El brillante resplandor de la mañana, filtrándose a través de las frondas de los árboles, despertó a Scarlett. Durante un momento, entumecida por la violenta postura en que había dormido, no pudo recordar dónde estaba. El sol le cegaba los ojos, las duras tablas del coche le lastimaban todo el cuerpo y sentía un gran peso en las piernas. Procuró incorporarse y advirtió que lo que pesaba tanto era Wade, que había dormido con la cabeza apoyada en sus rodillas. Los pies descalzos de Melanie le tocaban casi la cara y Prissy estaba enroscada bajo el asiento del vehículo, como un gato negro, con el bebé entre ella y el cuerpo de Wade.
Entonces lo recordó todo. Se sentó y miró, inquieta, a su alrededor. ¡Ningún yanqui a la vista, gracias a Dios! Su escondrijo no había sido descubierto durante la noche. Ahora lo recordaba todo: el viaje de pesadilla desde que se apagaron los pasos de Rhett, la interminable noche, el camino oscuro, lleno de baches y piedras, a lo largo del cual avanzaron entre tumbos; las profundas cunetas en que el coche se deslizaba y la energía, hija del temor, con que Prissy y ella hubieron de empujar las ruedas para sacarlo de ellas. Recordó, estremeciéndose profundamente, las varias veces que había tenido que conducir el caballo, que se resistía a avanzar, a través de campos y bosques, cuando sentían aproximarse soldados e ignoraban si eran amigos o enemigos. Y recordó también los momentos de angustia cada vez que una tos, un hipo o un lamento del sollozante Wade podía delatar su presencia a los hombres que se cruzaban con ellos.
¡Oh, aquel camino negro en el que los hombres parecían fantasmas, en el que las voces se apagaban y sólo se percibían sordas pisadas sobre la capa de polvo del suelo, el débil sonar de las bridas agitadas y el crujido de las correas de los atalajes! ¡Y aquel terrible momento en que el caballo, extenuado, se negó a seguir y la caballería y los cañones de pequeño calibre pasaban, estrepitosos, a su lado, en la oscuridad, mientras ellas contenían la respiración, sintiendo a los soldados tan cerca que casi los podían tocar, percibiendo el olor a sudor de sus cuerpos!
Cuando, por fin, llegaron a las cercanías de Rough and Ready, algunos aislados fuegos de campamento indicaban el sitio donde la retaguardia de Lee esperaba órdenes para replegarse. Allí dieron un rodeo, cruzando casi dos kilómetros de campo labrado, hasta que el resplandor de las hogueras se diluyó a sus espaldas. Entonces, Scarlett perdió el camino en la oscuridad y rompió a llorar al no hallar la senda de carros que tan bien conocía. Cuando al fin la encontró, el caballo cayó en uno de sus profundos surcos y se negó a levantarse por mucho que ella y Prissy tiraron de las riendas.
Tuvo que desengancharlo y luego, extenuada de fatiga, se retiró al coche para extender las doloridas piernas. Recordaba, como algo muy lejano, la débil voz de Melanie, una vocecita que suplicaba, antes de quedarse dormida.
—Scarlett, ¿no hay un poco de agua?
Y ella había contestado, durmiéndose antes de que las palabras acabasen de brotar de su boca: —No, no la hay.
Ahora era ya de día y el campo, tranquilo y sereno, verde y dorado, brillaba bajo el sol naciente. No se veían soldados. Estaba hambrienta y sedienta, dolorida, acalambrada y, sobre todo, maravillada de que ella, Scarlett O’Hara, que nunca podía dormir sino entre sábanas de hilo y sobre suaves colchones de pluma, hubiese descansado hoy, como una labriega, sobre unas duras tablas.
Sus ojos, medio cegados por el sol deslumbrante, se fijaron en Melanie. La angustia le cortó la respiración. Melanie, pálida e inmóvil, parecía muerta. Sí: muerta. Como una de esas ancianas cuyo rostro muestra al morir las huellas de largos sufrimientos y aparece encuadrado por una masa de cabellos revueltos. Pero Scarlett se sintió aliviada al observar que el pecho de Melanie palpitaba, aunque débilmente. Su cuñada, pues, había sobrevivido a la terrible noche.
Se puso la mano sobre los ojos, como una visera, y miró en torno. Vio que habían pasado la noche bajo los árboles, en el jardín de una hacienda. Una senda enarenada y cubierta de gravilla se extendía ante sus ojos, describiendo caprichosos recodos bajo una doble hilera de cedros.
«¡Estamos en Mallory!», pensó. Y su corazón saltó jubiloso ante la idea de que iban a encontrar amigos y ayuda. Pero un silencio de muerte dominaba la plantación. Cascos de caballos, ruedas y pies habían pisoteado el suelo de un lado a otro, aplastando la hierba y tronchando los matorrales. Miró la casa. En vez de los blancos muros que tan bien conocía, sólo distinguió un rectángulo prolongado de cimientos de ennegrecido granito y dos altas chimeneas que levantaban sus ladrillos ahumados entre las hojas calcinadas de los árboles inmóviles. Exhaló un profundo y doliente suspiro. ¿Encontraría Tara así, arrasada hasta los cimientos, silenciosa como la muerte?
«Ahora no debo pensar en esto —se dijo precipitadamente—. Debo evitar estas ideas. Si lo pienso otra vez, se me caerá el alma a los pies.» Pero, a su pesar, el corazón le palpitaba aceleradamente y cada uno de sus latidos parecía gritar: «¡A casa! ¡De prisa!» ¡A casa! ¡De prisa! Debían marchar en seguida camino de Tara. Pero antes urguía encontrar alimento y sobre todo agua, agua… Sacudió a Prissy para despertarla. Prissy giró los ojos de un lado a otro y la miró.
—¡Dios mío, señora! ¡Yo que no pensaba despertar hasta hallarnos en la Tierra de Promisión!
—Aún nos queda un buen trecho para llegar… —contestó Scarlett, mientras se esforzaba en alisar sus desgreñados cabellos.
