Scarlett llevaba dos semanas en Tara desde su regreso de Atlanta cuando la ampolla más inflamada que tenía en un pie comenzó a ulcerarse, hinchándosele hasta el punto de no poder ponerse el zapato y tener que cojear constantemente, apoyándose sobre el talón. Se desesperaba viendo la cárdena rozadura en el dedo. ¿Y si llegase a gangrenarse como las heridas de los soldados y tuviera ella que morir por no tener ningún médico cerca? Por amarga que fuese ahora la vida para ella, no sentía deseo alguno de abandonarla. Porque ¿quién se ocuparía de Tara si ella muriese?
Al principio, esperaba que reviviese el antiguo espíritu de Gerald y que éste tomase el mando; pero, en aquellas dos semanas, tal esperanza hubo de disiparse. Scarlett era consciente de que, lo quisiera o no, la plantación y todos sus habitantes quedaban en sus inexpertas manos, porque Gerald no hacía más que estar sentado en silencio, como si soñase, sumiso pero ausente de Tara. Cuando ella le pedía algún consejo contestaba únicamente: «Haz lo que te parezca mejor, hija mía.» O algo peor aún: «Consúltalo con tu madre, pequeña.»
Ya nunca cambiaría; y Scarlett, al comprenderlo así, lo aceptó sin emoción. Gerald, mientras viviese, seguiría aguardando a Ellen, intentando oír su voz. Se hallaba en un nebuloso país fronterizo donde el tiempo no transcurría; y para él, Ellen estaba siempre en la habitación contigua. Al morir Ellen, perdió el resorte maestro de su existencia, y con él desaparecieron su impetuosa seguridad, su desparpajo y su inquieto dinamismo. Ellen había sido el auditorio ante el cual se representara el tumultuoso drama de Gerald O’Hara. Ahora, el telón había caído para siempre, las candilejas estaban apagadas y el público se había marchado, mientras el confuso y viejo actor permanecía sobre el escenario vacío, esperando su turno para continuar.
Aquella mañana, la casa estaba quieta porque todos, excepto Scarlett, Wade y las tres enfermas, andaban por el pantano buscando a la cerda. El mismo Gerald se había animado un poco y arrastraba los pies por el campo arado, apoyando una mano en el brazo de Pork y con un rollo de cuerda en la otra. Suellen y Carreen se habían dormido después de llorar, como hacían un par de veces al día por lo menos, con lágrimas de pena y de debilidad que corrían por sus demacradas mejillas al acordarse de Ellen. Melanie incorporada sobre las almohadas por primera vez aquel día, se envolvía en una sábana remendada entre las dos criaturillas, con la cabecita dorada y suave de la una acurrucada en un brazo, mientras que con el otro sostenía cariñosamente la testa negra y rizosa del hijo de Dilcey. Wade estaba sentado a los pies de la cama escuchando un cuento de hadas.
Para Scarlett, el silencio de Tara era insoportable, porque le recordaba demasiado vivamente el silencio mortal de toda la desolada comarca que hubo de atravesar aquel interminable día en que salió de Atlanta para volver a casa. La vaca y el ternero pasaban horas y horas sin exhalar un mugido. Los pájaros no piaban cerca de su ventana, e incluso la alborotada familia de estorninos que vivían entre el follaje de los magnolios, a través de varias generaciones, no cantaban aquel día. Scarlett llevó una silla junto a la ventana abierta de su cuarto, que daba al camino principal de entrada, dominando el macizo césped y los pastos solitarios y verdes del otro lado del camino, y allí permaneció sentada, con la falda por encima de las rodillas y la barbilla apoyada en las manos, asomada a la ventana. Tenía junto a ella un cubo de agua del pozo, y de cuando en cuando metía en él el pie ulcerado, haciendo una mueca de dolor cada vez que sentía la punzante sensación.
Malhumorada, apoyó la barbilla en la mano. Precisamente cuando más necesidad tenía de todas sus fuerzas, se le enconaba el dedo. Aquellos imbéciles no encontrarían nunca a la cerda. Habían tardado una semana en coger los cerditos, uno por uno, y ahora, al cabo de dos semanas, la marrana seguía en libertad. Scarlett tenía la seguridad de que, si hubiera estado con ellos en el pantano, se habría arremangado la falda hasta las rodillas y, cogiendo la cuerda, habría echado el lazo al animal en un abrir y cerrar de ojos.
Pero, aun en caso de cazar la cerda, si es que llegaba a cogerla, ¿qué harían después de comerse a ésta y a sus crías? La vida continuaría y el apetito también.
El invierno se aproximaba y no habría alimentos, ni siquiera los escasos restos de legumbres de los huertos vecinos. ¡Habría que tener tantas cosas! Guisantes secos, y trigo, y arroz, y semillas de algodón y de maíz para sembrar en primavera; y también otras ropas. ¿De dónde iba a salir todo aquello y cómo se pagaría?
Había registrado ocultamente los bolsillos y la caja del dinero de Gerald, y lo único que pudo encontrar fueron unos paquetes de bonos de la Confederación y tres mil dólares en billetes, confederados también. Era casi lo suficiente para que pudiesen hacer una buena comida todos, pensó irónicamente, ahora que el dinero confederado valía poco menos que nada. Pero, aunque tuviese dinero, ¿dónde se podría encontrar víveres y cómo podría traerlos a casa? ¿Por qué había permitido Dios que se muriese el viejo caballo? Incluso aquel miserable animal que Rhett había robado supondría para ellos un mundo de diferencia. ¡Oh, aquellas finas muías que solían cocear en la pradera, al otro lado del camino, y los soberbios caballos para el coche, y su pequeña yegua, y los jacos de las niñas, y el magnífico caballo de Gerald, que galopaba y corría por los pastos…! ¡Oh, qué no daría ella por una de aquellas monturas, incluso por la mula más terca!
Pero no importaba… Cuando se curase el pie, iría andando hasta Jonesboro. Sería la caminata más larga que hubiese hecho en su vida, pero la haría. Aun en el caso de que los yanquis hubiesen quemado totalmente la ciudad, ella encontraría seguramente en la vecindad alguien que pudiese indicarle en dónde hallar provisiones. La compungida fisonomía de Wade surgió ante sus ojos. No le gustaban los ñames, decía; quería un ala de pollo, arroz y mucha salsa.
La brillante luz del sol en el jardín se nubló repentinamente y los árboles se borraron entre sus lágrimas. Dejó caer la cabeza entre los brazos y se esforzó en no llorar. El llanto no servía ahora de nada. La única ocasión en que podía servir el llanto era cuando se tenía cerca a un hombre de quien se quisiera obtener algún favor. Mientras estaba acurrucada allí, apretando los ojos para que no le brotasen las lágrimas, se sobresaltó al oír el ruido de los cascos de un caballo al trote. Pero no levantó siquiera la cabeza. ¡Se había imaginado aquel ruido tantas veces, durante los días y las noches de las dos semanas anteriores, lo mismo que había creído oír el crujido de la falda de Ellen! Su corazón martilleaba, como le ocurría siempre en tales casos, antes de ordenarse severamente a sí misma: «¡No seas idiota!»
Pero los cascos alteraron su compás, de manera sorprendentemente natural, hasta ponerse al ritmo del paso, y se oyó el rechinar de la arena. Era un caballo, ¡Oh, los Tarleton, los Fontaine! Miró rápidamente. Era un militar perteneciente a la caballería yanqui.
