25

A la mañana siguiente, el cuerpo de Scarlett estaba tan rígido y dolorido por los largos kilómetros de caminata y por los vaivenes del carro que cada movimiento era una agonía. Su rostro, quemado por el sol estaba rojo; tenía las palmas de las manos desolladas por las ampollas, la lengua pastosa y la garganta seca, como si las llamas la hubiesen abrasado, y no había agua bastante para calmar su sed. Sentía la cabeza como hinchada y hasta girar los ojos le causaba dolor. Náuseas que le recordaban los primeros días de su embarazo hicieron insoportable para ella hasta el olor de los humeantes ñames del desayuno. Gerald hubiera podido decirle que sufría las consecuencias normales de su primera experiencia con las bebidas fuertes, pero Gerald no se daba cuenta de nada. Estaba sentado a la cabecera de la mesa y no era más que un viejo canoso, de ojos apagados y ausentes que se clavaban en la puerta, con la cabeza algo inclinada como para tratar de escuchar el crujido de las enaguas de Ellen, para aspirar su perfume de limón y verbena.

Al sentarse Scarlett a la mesa, Gerald murmuró:

—Esperamos a la señora O’Hara. Ya se demora.

Scarlett levantó su cabeza dolorida, mirándole con asombrada incredulidad, y encontró la suplicante mirada de Mamita, de pie tras la silla de Gerald. Se levantó vacilante, con la mano en la garganta, y contempló a su padre a la luz de la mañana. Él la miró vagamente y ella observó que las manos de su padre temblaban y que su cabeza estaba también algo trémula.

Hasta aquel momento no comprendió en qué medida había contado con Gerald para que la ayudase, para que le dijese lo que debía hacer. Y ahora… ¡Pero si la noche anterior parecía estar casi normal! No mostraba, es cierto, la vitalidad y la exuberancia habituales, pero por lo menos le había hecho un relato coherente, y ahora… Ahora, ni siquiera se acordaba de que Ellen había muerto. La impresión simultánea de la llegada de los yanquis y de la muerte de su mujer le habían trastornado. Scarlett fue a decir algo, pero Mamita sacudió la cabeza violentamente y, levantando el delantal, se enjugó los enrojecidos ojos. «¡Oh! ¿Se habrá vuelto loco papá? —pensó Scarlett, y su trepidante cabeza parecía a punto de estallar bajo aquella nueva presión—. No, no. Está un poco aturdido, y nada más. Es como si estuviese mareado. Ya se le pasará. Tiene que pasársele. Pero ¿qué voy a hacer si no se le pasa…? No quiero ni pensarlo ahora. No quiero pensar en él, ni en mamá, ni en ninguna de esas cosas terribles, ahora. No, no puedo pensar en nada hasta que me sienta capaz de soportarlo. ¡Hay tantas otras cosas en qué pensar…! Cosas que yo puedo remediar si no me dedico a pensar en las irremediables.»

Salió del comedor sin haber probado bocado y se fue al pórtico de atrás, donde encontró a Pork descalzo y vestido con los harapientos restos de su mejor librea, sentado en los escalones y mondando cacahuetes. La cabeza de Scarlett sentía aún incesantes martilleos y pulsaciones, y la deslumbradora luz del sol le acuchillaba los ojos. Sólo para mantenerse en pie necesitaba hacer un gran esfuerzo de voluntad; y hablaba con el mayor laconismo, suprimiendo las fórmulas habituales de cortesía que su madre le enseñara a usar desde la infancia.

Comenzó a preguntar tan bruscamente y a dar órdenes en un tono tan decidido que las cejas de Pork se alzaron con sorpresa. La señora Ellen jamás había hablado a nadie tan secamente, ni siquiera cuando cogía a un negro robando pollos o sandías. Le interrogó nuevamente sobre los campos, los huertos, el ganado, y sus ojos verdes adquirían un brillo acerado que Pork nunca había visto en ellos.

—Sí, señora; el caballo murió, allí donde yo lo había atado con el hocico metido en el cubo, que tiró, por cierto. No, la vaca no murió. ¿No sabía usted? Tuvo una ternera anoche. Por eso mugía tanto.

—¡Vaya una comadrona que sería Prissy! —observó Scarlett irónicamente—. Dijo que la vaca mugía porque necesitaba que la ordeñasen.

—Prissy no piensa ser partera de vacas, señora Scarlett —concluyó Pork diplomáticamente—. Y no vale la pena discutir los bienes que Dios nos manda, porque esa ternera supondrá una vaca muy grande, y habrá leche y manteca en abundancia para las niñas, que es lo que necesitan, según dijo el doctor yanqui.

—Bueno, sigue. ¿Quedan más animales?

—No, señora. Nada más que una cerda vieja y sus lechones. Los llevé a los pantanos el día que llegaron los yanquis, pero Dios sabe cómo podremos darle caza ahora. Quiero decir a la marrana.