Tenía la cara húmeda y todo el cuerpo empapado en sudor. Se sentía sucia, llena de polvo, desaliñada. Casi temía oler mal. Sus ropas estaban arrugadas, por haber dormido con ellas puestas. Jamás había sentido más cansancio y disgusto en su vida. Los músculos, cuya existencia nunca notara antes, le dolían por los insólitos esfuerzos de la noche anterior, y cada movimiento le causaba una aguda sensación de dolor.
Miró a Melanie y vio que tenía abiertos ya los ojos oscuros. Eran unos ojos de enferma, brillantes de fiebre, con grandes y profundos surcos en torno. Melanie abrió sus pálidos y resecos labios y murmuró, lastimeramente:
—¡Agua!
—Prissy —ordenó Scarlett—, levántate, vete a la fuente y trae un poco de agua.
—¡Pero, señora Scarlett…! ¿No sabe que debe haber fantasmas por ahí? Figúrese que haya alguno y…
—¡Yo sí que te convertiré en fantasma a ti como no te apees! —dijo Scarlett, que no tenía gana alguna de emprender semejante conversación, saltando al suelo, medio derrengada.
Entonces se acordó del caballo. ¿Qué pasaría, Dios mío, si había muerto durante la noche? Cuando lo desenganchó parecía a punto de expirar. Dio presurosamente la vuelta al vehículo y vio al animal tendido de lado. Si ya no vivía, era cosa de maldecir a Dios y morir ella también. Había alguien en la Biblia que había hecho lo mismo. Maldecir a Dios y morir. Ella comprendía ahora lo que debió experimentar el personaje bíblico. Pero el caballo vivía aún, respirando fatigosamente, con sus ojos dolientes medio cerrados. ¡Pero vivía! Un poco de agua le devolvería los ánimos.
Prissy, de mala gana, salió del coche y siguió a Scarlett por la avenida, entre gemidos y lamentos. Detrás de las ruinas se veían las encaladas barracas de los negros, silenciosas y desiertas bajo los árboles que las sombreaban. Entre los barracones y las ennegrecidas ruinas estaba el pozo. El cubo, atado a la cuerda, se hallaba en el fondo. Entre ambas lo izaron tirando de la cuerda, y cuando el cubo de agua fría surgió de la oscura profundidad, Scarlett sumergió ansiosamente los labios en él y bebió con gran estrépito, salpicándose de agua todo el vestido.
Bebió hasta que una impaciente exclamación de Prissy le recordó las necesidades de los demás.
—¡Yo también tengo sed, señora!
—Desata la cuerda, lleva el cubo al coche, da de beber a todos y lo que sobre ponió al caballo. ¿Crees que la señora Melanie podrá dar de mamar al niño? Debe de estar hambriento…
—Señora Scarlett, la señora Melanie no tiene leche… y no la tendrá ya.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he visto muchas en su caso.
—Basta de historias. También ayer sabías todo lo necesario sobre cómo ayudar a nacer un niño. Vamos, date prisa mientras yo procuro buscar algo de comer por aquí cerca.
Las pesquisas de Scarlett fueron inútiles al principio. Al cabo, halló en el huerto algunas manzanas. Los soldados habían estado allí antes que ella y no habían dejado ninguna en los árboles. Las que encontró estaban caídas en el suelo y podridas casi del todo. Llenó su falda con las mejores que pudo hallar y volvió al coche pisando la tierra blanca y llenándose las zapatillas de piedrecitas. ¿Cómo no se le había ocurrido ponerse zapatos la noche anterior? ¿Por qué no había cogido su sombrero de paja y algo que comer? Se había comportado como una necia. Pero como suponía que Rhett se encargaría de llevarlos…
¡Rhett! Tan mal efecto le causaba aquel nombre que escupió en el suelo con asco. ¡Cómo le detestaba! ¡Qué despreciable había sido su comportamiento! Y ella había estado a solas con él en el camino, y se había dejado besar… y casi le agradó. Había estado loca la noche anterior. Y él era un ser abyecto.
Ya en el coche repartió las manzanas y colocó el resto en la trasera. El caballo se había incorporado, aunque no parecía que el agua le aliviase mucho. A la luz del día, su precario estado era más evidente que en la noche anterior. Los huesos de las ancas le sobresalían como los de una vaca vieja, las costillas se le marcaban como las ranuras de una tabla de lavar y su lomo era un conjunto de mataduras. Mientras lo enganchaban, se estremecía al tocarlo. Cuando fue a ponerle el bocado, observó que carecía prácticamente de dientes. ¡Era tan viejo como el mundo! Ya que Rhett había robado un caballo, ¿por qué no robaría uno mejor?
Subió al pescante e instigó al animal, que se puso en marcha, jadeante, andando tan despacio que Scarlett, una vez en el camino, observó que ella, a pie, hubiera adelantado más. ¡Si no llevase con ella a Melanie, a los dos niños, y a Prissy! ¡Qué pronto habría llegado a casa cubriendo a la carrera la distancia que la separaba de Tara, de su madre…! No habría hasta Tara más de veinte kilómetros, pero el paso del viejo matalón tardarían todo el día, pues tendrían que pararse a menudo para que el animal descansara. ¡Todo el día! Contempló el camino rojizo, surcado por profundas señales allí donde las ruedas de los cañones o las ambulancias lo habían recorrido. Pasarían horas antes de saber si Tara existía y si Ellen estaba allí. ¡Horas antes de concluir aquel interminable y horrible viaje bajo el ardoroso sol de septiembre! Se volvió a mirar a Melanie, que estaba recostada en el asiento, con los ojos entornados para protegerse del sol. Desanudándose el sombrero, lo tendió a Prissy.
—Pónselo sobre la cara. Le librará los ojos del sol. —Luego, al sentir cómo la luz ardiente hería su destocada cabeza, pensó: «Antes de que acabe el día tendré más pecas que un huevo de perdiz.»