Automáticamente, Scarlett se ocultó detrás de la cortina y le miró, fascinada, a través de los pliegues de la tela, sintiéndose tan sobresaltada que el aire salía de sus pulmones con dificultad.
Encorvado sobre su montura, veía a un hombre grueso y de aspecto rudo, con una enmarañada barba que caía sobre la abierta guerrera azul. Sus ojillos, muy juntos, que bizqueaban al sol, parecían estudiar la casa con calma, bajo la visera de su ceñida gorra militar azul. Cuando se apeó despacio y anudó cuidadosamente las riendas alrededor del poste en que se ataban los caballos, Scarlett recobró el aliento tan repentina y dolorosamente como cuando se recibe un fuerte golpe en el estómago. ¡Un yanqui, un yanqui con un largo pistolón a la cadera! ¡Y ella estaba sola en casa con tres chicas enfermas y dos criaturas!
Conforme el militar avanzaba por el camino, con la mano en la funda de la pistola, y sus relucientes ojillos mirando a derecha e izquierda, una calidoscópica serie de confusas escenas pasó por su mente, historias que la tía Pittypat le había cuchicheado sobre ataques a mujeres solas, cuellos cortados, casas incendiadas con mujeres moribundas dentro, niños ensartados con bayonetas porque gritaban, todos los horrores ligados al odioso nombre de «yanqui».
Su primer aterrorizado impulso fue esconderse en un ropero, meterse debajo de la cama, echar a correr escaleras abajo y huir gritando hacia el pantano; cualquier cosa con tal de huir de aquel hombre. Pero oyó en seguida sus cautelosos pasos sobre los peldaños de la entrada, y luego en el vestíbulo, y comprendió que tenía cortada la retirada. El miedo la paralizó y, sin poder moverse, escuchó el paso del hombre de una habitación a otra en la planta baja y cómo pisaba más fuerte y firmemente al no descubrir a nadie. Estaba ahora en el comedor y en un instante entraría en la cocina.
Al pensar en la cocina, Scarlett sintió que la invadía una rabia repentina, tan aguda que traspasaba su corazón como una cuchillada. Y, ante aquel violento furor, el miedo se desvaneció totalmente. ¡La cocina! Allí, sobre la lumbre, había dos pucheros, uno lleno de manzanas puestas a cocer y el otro con una mescolanza de legumbres penosamente traídas de Doce Robles y del huerto de los Macintosh…, la comida destinada a nueve personas hambrientas, cuando apenas alcanzaba para dos. Scarlett había estado reprimiendo su propio apetito durante varias horas, esperando el regreso de los demás; y la idea de que el yanqui se comiese su escaso almuerzo la llenó de cólera.
¡Malditos todos! Habían caído como una nube de langostas, dejando que Tara muriese de hambre, lentamente, y ahora volvían para robar lo poco que dejaron. Su vacío estómago se retorcía. ¡Santo Dios, allí había un yanqui que no robaría más!
Se quitó el gastado zapato y, descalza, se deslizó velozmente hacia el despacho, sin notar siquiera dolor en su lastimado pie. Abrió sin ruido el cajón de arriba y sacó la pesada pistola que había traído de Atlanta, el arma que llevara Charles, pero que nunca había usado. Buscó en la caja de cuero que colgaba de la pared bajo el sable y sacó una bala. La metió en el cargador con mano firme. Rápida y silenciosamente, corrió hacia el rellano y bajó la escalera apoyándose en la baranda con una mano y sosteniendo la pistola junto a la pierna, entre los pliegues de su falda.
—¿Quién anda ahí? —gritó una voz nasal, y ella se detuvo en mitad de la escalera, latiéndole la sangre con tanta fuerza en los oídos que no podía apenas percibir sus palabras—. ¡Alto o disparo! —dijo la voz.
El estaba en la puerta del comedor, encogido y en tensión, sosteniendo en una mano la pistola y en la otra una cajita de costura, de madera de rosa, con el dedal y el alfiletero de oro, y las tijeritas montadas también en oro. Scarlett notaba las piernas paralizadas, pero la rabia sofocaba su rostro. ¡El costurerito de Ellen, en sus manos! Quiso gritarle: «¡No lo toques! ¡No lo toques, asqueroso…!», pero las palabras no lograron salir de su boca. Sólo podía mirarle horrorizada, por encima del pasamanos, viendo cómo su rostro pasaba de una tensión agresiva a una sonrisa medio despectiva, medio amistosa.
—Veo que hay alguien en casa, ¿eh? —dijo él, metiendo otra vez la pistola en su funda y avanzando por el vestíbulo hasta quedar, precisamente, debajo de ella—. ¿Sólita, verdad?
En un relámpago, ella asomó el arma por encima del pasamanos, casi tocando el barbudo rostro del hombre. Antes de que él pudiese siquiera llevar la mano a la pistola, Scarlett apretó el gatillo. El retroceso del arma la hizo vacilar, el estruendo de la explosión la ensordeció y un humo acre cosquilleó su nariz. El hombre se desplomó hacia atrás, cayendo, piernas y brazos abiertos, con tal violencia, que retemblaron los muebles. La cajita se le escapó de la mano y su contenido se dispersó por el suelo. Sin darse siquiera cuenta de que se movía, Scarlett descendió los últimos peldaños y se quedó de pie, viendo lo que quedaba del rostro desde más arriba de la barba, un orificio sangriento donde antes estaba la nariz, y los vidriosos ojos quemados por la pólvora. Mientras lo contemplaba, dos regueros de sangre se deslizaron por el pulido suelo, uno brotando de la cara y otro de la nuca. Sí, estaba muerto. No cabía duda. Había matado a un hombre.
El humo ascendía hacia el techo en perezosas espirales; y los rojos regueros se ensanchaban a sus pies. Durante un momento de incalculable duración, Scarlett permaneció allí, y en el cálido silencio de la mañana estival cualquier sonido leve y cualquier olor parecían aumentar: las aceleradas palpitaciones de su corazón, como redobles de tambor, el rumor de las hojas de los magnolios al rozar unas contra otras, el lejano y quejumbroso chillido de un pájaro en los plátanos y el dulce aroma de las flores junto a la ventana.
Había matado a un hombre, ella que procuraba siempre no tomar parte en las cacerías, ella que no podía soportar los gruñidos de un cerdo al ser degollado, ni los quejidos de un conejo preso en el lazo. «¡Un asesinato! —pensaba confusamente—. ¡He cometido un asesinato! ¡Oh, no es posible que me haya ocurrido esto!» Sus ojos se volvieron hacia la mano gruesa y velluda, tan próxima a la cajita de costura, y, repentinamente, recobró su vitalidad, íntegramente satisfecha, sintiendo un goce frío y leonino. Hasta habría pisoteado con su talón la ensangrentada herida que sustituía ahora la nariz de aquel hombre, y experimentado un dulce placer al contacto de aquella sangre aún caliente en sus pies descalzos. Era un acto de venganza por lo de Tara… y por lo de Ellen.
Se oyeron unos pasos precipitados y torpes en el vestíbulo superior, y luego, otros pasos débiles y prolongados, acentuados por chasquidos metálicos. Recobrando el sentido del tiempo y de la realidad, Scarlett alzó la mirada y vio a Melanie en lo alto de la escalera, sin más vestido que la harapienta camisa que le servía de bata de noche y sosteniendo con su débil brazo el sable de Charles. Los ojos de Melanie contemplaron en un instante el cuadro entero que tenía a sus pies, el cuerpo caído y uniformado de azul destacándose del charco de sangre, la cajita de costura junto a él, Scarlett descalza y con el rostro grisáceo, todavía con la pistola en la mano.