—Ya los encontraremos, no te apures. Tú y Prissy podéis empezar a busCharles.

Pork pareció sorprendido e indignado.

—Señora, eso es cosa de los del campo. Yo he sido siempre un negro de casa.

Un diablillo con un par de tenacillas candentes parecía divertirse pellizcando los ojos de Scarlett.

—O buscáis vosotros dos la cerda… u os largáis de aquí, lo mismo que se fueron los negros del campo.

Las lágrimas temblaron en los apenados ojos de Pork. ¡Oh, si la señora Ellen estuviera allí! Ella comprendía aquellos distingos, y se hacía cargo de la enorme diferencia que había entre las obligaciones de un peón del campo y las de un negro doméstico.

—¿Marcharme, señora Scarlett? ¿Y adonde iba a ir yo?

—No lo sé, ni me importa. Pero cualquiera que no quiera trabajar en Tara puede irse a buscar a los yanquis. Puedes decírselo también a los demás.

—Bien, señora.

—Y ahora dime: ¿qué hay del maíz y del algodón, Pork?

—¿El maíz? Dios mío, señora Scarlett, pusieron los caballos a pastar en el maizal y se llevaron después todo lo que los caballos no habían comido o estropeado. Y metieron los cañones y los carros por el algodón hasta destrozarlo todo, excepto unas cuantas hectáreas al fondo de la quebrada, en que no se fijaron. Pero por ese algodón no vale la pena ni molestarse, porque apenas hay allí tres balas.

¡Tres balas! Scarlett recordó las docenas y docenas de balas que producía Tara, y la cabeza le dolió más aún. ¡Tres balas! Tal cantidad era apenas un poco más de lo que cogían aquellos pobretones de los Slattery. Y para colmo de males, quedaba la cuestión de los impuestos. El Gobierno confederado aceptaba el algodón en lugar de dinero, como pago de impuestos; pero tres balas no bastarían ni para pagar éstos. Poco les importaba, sin embargo, a ella o a la Confederación, ahora que todos los braceros habían huido y que no quedaba nadie para recoger el algodón.

«No quiero pensar tampoco en esto —se dijo—. Las contribuciones no son cosas de mujeres, en modo alguno. Papá es el que debe atender estas cosas; pero papá…, no quiero pensar ahora en papá. La Confederación puede esperar el dinero sentadita. Lo que necesitamos ahora es algo que comer.»

—Pork, ¿habéis estado alguno de vosotros en Doce Robles, o en la finca de los Macintosh, para ver si queda allí algo en los huertos?

—No, señora. ¡No hemos salido de Tara! Podrían cogernos los yanquis.

—Enviaré a Dilcey a la finca de los Macintosh. Acaso encuentre allí algo. Y yo iré a Doce Robles.

—¿Con quién, niña?

—Yo sola. Mamita tiene que quedarse con las pequeñas, y mi padre no puede…

Pork lanzó una exclamación que la puso furiosa. Podría haber yanquis o negros bandidos en Doce Robles. No debía ir allí sola.

—Bueno, basta ya, Pork. Dile a Dilcey que se ponga en camino inmediatamente. Y tú y Prissy id a traerme la cerda y las crías —dijo secamente, dando media vuelta.

La vieja cofia de percal de Mamita, descolorida, pero limpia, colgaba de una percha en el pórtico trasero y Scarlett se la puso, recordando, como si fuese algo de otro mundo, el sombrero con rizada pluma verde que Rhett le había traído de París. Cogió un gran canasto hecho con ramas de roble y bajó las escaleras posteriores, no sin que cada paso repercutiese en su cabeza, como si la espina dorsal fuese a escapársele por el cráneo.

El camino hasta el río se extendía, rojizo y abrasador, entre los devastados campos de algodón. No había árboles que lo sombreasen, y el sol traspasaba la cofia de Mamita como si fuera de muselina y no de recio percal, mientras el polvo flotante se filtraba por su nariz y su garganta, hasta parecerle que si intentaba hablar saltarían en tiras sus membranas. En el sendero, profundos hoyos y surcos mostraban el rastro del paso de los caballos y de los cañones pesados, y, a los lados, las rojizas cunetas mostraban grandes surcos, abiertos por las ruedas de los vehículos. Las plantas de algodón aparecían pisoteadas y deshechas en los sitios por donde la caballería y la infantería, empujadas afuera del estrecho sendero por la artillería, habían marchado a través de los verdes arbustos, hundiéndolos en la tierra. Aquí y allá, en campos y veredas, se veían hebillas y trozos de correajes, cantimploras aplastadas por los cascos y ruedas de armón, botones, gorras azules, calcetines agujereados, harapos ensangrentados, todos los desechos que deja un gran ejército en marcha.

