27

Un mediodía, hacia mediados de noviembre, todos se hallaban sentados en grupo alrededor de la mesa comiendo los últimos restos del postre confeccionado por Mamita con harina de maíz y arándanos secos y endulzado con sorgo. Se notaba fresquillo en el aire, el primer frío del año, y Pork, que permanecía de pie tras la silla de Scarlett, se frotó las manos con anticipado deleite y preguntó:

—¿No sería ya tiempo de matar los cerdos, señora Scarlett?

—Ya te estás relamiendo con el mondongo, ¿verdad? —respondió ella riéndose—. Bueno, creo que también a mí me apetecería el cerdo, y si el tiempo se sostiene por unos días…

Melanie interrumpió con la cuchara en los labios:

—¿No oyes, querida? ¡Alguien se acerca!

—Alguien que grita —añadió Pork con inquietud.

En el seco y transparente aire otoñal, el ruido de cascos de caballo, que martilleaba con veloz ritmo, se oyó junto con una chillona voz de mujer que gritaba:

—¡Scarlett! ¡Scarlett!

Las miradas de todos se cruzaron por un segundo alrededor de la mesa antes de que se echasen para atrás las sillas y todo el mundo se pusiese en pie de un salto. A pesar de que el miedo la hacía chillona y estridente, todos reconocieron la voz de Sally Fontaine, que sólo una hora antes se había detenido en Tara, camino de Jonesboro en una breve visita. Ahora, cuando todos se lanzaron confusamente hacia la puerta principal, la vieron llegar con la velocidad del viento sobre un caballo espumeante, con el pelo suelto y flotando a modo de cola y el sombrero colgando de las cintas. No recogió las riendas mientras galopaba como una loca hacia ellos, y sólo agitó el brazo hacia atrás, señalando la dirección en que venía.

—¡Vienen los yanquis! ¡Los he visto! ¡Por la carretera! ¡Los yanquis…!

Oprimió cruelmente el bocado sobre la boca de su montura, para evitar que el animal subiese al galope los peldaños delanteros de la casa. Describió un agudo ángulo, franqueó en tres saltos el césped de frente a la fachada y saltó por encima del metro y medio de altura que medían los arbustos que encuadraban el césped, como si estuviese participando en una cacería. Todos oyeron el pesado golpeteo de sus cascos conforme pasaba por el patio trasero y seguía por el angosto sendero entre las cabanas de los negros, y comprendieron que tomaba un atajo entre los campos hacia Mimosa.

Por un momento se quedaron paralizados, pero pronto Suellen y Carreen comenzaron a sollozar y a entrecruzar sus temblorosos dedos. El pequeño Wade, como si hubiese echado raíces, quedó quieto y temblando, sin fuerzas ni para gritar. Lo que él tanto temía desde Atlanta sucedía ahora. Los yanquis venían a robarlo.

—¿Yanquis? —dijo Gerald vagamente—. ¡Pero si los yanquis ya estuvieron aquí!

—¡Madre de Dios! —gritó Scarlett, y su mirada encontró los asustados ojos de Melanie.

Durante un fugaz momento pasaron por su memoria de nuevo los horrores de la última noche en Atlanta, las casas arruinadas que moteaban toda la región, todos los relatos de violaciones, tormentos y asesinatos que había oído. Vio otra vez al soldado yanqui en el vestíbulo, con el costurero de Ellen en la mano. Y pensó: «Moriré. Moriré aquí mismo. Creí que estas cosas habían terminado ya. Moriré. No puedo aguantar más.»

Pero luego sus ojos se detuvieron en el caballo, ensillado y sujeto al poste, que esperaba a Pork, para dar un recado a los Tarleton. ¡Su caballo! Los yanquis se quedarían con él, y con la vaca y la ternera. Y con la cerda y los cerditos —¡oh, cuántas penosas horas de búsqueda había costado esa cerda!— y las ágiles gallinas, y los patos que las Fontaine les habían regalado. Y los ñames y las manzanas en la despensa. Y la harina, y el arroz, y los guisantes secos. Y el dinero en la cartera del soldado yanqui. Ahora se apoderarían de todo lo que poseían y les dejarían morirse de hambre.

—¡No lo cogerán! —gritó en voz alta, y todos la miraron sobrecogidos, temiendo que su juicio se hubiese resentido ante tales noticias—. ¡No he de pasar hambre! ¡No me lo quitarán! —¿Qué te pasa, Scarlett? ¿Qué te pasa?