Jamás en su vida había estado expuesta al sol sin velo o sombrero, ni había empuñado unas riendas sin guantes que protegieran la blanca piel de sus finas manos. Y hoy se encontraba soportando el sol en un destartalado carruaje, con un caballo medio muerto, sucia, sudorosa, hambrienta, desamparada, impotente para hacer otra cosa que caminar a paso de tortuga por un camino desierto. ¡Y pensar que pocas semanas antes había estado segura y tranquila! ¡Hacía tan poco tiempo que todos creían que Atlanta no caería y Georgia no sería tomada! Pero la nubécula que surgiera en el noroeste cuatro meses antes se había convertido en una impetuosa tempestad y luego en un huracán desatado que había barrido todo su mundo y destruido toda su serena vida, arrojándola en medio de esta silenciosa y fantasmal desolación.
¿Existiría Tara aún? ¿O también se la había llevado el viento que asolaba Georgia?
Fustigó el caballo, procurando estimularle. Las ruedas se bamboleaban, como ebrias, sobre el camino. La muerte flotaba en el aire. Bajo los últimos rayos del sol crepuscular, los tan conocidos campos y arboledas aparecían verdes y silenciosos, con una quietud sobrenatural que impresionó y colmó de terror el corazón de Scarlett. Cada casa vacía y arruinada que dejaban atrás, cada angosta chimenea que se levantaba como un centinela sobre ruinas ennegrecidas por el humo, la asustaban más. Desde la noche anterior no habían visto hombre ni animal alguno. Sí hombres y caballos muertos, y también cadáveres de muías que yacían en el camino, hinchados, cubiertos de moscas; pero ni un ser vivo. Ni lejanos mugidos de ganado, ni cantos de aves, ni un soplo de viento entre los árboles. Sólo el cansino rumor del pisar del caballo y los débiles sollozos del niño de Melanie rompían el silencio que los rodeaba.
Todo el campo yacía como bajo un maleficio. O algo peor, pensaba con un escalofrío, como el amado y familiar rostro de una madre, quieto y hermoso tras las agonías de la muerte. Los antes familiares bosques le parecían ahora llenos de espectros. Habían muerto millares de hombres luchando junto a Jonesboro. Y sin duda vagaban ahora por aquellos bosques embrujados sobre los que brillaba el oblicuo sol de la tarde a través de las frondas inmóviles. Todos ellos, amigos y enemigos, la miraban pasar en su coche desvencijado, con sus ojos vidriosos, helados, horribles, ciegos por la sangre y el polvo rojizo.
—¡Mamá, mamá! —susurró. ¡Si siquiera pudiese llegar hasta Ellen! ¡Si, por un milagro divino, Tara estuviese en pie y ella pudiese subir la avenida de árboles, entrar en la casa y ver el amoroso y bello rostro de su madre, sentir una vez más sus manos dulces y expertas, que alejaban de ella todos los temores, asir sus faldas y sepultar en ellas el rostro! Ellen sabría lo que convenía hacer. No dejaría morir a Melanie ni a su hijo. Expulsaría todos los miedos y a todos los fantasmas con su tranquilo «¡Chist, chist!». Pero Ellen estaba enferma, acaso moribunda…
Scarlett volvió a fustigar la cansada grupa del caballo. ¡Tenían que apresurarse! Habían avanzado por el interminable camino durante todo el ardoroso día. Pronto sería de noche y se hallarían solas en aquella mortal desolación. Apretó más las riendas en sus manos desolladas y las sacudió con fuerza sobre el lomo del animal, aunque los brazos doloridos parecían quemarle.
¡Si pudiese alcanzar los brazos amorosos de Tara y de Ellen y depositar en ellos sus cargas, tan pesadas para sus hombros juveniles: aquella mujer moribunda, aquel recién nacido, su hijo hambriento, la negra aterrorizada, todos los que buscaban en ella fuerza y apoyo, todos los que confiaban en un valor que no poseía, en una fuerza que hacía tiempo que le faltaba!
El exhausto caballo ya no respondía al látigo ni a las riendas, y avanzaba vacilante, tropezando con los guijarros del camino e inclinándose como a punto de caer sobre sus rodillas. Mas al llegar el ocaso alcanzaron el tramo final y salieron a la carretera. Sólo faltaba poco más de un kilómetro hasta Tara.
Allí empezaba el seto de naranjos que indicaba el principio de la finca de los Macintosh. Poco después, Scarlett tiró de las riendas ante la avenida de robles que llevaba del camino a la casa del viejo Angus Macintosh. Sus ojos escrutaron las sombras, bajo la doble hilera de añosos árboles. Todo oscuro. Ni una luz en la casa o en los barracones. Aguzando los ojos en las tinieblas, distinguió una repetición del espectáculo que le era familiar aquel día: dos altas chimeneas como gigantescos obeliscos en una tumba, irguiéndose sobre el arruinado segundo piso y ventanas destrozadas que perforaban los muros como ojos apagados o ciegos.
—¡Ah de la casa! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Ah de la casa! Prissy se asió a ella con aterrado frenesí y Scarlett se volvió y le vio girar los ojos locamente.
—¡Vamonos, señora! —balbuceó con voz temblorosa—. ¡Vamonos! ¡Ahí no debe haber nadie que pueda contestar!
«¡Dios mío! —pensó Scarlett con un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo—. ¡Dios mío! ¡Tiene razón! ¡Cualquiera sabe lo que puede salir de aquí!»
Agitó las riendas y acució al caballo. El aspecto de la casa de los Macintosh había apagado en su alma la última lucecita de esperanza. La casa estaba quemada, desierta y en ruinas, como todas las plantaciones ante las que habían pasado durante el día. Tara estaba sólo a ochocientos metros, en el mismo camino, sobre la ruta del ejército, ¡Tara, pues, debía hallarse también arrasada! Sólo encontrarían ladrillos ennegrecidos, la luz de las estrellas brillando entre los muros sin techumbre… Ellen, Gerald, y las niñas, y Mamita, y los negros habrían partido Dios sabía adonde, y sólo hallarían aquella ominosa quietud envolviéndolo todo.
¿Por qué había emprendido aquella huida alocada, contraria a todo sentido común, conduciendo a Melanie y a su hijo? Mejor les hubiera sido morir en Atlanta que ir a morir entre las silenciosas ruinas de Tara, luego de ser torturados por aquel día de sol ardiente en el desvencijado vehículo.