Pasó junto al pequeño grupo de cedros y la baja cerca de ladrillos que señalaban el minúsculo cementerio de la familia, tratando de no pensar en la nueva tumba, contigua a los tres montículos de las de sus hermanitos. ¡Oh, Ellen! Siguió bajando trabajosamente el polvoriento cerro, pasando cerca del montón de cenizas y de la mutilada chimenea, que era todo lo que quedaba de la casa de los Slattery, y deseó con crueldad que toda la tribu de aquel apellido estuviese también hecha cenizas. Si no hubiese sido por los Slattery, por aquella antipática Emmie, que tenía un chiquillo bastardo, hijo del capataz, Ellen no habría muerto.

Lanzó un gemido cuando un afilado guijarro se clavó en su lacerado pie. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué Scarlett O’Hara, la belleza del condado, el orgullo de Tara, siempre tan cuidada y protegida, caminaba casi descalza por aquel escabroso sendero? Sus piececitos estaban hechos para bailar, no para andar cojeando; sus delicados escarpines, para asomarse atrevidamente entre brillantes sedas, no para recoger cortantes pedruscos y polvo. Había nacido para ser mimada y atendida, y, sin embargo, allí estaba ahora, llena de náuseas y harapienta, impulsada por el hambre, a la caza de alimento en los huertos de sus vecinos.

Al pie del amplio cerro estaba el río, y ¡qué frescura y quietud había en aquellos árboles que trenzaban sus ramas sobre el agua! Se dejó caer en la orilla, se quitó los restos de los zapatos y las medias y humedeció los ardorosos pies en la fría agua. ¡Qué grato sería permanecer allí todo el día, lejos de los melancólicos ojos de Tara, allí donde sólo el susurro de las hojas y el murmullo del agua lenta rompían el silencio! Pero, con un esfuerzo, se puso otra vez las medias y los zapatos y avanzó penosamente por la orilla, alfombrada de esponjoso musgo, bajo la sombra de los árboles. Los yanquis habían quemado el puente, pero ella conocía otro puentecillo de troncos tendido sobre una angostura del río, un centenar de metros más abajo. Lo atravesó con cautela y ascendió trabajosamente la abrasadora cuesta de casi un kilómetro que había de recorrer hasta llegar a Doce Robles.

Allí se elevaban los doce robles, tal como se habían elevado desde los días de los indios; pero ahora sus hojas estaban tostadas por el fuego, y las ramas, quemadas y medio carbonizadas. Dentro del círculo que formaban, yacían las ruinas de la casa de John Wilkes, los abrasados restos de la antes señorial mansión que coronaba el cerro con la noble dignidad de sus blancas columnas. El hoyo profundo que quedaba de lo que había sido la bodega, las ennegrecidas piedras de los cimientos y dos grandes chimeneas, marcaban el emplazamiento de la casa destruida. Una alta columna, medio quemada, había caído transversalmente sobre el césped, aplastando las matas de jazmines.

Scarlett se sentó sobre la derribada columna. Viendo aquel espectáculo, se sentía demasiado acongojada para continuar. Aquella desolación penetraba tan profundamente en su corazón, como si no hubiese experimentado otros dolores. Allí, a sus pies, estaba el orgullo de los Wilkes, convertido en cenizas. Allí estaba el fin de aquella casa tan amable y cortés, en la que siempre la recibieran con los brazos abiertos; la casa de la que, en sus vanos ensueños, había aspirado a ser ama y señora. En ella había bailado, comido y flirteado, y en ella había contemplado, con el corazón dolorido y celoso, cómo Melanie procuraba agradar a Ashley. Allí también, a la fresca sombra de sus árboles, Charles Hamilton había oprimido su mano con éxtasis cuando ella le prometió casarse con él.

«¡Oh, Ashley! —pensó—. Deseo de corazón que hayas muerto. No soportaría la idea de que pudieras ver todo esto.»

Ashley se había casado allí con su prometida, pero su hijo y sus nietos no podrían ya traer otras prometidas a esa casa. No habría ya bodas ni nacimientos bajo el hospitalario techo que Scarlett amara tanto y que había deseado gobernar. La casa había muerto y, para Scarlett, era como si también los Wilkes hubiesen muerto entre sus cenizas. —No quiero pensar en eso ahora. No puedo soportarlo. Ya pensaré más tarde —dijo en voz alta, desviando la mirada.

Buscó el huerto, tropezando, entre las ruinas, con los pisoteados rosales que los Wilkes cuidaban con tanto esmero; atravesó el patio posterior y las cenizas del ahumadero, de los cobertizos y gallineros. La valla de troncos cortados alrededor del huertecillo de la casa estaba destrozada, y las antes simétricas hileras de plantas verdes habían sufrido el mismo trato que las de Tara. La blanda tierra estaba llena de las cicatrices causadas por los cascos de los caballos y las pesadas ruedas, y las legumbres habían sido hundidas en el suelo. Allí no quedaba nada que pudiera servirle.