—¡El caballo! ¡La vaca! ¡Los cerdos…! ¡No los cogerán! ¡No les dejaré que me los quiten!

Se volvió rápidamente hacia los cuatro negros que se acurrucaban junto a la puerta, con caras que se habían vuelto de un color ceniciento.

—¡El pantano! —les dijo rápidamente.

—¿Qué pantano?

—¡El pantano junto al arroyo, estúpidos! Llevad los cerdos al pantano. ¡En seguida! Pork, tú y Prissy deslizaos por los bajos de la casa y sacad a los cerdos. Suellen, Carreen y tú, llevad los cestos con todos los víveres que podáis cargar y escondedlos por el bosquecillo. Mamita: mete la plata en el pozo otra vez. Y tú, Pork, escúchame. Pork, ¡no te quedes ahí pasmado! ¡Llévate a papá! No me preguntes adonde. ¡Adonde quieras! Papá, vete con Pork… Así me gusta, papá.

Aun en su frenesí, pensó en lo que la presencia de uniformes azules podía significar para el errático cerebro de Gerald. Se detuvo, retorciéndose las manos con desesperación, y los asustados sollozos de Wade, que se agarraba a la falda de Melanie, acrecentaron su pánico. —Y yo, ¿qué debo hacer? —preguntó Melanie, cuya voz permanecía tranquila entre los gemidos y lágrimas y precipitados pasos de los demás. Aunque su rostro estaba blanco como el papel y todo el cuerpo le temblaba, aquella imperturbabilidad de su voz dio fortaleza a Scarlett, demostrándole que todos confiaban en sus órdenes, en su guía y dirección.

—La vaca y la ternera —dijo sin vacilar— están pastando. Monta el caballo y condúcelas al pantano y allí…

Antes de que Scarlett pudiese terminar la frase, Melanie se liberó de los tirones de Wade y bajó la escalerilla delantera, corriendo hacia el caballo, levantándose las faldas para correr mejor. Scarlett apenas había podido distinguir las delgadas piernas y una ondulación de faldas y enaguas, cuando Melanie se hallaba ya montada, con los pies colgando muy por encima de los estribos. Recogió las riendas y batió los talones contra los costados del animal; pero, de pronto, contuvo bruscamente el caballo, con una contorsión de terror en el rostro.

—¡Mi hijo! —gritó—. ¡O mi hijo! ¡Los yanquis lo matarán! ¡Dámelo! Tenía ya la mano en la silla para apearse del caballo, pero Scarlett le vociferó:

—¡Sigue! ¡Sigue! ¡Llévate la vaca! ¡Yo me encargo del crío! ¡Vete, por favor! ¿Crees que iba yo a permitir que tocasen al hijo de Ashley? ¡Vete, vete!

Melanie miró hacia atrás con aire desesperado, pero al fin martilleó con sus tacones los flancos del animal, que, despidiendo arena con los cascos, arrancó sendero abajo, hacia los pastos.

Scarlett pensó: «¡Jamás pensé que vería a Melly Hamilton a horcajadas sobre un caballo!», y volvió precipitadamente hacia la casa. Wade seguía lloriqueando, tratando de agarrarse a sus faldas. Al subir los escalones de tres en tres vio a Suellen y a Carreen con los canastos de madera en brazos, corriendo hacia la despensa, y a Pork, que tiraba no muy suavemente del brazo de Gerald, arrastrándole hacia el pórtico trasero.

Gerald murmuraba algo quejosamente y tiraba a su vez como un niño recalcitrante.

Desde el patio trasero, Scarlett oyó la voz estridente de Mamita: —¡Tú, Prissy! ¡Métete debajo de la cama y dame los marranillos! ¿No ves que soy demasiado grandota para meterme por el enrejado? Dilcey, ven aquí y haz que esta idiota…

«¡Y yo que creía que era tan buena idea meter los cerdos debajo de la casa, para que nadie los robase! —pensó Scarlett, corriendo hacia su cuarto—. ¡Oh! ¿Por qué no se me ocurrió construir una porquera en el pantano?»

Abrió de un tirón el cajón superior del pupitre y dio vueltas al envoltorio hasta tener en su mano la cartera del yanqui. Cogió precipitadamente la sortija con el solitario y los pendientes de brillantes de donde los había escondido en el costurerito y los metió en la cartera. Pero ¿dónde esconderlo? ¿En el jergón? ¿En la chimenea? ¿Echarlo al pozo? ¿Ocultarlo en su pecho? ¡No, allí menos que en ninguna parte! El bulto podía notarse, y si los yanquis se apercibían de él la desnudarían y la registrarían.