Pero Ashley le había confiado el cuidado de Melanie. «Cuídala…» ¡Oh, el día bello y conmovedor en que él se había despedido de ella, besándola antes de partir para siempre! «Cuidarás de Melanie, ¿verdad? ¡Prométemelo!» Y ella lo había prometido. ¿Por qué había hecho semejante promesa, que ahora que Ashley había muerto la ataba más aún? Y en medio de su abatimiento odiaba a Melanie y los débiles gemidos del recién nacido, cada vez más apagados, que rompían el silencio.
Pero lo había prometido, y ahora aquellos dos seres eran tan suyos como Wade y Prissy, y tenía que luchar y esforzarse por ellos mientras le quedasen alientos y fuerzas. Podía haberlos dejado en Atlanta, instalado a Melanie en el hospital y partido sola. Pero, de hacerlo así, nunca más hubiera osado mirar a Ashley a la cara, ni en este mundo ni en el otro, para decirle que había abandonado a su hijo y a su mujer, dejándolos que muriesen entre desconocidos.
¿Dónde se hallaría él aquella noche mientras ella rodaba por aquel camino espectral con su hijo y su mujer? ¿Viviría y pensaría en ella incluso mientras yacía entre rejas en Rock Island? ¿O habría muerto de viruela meses atrás y se pudriría en cualquier larga zanja entre cientos de confederados?
Los nervios alterados de Scarlett estuvieron a punto de estallar cuando oyó un ruido cercano, entre la maleza. Prissy lanzó un alarido y se arrojó al suelo, con el niño debajo. Melanie movió las manos débilmente, buscando a su hijo, y Wade, demasiado espantado para gritar, se encogió, cubriéndose los ojos con las manos. Luego los matorrales se rompieron bajo unas pesadas pezuñas y un mugido bajo y quejumbroso hirió sus oídos.
—No es más que una vaca —dijo Scarlett, con voz áspera por el miedo—. No seas necia, Prissy. Has aplastado al niño y espantado a la señora Melanie y a Wade.
—¡Es un fantasma! —gimió Prissy, escondiendo el rostro en las tablas del coche.
Scarlett se volvió, empuñó la rama del árbol que usaba como fusta y golpeó con ella la espalda de Prissy. Estaba demasiado exhausta, y débil y asustada, para tolerar debilidades o sustos en los demás.
—Levántate, estúpida —dijo—, antes de que te parta esto en las costillas.
Prissy alzó la cabeza, miró afuera del coche y comprobó que, en efecto, se trataba de una vaca blanca y rojiza que los contemplaba lastimeramente con grandes y espantados ojos. La res abrió las fauces y volvió a mugir.
—¿Estará herida? Ese mugido no parece normal.
—Muge porque tiene colmadas las ubres y necesita que la ordeñen —dijo Prissy, recuperando parte de su ánimo—. Debe ser del ganado de Macintosh y los negros la habrán echado al bosque antes de que llegasen los yanquis.
—La llevaremos con nosotros —decidió rápidamente Scarlett— y así tendremos leche para el niño.
—¿Cómo vamos a llevar una vaca con nosotros, señorita? Es imposible que nos llevemos una vaca. Las vacas no se dejan llevar si no están ordeñadas. Y tampoco podríamos ordeñarla sin atarla primero.
—Puesto que sabes tanto de eso quítate las enaguas, córtalas en tiras y ata la vaca a la trasera.
—Señora Scarlett, ya sabe usted que hace un mes que no llevo enaguas, y aunque las tuviese no podría hacer nada con ellas. No he tratado con vacas en mi vida y me dan miedo.
Scarlett soltó las riendas y se levantó la falda. La enagua de encajes éta la última prenda bonita que le quedaba en buen estado. Desanudó la cinta del talle, dejó deslizar la enagua hasta sus pies y arrugó con las manos los pliegues de fino hilo. Rhett le había traído de Nassau aquella tela y los encajes, en el último barco con que pudo burlar el bloqueo, y ella había trabajado una semana para bordarla. Resueltamente, la tomó por abajo, se puso una punta entre los dientes y tiró hasta que la tela, con un crujido, se desgarró, al fin, en toda su longitud. Continuó rasgándola con furia, empleando manos y dientes, y la enagua quedó en breve hecha tiras. Anudó los extremos de las tiras con sus dedos ensangrentados y llenos de ampollas, temblorosos por la fatiga.
—Sujétale esto a los cuernos —ordenó. Pero Prissy titubeaba. —Me asustan las vacas, señora. Nunca he andado con ellas. No soy negra de corral; soy negra de casa.
—Lo que eres tú es una negra imbécil, y la peor ocurrencia que papá ha tenido en su vida ha sido comprarte —repuso Scarlett, lentamente, sin fuerzas ya para estallar en cólera—. Y si puedo recobrar alguna vez el uso de mi brazo, te juro que romperé esta rama en tus espaldas.
Pensó en seguida que la había llamado «negra» y que su madre no lo habría aprobado.
Prissy miró con extraviados ojos, primero la contraída faz de su dueña y luego a la vaca, que mugía plañideramente. Scarlett le pareció menos peligrosa, así que se asió al costado del coche y permaneció donde estaba.
Scarlett se apeó del pescante. Se sentía medio derrengada, casi rígida, y cada movimiento le causaba una tortura en los doloridos músculos. No era Prissy la única que temía a las vacas. Scarlett las había temido siempre y aun la más inofensiva vaca lechera le parecía una cosa estremecedora; pero ahora no era cuestión de pararse en temores minúsculos cuando la rodeaban tantos temores grandes. Afortunadamente, la vaca era muy mansa. En su congoja, había buscado la compañía humana y no hizo ningún movimiento amenazador mientras le ataba las tiras de la enagua en torno a los cuernos. Scarlett anudó el otro extremo de la improvisada cuerda a la trasera del coche lo mejor que sus entorpecidos dedos se lo permitieron. Al ir a trepar de nuevo al pescante, una inmensa fatiga la acometió y se tambaleó un instante, presa del vértigo. Se sujetó a un borde del coche, para no caer. Melanie abrió los ojos y, viéndola a su lado, murmuró: —¿Estamos ya en casa, querida?