Su mirada y la de Scarlett se cruzaron en silencio. Había un resplandor de orgullo en su fisonomía, generalmente tan dulce; había una aprobación y un gozo feroz en su sonrisa, que eran comparables al alborotado tumulto en el pecho de Scarlett.
«¡Oh! ¡Es igual que yo! ¡Comprende mis sentimientos! —pensó Scarlett en aquel largo momento—. ¡Ella hubiera hecho lo mismo!»
Emocionada, miró desde abajo a la frágil y vacilante joven por quien antes, si algún sentimiento albergaba, era sólo de menosprecio y antipatía. Ahora, luchando contra el odio por la mujer de Ashley, surgió un sentimiento de camaradería y de admiración. Vio en un relámpago de percepción clara, libre de toda baja emoción, que bajo la dulce voz y los ojos de palomita de Melanie había una hoja fina de templado e irrompible acero, y comprendió asimismo que vibraban cornetas y banderines de bravura en la tranquila sangre de Melanie.
—¡Scarlett! ¡Scarlett! —chillaban las débiles y asustadas voces de Suellen y Carreen, apagadas por la puerta cerrada, y la vocecita de Wade gritaba también—: ¡Tía! ¡Tía!
Rápidamente, Melanie se llevó un dedo a los labios y, dejando el sable sobre el escalón superior, descendió penosamente hasta el pasillo de abajo y abrió la puerta del cuarto de las enfermas.
—¡No os asustéis, palomitas! —dijo con voz de fingida jovialidad—. Vuestra hermana mayor quería limpiar la pistola de Charles y se le ha disparado, y casi se muere del susto… Ahora, Wade Hampton, mamá acaba de disparar con la pistola de tu padre. Cuando seas mayor te dejaré que dispares tú también.
«¡Qué magnífica embustera! —pensó Scarlett con admiración—. Yo no hubiera podido discurrirlo con tanta rapidez. Pero ¿para qué mentir? Tendrán que saber lo que he hecho.»
Volvió a mirar el cadáver, y ahora se vio acometida por una gran repugnancia, conforme se disipaba su furia y su miedo, y, en la reacción, le comenzaron a temblar las rodillas. Melanie se arrastró nuevamente a lo alto de la escalera y comenzó a bajarla, sujetándose al pasamanos, mordiéndose el pálido labio inferior.
—¡Vuélvete a la cama, tonta! ¡Te vas a matar! —gritó Scarlett. Pero la casi desnuda joven logró llegar trabajosamente hasta el vestíbulo.
—Scarlett —le dijo al oído—, debemos sacarlo de aquí y enterrarlo. Pudiera no estar solo, y si lo encuentran aquí… —Y, hablando, se apoyó en el brazo de Scarlett.
—Debe de haber venido solo —contestó ésta—. Desde la ventana de arriba no vi a nadie. Debía de ser un desertor.
—Aunque estuviese solo, nadie tiene que saber lo ocurrido. Los negros pueden irse de la lengua, y entonces vendrían y te llevarían. Scarlett hemos de ocultarlo antes de que esa gente venga del pantano.
Espoleado su ánimo por la febril voz de Melanie, Scarlett hizo un esfuerzo para pensar.
—Podemos enterrarlo en un rincón del jardín, bajo la parra; la tierra está todavía removida donde Pork cavó para sacar la barrica de whisky. Pero ¿cómo voy a llevarlo hasta allí?
—Tiraremos cada una de una pierna y lo arrastraremos —dijo Melanie con firmeza.
En contra de su voluntad, la admiración de Scarlett se acrecentó.
—Tú no podrías arrastrar ni a una gata. Yo lo arrastraré —dijo con rudeza—. Tú te vuelves a la cama. Te vas a matar. Y no intentes ayudarme o te llevo arriba a la fuerza yo misma.
En la pálida fisonomía de Melanie se dibujó una sonrisa de dulce comprensión.
—Eres muy buena —dijo. Y sus labios rozaron suavemente la mejilla de Scarlett. Antes de que ésta pudiera recobrarse de su sorpresa, Melanie continuó—: Si tú puedes arrastrarlo hasta fuera, yo limpiaré… lo que éste ensució, antes de que esa gente vuelva. Y, Scarlett…
—¿Qué?
—¿Crees que sería deshonesto registrar su mochila? Podría llevar algo que comer.
—Ciertamente —admitió Scarlett, algo enojada porque a ella no se le había ocurrido tal idea—. Tú le miras la mochila y yo le registraré los bolsillos.
Se agachó hacia el cadáver y, con repugnancia, acabó de desabrocharle la guerrera y comenzó a hurgar en todos los bolsillos.
—¡Dios mío! —prorrumpió, sacando una abultada cartera envuelta en un trapo—. Melanie… Melly… ¡Me parece que está llena de dinero!
Melanie no contestó, pero se sentó bruscamente en el suelo, apoyándose contra la pared.
—Mira tú —dijo con voz entrecortada—. Me siento un poco débil.
Scarlett tiró del trapo con manos temblorosas y abrió los costados de piel.
—¡Mira, Melanie…! ¡Por favor, mira!
Melanie miró, y sus ojos se dilataron. Desordenadamente mezclados, había allí un montón de billetes de verde reverso, billetes de Estados Unidos con billetes confederados y, brillando entre ellos, una moneda de oro de diez dólares y dos de cinco dólares.
—No te detengas a contar ahora —dijo Melanie cuando Scarlett comenzó a hojear los billetes—. No tenemos tiempo…
—¿Te haces cargo, Melanie, de que este dinero significa que podremos comer?
—Sí, sí, querida, lo sé. Pero no tenemos tiempo ahora. Tú mira en los demás bolsillos y yo miraré en la mochila.
A Scarlett le costaba trabajo soltar la cartera. Brillantes perspectivas se ofrecían ante su vista: ¡dinero, el caballo yanqui, víveres! Había un Dios, al fin y al cabo, y Él se encargaba de proveer para todos, aunque recurriera a medios algo extraños. Se sentó en cuclillas y contempló fijamente la cartera, sonriente. ¡Alimento! Melanie se la arrancó de las manos.
—¡Date prisa! —le urgió.
Nada salió de los bolsillos del pantalón, a no ser un cabo de vela, un cortaplumas, un trozo de tabaco prensado y un poco de cordel. Melanie sacó de la mochila un pequeño paquete de café, que olfateó con deleite como si fuese el más aromático de los perfumes, galleta seca y, lo que cambió la expresión de su rostro, la miniatura de una niña en un marco de oro adornado con perlitas, un imperdible de granates, dos anchos brazaletes de oro con pequeñas cadenitas colgantes, un dedal de oro, un brillante vasito para niño, de plata, una sortija con un brillante solitario y un par de pendientes de brillantes en forma de pera de más de un quilate cada uno.
—¡Era un ladrón! —dijo en voz baja Melanie, retirándose del inerte cuerpo—. Scarlett, todo esto debió de haberlo robado.
—Por supuesto. Y entró aquí con la intención de robarnos a nosotros también.
—Me alegro de que le hayas matado —dijo Melanie, con dura expresión en sus dulces ojos—. Pero, ahora, date prisa, querida, y sácalo de aquí.