Retrocedió por el patio y siguió el sendero que conducía a la silenciosa fila de blancas barracas destinadas a la servidumbre, gritando «¡Eh, eh!» conforme caminaba. Pero ninguna voz respondió a la suya. Ni siquiera ladró un perro. Evidentemente, los negros de los Wilkes habían huido o se habían unido a los yanquis. Ella sabía que cada esclavo tenía allí su parcela de huerto, y cuando llegó a los pabellones de los negros confiaba en que tales parcelas hubiesen quedado inmunes. Su búsqueda fue recompensada, pero estaba demasiado extenuada para sentir alegría a la vista de los nabos y las coles, algo mustios por falta de agua, pero todavía en pie, así como las alubias, amarillentas pero comestibles. Se sentó entre los surcos y cavó la tierra con temblorosas manos, llenado el cesto poco a poco. Lograrían hacer una buena comida en Tara, aquella noche al menos, a pesar de la falta de unos trozos de carne que cocer con las legumbres. Acaso un poco de la grasa que Dilcey empleaba para alumbrar podría utilizarse como condimento. Tenía que acordarse de decir a Dilcey que emplease pinas y economizase la grasa para guisar.

Cerca del último escalón de una de las cabanas halló una pequeña hilera de rábanos, y el hambre se apoderó de ella súbitamente. Un rábano ácido y picante era precisamente lo que su estómago parecía reclamar. Quitó someramente con la falda la tierra adherida, mordió la mitad y la comió a toda prisa. Era un rábano viejo y correoso, y tan picante que hizo brotar las lágrimas de sus ojos. Apenas pasó aquel primer bocado, su vacío y castigado estómago se rebeló, y Scarlett hubo de tenderse sobre la blanda tierra mientras vomitaba penosamente.

El vago olor a negro que exhalaba de la cabana aumentó todavía más su náuseas y, falta de fuerzas para combatirlas, continuó sufriendo dolorosas arcadas, en tanto que la cabana y los árboles giraban velozmente en torno suyo.

Al cabo de un largo rato se tendió de cara al suelo; la tierra le parecía tan blanda y confortable como una almohada de plumas y su cerebro erraba débilmente de una cosa a otra. Ella, Scarlett O’Hara, yacía junto a una cabana de negros, entre ruinas, demasiado enferma y agotada para poder moverse; y no había en el mundo nadie que lo supiese o a quien le importase lo más mínimo. A nadie le importaba, aunque lo supiesen, porque todos tenían demasiadas preocupaciones propias para ocuparse de las ajenas. Y todo esto le ocurría a ella, a Scarlett O’Hara, que jamás había tenido que levantar la mano ni para recoger una media tirada en el suelo o para atarse los cordones de los zapatos; a Scarlett, cuyas más leves jaquecas y nerviosismos habían suscitado ansiedades y mimos durante toda su vida. Mientras yacía postrada, demasiado débil para ahuyentar tales recuerdos, éstos se precipitaban sobre ella, se cernían formando círculos en torno suyo, como cuervos que aguardaran su muerte. Ya no tenía energías para decirse: «Pensaré en mamá y papá, y en Ashley y en todas estas ruinas más adelante… Sí, más adelante, cuando pueda soportarlo», sino que pensaba en ello ahora, lo quisiera o no. Los pensamientos giraban y se cernían sobre ella, descendían después hincando agudos picos y afiladas garras en su cabeza. Durante un infinito espacio de tiempo, yació allí, con la cara medio sepultada en la tierra, mientras el sol caía, abrasador, sobre ella, recordando cosas y personas que habían muerto, rememorando una vida que ya no podía existir y contemplando angustiosamente la perspectiva del tenebroso futuro.

Cuando pudo incorporarse al fin y vio de nuevo las negras ruinas de Doce Robles, su cabeza se irguió, y entonces algo que fue juventud, belleza e intensa ternura había desaparecido para siempre. Lo pasado, pasado. Los muertos estaban muertos. El ocio y el lujo de días mejores quedaban lejos y no volverían jamás. Y cuando Scarlett arregló el pesado cesto colgándoselo del brazo, había arreglado también su mente y su vida entera.

No se podía retroceder, y ella iba a marchar hacia delante. En todo el Sur, durante medio siglo, se verían mujeres de mirada rencorosa que se acordarían del pasado, de los hombres muertos, de los tiempos idos, que evocarían recuerdos dolorosos e inútiles, soportando con orgullo su dura pobreza, merced a que conservaban tales recuerdos. Pero Scarlett no iba a mirar nunca hacia el pasado.

Contempló las ennegrecidas piedras, y le pareció ver por última vez la casa de Doce Robles surgir ante sus ojos tal como fuera anteriormente, rica y poderosa, símbolo de una raza y de todo un modo de vivir. Y en seguida emprendió el camino carretera abajo, hacia Tara, con el pesado cesto, que se le incrustaba en la carne.

El hambre volvía a roerle el vacío estómago. Exclamó en voz alta: —Dios sea testigo de que los yanquis no van a poder conmigo. Voy a sobrevivir a esto, y cuando todo termine no volveré a pasar hambre otra vez. Ni yo ni ninguno de los míos, aunque tenga que robar o matar. ¡Dios sea testigo de que nunca más voy a pasar hambre!