¡En casa! Ardientes lágrimas acudieron a los ojos de Scarlett al oír semejante palabra. ¡En casa! Melanie ignoraba que no había casa alguna y que estaban solas en el mundo desolado y enloquecido.
—Aún no —contestó con la mayor amabilidad que le permitía el nudo de su garganta—. Pero llegaremos pronto. Acabo de encontrar una vaca y así tendremos leche para ti y para el niño.
—¡Pobrecillo! —susurró Melanie, tendiendo débilmente la mano hacia su hijo y dejándola caer, desfallecida.
Trepar al pescante requirió todas las fuerzas de que Scarlett disponía, pero al cabo lo consiguió. El caballo, con la cabeza caída, se negaba a andar. Scarlett lo fustigó implacablemente. Confiaba en que Dios le perdonase el maltratar de aquel modo a un animal fatigado. Y si no le perdonaba, lo mismo daba. Después de todo, Tara estaba cerca y, tras medio kilómetro más, el caballo podía dejarse caer de una vez entre la varas, si quería. Al final el animal arrancó lentamente. El coche crujía y la vaca mugía lúgubre a cada paso. Aquel doliente mugido del animal penetraba de tal modo los nervios de Scarlett, que estuvo tentada de detenerse y desatarlo. ¿De qué les servía llevar la vaca si en Tara no había nadie? Ella no sabía ordeñarla, y, si lo intentaban, seguramente el animal cocearía al que pretendiera exprimir sus doloridas ubres. Pero ya que la tenía, sería mejor conservarla. Era casi lo único que le quedaba en este mundo.
Los ojos de Scarlett se nublaron al iniciar la subida de una suave ladera. En la otra vertiente se hallaba Tara. Pero en seguida sintió un inmenso abatimiento. El decrépito animal no podía subir la colina. ¡Y pensar que la cuesta le había parecido tan suave, tan poco empinada, cuando la trepaba al galope de su jaca de aladas patas! Parecía imposible lo empinada que se había vuelto desde la última vez que la viera. Jamás podría remontarla el caballo con una carga tan pesada. Se apeó con dificultad y tomó al animal por la brida. —Bájate, Prissy —ordenó—, y baja a Wade también. Llévale en brazos o de la mano. Da el pequeño a la señorita Melanie.
Wade rompió en lágrimas y sollozos. Scarlett sólo pudo distinguir entre ellos:
—¡Oscuro…, oscuro! Wade tiene miedo…
—Señora Scarlett, no puedo andar. Tengo los pies llagados y me aprietan los zapatos. Como Wade y yo no pesamos mucho…
—¡Baja! ¡Baja antes de que te tire yo del coche! Y como lo haga, te dejo sola en la oscuridad. ¡Venga!
Prissy, entre gemidos, miró los negros árboles que flanqueaban ambos lados del camino, aquellos árboles temibles que acaso la cogiesen y se la llevasen si abandonaba el cobijo del coche… No obstante, entregó el pequeño a Melanie, saltó al suelo, se empinó y cogió a Wade. El niño sollozaba, apretándose a su niñera.
—Hazle callar. No puedo soportar ese llanto —protestó Scarlett cogiendo la brida del caballo y haciéndolo arrancar a empellones—. Pórtate como un hombrecito, Wade, y deja de llorar o te doy unos azotes.
Y, mientras pisaba indignada el camino oscuro, pensaba con ira para qué habría inventado Dios los niños, aquellos seres inútiles, llorones, molestos, siempre necesitados de cuidado, siempre estorbando para todo.
En su fatiga moral no había lugar para compadecer al asustado niño, que procuraba correr al lado de Prissy, asiéndose a su mano y jadeando. Le quedaba sólo la pesadumbre de haberlo parido, el asombro de haberse casado alguna vez con Charles Hamilton.
—Señora Scarlett —balbuceó Prissy, sujetándole el brazo—, no vayamos a Tara. No debe de haber nadie. Se habrán ido todos. Puede que hayan muerto… Sí: mamá también y todos los demás.
El eco de sus propios pensamientos enfureció a Scarlett. Se libró de los dedos que apresaban su brazo.
—Bien: dame la mano de Wade. Puedes sentarte y quedarte aquí, si quieres.
—No, señorita, no…
—Entonces, cállate.
¡Qué lentamente caminaba el caballo! La espuma que su boca dejaba caer mojaba la mano de Scarlett. Rememoró unas palabras de la melodía que una vez cantara con Rhett. No podía recordar el resto:
Sólo unos pocos días más de soportar la carga…
«Sólo unos pasos más —repetía su cerebro una y otra vez—, sólo unos pasos de soportar la carga…»
Remontaron al fin la cuesta y aparecieron ante su vista las encinas de Tara, elevada masa sombría bajo el oscuro cielo. Scarlett miró con ansiedad, buscando una luz. No había ninguna.
«¡Se han ido! —clamaba su corazón, que le pesaba en el pecho como frío plomo—. ¡Se han ido!»
Dirigió el caballo hacia el camino. Los cedros, entrelazando las ramas sobre sus cabezas, los envolvieron con la oscuridad de una noche cerrada. Esforzando su vista en el túnel de tinieblas vio —¿o sería una ilusión de sus ojos fatigados?— los blancos ladrillos de Tara, borrosos e indistintos. ¡El hogar! ¡El hogar! Los muros blancos tan queridos, las ventanas con flotantes cortinas, las amplias terrazas, ¿estarían ante ella, en la oscuridad, o ésta sólo ocultaría, piadosa, un espectáculo horrendo como el de la casa de los Macintosh?
La avenida parecía tener kilómetros de longitud, y el caballo, aunque acuciado por su mano, andaba más despacio cada vez. Los ojos de Scarlett sondeaban con afán las tinieblas. La techumbre parecía intacta. ¿Sería posible? No, no lo era. La guerra no respetaba nada, ni siquiera Tara; construida para durar al menos quinientos años. No podía haber respetado Tara.