Scarlett se inclinó, cogió al muerto por las botas y tiró de él. Repentinamente se hizo cargo de cuánto pesaba el hombre y cuan débil estaba ella. ¿Y si no pudiese moverlo? Dando la vuelta y colocando el cadáver tras de sí, cogió una pesada bota por debajo de cada brazo y se echó con todo su cuerpo hacia delante. Pudo moverlo y dio otro tirón. Su dolorido pie, olvidado por la excitación, le dio ahora una aguda punzada que le hizo rechinar los dientes y poner todo el esfuerzo impulsivo sobre el talón. Tirando y haciendo esfuerzos, con el sudor bañándole la cara, lo sacó hasta el vestíbulo de entrada, dejando a su paso un rastro sangriento.
—Si continúa sangrando por el patio no podremos ocultarlo —dijo con voz entrecortada—. Déjame tu camisa, Melanie y le envolveré la cabeza.
La pálida faz de Melanie se volvió carmín.
—No seas tonta. ¡No voy a mirarte! —dijo Scarlett—. Si yo llevase enaguas o pantalones, los usaría.
Acurrucándose contra la pared, Melanie se sacó por la cabeza la remendada camisa y silenciosamente se la arrojó a Scarlett, tapándose ella como pudo con los brazos.
«Gracias a Dios, yo no soy tan vergonzosa», pensó Scarlett, adivinando más que viendo la tortura de Melanie mientras ella envolvía con el harapiento lienzo la mutilada cabeza del muerto.
Con una serie de cojos tirones arrastró el cuerpo hacia el pórtico trasero, y deteniéndose para enjugarse el sudor de la frente con el dorso de la mano, volvió la cabeza para mirar a Melanie, que estaba sentada junto a la pared, hecha un ovillo, con las rodillas junto a los desnudos pechos. ¡Qué tonta era Melanie preocupándose del pudor en momentos como éstos!, pensó Scarlett con irritación. Era en parte su actitud exageradamente delicada lo que siempre había hecho que la despreciase. En seguida se avergonzó de ello. Después de todo, Melanie se había arrastrado desde la cama, a pesar de haber parido tan recientemente, y había acudido en su ayuda con un arma tan pesada que ni siquiera la podía levantar. Esto exigía valor, la clase de valentía que Scarlett era incapaz de tener, la bravura de fuerte y fino acero que había caracterizado a Melanie en la terrible noche en que cayó Atlanta y durante el largo viaje de regreso. Ese intangible y sereno valor que poseían todos los Wilkes era una cualidad de la que Scarlett carecía, pero a la que rendía involuntario tributo.
—Vuélvete a la cama —le dijo por encima del hombro—. Si no, te vas a matar. Ya limpiaré yo esto después de enterrarlo.
—Yo lo haré con una de las alfombras —dijo en voz baja Melanie, mirando el charco de sangre con angustiada expresión.
—Bueno; ¡si quieres matarte, no me importa! Si cualquiera de los de casa vuelve antes de que yo termine, rétenlo aquí y dile que el caballo se han presentado solo, sin que sepamos de dónde.
Melanie se sentó, temblando, a la luz del sol matutino, tapándose los oídos para no escuchar la serie de golpetazos que daba la cabeza del muerto contra los peldaños del pórtico.
Nadie preguntó de dónde venía el caballo. Era obvio que se había extraviado a raíz de la batalla reciente, y todos estaban encantados de tenerlo allí. El yanqui yacía en el foso profundo que Scarlett había cavado de mala manera bajo el emparrado. Las estacas que sostenían las ramas de la parra estaban podridas y aquella noche ella misma acabó de romperlas con el cuchillo de la cocina, hasta que se derrumbaron y la enmarañada masa de ramas se esparció sobre toda la tumba. Por supuesto, Scarlett nunca sugirió que se reemplazaran las estacas, y los negros no adivinaron la razón; o guardaron silencio.
Ningún fantasma se levantó de la improvisada fosa para atormentarla durante las largas noches en que yacía despierta en la cama, demasiado cansada para conciliar el sueño. Ningún sentimiento de horror o de remordimiento asaltó su memoria. Se maravillaba de que fuese así, sabiendo que tan sólo un mes antes hubiera sido incapaz de hacer lo que entonces había hecho. La señora Hamilton, joven y bonita, con sus hoyuelos en las mejillas y sus tintineantes pendientes y sus aires aniñados, ¡cómo hubiera podido convertir en pulpa de un tiro el rostro de un hombre y enterrarlo después en un hoyo abierto precipitadamente con las uñas! Scarlett exhibió una sarcàstica mueca al pensar en la consternación que tal idea produciría en cualquiera que la conociese de antes.
—No voy a pensar más en ello —decidió—. Ya está hecho, y yo hubiera sido una imbécil no matándolo. Me parece… me parece que debo haber cambiado un poco desde que llegué a casa; de no ser así, jamás lo hubiera hecho.
No pensó en ello conscientemente, pero en el fondo de su mente, siempre que se veía enfrentada con una tarea desagradable y difícil, la idea asomaba y le devolvía su fortaleza: «He cometido un asesinato y, por lo tanto, puedo seguramente hacer esto.»
Había cambiado más de lo que se figuraba, y la dura corteza que había comenzado a formarse alrededor de su corazón mientras yacía en el huerto de los esclavos en Doce Robles se iba espesando lentamente.
Ahora que tenía un caballo, Scarlett podía averiguar por sí misma lo que había ocurrido a sus vecinos. Desde su regreso, se había preguntado con desesperación más de una vez: «¿Seremos nosotros las únicas personas que quedan en el condado? ¿Habrá dispersado el incendio a todos los demás? ¿Habrán ido todos a refugiarse en Macón?» Con el recuerdo de las ruinas de Doce Robles, de la finca de los Macintosh y de la casucha de los Slattery, todavía tan frescos en su mente, casi temía averiguar la verdad. Pero era mejor saber las cosas que quedarse en la duda. Decidió, pues, cabalgar hasta la casa de los Fontaine, primero, no sólo porque eran los vecinos más próximos, sino porque podía estar allí el viejo doctor Fontaine. Melanie necesitaba un médico. No se reponía como debiera y a Scarlett le asustaba su palidez y su debilidad.
En consecuencia, el primer día en que su pie estuvo ya lo suficientemente curado para soportar el zapato, montó el caballo del yanqui. Con un pie metido en el estribo acortado y la otra pierna encogida sobre el pomo de la silla, como sí fuese una silla de señora, arrancó a campo traviesa hacia Mimosa, preparada para encontrarlo todo quemado.
Con sorpresa y placer vio la desteñida casa de estuco amarillo que se erguía entre las mimosas, sin cambio alguno aparente. Un sentimiento cálido de felicidad, de una felicidad que casi le arrancó las lágrimas, inundó su ser cuando las tres mujeres de la familia Fontaine salieron a recibirla con besos y gritos de júbilo.
Pero, cuando terminaron las primeras exclamaciones de cariñosa bienvenida, y todas se apiñaron en el comedor para sentarse, Scarlett experimentó una sensación de frío. Los yanquis no habían llegado a Mimosa porque estaba algo lejos de la carretera principal. Por lo tanto, los Fontaine conservaban aún su ganado y sus provisiones, pero en Mimosa reinaba el mismo silencio que en Tara y sobre toda la comarca. Todos los esclavos, excepto cuatro sirvientes de la casa, habían huido, asustados por la llegada de los yanquis. No había un solo hombre en la finca, a menos que se considerase como tal al niñito de Sally, Joe, que apenas había dejado los pañales. Solas en el gran caserón estaba la abuela Fontaine, que pasaba de los setenta años; su nuera, que siempre sería conocida como la «Señoritita», aunque había cumplido los cincuenta; y Sally, que apenas llegaba a veinte. Estaban lejos de todos los vecinos y sin protección alguna, pero si tenían miedo no lo mostraban en sus caras. Probablemente, pensó Scarlett, porque Sally y la Señoritita temían demasiado a la abuela, frágil como la porcelana, pero todavía indomeñable, para atreverse a expresar sus temores. La misma Scarlett temía a la anciana, porque poseía vista de lince y lengua afiladísima, y ella había tenido ocasión de comprobarlo en otros tiempos.