Durante los días siguientes, Tara podía haber sido la desierta isla de Robinson Crusoe: tan silenciosa y aislada estaba del resto del mundo. El mundo estaba unos kilómetros más allá, pero era como si hubiese un vasto océano entre Tara y Jonesboro y Fayetteville y Lovejoy, e incluso entre Tara y las plantaciones inmediatas. Muerto el viejo caballo, ya no existía medio de transporte, y Scarlett carecía de tiempo y de fuerzas para recorrer fatigosamente kilómetros de tierra rojiza. A veces, en aquellos días de agotadora labor, de desesperada lucha por la comida y de incesantes cuidados a las tres enfermas, Scarlett descubría que sus oídos trataban de recoger sonidos familiares: las agudas risotadas de los negritos jóvenes en sus pabellones, el chirrido de los carros que regresaban del campo, el relincho del caballo de Gerald, suelto por los pastos; el rechinar de las ruedas de los carruajes por el sendero que conducía a la casa, y las alegres voces de los vecinos que iban a pasar la tarde en inofensivo chismorreo. La carretera permanecía quieta y desierta, y jamás una sola nubecilla de polvo indicaba la llegada de visitantes. Tara era una isla en un mar de ondulantes y verdes cerros y de rojizos campos.

Quizás en alguna parte quedara un mundo de familias que comían y dormían seguraç, bajo su propio techo. En alguna otra parte habría muchachas vestidas con elegancia, que flirtearan alegremente y cantaran Cuando se acabe esta guerra cruel, como lo había cantado ella pocas semanas antes. En alguna otra parte había guerra y atronadores cañones y ciudades incendiadas y hombres que se pudrían en los hospitales entre hedor a medicamentos. En alguna otra parte, un ejército descalzo, con sucios uniformes de confección casera, marchaba, luchaba, dormía, ayunaba y se fatigaba, con esa pesada fatiga que abruma cuando se han perdido ya las esperanzas. Y en alguna otra parte, los cerros de Georgia azuleaban bajo los uniformes de los yanquis, de yanquis bien nutridos, montados sobre caballos ahitos de buen maíz.

Más allá de Tara estaba la guerra, estaba el mundo. Pero en la plantación, la guerra y el mundo sólo existían como recuerdos que era preciso olvidar si se agolpaban en la mente en algún momento de renuncia y agotamiento. El mundo exterior pasaba a segundo plano ante las demandas de los estómagos vacíos, y la vida venía a condensarse en dos ideas unidas: procurarse alimento y comer.

¡Comida! ¡Comida! ¿Por qué el estómago tenía la memoria más sensible que el cerebro? Scarlett podía apartar de su ánimo las penas, pero no podía olvidar el hambre y todas las mañanas, estando aún medio dormida, antes de que la memoria trajese otra vez a su mente las ideas de guerra y de hambre, se acurrucaba en la cama esperando percibir los apetitosos aromas del pan que se doraba en el horno y del tocino que se freía en la sartén. Y, cada mañana, su olfato imaginaba oler aquellas cosas que la impulsaban a despertar de sus nocturnas pesadillas.

Tenían en Tara manzanas, ñames, cacahuetes y leche; pero aun estos humildes alimentos no abundaban. Al verlos, tres veces al día, su memoria no podía por menos de retroceder a los tiempos y a las comidas de antaño, a la mesa iluminada por innumerables velas, a los sabrosos manjares que perfumaban el aire.

¡Con cuánta indiferencia consideraban entonces la cuestión alimenticia! ¡Qué pródigo derroche! Barritas de pan, bollos de maíz, bizcochos, barquillos, mantequeras colmadas, todo en una comida. A un extremo de la mesa, el jamón; al otro, el pollo; patos silvestres que nadaban en cacerolas de reluciente grasa; habichuelas que se amontonaban en amplias fuentes de florida loza; calabaza frita, zanahorias en salsas tan espesas que podían cortarse. Y para que todos estuviesen contentos, tres clases de postre: tarta de chocolate, merengue de vainilla y bizcocho cubierto de nata. El recuerdo de tan sabrosos platos tenía el poder de hacerle derramar más lágrimas que la muerte y la guerra; tenía la fuerza de hacer que su ansioso estómago pasase de una vaciedad de mareo a las náuseas. En cuanto al buen apetito que Mamita había deplorado siempre, el natural apetito de una muchacha sana de diecinueve años, estaba cuadruplicado ahora por una dura e incesante labor, desconocida hasta entonces.

Su apetito no era el único que podía inquietar en Tara, pues por todos lados sus ojos sólo encontraban caras hambrientas, tanto en negros como en blancos. Muy pronto, Carreen y Suellen mostrarían el hambre insaciable de unas convalecientes de tifus. Ya el pequeño Wade gemía monótonamente: «Wade tiene mucha hambre. Wade quiere más ñames.»