«¡Me moriría si lo hiciesen!», pensó con terror.

Abajo, había una confusión infernal de pies que corrían y voces que sollozaban. Aun en su frenesí, Scarlett deseaba que Melanie estuviese a su lado, aquella Melly de voz imperturbable, aquella Melly que tan valiente se mostrara el día en que ella mató de un tiro al yanqui. Melly valía por tres de los demás. Melly… ¿qué había dicho Melly? ¡Ay; sí, el crío!

Oprimiendo la cartera contra su seno, Scarlett atravesó el vestíbulo corriendo hacia la habitación en donde el pequeño Beau dormía en su cunita. Lo tomó en sus brazos, y el nene se despertó, agitando los diminutos puños y gimiendo sin saber por qué. Oyó gritar a Suellen:

—¡Anda, Carreen! ¡Anda! Ya tenemos bastante. ¡Date prisa, hermana, date prisa!

Se oyeron fuertes gruñidos, alaridos indignados en el patio trasero, y, mirando por la ventana, Scarlett vio a Mamita andando y meciendo las caderas a través de los campos de algodón, con un cerdito debajo de cada brazo. Detrás de ella iba Pork, llevando también dos cerditos y empujando ante él a Gerald. Y éste iba dando tropezones por los surcos, agitando su bastón.

Asomando el cuerpo afuera de la ventana, gritó: —¡Coge la cerda, Dilcey! ¡Que se la lleve Prissy! Dilcey levantó la cabeza, mostrando inquietud en su rostro de bronce. En el delantal llevaba un montón de cubiertos de plata. Señaló el sótano de la casa.

—La cerda ha mordido a Prissy y la ha acorralado debajo de la casa.

«¡La cerda sabe lo que se hace!», pensó Scarlett. Volvió precipitadamente a su habitación y a toda prisa sacó de su escondrijo los brazaletes, broche, miniatura y taza que había encontrado en el equipaje del muerto. Pero ¿dónde ocultarlos? Era difícil, llevando al bebé en una mano y la cartera de alhajas en la otra. Comenzó por tratar de poner al niño sobre la cama.

En cuanto lo soltó, el bebé se puso a llorar a grandes gritos, y esto le dio a ella una magnífica idea. ¿Qué mejor escondrijo podría encontrar que los pañales del nene? Le dio la vuelta rápidamente, abrió las ropas y metió la cartera entre los pañales, junto a uno de los costados de la criatura, que acentuó entonces los chillidos, mientras ella se apresuraba a ceñir fuertemente el paño triangular alrededor de aquellas piernecitas que pataleaban furiosamente.

«Ahora —pensó, respirando profundamente—. Ahora, hacia el pantano.»

Agarrando a la llorosa criatura con un brazo y llevando las alhajas en la otra mano, echó a correr hacia el vestíbulo de la planta baja. De pronto se detuvo en su veloz marcha, temblándole de miedo las piernas. ¡Qué silenciosa estaba la casa! ¿Se habrían ido todos, dejándola sola? ¿Nadie la había aguardado? No había supuesto que la dejarían sola. En aquellos tiempos, cualquier cosa podía ocurrirle a una mujer enteramente sola, y si venían los yanquis…

Saltó al oír un ligero ruido y, volviéndose vivamente, vio a su olvidado hijito, hecho un ovillo junto al barandal de la escalera, con los ojos dilatados por el terror. Trató de decir algo, pero su garganta se movió sin producir el menor sonido.

—Levántate, Wade —le mandó brevemene, El niño corrió hacia ella, como un animalito asustado, y asiéndose a su amplia falda, sepultó el rostro entre sus pliegues. Scarlett sentía las manitas que trataban de agarrarse a sus piernas. Comenzó a bajar los escalones, pero sus movimientos se veían obstaculizados por los tirones de Wade, y entonces le dijo furiosamente—: Suéltame, Wade, ¡suéltame y camina! —Pero el chico todavía se agarró más a ella.