Aunque no estaban unidas por lazos de sangre, existía un parentesco espiritual y de experiencias comunes que enlazaba a aquellas mujeres. Las tres llevaban luto, las tres estaban agotadas, tristes, preocupadas, amargadas por un dolor que no se traducía en quejas o palabras agrias, pero que, sin embargo, asomaba en sus sonrisas y sus frases de bienvenida. Era comprensible: sus esclavos habían escapado y su dinero nada valía; el marido de Sally, Joe, había muerto en Gettysburg y la Señoritita había quedado viuda también, porque el joven doctor Fontaine había muerto de disentería en Vicksburg. Los otros dos hijos, Alex y Tony, andaban por Virginia, y nadie sabía si estaban vivos o muertos; y, en cuanto al viejo doctor Fontaine, se hallaba Dios sabe dónde, con la caballería del general Wheeler.
—Y ese viejo loco tiene setenta y tres años, aunque trate de parecer más joven, y tiene más dolores reumáticos que pulgas tiene un cerdo —decía la abuela Fontaine, orgullosa de su marido, con relucientes ojos que desmentían sus palabras de censura.
—¿Han tenido ustedes alguna noticia de lo que ha pasado en Atlanta? —preguntó Scarlett una vez que todo el mundo se hubo instalado confortablemente—. Nosotros, en Tara, estamos tan ansiosos…
—¡Dios mío! —dijo la anciana, apoderándose de la conversación como solía hacerlo—; estamos igual que tú. Sólo sabemos que Sherman tomó al fin la ciudad.
—La tomó al fin… ¿Qué hace ahora? ¿Dónde se combate ahora?
—¿Cómo quieres que tres mujeres solitarias, aisladas aquí en el campo, sepamos nada sobre la guerra, cuando hace semanas que no hemos leído ni una sola carta ni un periódico? —dijo la vieja dama con cierta sequedad—. Uno de nuestros negros habló con un negro que vio a otros que habían estado en Jonesboro, pero fuera de eso nada sabemos. Lo que decían era que los yanquis estaban instalados en Atlanta para dar descanso a sus hombres y a sus caballos, pero si esto es verdad o no tú podrás juzgarlo lo mismo que yo. Acaso necesitan reposo después de lo que les hicimos pelear.
—¡Pensar que has estado en Tara todo este tiempo y nosotras no lo sabíamos! —interrumpió la Señoritita—. ¡Oh, ahora me arrepiento de no haberme acercado hasta allí! ¡Pero ha habido tanto que hacer aquí, desde que se marcharon los negros, que yo no podía dejar esto! No obré como muy buena vecina. Claro que pensábamos que los yanquis habían quemado vuestra casa, lo mismo que habían quemado Doce Robles y la casa de los Macintosh, y que todos vosotros os habíais ido a Macón. Y nunca pensamos que tú pudieses estar en tu casa, Scarlett.
—¿Cómo íbamos a figurarnos otra cosa, cuando los negros del señor O’Hara llegaron aquí tan asustados que se les saltaban los ojos y nos dijeron que los yanquis iban a pegar fuego a Tara? —interrumpió a su vez la abuela.
—Y vimos que… —comenzó Sally.
—Estoy hablando yo, perdona —dijo la anciana brevemente—. Y dijeron que los yanquis habían acampado en derredor de Tara y que tu familia se disponía a marchar a Macón. Y después, esa misma noche, advertimos desde aquí el resplandor del incendio por la parte de Tara, y eso duró muchas horas, y espantó a nuestros imbéciles negros, y entonces se marcharon, ¿Qué es lo que se quemó?
—Todo nuestro algodón, por valor de ciento cincuenta mil dólares —replicó Scarlett con amargura.
—Da las gracias de que no fuera tu casa —dijo la abuela, apoyando la barbilla sobre el puño de su bastón—. Siempre puedes cultivar más algodón, pero no puedes cultivar una casa. Y a propósito, ¿has comenzado a recoger el algodón?
—No —dijo Scarlett—, y ahora casi todo está perdido. Me imagino que no quedarán más que unas tres balas utilizables, y eso allá, al pie del arroyo; pero ¿de qué nos van a servir? Todos nuestros peones del campo se han ido y no queda nadie para recoger la cosecha.
—¡Vaya, conque se marcharon todos los peones, se marcharon y no queda nadie para recogerlo! —exclamó la abuela, imitando el tono de voz de Scarlett y dirigiéndole una mirada satírica—. ¿Que les pasa a tus lindas patitas, niña, y a las de tus hermanas? —¿Yo recogiendo algodón? —gritó Scarlett, horrorizada como si la abuela hubiese sugerido algún crimen nefando—. ¿Como un peón negro? ¿Como un pordiosero blanco? ¿Como las mujeres de los Slattery?
—Pordioseros blancos, ¿eh? ¡Qué blanda y delicada se ha vuelto esta generación! Déjame que te diga, niña, que cuando yo era muy joven mi padre perdió todo su dinero, y a mí no me dio vergüenza trabajar honradamente con mis manos, incluso en el campo, hasta que mi padre tuvo bastante dinero para adquirir más esclavos. He cavado surcos para sembrar y he recogido algodón, y lo haría otra vez si fuese preciso. Y creo que tendré que hacerlo. ¡Conque pordioseros blancos!, ¿eh?
—¡Oh, mamá Fontaine! —exclamó su nuera, dirigiendo imploradoras miradas a las dos chicas, como suplicándoles que aplacasen a la septuagenaria dama—. De eso ya hace mucho tiempo, eran días muy diferentes y todo ha cambiado.
—Las cosas no cambian nunca cuando hay necesidad de trabajar honradamente —manifestó la soliviantada señora, que no estaba dispuesta a calmarse—. Lo siento por tu madre, Scarlett, cuando te oigo decir que el trabajo convierte en pordioseros blancos a las personas decentes. Cuando Adán cavaba y Eva hilaba…
Para cambiar de tema, Scarlett preguntó precipitadamente: —¿Y qué se sabe de los Tarleton y de los Calvert? ¿Les incendiaron también la casa? ¿Pudieron refugiarse en Macón?
—Los yanquis no llegaron hasta donde viven los Tarleton. Están fuera de la carretera central, lo mismo que nosotras, pero sí llegaron a casa de los Calvert y les robaron todo el ganado y todas las aves y obligaron a todos los negros a que se fuesen con ellos… —comenzó a decir Sally.
La abuela la interrumpió:
—¡Claro! Prometieron a todas las hembras negras trajes de seda y pendientes de oro. Eso fue lo que hicieron. Y Cathleen Calvert dijo que algunos de los soldados se llevaron a las negras sentadas a la grupa de sus caballos. Bueno, lo único que resultará serán chiquillos color de café con leche, y no creo que la sangre yanqui pueda mejorar la raza negra.
—¡Oh, mamá Fontaine!