También los demás refunfuñaban:

—Señora Scarlett, si no tengo algo más que comer, no sé como voy a ocuparme de las niñas.

—Señora Scarlett, como no me eche algo más al estómago, no voy a poder cortar leña.

—Niña mía, estoy deseando comer algo.

—Hija, por Dios, ¿no hay más que ñames para la comida?

Melanie era la única que no se quejaba. Melanie, cuyo rostro estaba más pálido y más delgado cada día y que hacía muecas de dolor incluso dormida.

—No tengo hambre, Scarlett. Da mi parte de leche a Dilcey. La necesita para alimentar a los nenes. Las personas enfermas nunca tienen hambre.

Aquella resignada actitud irritaba a Scarlett más que las quejas plañideras de los otros. Podía obligar, y obligaba, a los demás a que se callasen, con sus amargos sarcasmos; pero ante el espíritu de sacrificio desplegado por Melanie se sentía desarmada, tan desarmada como furiosa. Gerald, los negros y Wade se arrimaban ahora a Melanie, porque ésta, aun en su debilidad, se mostraba compasiva y cariñosa, y Scarlett en aquellos días era todo lo contrario.

Wade, especialmente, no salía del cuarto de Melanie. A Wade le pasaba algo, pero Scarlett no tenía tiempo para descubrirlo. Aceptó lo que decía Mamita, respecto a que el chiquillo tenía lombrices, y le hizo tomar una medicina compuesta de ciertas hierbas secas y de corteza de árbol, que Ellen empleaba siempre para los negritos. Pero el vermífugo sólo sirvió para que el niño palideciese aún más. En aquellos días, Scarlett casi no consideraba a Wade como a un ser humano. Era para ella tan sólo una preocupación más, una boca más que alimentar. Más tarde, cuando pasaran aquellos apuros, jugaría con él, le contaría cuentos, le enseñaría el abecedario; pero ahora no tenía ni tiempo ni ganas de hacerlo. Y como se lo encontraba constantemente en medio cuando ella estaba más cansada o más preocupada, muchas veces le hablaba con dureza.

Incluso le enojaba que sus breves reprensiones hiciesen asomar a los ojazos del niño una expresión de verdadero espanto, porque, cuando se asustaba, parecía como idiotizado. Ella no se hacía cargo de que el pequeño había vivido entre terrores demasiado fuertes para que un adulto pudiese comprenderlos. El miedo se había apoderado de Wade, un miedo que agitaba su espíritu y hacía que por las noches despertase dando gritos. Cualquier ruido inesperado, cualquier regaño, le hacía temblar porque, en su mente, los ruidos inesperados y las voces violentas estaban indisolublemente ligados a los yanquis, y tenía más miedo a los yanquis que a los fantasmas de Prissy.

Hasta que empezó la tormenta del sitio, jamás había conocido el chiquillo más que una vida tranquila, plácida y feliz. Aunque su madre no se ocupaba mucho de él, no había recibido nunca más que mimos y palabras cariñosas hasta la noche en que fue arrancado del sueño para encontrarse bajo el cielo enrojecido por el resplandor de los incendios y las explosiones que retumbaban en el aire. Aquella noche y al siguiente día, le abofeteó su madre por primera vez y él escuchó de su boca los primeros gritos de regaño. La vida que él conocía en la linda casa de ladrillo de la calle Peachtree, la única vida que conociera hasta entonces, se había desvanecido aquella noche y no podría recobrarla jamás. En la huida de Atlanta, nada comprendió él de lo que pasaba, excepto que los yanquis le perseguían, y vivía aún ahora bajo el terror de que los yanquis le cogiesen y le hiciesen pedazos. Cada vez que Scarlett levantaba la voz para regañarle, le asaltaba el terror, y su vaga memoria infantil evocaba los horrores de la primera noche en que ella le había regañado. Ahora, los yanquis y las palabras duras estaban perpetuamente unidos en su mente, y sentía un miedo muy grande a su madre.

Scarlett no podía por menos que notar que el niño comenzaba a rehuirla, y, en los raros momentos en que sus interminables quehaceres le permitían pensar en ello, se preocupaba bastante. Aquello era todavía peor que tenerle todo el día colgado de su falda, y la molestaba que el refugio del niño fuesen Melanie y el cuarto de ésta, en donde jugaba pacíficamente a lo que Melanie le sugería, o escuchaba los cuentos que ésta le contaba. Wade adoraba a su «tifta», que tenía la voz dulce, que sonreía siempre, que nunca le decía: «¡Cállate, Wade! Me mareas», o bien: «¡Estáte quieto, Wade, por amor de Dios!»

Scarlett no tenía tiempo ni ganas de acariciarle, pero se sentía celosa de que Melanie lo hiciese. Al verle un día haciendo volatines en la cama de Melanie y dejándose caer sobre ésta, le pegó.