Al llegar al rellano de la escalera, toda la planta baja pareció levantarse ante sus ojos. Cada uno de los objetos, cada mueble, parecía cuchichearle: «¡Adiós! ¡Adiós!» Un sollozo obstruyó su garganta. Estaba abierta la puerta del despachito en el cual Ellen había trabajado con tanta diligencia, y podía ver un ángulo del viejo pupitre. Allí estaba también el comedor, con las sillas en desorden y la comida todavía en los platos. En el suelo quedaban las alfombras que Ellen había tejido con sus propias manos. Y quedaba el retrato de la abuela Robillard con los pechos medio descubiertos, el pelo recogido hacia arriba y las aletas de la nariz marcadas profundamente que parecían darle un aspecto de perpetua superioridad sobre el vulgo. Todo aquello que había formado parte integrante de sus recuerdos más lejanos, todo lo que estaba ligado a la más profundas raíces de su ser, parecía gritarle ahora: «¡Adiós! ¡Adiós, Scarlett O’Hara!»

¡Los yanquis lo quemarían todo… todo! Esta era la última mirada a su casa, la última mirada, exceptuando lo que aún pudiese ver de su exterior, desde el bosquecillo o el pantano, mientras las chimeneas quedaban envueltas en humo y el tejado se derrumbaba estrepitosamente entre las llamas.

«No puedo dejaros —pensó, en tanto que el miedo hacía castañetear sus dientes—. No puedo dejaros. Papá tampoco os dejaría. Les dijo la otra vez que tendrían que quemar el tejado encima de su cabeza. De modo que tendrán que quemaros también sobre la mía, porque yo tampoco puedo abandonaros. Sois lo único que me queda.»

Al tomar esta decisión, parte de su miedo se disipó y quedó sólo una emoción seca y concentrada en su pecho, como si el temor se le hubiese helado. Mientras estaba así, oyó por la avenida de entrada a la finca el ruido de numerosos cascos de caballos, el golpeteo de bocados, estribos y sables en sus vainas y una voz ronca que gritaba: «¡Pie a tierra!» Prestamente, se inclinó hacia el niñito, que seguía junto a ella, y su voz era apremiante, pero extrañamente afectuosa:

—¡Suéltame, Wade, anda, precioso! Baja la escalera corriendo y vete por el patio de atrás hacia el pantano. Mamita estará allí con la tía Melanie. Anda, corre, cariño mío, no tengas miedo.

Al percibir el cambio de tono, el chiquillo levantó la vista, y Scarlett se sintió acongojada por la expresión de sus infantiles ojos, que parecían los de un conejillo preso en un lazo.

«¡Oh, Madre de Dios! —rogó con el pensamiento—. ¡Que no le dé ahora un ataque! No, delante de los yanquis no. Que no sepan que les tenemos miedo.» Y como quiera que el muchachito se agarraba a sus faldas todavía más desesperadamente, le dijo con voz clara:

—Pórtate como un hombrecito. ¡No son más que una cuadrilla de malditos yanquis! —Y bajó la escalera para afrontarlos.

Sherman cruzaba el Estado de Georgia, desde Atlanta hasta el mar. Tras de él quedaban las humeantes ruinas de Atlanta, a la que se había pegado fuego al abandonarla el ejército azul. Ante él se ofrecían casi quinientos kilómetros de territorio virtualmente indefenso, donde no se hallaban sino unos cuantos milicianos del Estado y los viejos y los chiquillos de la llamada Guardia Territorial.

Allí se le presentaba aquel fértil Estado, salpicado de plantaciones, en el que sólo quedaban mujeres, niños, ancianos y negros. En un radio de trece kilómetros de anchura, los yanquis avanzaban saqueando y quemando. Había centenares de casas ardiendo, centenares de casas que crujían bajo sus pies. Pero, para Scarlett, que contemplaba cómo los yanquis se volcaban sobre la parte delantera de la suya, no se trataba de una desgracia general. Era algo enteramente personal, una acción maligna dirigida solamente contra ella y contra su gente.

Se quedó al pie de la escalera, con el bebé en brazos. Wade se aferraba fuertemente a ella, con la cabecita oculta entre los frunces de su falda, mientras los yanquis invadían la casa, pasando sin miramientos por su lado y subiendo por la escalera, arrastrando muebles hacia la galería delantera, asestando cuchilladas y bayonetazos a todo mueble tapizado y registrando en búsqueda de tesoros ocultos. Arriba, se destripaban colchones y edredones de plumón hasta que la atmósfera del vestíbulo se llenó de plumas que fueron posándose lentamente por todas partes. La rabiosa impotencia apagó en ella el escaso temor que aún quedaba en su pecho mientras permanecía inerme viendo cómo los soldados saqueaban, robaban y destruían en derredor suyo.