—No pongas esa cara, Jane. Todas somos mujeres casadas, ¿no? Y, bien sabe Dios, hemos visto bebés mulatos antes de ahora. —¿Cómo no quemaron la casa de los Calvert? —Se salvó la casa gracias a las súplicas combinadas de la segunda señora Calvert y de Hilton, ese capataz yanqui —dijo la anciana, que siempre se refería a la ex institutriz como la «segunda señora Calvert», aunque la primera señora Calvert había muerto treinta años antes—. «Somos fieles y sinceros simpatizantes de la Unión» —continuó la vieja, tratando de hacer una parodia y pronunciando la frase a través de su larga y delgada nariz—. Cathleen aseguró que ambos habían jurado y perjurado que toda la casa de los Calvert era yanqui. ¡Y pensar que el señor Calvert murió en el «Wilderness»! ¡Y Raiford en Gettysburg, y Cade en Virginia con el ejército! Cathleen se sintió tan humillada que dijo que hubiera preferido que quemasen la casa. Agregó que Cade reventaría de rabia cuando regresara y se enterara de ello. Pero éste es el resultado de que un hombre se case con una yanqui… No tienen orgullo ni decencia, no piensan más que en su pellejo… Pero ¿cómo fue que no quemaron Tara, Scarlett?
Scarlett hizo una pausa antes de contestar. Sabía que la pregunta siguiente habría de ser: «¿Y cómo están todos los de tu casa? ¿Y cómo está tu querida madre?» Sabía que no podía decirles que Ellen estaba muerta. Sabía que si pronunciaba esas palabras estallaría en un mar de lágrimas y lloraría hasta ponerse enferma. No había llorado de veras desde que regresara a su hogar, y estaba segura de que, tan pronto como abriese las compuertas del llanto, todo aquel valor tan celosamente conservado desaparecería en la corriente. Pero sabía también, mirando con confusión las amistosas fisonomías que tenía a su alrededor, que si ocultaba la noticia del fallecimiento de Ellen jamás se lo perdonarían. La abuela, en particular, sentía gran afecto hacia Ellen, y eso que había poquísimas personas en el condado que a ella le importasen algo.
—Vamos, habla —dijo la abuela, con mirada penetrante—. ¿No sabes hablar, niña?
—Bueno, verán. Yo no llegué a casa hasta el día después de la batalla —contestó Scarlett precipitadamente—. Los yanquis ya se habían ido entonces. Papá… Papá me dijo que… que los yanquis no habían incendiado la casa porque Suellen y Carreen estaban tan enfermas con el tifus que no había medio de transportarlas.
—Es la primera vez que oigo que un yanqui hace algo decente —dijo la abuela, como sintiendo tener que oír algo favorable respecto a los invasores—. ¿Y cómo están ahora las pequeñas?
—¡Oh, están mejor, mucho mejor, casi bien, pero muy débiles! —contestó Scarlett.
En seguida, viendo que la pregunta que ella más temía se dibujaba en los labios de la vieja, buscó aceleradamente algún otro tema de conversación.
—¿No… no podrían prestarnos algo de comida? Los yanquis nos limpiaron, como una plaga de langosta. Pero si también andan ustedes mal de comida, me lo dicen francamente y…
—Envíanos a Pork con su carro y te daremos la mitad de lo que tenemos: arroz, harina, jamón, algunos pollos… —dijo la vieja dama, dirigiendo a Scarlett una mirada penetrante. —¡Oh, eso es mucho! Realmente, yo…
—Ni una palabra. No quiero ni escucharte. ¿Para qué están los vecinos?
—Son ustedes tan buenos que no puedo… Pero tengo que marcharme ya. En casa estarán inquietos por mí.
La abuela se levantó rápida y cogió a Scarlett por el brazo. —Vosotras dos quedaos aquí —ordenó, empujando a Scarlett hacia el pórtico de atrás—. Tengo que hablar dos palabras en privado con esta niña. Ayúdame a bajar, Scarlett.
La Señoritita y Sally le dijeron adiós y prometieron ir a visitarlos muy pronto. Estaban devoradas por la curiosidad de saber qué era lo que la abuela tenía que decir a Scarlett; pero, a menos que ésta quisiese contárselo, no iban a enterarse. Las viejas eran difíciles de convencer. La Señoritita cuchicheó algo al oído de Sally mientras reanudaban su labor de costura.
Scarlett permaneció junto a su caballo, con la brida en la mano, sintiendo el corazón oprimido.
—Ahora, vamos a ver —dijo la abuela mirándola a los ojos—. ¿Qué pasa en Tara? ¿Qué es lo que no nos has contado?
Scarlett levantó la vista hacia aquellos ojos intensos y comprendió que podía decir la verdad sin llorar. Nadie se atrevía a llorar delante de la abuela Fontaine sin su permiso.
—Mamá ha muerto —dijo sencillamente.
La mano que se apoyaba en su brazo se lo apretó hasta hacerle daño, y los arrugados párpados que enmarcaban los amarillentos ojos se agitaron convulsivamente. —¿La mataron los yanquis?
—Murió de tifus. Murió… el día antes de volver yo. —¡No me digas más! —exclamó la abuela severamente, y Scarlett notó como tragaba saliva—. ¿Y tu padre? —Papá… Papá no es el mismo. —¿Qué quieres decir? Habla. ¿Está enfermo? —La emoción… Se ha vuelto muy extraño. No es… —¡No me digas que no es el mismo! ¿Tiene perturbado el cerebro? Era casi un alivio oír la verdad expresada tan abiertamente. Por fortuna, la anciana no pronunció palabras de consuelo, que hubieran provocado el llanto de Scarlett.
—Sí —contestó suavemente—. Ha perdido la cabeza. Obra como si estuviese aturdido, y a veces no parece ni recordar que mamá ha muerto. ¡Oh, señora, se me parte el corazón al verle sentado hora tras hora, aguardándola con tanta paciencia, él, que era más impaciente que un niño! Pero es todavía peor cuando se acuerda de que ha muerto. De vez en cuando, después de haber permanecido inmóvil aguzando el oído para escuchar sus pasos, salta del asiento de pronto y marcha a tropezones hasta el lugar en donde está la tumba. Y cuando regresa casi arrastrándose, con la cara bañada en lágrimas, me dice y me repite hasta que yo he de hacer un esfuerzo para no ponerme a gritar: «Katie Scarlett, la señora O’Hara ha muerto. Tu madre ha muerto»; y eso es tan terrible para mí como cuando se lo oí decir por primera vez. Y otras veces, ya muy entrada la noche, oigo cómo la llama, y tengo que saltar de la cama y decirle que mamá ha ido a los pabellones para visitar a un negrito enfermo. Y él no quiere que ella se canse tanto haciendo de enfermera de los demás. ¡Y es tan difícil hacer que se acueste otra vez! Es como un niño pequeño. ¡Oh, cómo quisiera que el doctor Fontaine estuviese aquí! ¡Sé que seguramente haría algo por papá! Y Melanie también necesita un médico. No se repone del parto tan pronto como debiera…
—¿Cómo? ¿Melly tiene un nene? ¿Y está contigo?
—Sí.
—¿Qué hace Melly contigo? ¿Por qué no está en Macón con su tía y sus parientes? Me parece que tú no la querías muy bien, niña, a pesar de ser hermana de Charles. Dime, pues, ¿cómo es que se ha reunido con vosotros?
—Es una larga historia, señora. ¿No quiere usted volver a la casa y sentarse?
—No me canso de pie —dijo la abuela secamente—. Y si cuentas delante de las otras lo que ha pasado, comenzarán a lloriquear y a hacer que sientas más tus penas. Conque, vamos, cuenta.
