón para después de la guerra, si vivían… Se me ponía la carne de gallina viendo a esos pobres cadetes alineados con ladrones y asesinos.
—¿Liberaron a los presidiarios para que puedan volver a empezar?
—Vamos, señora Scarlett, cálmese. Están muy lejos de aquí, y además, se portan bien como soldados. Ser ladrón no impide ser buen soldado, ¿verdad?
—Me parece bien esa medida —opinó Melanie con dulzura.
—Bueno, pues a mí no —repuso Scarlett categóricamente—. Bastantes bandidos hay ya por ahí, de todos modos, con los yanquis y con los…
Se detuvo a tiempo, pero los invitados se echaron a reír.
—Con los yanquis y con nuestro departamento de comisariado —añadieron para terminar la frase; y ella se sonrojó.
—Pero ¿dónde está el ejército del general Hood? —intervino Melanie presurosamente—. Me parece que él hubiera podido defender Savannah.
—¿Cómo, señora Melanie? —prorrumpió Frank, sorprendido y hasta indignado—. El general Hood no se ha aproximado siquiera a ese sector. Está combatiendo en Tennessee, tratando de atraer a los yanquis y de echarlos de Georgia.
—¡Pues sí que le resultaron bien sus planes! —exclamó Scarlett con ironía—. Dejó que los malditos yanquis entrasen por aquí sin que tuviéramos para protegernos más que chicos de la escuela, presidiarios y viejos de la Guardia Territorial.
—Hija mía —dijo de pronto Gerald, incorporándose—, estás usando un lenguaje censurable. Tu madre se disgustará.
—¡Todos los yanquis son unos malditos! —exclamó Scarlett fogosamente—. Y siempre habré de llamarlos así.
Al nombrarse a Ellen, todo el mundo se sintió algo embarazado, y la conversación se cortó en seco. Melanie la reanudó de nuevo.
—Cuando estuvo usted en Macón, ¿vio a India y a Honey Wilkes? ¿Sabían… sabían algo de Ashley?
—Señora Melanie, ya sabe usted que si yo hubiese tenido la menor noticia de Ashley habría venido corriendo hasta aquí desde Macón para comunicársela —dijo Frank, en tono de reproche—. No, no sabían nada… pero no se inquiete usted por Ashley, señora Melly. Ya sé que hace tiempo que no se ha oído nada acerca de él; pero ¿cómo tener noticias de alguien que está prisionero? Y menos mal que las cosas andan mejor en las cárceles yanquis que en las nuestras. Después de todo, a los yanquis les sobra comida, y tienen medicamentos y mantas. No están como nosotros, que al no tener suficiente para alimentarnos tampoco podemos alimentar muy bien a nuestros prisioneros.
—¡Oh, a los yanquis siempre les sobra todo! —exclamó Melanie con amarga excitación—. Pero no se lo dan a los prisioneros. Ya sabe usted que no, señor Kennedy. Lo dice únicamente para que yo esté tranquila. Ya sabe usted bien que nuestros muchachos se hielan allí, cuando no se mueren de hambre, sin doctores ni medicamentos, y esto, claro, porque los yanquis los odian. ¡Oh, si pudiésemos hacer desaparecer del mundo hasta el último yanqui! Yo sé que Ashley está… —¡No lo digas! —le gritó Scarlett, sintiendo el corazón en la garganta.
Mientras nadie dijese que Ashley estaba muerto, persistía en su corazón una vaga esperanza de que viviese; pero le parecía que, si oía pronunciar las fatales palabras, él moriría en aquel mismo momento.
—Vaya, señora Wilkes, no se preocupe usted por su marido —dijo el soldado tuerto en tono persuasivo—. Yo fui capturado después de la primera batalla de Manassas, y canjeado después, y mientras estuve en el calabozo me sirvieron de lo mejor: pollo asado, bizcochos…
—Creo que es usted un embustero —dijo Melanie con leve sonrisa; y era ésta la primera vez que Scarlett le veía desplegar alguna agresividad con un hombre—. ¿No tengo razón?