—¿No se te ocurre nada mejor que dar esos golpetazos a tu tía, que está mala? ¡Ya te puedes ir a jugar al patio y no volver por aquí! Pero Melanie extendió el débil brazo y atrajo al gimiente niño hacia ella.

—Vamos, vamos, Wade. Tú no querías darme ningún golpe, ¿verdad? No me molesta, Scarlett; déjale que se quede aquí. Déjame que me ocupe de él un poco. Es lo único que puedo yo hacer hasta que me ponga buena, y tú estás demasiado atareada para hacerlo.

—No seas tonta —respondió secamente Scarlett—. No estás todavía tan repuesta como debieras; y que Wade se deje caer sobre tu vientre no creo que te venga muy bien. Y a ti, Wade, si te vuelvo a pescar en la cama de tu tía, ya verás la que te espera. Y menos lloriqueos. Siempre andas gimiendo. Debes procurar portarte como un hombrecito.

Wade, sollozante, escapó para ir a esconderse en los sótanos. Melanie se mordió el labio, y los ojos se le inundaron de lágrimas, mientras Mamita, que estaba de pie en el corredor y había presenciado la escena, frunció el ceño y respiró trabajosamente. Pero nadie le ponía objeciones a Scarlett en aquellos días. Todos tenían miedo a su acerada lengua, todos tenían miedo al nuevo ser que se había posesionado de su cuerpo.

Ahora, Scarlett era la reina suprema de Tara, y, como sucede a otros cuya autoridad cae repentinamente en sus manos, todos los tiránicos instintos de su naturaleza afloraron a la superficie. No es que ella fuese mala por esencia. Era por estar tan asustada y tan insegura de sí misma por lo que se mostraba cruel, por miedo a que los demás descubriesen su flaqueza y se negasen a obedecerla. Además, le causaba cierto placer gritar a la gente y saber que le tenían miedo. En ello encontraba cierto alivio para su tensión nerviosa. No se le ocultaba el hecho de que su personalidad se transfiguraba. A veces, cuando sus secas órdenes hacían que Pork adelantase el labio inferior y que Mamita murmurase: «A algunas personas se les han subido los humos en estos días», ella no podía por menos de asombrarse de haber perdido sus buenos modales. Toda la cortesía, toda la suavidad que Ellen le había inculcado, se habían desprendido de ella como se desprenden las hojas de los árboles al soplo del primer viento otoñal.

Una y otra vez, Ellen le decía: «Sé firme, pero amable con los inferiores, especialmente con los negros.»

Mas si fuese amable, los negros permanecerían sentados en la cocina todo el día, hablando incesantemente de los buenos tiempos pasados en que a un criado de casa no se le exigía que hiciese el trabajo de un peón de campo.

«Ama y cuida bien a tus hermanos. Sé buena con los afligidos —decía Ellen—. Muéstrate cariñosa con los que tienen penas y dificultades.»

Pero no podía amar a sus hermanas. No eran más que un peso muerto cargado sobre sus hombros. En cuanto a cuidarlas, ¿no las bañaba, las peinaba y les daba de comer aun a costa de tener que caminar kilómetros al día para ir a buscar legumbres? ¿No estaba aprendiendo a ordeñar la vaca, aunque el corazón se le subía a la garganta cada vez que el terrible animal agitaba los cuernos en dirección suya? En cuanto a ser amable, era perder el tiempo. Si se mostraba demasiado amable con ellas, probablemente se quedarían en la cama más tiempo del que debían, y ella quería verlas en pie lo antes posible, a fin de contar con cuatro manos más para ayudarla.

Convalecían lentamente, y yacían, débiles y esqueléticas, en su camita. Mientras reposaban inconscientes, el mundo había cambiado. Habían llegado los yanquis, los negros se habían ido y su madre había muerto. Estos tres acontecimientos eran increíbles, y sus mentes no podían comprenderlos. A veces les parecía estar delirando todavía, y que tales cosas no habían ocurrido. Realmente, Scarlett había cambiado tanto que aquello no podía ser cierto. Cuando les exponía el programa de lo que quería que hiciesen cuando estuvieran buenas, la miraban como si fuese un ser del otro mundo. El no tener ya cien esclavos para trabajar era algo que sobrepasaba su comprensión. También excedía a ésta la idea de que una O’Hara debiese hacer trabajos manuales.

—Pero, hermana —decía Carreen, mostrando en su carita infantil y dulce toda su consternación—, ¡yo no podría cortar astillas! ¡Me estropearía las manos!

—Mira las mías —contestó Scarlett, con pavorosa sonrisa, poniendo ante sus ojos dos palmas callosas y llenas de ampollas.

—¡Es odioso que nos hables así a la niña y a mí! —gritaba Suellen—. Creo que estás mintiendo y tratando de asustarnos. ¡Si mamá estuviese aquí no te dejaría hablarnos así! ¡Mira que partir astillas nosotras!