El sargento que los mandaba era un hombrecillo canoso y con las piernas arqueadas, que dejaba ver en una mejilla el bulto del trozo de tabaco prensado que estaba masticando. Se aproximó a Scarlett antes que ninguno de sus hombres y, escupiendo groseramente al suelo y sobre las faldas de la joven, le dijo sin rodeos:

—Déme eso que tiene en la mano.

Ella se había olvidado de las cosas de valor que se proponía ocultar. Con una mueca tan sarcàstica y elocuente, según pensaba, como la que aparecía en el retrato de la abuela Robillard, tiró al suelo todo lo que tenía en la mano, y casi experimentó placer al ver cómo todos aquellos hombres se arrojaban al suelo.

—Dénos ahora la sortija y los pendientes.

Scarlett colocó al bebé con la cara hacia abajo, mientras el pobrecillo se ponía rojo de llorar, y se desprendió de los pendientes de granate, que fueron el regalo de boda de Gerald a Ellen. Después se quitó el solitario de zafiro que Charles le había dado como anillo de esponsales.

—No lo tire. Démelo a mí —ordenó el sargento, extendiendo la mano—. Esos bandidos ya cogieron bastante. ¿Tiene algo más?

Sus ojos examinaron las amplias faldas de la joven.

Por un momento Scarlett creyó perder el conocimiento, como si sintiese que unas manos rugosas se introducían por su escote y la manoseaban hasta las ligas.

—No tengo nada más, pero supongo que ustedes acostumbrarán a desnudar a sus víctimas.

—¡Oh, creeremos lo que nos dice! —respondió el sargento con aire condescendiente, escupiendo un pardusco salivazo al alejarse.

Scarlett enderezó al chiquillo y trató de calmar su llanto, oprimiendo con una mano el sitio en donde había escondido la cartera entre los pañales, no sin dar gracias a Dios de que Melanie tuviera un hijo de mantillas.

Arriba se oía todavía el pisoteo de las pesadas botas soldadescas, el chirrido de los muebles que parecían protestar cuando se los arrastraba sin ceremonia por el suelo, el estrépito de las porcelanas y de los espejos al romperse, las maldiciones al ver que no aparecía nada de valor. En el patio se oían gritos: «¡No los dejéis pasar! ¡Que no se escapen!», y los desesperados graznidos de patos y gansos. Sintió una punzada en el corazón al oír un chillido de agonía, seguido inmediatamente por el estruendo de un disparo de pistola, y comprendió que habían matado a la vieja cerda. ¡Maldita Prissy! ¡Había huido sin llevársela! ¡Si siquiera los marranillos estuviesen a buen recaudo! Pero era imposible saberlo.

Permaneció quieta en el vestíbulo mientras la soldadesca rebullía en torno suyo, vociferando y renegando. Los deditos de Wade seguían fuertemente agarrados a su falda. Se apretaba tanto contra ella que Scarlett percibía el temblor del niño, pero no logró hablarle con cariño para tranquilizarlo. Tampoco pudo dirigir palabra a los yanquis, ni para protestar, ni para increparlos, ni para suplicarles. Sólo sabía dar mentalmente gracias a Dios de que sus rodillas pudieran sostenerla, de que su cuello tuviera todavía fuerzas para mantener la cabeza erguida. Pero cuando una cuadrilla de hombres barbudos bajaron dificultosamente la escalera cargados con toda clase de objetos que le robaban, vio la espada de Charles en mano de un soldado y lanzó un grito de cólera.

Aquella espada era ahora de Wade. Había sido del padre y del abuelo del niño y Scarlett se la había regalado a éste el día de su último cumpleaños. Incluso se celebró con esta ocasión una pequeña ceremonia familiar, y Melanie había llorado lágrimas de orgullo y de penosos recuerdos, y había besado al niño diciéndole que tenía que crecer para llegar a ser un militar tan valiente como su padre y su abuelo. Wade estaba muy orgulloso, y con frecuencia se subía a la mesa sobre la cual pendía el arma en la pared, para pasarle la manita por encima. Scarlett podía soportar que la despojasen a ella, que sus propios objetos saliesen de la casa en manos de sus odiados enemigos, pero esto no. Aquella espada era el orgullo de su hijito. Wade, mirando a hurtadillas bajo la protección de la falda materna, al oír el grito, recobró el valor y el habla y emitió un gran sollozo. Extendiendo una mano, chilló:

—¡Es mía!