—¡Sí, la tiene! —concedió el soldado tuerto, dándose una palmada sobre el muslo mientras soltaba una carcajada.
—Si vienen ustedes al salón, les cantaré algunos villancicos de Navidad —dijo Melanie, contenta de poder variar de conversación—. El piano fue la única cosa que los yanquis no pudieron llevarse. ¿Está muy desafinado, Suellen?
—Atrozmente —contestó ésta, dirigiendo una sonrisa invitadora a Frank.
Pero, al salir del comedor, Frank se quedó rezagado y tiró de la manga a Scarlett.
—¿Puedo hablarle a solas?
Durante unos terribles instantes, ella temió que fuera a hablarle de los animales escondidos y se dispuso a soltarle cualquier mentira.
Cuando se despejó la estancia y ambos quedaron de pie junto a la lumbre, todo el buen humor ficticio que había mostrado Frank delante de los demás desapareció, y Scarlett observó que parecía un viejo. Su rostro estaba demacrado y tan pardusco como las hojas que danzaban por el prado de Tara, y su barba rojiza y rala estaba veteada de gris. Frank se la alisó maquinalmente y tosió con embarazo antes de comenzar a hablar.
—Siento mucho lo de su madre, señora Scarlett.
—Por favor, no hable de ello.
—¿Y su padre? ¿Está así desde…?
—Sí… No es el mismo, como puede usted ver.
—Ciertamente, la quería de veras.
—¡Oh, señor Kennedy, se lo ruego, no hablemos de…!
—Lo siento, señora Scarlett; perdóneme —dijo él moviendo los pies nerviosamente—. La verdad es que quería hablar con su padre de un asunto, y ahora veo que sería inútil.
—Acaso pueda yo servirle para el caso, señor Kennedy. Soy ahora el cabeza de familia.
—Bueno, yo… —comenzó Frank, dando nuevos tirones a su pobre barba—. La verdad es que… Bueno, señora Scarlett; yo tenía intenciones de pedir en matrimonio a la señorita Suellen.
—¿Quiere usted decir —exclamó Scarlett con sorpresa— que todavía no había pedido el consentimiento de mi padre? ¡Sí ha estado usted cortejándola desde hace años!
Frank se ruborizó y sonrió muy embarazado y confuso, como un adolescente vergonzoso.
—Bien… ¿Qué sabía yo si ella me haría caso o no? Tengo bastante más edad que ella y… había tantos muchachos jóvenes y buenos mozos que rondaban por Tara, que…
«¡Qué tonto! —pensó Scarlett—. Si venían era por mí, no por ella.»
—Todavía no sé si Suellen me aceptará o no. No le he preguntado nada, pero seguramente adivina mis sentimientos. Yo tenía intenciones de decir… de decírselo al señor O’Hara, de decirle la verdad, señora Scarlett. No poseo ahora ni un solo centavo. Tenía antes bastante dinero, si me permite mencionarlo; pero ahora lo único que poseo es mi caballo y la ropa que llevo encima. Verá usted: cuando me alisté en el Ejército vendí la mayor parte de mis tierras, invirtiendo el dinero en bonos de la Confederación y… ya sabe usted cuánto valen hoy: menos que el papel en que se imprimieron. De todos modos, ni siquiera me queda el papel: al quemar los yanquis la casa de mi hermana, quemaron también esos bonos. Ya sé que es casi una insolencia por mi parte pedir la mano de la señorita Suellen ahora que estoy sin un centavo; pero así son las cosas. He pensado y he reflexionado, y veo que no sabemos cómo acabará todo; nadie lo sabe. Para mí, esto es como el fin del mundo: nada hay seguro; y sería un gran consuelo (y acaso significaría también cierta tranquilidad para ella) estar ya prometidos. Siempre sería una seguridad. No me atrevería a proponer matrimonio hasta convencerme de que soy capaz de encargarme de ella, señora Scarlett y no sé cuándo podrá ser. Pero si el amor sincero tiene para usted algún valor, puede usted estar persuadida de que la señorita Suellen será rica de este valor, aunque no lo sea de otro. Pronunció las últimas palabras con cierta sencilla dignidad que conmovió a Scarlett, incluso en su irónica actitud. No acertaba a comprender que nadie pudiese enamorarse de Suellen. Su hermana le parecía un monstruo de egoísmo, una de esas niñas tontas que jamás están contentas, una mujer que nunca podía hacer más que amargar la vida a los demás.