Suellen miraba con débil expresión de odio a su hermana mayor, segura de que Scarlett decía tales cosas únicamente por espíritu de maldad. Suellen había estado a punto de morir, había perdido a su madre y se sentía sola y atemorizada, y quería que la mimasen y le hiciesen mucho caso. En vez de esto, Scarlett las examinaba todos los días desde los pies de la cama, calculando el grado de su mejoría con un nuevo y aborrecible destello de sus oblicuos ojos verdes y les hablaba de hacer las camas, de preparar la comida, de llevar cubos de agua y de partir astillas. Y parecía gozar al decir cosas tan horribles.

Scarlett gozaba realmente al hacerlo. Tiranizaba a los negros y torturaba los sentimientos de sus hermanas, no sólo porque estaba demasiado preocupada, inquieta y fatigada para hacer otra cosa, sino porque contribuía al olvido de sus propias amarguras el comprobar que todo lo que su madre le había enseñado sobre la vida era erróneo.

Nada de cuanto su madre le enseñara le servía ahora para nada, y el corazón de Scarlett estaba dolorido y extrañado. No se le ocurría que Ellen jamás pudo prever aquel colapso de la civilización en la que había educado a sus hijas, ni pudo tampoco profetizar la desaparición de la vida social para cuya ascensión las había preparado con tanto cuidado.

A Scarlett no se le ocurría que Ellen contemplaba entonces una perspectiva de plácidos años futuros, semejantes a los tranquilos años de su propia vida, cuando le enseñó a ser gentil y condescendiente, modesta, amable, buena y sincera. La vida trataba bien a las mujeres que habían aprendido a ser así, decía Ellen.

Scarlett pensaba con desesperación: «¡No, nada, nada de lo que ella me enseñó me sirve ahora para nada! ¿De qué me serviría ahora la cortesía? ¿De qué la dulzura? Más me hubiera valido haber aprendido a arar, o a recolectar algodón como un negro. ¡Oh, madre, qué equivocada estabas!»

No se detenía a pensar que el mundo ordenado de Ellen había desaparecido, siendo sustituido por un mundo brutal, un mundo en el que todo patrón, todo valor, eran distintos. Ella sólo veía, o le parecía ver, que su madre estaba equivocada y se esforzaba en cambiar rápidamente a fin de adaptarse a aquel nuevo mundo para el cual no estaba preparada.

Sólo sus sentimientos hacia Tara no habían cambiado. No se acercaba nunca a la casa, fatigada por venir a campo traviesa, sin que al divisar la blanca mansión, amplia y baja, su corazón rebosara de la alegría y del placer de regresar a ella. Jamás contemplaba desde la ventana los verdeantes pastos, los rojizos campos y las altas y enmarañadas copas de los entrelazados árboles del bosquecillo, sin sentirse inundada del sentimiento de su belleza. Su amor por aquella tierra de suaves y ondulantes cerros de tierra roja y brillante, aquella magnífica tierra del color de la sangre, del granate, del polvo de ladrillo, del bermellón, donde crecían tan maravillosamente arbustos verdes salpicados de blancos brotes, era una parte de Scarlett que resistía inalterable a todos los cambios. En ningún otro lugar del mundo existía una tierra como aquélla.

Cuando contemplaba Tara, comprendía en parte por qué se luchaba en las guerras. Rhett estaba equivocado al decir que los hombres hacían la guerra por el dinero. No; combatían por ondulantes hectáreas de tierra, suavemente surcada por el arado, por verdes pastos de erguida hierba recién segada, por perezosos y amarillentos riachuelos y por casas blancas y frescas, sombreadas de magnolias. Aquellas cosas eran las únicas merecedoras de que se luchase por ellas, aquella rojiza tierra que era de ellos, y que sería de sus hijos, y que habría de producir abundancia de algodón para los hijos de sus hijos.

Aquellas pisoteadas tierras de Tara eran lo único que le quedaba, ahora que su madre y Ashley ya no vivían, que Gerald estaba senil e inútil por las emociones y que su dinero, los negros, su seguridad y su posición se habían desvanecido de la noche a la mañana. Y, como si fuese ya una cosa del otro mundo, recordaba una conversación con su padre acerca de las tierras, y se maravillaba ahora de haber podido ser tan joven y tan ignorante como para no entender lo que él quería decir cuando afirmó una vez que la tierra era la única cosa del mundo que merecía que se luchase por ella.

«Porque es la única cosa en el mundo que perdura… y porque, para cualquiera que tenga en sus venas una sola gota de sangre irlandesa, la tierra en que vive y de la que vive es como su madre… Es lo único que justifica que se trabaje, se luche y se muera por ella.»

Sí, Tara merecía que se combatiese por ella, y ella aceptaba el combate simplemente y sin reparos. Nadie podría quitarle Tara. Nadie los dejaría a ella y a su gente a la ventura, viviendo de la caridad de sus parientes. Conservaría Tara aunque tuviese que reventar trabajando a todos los que allí vivían.