El incierto perfil adquirió relieve. Scarlett acució aún más al caballo. Las blancas paredes emergían entre la oscuridad, y no parecían ennegrecidas por el humo. ¡Tara se había librado! ¡Su casa! Soltó las riendas y cubrió a la carrera los últimos pasos, anhelosa de tocar con las manos aquellos muros. Entonces vio una figura, más sombría que la oscuridad, que emergía del negror de la terraza y se detenía en lo alto de los escalones. Tara no estaba desierta. ¡Había alguien en casa!
Un grito de alegría brotó de su garganta para expirar instantáneamente. La casa estaba oscura y silenciosa y la figura no se movía ni le hablaba. ¿Qué podía pasar? ¿De qué se trataba? Tara estaba intacta, sí, pero mostraba la misma estremecedora quietud que se cernía sobre el resto de la martirizada comarca. Entonces la figura se movió. Rígida y lenta, descendió los peldaños.
—¿Papá? —preguntó ella, con voz temblorosa, casi dudando de que fuera él—. Soy yo, Katie Scarlett. He vuelto.
Gerald avanzó hacia ella, silencioso como un sonámbulo, arrastrando su pierna rígida. Se acercó a Scarlett y la miró turbado, como si la creyese una imagen de sueño. Luego apoyó una mano sobre su hombro. Scarlett notó que su mano temblaba, como si su padre despertase de una pesadilla y empezase a comprender a medias la realidad. —¡Hija mía! —dijo, con un esfuerzo—. ¡Hija mía! Y luego guardó silencio. «¡Caramba, qué viejo está!», pensó Scarlett.
Los hombros de Gerald estaban encorvados. En el rostro que ella veía confusamente no quedaba ni rastro de aquella virilidad, de aquella infatigable vitalidad de Gerald. Y aquellos ojos que se fijaban en los de su hija poseían una mirada casi tan temerosa y atónita como los del pequeño Wade. Gerald no era más que un hombre viejo y vencido.
Y, ahora, el miedo a las cosas desconocidas que la rodeaban la dominó, tal como si emergiese de pronto de las tinieblas y cayese sobre ella, sin que pudiese hacer más que permanecer allí, muda, mirando a su padre, con todo el torrente de preguntas que se le ocurrían acumulado y quieto en sus labios. Llegó del coche un débil vagido. Gerald pareció sobreponerse dificultosamente a sí mismo.
—Son Melanie y su hijo —murmuró Scarlett rápidamente—. Ella está muy mal… La he traído hasta aquí.
Gerald retiró la mano del hombro de su hija. Mientras avanzaba despacio hacia el coche era como una fantasmal apariencia del antiguo dueño de Tara acogiendo a los huéspedes. Sus palabras parecían brotar de recuerdos ensombrecidos.
—Prima Melanie —la voz de Melanie contestó con un murmullo indistinto—, prima Melanie, ésta es tu casa. Doce Robles está incendiado. Tienes que quedarte con nosotros.
La conciencia de los prolongados sufrimientos de Melanie impulsó a Scarlett a la acción. Una vez más, la acuciaba la urgencia del presente: la necesidad de acostar a Melanie y a su hijo en un lecho blando y de ocuparse de algunos detalles necesarios para ellas. —Hay que llevarla. No puede andar.
Se oyó un rumor de pies y una oscura silueta surgió de las tinieblas del vestíbulo. Era Pork. Bajó corriendo los escalones.
—¡Señora Scarlett, señora Scarlett! —gritó.
Scarlett le cogió los brazos. ¡Pork, parte integrante de Tara, tan querido como sus ladrillos y sus frescos corredores! Sintió caer sus propias lágrimas sobre sus manos, mientras él le daba torpes palmaditas, exclamando:
—¡Estoy muy contento de que haya vuelto! ¡Estoy muy…!
Prissy prorrumpió en sollozos mezclados con incoherentes palabras:
—¡Poke, Poke, querido!
Y el pequeño Wade, alentado por la debilidad de las personas mayores, comenzó a lloriquear de nuevo y a gemir:
—¡Wade tiene sed!
Scarlett procuró poner orden en el desconcierto.
—La señora Melanie y su hijo están en el coche. Pork, haz el favor de transportarla con cuidado y llevarla al cuarto de invitados de la parte de atrás. Prissy, coge al pequeño y a Wade, llévalos adentro y da a Wade un vaso de agua. ¿Está Mamita aquí, Pork? Dile que la necesito.
Galvanizado por su voz imperiosa, Pork se acercó al coche y comenzó a atrafagarse en su trasera. Melanie exhaló un quejido cuando él medio la levantó y medio la arrastró afuera del colchón de pluma en que la joven pasara tantas horas. Y cuando estuvo en los fuertes brazos de Pork, su cabeza cayó, como la de un niño, sobre el hombro de él. Prissy, con el pequeño en brazos y Wade de la mano, los siguió por los anchos escalones y desapareció en la oscuridad del vestíbulo. Los ensangrentados dedos de Scarlett apretaron con apremio la mano de su padre.
—¿Se han curado, papá?
—Las niñas mejoran.
Se hizo un silencio. Una idea, demasiado monstruosa para expresarla con palabras comenzó a dibujarse. Ella no podía hacerla salir a sus labios. Una y otra vez carraspeó, pero una súbita sequedad parecía haber obstruido su garganta. ¿Sería aquélla la respuesta al enigmático silencio de Tara? Gerald habló como si contestara a la pregunta que rondaba su mente:
—Tu madre… —dijo. Y se detuvo.
—¿Mamá…?
—Tu madre murió ayer.
Asida con fuerza al brazo de su padre, Scarlett avanzó por el ancho y oscuro vestíbulo que, aun en la oscuridad, le resultaba tan familiar como siempre. Procurando no tropezar con las sillas de alto respaldo, con el armero vacío, con el viejo armario de patas en forma de garras, se dirigió instintivamente al despachito de la parte trasera de la casa, donde Ellen acostumbraba sentarse para hacer sus interminables cuentas. Sin duda, cuando ella entrara en el cuarto su madre se hallaría sentada ante el escritorio y, posando la pluma, se levantaría, entre rumores de su miriñaque y un suave aletear de dulce fragancia, para recibir a su fatigada hija. Ellen no podía haber muerto, por mucho que papá lo dijera, repitiéndolo luego una vez y otra como un loro que sólo conoce una frase: «Murió ayer, murió ayer, murió ayer…»
¡Oh, qué extraño era no sentir ahora nada, nada salvo una debilidad que encadenaba sus miembros como con férreas cadenas y un hambre que hacía temblar sus rodillas! Pensaría en su madre después. Arrancó de su mente a su madre por el momento, para no andar tropezando estúpidamente como Gerald o sollozando monótonamente como Wade.