—Eso no importa, señor Kennedy —contestó ella con amabilidad—. Estoy segura de poder hablar en nombre de mi padre. El siempre le apreció a usted y esperaba que algún día Suellen y usted se casaran.
—¿De veras? —exclamó Frank, con alegría reflejada en su rostro.
—Ciertamente —contestó Scarlett, ocultando la risa, porque recordaba que frecuentemente Gerald había gritado a Suellen a la hora de cenar: «¿Y qué hay de eso, señorita? Ese ardiente admirador tuyo, ¿no se ha declarado todavía? ¿Voy a tener que preguntarle qué intenciones trae?»
—Entonces, le hablaré esta noche —dijo él, con la faz temblorosa mientras agarraba la mano de la joven y se la sacudía con inconsciente vigor—. ¡Es usted muy bondadosa, señora Scarlett!
—Voy a decir a mi hermana que venga —contestó Scarlett con una sonrisa y dirigiéndose al salón.
Melanie comenzaba a tocar. El piano estaba desafinado; pero algunas notas sonaban pasablemente, y Melanie levantaba la voz para dirigir a los demás el canto de ¡Escuchad, los ángeles anunciadores cantan!
Scarlett se detuvo. Parecía imposible que la guerra hubiese pasado por allí dos veces, que viviesen en un país devastado, casi sin tener qué comer, y que pudiesen estar entonando ese cántico navideño como si nada ocurriese. Se volvió de pronto hacia Frank.
—¿A qué se refería cuando ha dicho que esto le parecía como si fuese el fin del mundo?
—Se lo diré con franqueza —respondió lentamente—, pero no quisiera que alarmase usted a los demás con lo que voy a explicarle. La guerra no puede prolongarse mucho. No hay hombres de refresco para nutrir las filas, y las deserciones menudean… más de lo que se admite oficialmente. Claro, esos hombres no pueden continuar alejados de sus familias cuando saben que éstas se mueren de hambre, y vuelven a sus casas con objeto de procurar cuidar de su alimentación. No se les puede criticar, pero eso debilita al Ejército. Y el mismo Ejército no puede combatir sin víveres, y no los hay. Lo sé porque yo me ocupo precisamente de eso. He recorrido esta comarca en todas direcciones desde que recuperamos Atlanta y no queda en ella ni lo bastante para alimentar a un tordo. Lo mismo ocurre si uno desciende quinientos kilómetros más al sur, hacia Savannah. La gente se muere de hambre, los ferrocarriles están destrozados, no hay fusiles, las municiones se acaban y no tenemos ni suelas para las botas… Como ve usted, ya hemos llegado casi al fin.
El eclipse de las esperanzas de la Confederación pesaba menos en el ánimo de Scarlett que sus manifestaciones acerca de la gran escasez de víveres. Ella había tenido la intención de enviar a Pork con el carro y el caballo, las monedas de oro y el dinero del Norte para que recorriese toda la comarca en búsqueda de provisiones. Pero si era verdad lo que Frank había dicho…
Sin embargo, Macón no había caído. Y debía de haber víveres de alguna clase en Macón. Tan pronto como se hubiesen alejado un poco los del comisariado, enviaría a Pork a la ciudad, arriesgándose a que el Ejército se quedase con el valioso animal. Tenía que intentarlo.
—Bueno, no hablemos más acerca de cosas desagradables esta noche, señor Kennedy —dijo—. Vaya usted a sentarse al despachito de mamá, y yo le enviaré a Suellen para que puedan…, bueno, para que puedan hablar ustedes un poco a solas.
Ruborizado y sonriente, Frank se deslizó afuera de la estancia, seguido por la mirada de Scarlett.
«¡Qué lástima que no puedan casarse en seguida! —pensó ella—. Sería una boca menos que alimentar.»