—¡No os podéis llevar eso! —dijo brevemente Scarlett, levantando el brazo.

—Conque no puedo, ¿eh? —dijo el soldadito que la transportaba mirándola con insolente expresión—. Bueno, pues sí puedo: ¡es el arma de un rebelde!

—No, no lo es. Es una espada procedente de la guerra de México. No me la podéis quitar. Es de mi hijo. ¡Era de su abuelo! ¡Oh, capitán! —gritó, dirigiéndose al sargento—, ¡mándele que me la devuelva! El sargento, lisonjeado por el «ascenso», adelantó un paso. —Déjame ver esa arma, Bub —dijo. No de muy buen grado, el soldado se la entregó. —El puño es de oro de verdad —observó.

El sargento le dio vueltas en sus manos y puso la empuñadura a la luz para poder leer la inscripción allí grabada:

«Al coronel William R. Hamilton —fue descifrando—, sus oficiales. Por su valor. Buena Vista, 1847.»

—¡Caramba, joven! —dijo—. Yo también estuve en Buena Vista. —¿De veras? —preguntó Scarlett muy fríamente. —¿Que si estuve? Se peleó de verdad allí, y puedo asegurarlo. Nunca he visto combates tan desesperados en esta guerra como los que vimos en México. ¿Así que esta espada era del abuelo de este mocosíllo? —Sí.

—Bueno, pues puede quedarse con ella —dijo el sargento, que ya estaba satisfecho con las alhajas y demás cosillas que había metido muy ataditas en un pañuelo.

—Pero ¡el puño es de oro bueno! —insistió el soldado. —No importa, se lo dejaremos como recuerdo —dijo el sargento, sonriendo.

Scarlett cogió la espada, sin dar las gracias siquiera. ¿Por qué agradecer a aquellos bandidos que le devolviesen algo que era suyo? Apretó el arma contra su cuerpo mientras el soldado discutía y argumentaba con el sargento:

—¡Maldita sea! ¡Ya les dejaré yo algún otro recuerdo a estos rebeldes! —vociferó finalmente el chasqueado cuando el sargento, perdiendo ya la paciencia, le mandó al infierno y le hizo callar. El furioso soldado se fue hacia la parte de atrás del edificio y Scarlett respiró más libremente. No habían dicho nada de quemar la casa. No le habían ordenado que se marchase para prender fuego. Acaso… acaso… La tropa iba llegando al vestíbulo de ingreso desde arriba y desde los patios de la casa.

—¿Habéis encontrado algo? —preguntó el sargento. —Un puerco y unos cuantos pollos y patos.

—Algo de maíz, unos ñames, unas alubias. Ese gato montes que vimos a caballo debe haber dado la alarma. —Así que no os habéis lucido, ¿eh?

—La verdad es que no hay mucho por aquí, sargento. Lo mejor se lo llevó usted. Más vale que nos vayamos antes de que toda la comarca sepa que hemos venido.

—¿Habéis mirado debajo del ahumadero? Casi siempre entierran allí las cosas.

—No hay nada.

—¿Habéis mirado debajo de la cabanas de los negros?

—En las cabanas no hay más que algodón. Ya le pegamos fuego.

Por un breve instante pasaron por la memoria de Scarlett aquellas largas jornadas en los campos de algodón abrasados por el sol. Sintió nuevamente el terrible dolor en los ríñones, la dolorosa desolladura en el hombro. Todo para nada. El algodón convertido en humo.

—No tiene usted gran cosa realmente, ¿verdad, joven?

—Vuestro ejército estuvo antes aquí —respondió ella con frialdad.

—Es cierto. Estuvimos por estos parajes en septiembre —dijo uno de los hombres, dando vueltas a algo que tenía en la mano—. Lo había olvidado.

Scarlett vio que lo que sostenía era el dedalito de oro de Ellen. ¡Cuántas veces lo había visto relucir en todas direcciones cuando su madre hacía pequeñas labores de fantasía! Al verlo, se despertaron en su mente no pocas memorias de la mano que solía moverlo. Y ahora estaba en las sucias y callosas manos de un invasor y pronto sería llevado al Norte para adornar la mano de alguna mujer yanqui que se enorgullecería de poseer cosas robadas. ¡El dedal de Ellen!