Pork bajó los anchos escalones, dirigiéndose a sus dueños, apresurándose hacia Scarlett como un animal aterido hacia la lumbre.
—¿Por qué no enciendes? —preguntó la joven—. ¿Cómo está la casa tan oscura, Pork? Trae velas.
—Se han llevado todas las velas, señora Scarlett. Todas menos una ya casi consumida que empleamos para buscar las cosas en la oscuridad. Mamita usa como luz una mecha de trapo en un plato lleno de grasa para cuidar a las señoritas Suellen y Carreen.
—Trae la vela que queda —ordenó Scarlett—. Llévala al gabinete de mamá… A su gabinete. Pork se dirigió al comedor, arrastrando los pies, y Scarlett, avanzando en la habitación en tinieblas, se dejó caer en el sofá. El brazo de su padre seguía apoyado en el codo de ella, desvalido, suplicante, confiado, como sólo suelen serlo los brazos de los muy niños o de los muy viejos.
«Es ya muy viejo, un viejo fatigado», pensó Scarlett de nuevo, asombrada por su propia indiferencia al constatarlo.
Osciló una luz en la habitación. Pork entraba llevando una vela medio consumida en una salsera. El oscuro aposento recobró la vida, con el hundido y viejo sofá en que se sentaban, con el alto escritorio que se elevaba hacia el techo, con la frágil silla labrada de mamá ante el escritorio, con las filas de casilleros donde aún se veían papeles escritos con su fina letra, con la gastada alfombra… Todo, todo estaba igual; pero Ellen faltaba. Ellen, con su tenue perfume de limón y verbena y la dulce mirada de sus ojos entornados. Scarlett experimentó un leve dolor en el corazón, como si sus nervios, embotados por la misma profundidad de su herida, se esforzasen en sentir de nuevo. Pero no podía dejarlos que se exteriorizasen ahora; tenía por delante toda una vida para que la hiciesen padecer. Pero ahora no. ¡No, Dios, ahora no!
Miró la faz amarillenta de Gerald, y por primera vez en su vida le vio sin afeitar, cubierta la antes lozana piel de cerdas plateadas. Pork colocó la vela en el candelero y se acercó a Scarlett. Ella adivinó que, de haber sido un perro, hubiera puesto la cabeza en su regazo, esperando una caricia.
—¿Cuántos morenos quedan aquí, Pork?
—Los asquerosos negros se fueron, señora Scarlett, y algunos hasta se marcharon con los yanquis, y… —¿Cuántos quedan?
—Mamita y yo, señora Scarlett. Ella ha estado cuidando a las niñas todo el día. Ahora las acompaña Dilcey. Quedamos solamente nosotros tres, señora.
¡«Nosotros tres», donde había un centenar! Scarlett, con un esfuerzo, irguió la cabeza sobre el dolorido cuello. Comprendió que tenía que hablar con voz firme. Con gran sorpresa suya, las palabras le afluyeron tan fría y naturalmente como si la guerra no hubiese existido nunca y le bastara un simple ademán para tener diez sirvientes alrededor.
—Estoy hambrienta, Pork. ¿Hay algo que comer?
—No. Los yanquis se lo han llevado todo.
—¿Y el huerto?
—Dejaron los caballos sueltos en él.
—¿Han escarbado también los bancales de ñames? Algo análogo a una sonrisa de complacencia se dibujó en los gruesos labios del hombre.
—¡Me había olvidado de ellos, señora Scarlett! Deben de seguir en su sitio. Los yanquis no debían de haberlos visto nunca y habrán creído que eran raíces, y…
—La luna saldrá pronto. Vete a coger unos cuantos y ásalos. ¿No hay maíz? ¿Ni guisantes secos? ¿Ni pollos?
—No, señora, no. Los pollos que no se comieron aquí mismo los yanquis se los llevaron colgados de los arzones.
¡Siempre los yanquis! ¿No acabarían nunca sus fechorías? ¿No les bastaba quemar y matar? ¿Necesitaban también dejar mujeres y niños y desamparados negros morirse de hambre en el país que habían desolado?
—También tengo unas manzanas que Mamita enterró al lado de la casa, señorita. Es lo que hemos comido hoy.
—Tráelas antes de ir a por los ñames, Pork. Y, además, Pork…, ¡me siento tan débil! ¿No hay vino en la bodega? ¿Ni licor de moras?
—La bodega, señora, fue el primer sitio donde entraron.
Una angustiosa náusea, mezcla de hambre, sueño, cansancio y violentas emociones, abrumó a Scarlett. Hubo de asirse fuertemente a las rosas talladas en los brazos del sofá.
—¡No hay vino! —exclamó con desaliento, recordando las interminables hileras de botellas de la bodega. Y un recuerdo acudió a su memoria—. Pork, ¿y aquel whisky que papá enterró en la barrica de madera de roble junto al atracadero?
Otra sombra de sonrisa, de agrado y respeto iluminó la negra faz.
—¡Qué listísima es usted, señora Scarlett! ¡Y yo me había olvidado de eso! Pero ese whisky no puede ser bueno, señora Scarlett. No tiene más que un año. Y, además, el whisky no es bueno nunca para las señoras.
¡Qué estúpidos eran los negros! Nunca se les ocurría nada. ¡Y pensar que los yanquis querían liberarlos!
—Pues será lo bastante bueno para esta señora que ves y para papá. Date prisa, Pork: tráenos dos vasos, menta y azúcar, y yo prepararé un poco de jarabe.
—Señora Scarlett, ya sabe usted que no hay azúcar en Tara desde yo qué sé cuándo. Y los caballos devoraron toda la menta y los yanquis rompieron todos los vasos.