Scarlett comenzó entre balbuceos a relatar el sitio de la ciudad y el estado de Melanie; pero, conforme adelantaba la historia y sentía sobre sí los ojos de la anciana, que disminuían la intensidad de su mirada, fue encontrando palabras, palabras de vigor y de horror. Todo volvió a su mente: el calor sofocante del día en que nació el niño, la agonía de su temor, la huida, el abandono de Rhett. Habló de la salvaje oscuridad de la noche, de las llameantes hogueras en el campo, que lo mismo podían ser de amigos que de enemigos; de las desnudas chimeneas que se levantaban ante sus ojos al sol matutino, de los cadáveres de hombres y de caballos sembrados a lo largo de la carretera, del hambre que pasaron, de su desolación, del temor de que Tara estuviese quemada.
—Yo creía que, si podía llegar hasta casa y hasta mi madre, ella lo arreglaría todo, y yo podría soltar mi pesada carga. Yendo hacia casa, me parecía que lo peor ya había pasado; pero cuando supe que ella había muerto comprendí que esto era lo peor que podía ocurrirme. Bajó la vista y aguardó a que la abuela hablase. Tan prolongado fue el silencio que no sabía si la abuela se había hecho cargo de su desesperada situación. Finalmente, la cascada voz se dejó oír, pero con tonos amables, los más amables que Scarlett jamás le oyera emplear al hablar con nadie.
—Niña, mala cosa es para una mujer tener que soportar lo peor, porque cuando le ha ocurrido lo peor ya no puede temer nunca nada. Y es muy malo para una mujer no tener miedo a algo. Tú crees que no he entendido bien lo que me has contado…, lo que has pasado. Bueno, pues lo he comprendido muy bien. Cuando yo tenía aproximadamente tu edad, me encontré en la sublevación de los indios creek, después de la matanza del Fort Mims —explicó con voz lejana—. Sí, tenía casi tu edad, porque esto debió de ocurrir hace cerca de cincuenta años. Y me las arreglé para esconderme entre las malezas bien escondida y vi quemar nuestra casa y vi cómo los indios arrancaban el cuero cabelludo a mis hermanos y hermanas. Y yo no podía hacer más que permanecer quieta allí y rezar para que el resplandor de las llamas no delatase mi presencia. Y sacaron a mi madre a rastras y la mataron, a unos veinte pasos de donde yo estaba. Y también le arrancaron el cuero cabelludo. Y con frecuencia volvía un indio cualquiera para hundir su hacha en el cráneo de ella otra vez… Yo, yo que era la favorita de mi madre, tuve que permanecer quieta y presenciar todo eso. Y por la mañana marché hacia el primer poblado, que estaba a casi cincuenta kilómetros de distancia. Necesité tres días para llegar allí, a través de los pantanos y eludiendo a los indios, y cuando llegué creyeron que iba a perder el juicio… Allí fue donde conocí al doctor Fontaine. Él me cuidó… ¡Oh, eso pasó hace cincuenta años, y desde entonces no he tenido miedo ni a nada ni a nadie, porque ya conocía lo peor que podía pasarme! Y esta ausencia de miedo me ha metido en no pocas dificultades y me ha costado buena parte de mi felicidad. Dios quiso que las mujeres fuesen criaturas tímidas y asustadizas, y hay algo antinatural en una mujer que no siente el miedo… Scarlett, procura tener siempre algo que te infunda miedo… lo mismo que te debe quedar siempre algo que amar…
Su voz se fue apagando, y al fin permaneció quieta, con ojos que contemplaban una visión retrospectiva de medio siglo atrás hasta el día en que ella aún sentía miedo. Scarlett se agitaba impaciente. Había creído que la abuela comprendería sus problemas, y acaso le ayudaría a resolverlos. Pero, como les pasa a todas las personas viejas, le había dado por hablar de cosas acaecidas antes de que los demás hubiesen nacido siquiera, cosas que no interesaban a nadie. Scarlett se arrepintió de haberse confiado a ella.
—Bueno, vuélvete a casa, chiquilla; ya estarán inquietos por ti —dijo la anciana de pronto—. Envíame a Pork con el carro esta tarde… Y no creas que vas a poder soltar la carga. Nunca. No podrás. Lo sé yo.
El veranillo de San Martín se prolongó aquel año hasta entrado noviembre, y sus días soleados y claros eran días magníficos para los que vivían en Tara. Lo peor había pasado. Ahora tenían un caballo y podían cabalgar en vez de ir a pie. Comían huevos fritos para el desayuno y jamón frito para la cena, variando así la monotonía de los ñames, cacahuetes y manzanas secas y, en una ocasión especial, incluso pollo asado. Se capturó finalmente a la vieja cerda, y ésta y su prole hociqueaban y gruñían debajo de la casa, en donde tenían la porquera. A veces emitían tales gruñidos que no dejaban ni hablar; pero era un sonido agradable para todos. Significaba cerdo fresco para las personas de raza blanca y mondongo para los negros, cuando hiciese frío y llegase la época de la matanza, y esto implicaba alimento para todos durante el invierno.
La visita de Scarlett a los Fontaine le había dado más ánimos de lo que ella se figuraba. Tan sólo el saber que tenía vecinos, que algunos amigos de la familia y algunas cosas habían sobrevivido, disipó la sensación de hallarse sola y perdida, que tanto la oprimiera durante las primeras semanas en Tara. Y los Fontaine y los Tarleton, cuyas plantaciones habían quedado fuera del camino de las tropas, se mostraron sumamente generosos en compartir con ella lo poco que tenían. Era tradición del condado que todo vecino ayudase a sus vecinos, y rehusaron aceptar ni un centavo de Scarlett, diciéndole que ella hubiera hecho otro tanto y que podría pagarles devolviendo los mismos artículos o sus equivalentes el año siguiente, cuando Tara produjese otra vez.
Scarlett tenía ahora víveres para la familia y criados, tenía caballo, tenía el dinero y las joyas cogidas al desertor yanqui, y su más urgente necesidad era la ropa. Sabía que era arriesgado enviar a Pork hacia el Sur para comprarla, ya que tanto los yanquis como los confederados podían apoderarse del caballo. Pero, por lo menos, poseía el dinero para comprar las ropas, carros y caballos para la expedición y quizá Pork pudiese hacer el viaje sin que lo capturasen. Sí; lo peor había pasado.
Todas las mañanas al despertarse, Scarlett daba gracias a Dios por aquel cielo azul pálido y por aquel sol reconfortante, porque cada día de buen tiempo aplazaba el inevitable momento de necesitar ropas de abrigo. Y cada día templado permitía acumular más y más algodón en las vacías cabanas de los esclavos, único lugar que quedaba en la plantación para poder almacenarlo. En los campos había algo más de algodón de lo que tanto ella como Pork habían calculado. Probablemente llegaba a cuatro balas, y pronto las cabanas estarían todas llenas.
Scarlett no se había propuesto recoger ella misma el algodón, ni aun después de la punzante observación de la abuela Fontaine. Era absurdo que ella, una O’Hara, ahora ama y señora de Tara, trabajase en los campos. Ello la rebajaría al nivel de los Slattery y de Emmie, con sus sucias pelambreras. Se proponía ordenar que los negros hiciesen la labor campestre mientras ella y las niñas convalecientes atendían la casa; pero tropezó con un prejuicio de casta aún más fuerte que el suyo. Pork, Mamita y Prissy pusieron el grito en el cielo ante la mera idea de trabajar en el campo. Repetían que ellos eran criados domésticos, no peones agrícolas. Mamita, en especial, declaró vehemente que ella jamás había sido una negra de campo. Había nacido dentro de la gran casa de los Robillard, no en las cabanas exteriores, y había crecido en el dormitorio de la vieja Señorita, durmiendo sobre un jergón a los pies de su cama. Sólo Dilcey callaba y miraba a Prissy con una mirada tan fija que la ponía nerviosa.