Scarlett bajó la cabeza para que los enemigos no la viesen llorar, y sus lágrimas fueron cayendo dulcemente sobre la cabecita del bebé. A través de la niebla lacrimosa vio cómo los soldados se movían hacia la puerta de entrada, oyó al sargento dar órdenes con bronca voz. Se iban y Tara estaba a salvo; pero, con el dolor del recuerdo de Ellen, apenas sintió alegría. El ruido de los sables y de los cascos no bastó para aliviar su pena y se quedó apoyada contra la pared, de pronto débil y nerviosa, mientras ellos bajaban por la avenida de ingreso, todos cargados con cosas robadas, ropa, mantas, cuadros, gallinas, patos, la cerda. A poco, hasta su olfato llegó el tufo de humo, y echó a andar, demasiado exhausta por todas las emociones, para preocuparse siquiera del algodón. Por los abiertos ventanales del comedor vio cómo el humo se elevaba perezosamente de las cabanas de los negros. Ya no había algodón. Ya no había dinero para los impuestos, ni para ayudarse a pasar un invierno tan duro. Nada podía hacer ella sino ver cómo ardía todo. Había visto otros incendios de algodón y sabía cuan difícil era extinguirlos, aunque trabajasen en ello muchos hombres. ¡Gracias a Dios, las cabanas quedaban lejos de la casa! ¡Gracias a Dios, no soplaba viento que pudiese llevar chispas a Tara!

De pronto, giró sobre sus pies, rígida como un perro de caza, y miró con ojos dilatados por el terror el vestíbulo y los pasillos en dirección a la cocina. ¡De la cocina salía humo! Entre el vestíbulo y la cocina pudo dejar al bebé en alguna parte. En alguna parte se sustrajo a los tirones de Wade, empujándole contra la pared. Penetró corriendo en la cocina llena de humo y hubo de echarse para atrás, tosiendo y con los ojos llenos de lágrimas causadas por la espesa humareda. Entró nuevamente, tapándose la nariz con la falda.

La estancia estaba oscura, ya que no recibía luz más que por una pequeña ventana, y el humo era tan denso que quedó medio a ciegas. Pero podía oír los silbidos y chasquidos de las llamas. Colocándose la mano sobre los ojos y entrecerrándolos, escudriñó y distinguió finas lengüetas llameantes que serpenteaban por el suelo de la cocina hacia las paredes. Alguien había esparcido por el suelo los troncos de leña encendidos que estaban antes bajo la campana de la gran chimenea, y el suelo de seco pino absorbía las llamas como agua.

Echó a correr otra vez hacia el comedor y cogió una alfombra del suelo, derribando dos sillas con gran estrépito al hacerlo.

«¡No podré apagarlo jamás…, jamás, jamás! ¡Oh, Dios mío, si al menos hubiese alguien para ayudarme! ¡Tara perdida…, perdida! ¡Oh, Dios mío! ¡Esto debió ser lo que aquel infame soldado quiso hacer cuando habló de que iba a dejarnos algo más como recuerdo! ¡Oh! ¿Por qué no le dejé llevarse la espada?»

En el comedor, pasó por delante de su hijo, acurrucado junto a la pared con el arma entre sus brazos. Tenía los ojos cerrados, y su rostro reflejaba una expresión de descanso, de sobrehumana paz.

«¡Dios mío! ¡Se ha muerto! ¡Le han matado de miedo!», pensó torturada. No obstante, pasó de largo corriendo hacia el gran cubo de agua potable que siempre estaba en el pasillo de la cocina.

Empapó un extremo de la alfombra en el cubo, y absorbiendo una profunda bocanada de aire, se zambulló nuevamente en la estancia llena de humo, cerrando la puerta tras de sí. Durante una eternidad, se tambaleó y tosió, sacudiendo la alfombra mojada sobre las llamas, que surgían veloces en derredor suyo. Dos veces, su larga falda se prendió, pero ella apagó el fuego con las manos. Podía percibir el olor de su cabello al chamuscarse, ya que el peinado se le había deshecho y la larga cabellera oscilaba ahora sobre sus hombros. Las llamas corrían por delante de ella, siempre algo más lejos, hacia las paredes del otro pasillo cubierto, como encolerizadas culebras que ondulaban y se erguían, y, al fin, vencida ya por el agotador esfuerzo, comprendió que todo era inútil.