Scarlett se negó a escuchar tales protestas y los llevó a todos en el carro hasta el sembrado de algodón. Pero Mamita y Pork trabajaban tan lentamente y se lamentaban tanto, que Scarlett envió a Mamita otra vez a la cocina, y a Pork al bosque y al río con lazos para cazar conejos y otros animalillos, y con cañas de pescar. Recoger el algodón era algo ofensivo para la dignidad de Pork, pero cazar y pescar no lo era. Después trató de trabajar con sus hermanas y con Melanie en el campo, pero tampoco dio resultado. Melanie estuvo arrancando algodón con precisión, rapidez y excelente voluntad durante una hora, bajo el sol que abrasaba; pero se desmayó silenciosamente y tuvo que permanecer luego en cama durante una semana. Suellen, reacia y llorosa, fingió perder el conocimiento también; pero se recobró, bufando como un gato enfurecido, cuando Scarlett derramó sobre su cara una calabaza llena de agua. Finalmente, se negó rotundamente a continuar. —¡No quiero trabajar en el campo como un negro! Tú no puedes obligarme. ¡Si nuestros amigos se enterasen! ¡Oh, si el señor Kennedy se enterase! ¡Oh, si la pobre mamá viese esto…!
—Si vuelves a mencionar el nombre de mamá una vez más, Suellen O’Hara, te doy un par de bofetones —gritó Scarlett—. Mamá trabajaba más en la finca que cualquier negro, y tú lo sabes bien, señorita Remilgos.
—¡No es verdad! Por lo menos, no trabajaba en el campo. Se lo voy a decir a papá, y él no me obligará a trabajar.
—¡Ni se te ocurra molestar a papá con nuestros problemas! —le gritó Scarlett, indignada con su hermana y temerosa de Gerald.
—Yo te ayudaré, hermanita —intervino dócilmente Carreen—. Trabajaré por Suellen y por mí. Ella no se encuentra bien todavía y no debe estar mucho rato al sol.
Scarlett le dijo con gratitud: «Gracias, preciosa», pero miró preocupada a su hermana menor. Carreen, que siempre había tenido un color blanco y rosado, como los pétalos que el viento primaveral esparce por los huertos, no tenía ya esos tonos de rosa; pero su carita dulce y pensativa todavía conservaba algo de la fragilidad y suavidad de un pétalo de cerezo o de almendro. Parecía silenciosa, algo deslumbrada, desde que había vuelto a la vida y se había encontrado con que su madre ya no vivía, con Scarlett hecha un tirano, con el mundo cambiado, un mundo en el que la orden del día era trabajar incesantemente. La delicada naturaleza de Carreen no podía ajustarse fácilmente al cambio. No podía comprender todo lo acaecido y daba vueltas por Tara como una sonámbula, haciendo exactamente lo que le decían. Parecía muy débil y lo era; pero mostraba buena voluntad, era sumisa y complaciente. Cuando no tenía órdenes de Scarlett que cumplir, llevaba en la mano un rosario, y sus labios se movían rezando por su madre y por Brent Tarleton.
Jamás pudo ocurrírsele a Scarlett que Carreen había tomado la muerte de Brent tan en serio y que su pena no se había curado. Para Scarlett, Carreen era todavía la «hermanita pequeña», demasiado joven para haber sentido un amor realmente serio.
Scarlett, de pie y al sol entre las hileras de algodóneros, con los riñones doloridos por el continuo encorvamiento y las manos ásperas y rugosas por el contacto con las cápsulas secas, pensaba que lo deseable hubiera sido tener una hermana que combinase la energía y la fuerza de Suellen con las sumisas inclinaciones de Carreen. Porque Carreen recogía el algodón con diligencia y buen deseo. Pero, después de haber trabajado durante una hora, se hizo evidente que era ella y no Suellen, la que todavía no estaba suficientemente restablecida para ese trabajo. Por lo tanto, la hizo volver a las labores caseras.
Sólo quedaban ahora con ella, entre las largas hileras de plantas, Dilcey y Prissy. Prissy recogía el algodón perezosa y espasmódicamente, quejándose de los ríñones, de los pies, de sus miserias internas, de su fatiga, hasta que su madre cogió un tronco de algodónero y la zurró a pesar de sus chillidos. Después de esto trabajó algo más, pero procurando siempre permanecer lejos del alcance de su madre.
Dilcey trabajaba sin descanso, como una máquina, y Scarlett con los ríñones doloridos y el hombro desollado por el peso del saco en que metía el algodón recogido, pensó que Dilcey valía su peso en oro.
—Dilcey —le dijo—, cuando vuelvan los buenos tiempos no olvidaré cómo te has portado. Has sido muy buena.
La gigante de bronce no sonrió amablemente ni hizo los gestos propios de los negros cuando se los alaba. Volvió hacia Scarlett su rostro inmutable y contestó con dignidad:
—Gracias, señora. Pero el señor Gerald y la señora Ellen fueron buenos conmigo. El señor Gerald compró a mi Prissy para que yo no sufriese, y no lo he olvidado. Yo soy india en parte, y los indios no olvidan a los que son buenos con ellos. Perdone lo de Prissy. No sirve para nada. No es más que una negra cualquiera, como su padre. Su padre tampoco vale gran cosa.
A pesar del problema de Scarlett para conseguir ayuda de los demás para la recolección, y a pesar del cansancio de tener que hacer el trabajo ella misma, el ánimo se le levantó conforme el algodón iba pasando de los campos a las cabanas. Había en el algodón algo que tranquilizaba y fortalecía. Tara había prosperado con el algodón, lo mismo que todo el Sur, y Scarlett, nacida en el Sur, no podía por menos de tener fe en que tanto Tara como el Sur resurgirían de entre los rojizos campos. Por supuesto, todo ese algodón que había recogido no era mucho, pero era algo. Le valía algo en dinero confederado, y ese poco le permitiría economizar los billetes verdes y el oro de la cartera del yanqui hasta que fuese imprescindible gastarlos.
En primavera intentaría que el Gobierno confederado devolviese a Big Sam y a todos los demás peones del campo que les habían requisado; y si el Gobierno no quería dárselos, emplearía el dinero alquilando peones a los vecinos. En la primavera siguiente plantaría y plantaría… Incorporó su fatigada espalda y, mirando los parduscos campos otoñales, vio la cosecha del año siguiente, espesa y verdeante: una hectárea, y otra, y otra.
¡La primavera siguiente! Acaso para entonces habría terminado la guerra y volverían los buenos tiempos. Y, tanto si la Confederación perdía como si ganaba, los tiempos serían mejores. Cualquier cosa era preferible al constante peligro de las incursiones de ambos ejércitos. Cuando terminara la guerra, una plantación podría subsistir honradamente.
¡Oh, si la guerra terminara! ¡Entonces la gente podría ya plantar patatas con alguna seguridad de recogerlas!
Ahora había esperanzas. La guerra no podía durar siempre. Ella tenía ya su poquito de algodón, tenía víveres, tenía un caballo, tenía un escaso pero atesorado capital en dinero. ¡Sí, lo peor se había pasado!