De pronto se abrió la mampara y la corriente de aire hizo elevarse las llamas nuevamente. Se cerró con un golpetazo, y, entre los torbellinos de humo, Scarlett, medio cegada, vio a Melanie que pisoteaba las llamas y golpeaba con algo pesado y oscuro. La vio tambalearse, la oyó toser, divisó entre una nebulosa su rostro descompuesto y sus ojos dilatados y apretados para protegerse de la humareda, vio cómo su delicada figura se curvaba en todas direcciones sacudiendo otra alfombra hacia arriba y hacia abajo. Durante toda otra eternidad, lucharon y se tambalearon y Scarlett pudo observar que las llameantes rayas se acortaban. De pronto, Melanie se volvió hacia ella y, con un grito, la golpeó sobre los hombros con toda su escasa fuerza. Scarlett cayó al suelo en un remolino de humo y de tinieblas.

Cuando abrió los ojos, se hallaba acostada en el pórtico posterior, con la cabeza apoyada confortablemente sobre el regazo de Melanie. El sol de la tarde brillaba sobre su rostro. Las manos, la cara y los hombros le escocían de manera insoportable por las quemaduras. Todavía salían de los pabellones negras espirales de humo que envolvían las cabanas de espesas nubes, y le llegaba un fuerte olor a algodón quemado. Scarlett observó también jirones de humo que salían de la cocina y se agitó frenéticamente para levantarse.

Pero se sintió retenida y sujeta, y escuchó cómo la voz tranquila de Melanie decía:

—Estáte quieta, querida. El fuego está apagado. Se quedó quieta por un momento, con los ojos cerrados, suspirando con alivio, y oyó los indescriptibles pero satisfechos sonidos que exhalaba el bebé, cerca de ella, y el tranquilizador hipo de Wade. ¡No había muerto su hijo, gracias a Dios! Abrió los ojos y halló fijos en ella los de Melanie. Sus rizos estaban requemados, su cara ennegrecida por los tizones, pero los ojos le brillaban de emoción y sonreía.

—¡Pareces una negra! —murmuró Scarlett, sepultando fatigosamente la cabeza en aquella blanda almohada.

—Y tú pareces unos de esos negros de teatro, con la cara embetunada como un zapato viejo —respondió Melanie con tono sereno. —¿Por qué me diste aquel trastazo?

—Porque tu pelo estaba ardiendo por detrás, querida. Jamás se me ocurrió que podías perder el sentido, aunque Dios sabe que has experimentado hoy emociones sobradas para matar a cualquiera… Tan pronto como metí los animales en el bosquecillo, volví aquí corriendo. La idea de que tú y el bebé estabais solos aquí me volvía loca. Y los yanquis, ¿te… te ofendieron mucho?

—Si te refieres a si me violaron, no —contestó Scarlett, gimiendo al intentar incorporarse. Si bien el regazo de Melanie era blando, el suelo del pórtico, sobre el que se hallaba tendida, no era muy cómodo—. Pero se lo llevaron todo, todo. Lo hemos perdido todo… ¿Por qué haces ese gesto como si no te importase?

—Estamos vivas las dos, y juntas, y nuestros hijitos no han sufrido el menor daño y nos queda todavía un techo para nuestras cabezas —respondió Melanie, y su voz parecía adquirir nuevo brío—. Y una cosa así es casi lo máximo que se puede esperar en estos tiempos… Pero, caramba, ¡el pobrecillo Beau está todo mojado! Me figuro que los yanquis incluso se habrán llevado los pañalitos limpios… Scarlett, ¿qué demonios tiene aquí, entre los pañales?

Metió una mano temblorosa entre las húmedas ropitas del nene, y después de maniobrar un poco sacó la abultada cartera. Por un momento, la miró y remiró como si no la hubiese visto jamás anteriormente, y en seguida soltó la risa, alegres carcajadas que no delataban el menor síntoma de histeria.

—¡Sólo a ti podía habérsete ocurrido esto! —gritó, echando los brazos al cuello de Scarlett; la besó—. ¡No hay una mujer más lista que tú!

Scarlett permitió tales caricias porque estaba demasiado débil para oponer resistencia, porque las palabras de lisonja eran como un bálsamo para su espíritu, y porque, en la oscura cocina llena de humo, había nacido en ella un respeto mayor hacia su cuñada, un sentimiento de camaradería que no había existido hasta entonces.

«He de confesar una cosa —pensó, casi de mala gana—; cuando la necesitas la encuentras a tu lado.»