«Si dice otra vez “los yanquis”, grito. ¡Es intolerable!», pensó ella. Y manifestó en voz alta:
—Está bien; trae el whisky pronto. Lo tomaremos solo. —Y mientras él se volvía, añadió—: Aguarda, Pork. Hay tantas cosas que hacer que no me acuerdo de todas… ¡Ah, sí! He traído un caballo y una vaca.
Hay que ordeñar la vaca, desenganchar el caballo y darle de beber. Di a Mamita que se ocupe de la vaca. Que se arregle como pueda para sujetarla. El niño de la señora Melanie se morirá de hambre si no toma algo y…
—¿La señora Melanie no puede…?
Y Pork se interrumpió, delicadamente.
—La señora Melanie no tiene leche.
¡Dios mío! Mamá se hubiera desmayado de oírla hablar así.
—Bueno, señora Scarlett, pero Dilcey puede darle de mamar. Dilcey ha tenido otro niño y seguramente podrá amamantar a los dos.
—¿De modo que tienes otro niño, Pork?
¡Niños, niños, niños! ¿Por qué crearía Dios tantos niños? Pero no era Dios quien los creaba, no, sino la gente necia.
—Sí, señora. Es muy grande, muy gordo y muy negro. Él…
—Di a Dilcey que deje a las niñas. Yo las cuidaré. Que dé de mamar al niño de la señora Melanie y que haga lo que pueda por ella. Y di a Mamita que se ocupe de la vaca y que lleve ese pobre caballo a la cuadra.
—No hay cuadra, señora Scarlett. Los yanquis la demolieron para usar la madera como leña.
—No me hables más de lo que han hecho los yanquis. Di a Dilcey que se ocupe de lo que te he dicho, y tú ve por el whisky y por unos ñames.
—Pero no tengo luz para ir, señora.
—¿No puedes usar una astilla?
—No hay astillas. Los yanquis…
—Arréglate como puedas. No me importa cómo. Pero trae lo que te digo. ¡Y pronto!
Pork se deslizó afuera del cuarto al notar que la voz de Scarlett adquiría una inflexión de enojo. Ella se quedó sola con Gerald. Le palmeó suavemente un muslo. Notó lo flaccidos que estaban aquellos miembros en que antes se marcaban sus duros músculos de jinete. Era preciso hacer algo para sacarle de aquel decaimiento, pero no quería preguntarle por Ellen. Más tarde, sí, cuando ella pudiese soportarlo.
—¿Por qué no han quemado Tara?
Gerald la contempló fijamente un momento, como sin oírla. Ella repitió la pregunta.
—Porque —contestó él trabajosamente— utilizaron la casa como cuartel general.
—¿Los yanquis… en esta casa?
Y en su interior sintió que aquellos muros habían sido profanados. Los muros de aquella casa, sagrada porque Ellen la había habitado… ¡Y ellos… ellos allí! —Estuvieron aquí, sí, hija mía. Vimos el humo de Doce Robles, al otro lado del río, antes de que llegaran. Pero India y Honey y algunos de los negros se habían refugiado en Macón, así que no nos preocupamos por ellos. Mas nosotros no podíamos ir a Macón. ¡Tu madre y las niñas estaban tan enfermas! No podíamos partir. Nuestros negros huyeron… no sé adonde… Se llevaron los carros y las muías. Mamita y Daisy y Pork se quedaron… Y a las niñas… y a tu madre… no podíamos trasladarlas.
—Sí, sí; claro.
No debía dejarle hablar de su madre. Había que comentar cualquier cosa, aunque fuera que el propio general Sherman había utilizado el despachito de su madre como cuartel general. ¡De cualquier cosa!
—Los yanquis avanzaron sobre Jonesboro para cortar el ferrocarril. Vinieron a millares carretera arriba, desde el río, con caballos y cañones a miles también. Yo los esperé en el porche de la puerta principal.
«¡Valiente papaíto! —pensó Scarlett, con el corazón rebosante—. ¡Papá afrontando al enemigo en las escaleras de Tara como si tuviese detrás un ejército en vez de tenerlo delante!»
—Me dijeron que me fuese, que iban a quemar la casa. Y yo les dije que para quemarla pasarían sobre mi cadáver. No podíamos irnos porque las niñas… y tu madre…
—¿Y entonces?
¡Era terrible volver de nuevo siempre al tema de Ellen!
—Les dije que en la casa había enfermas de tifus y que hacerlas salir era matarlas. Que quemaran la casa, si les placía, y desplomaran el techo sobre nosotros. Yo no quería… abandonar Tara.
Su voz cedió paso al silencio. Miró distraídamente los muros. Scarlett comprendió. Tras los hombros de Gerald se apiñaban demasiados antecesores irlandeses, demasiados hombres que habían muerto por unos pocos metros de tierra, luchando hasta el fin antes que abandonar los hogares en que habían vivido, labrado, amado, engendrado hijos.
—Les dije que tendrían que quemar la casa con tres mujeres moribundas dentro. Pero que no nos iríamos. Y el joven oficial, que era un… un caballero…
—¿Un yanqui caballero? ¡Vamos, papá!
—¡Un caballero! Se fue al galope y volvió a poco con un capitán, un médico, que examinó a las niñas… y a tu madre…
—¿Dejaste que entrara un maldito yanqui en su alcoba? —Tenía opio. Y nosotros no. Logró salvar a tus hermanas. Suellen sufría una hemorragia. El hombre se mostró tan amable como pudo. Y cuando dijo a los soldados que ellas estaban mal, no quemaron la casa. Entraron, eso sí, y vino no sé qué general con su estado mayor. Ocuparon todos los cuartos, menos el de las enfermas. Y los soldados…
Se interrumpió, demasiado fatigado para proseguir. Su enérgica barbilla se inclinó pesadamente sobre las ahora fofas masas de carne de su cuello y su pecho. Con un esfuerzo, continuó:
—Acamparon en los alrededores de la casa, en todas partes, en el algodón, en el maíz. La hierba quedó cubierta por el azul de sus uniformes. Aquella noche encendieron un millar de hogeras de campamento. Arrancaron las vallas y echaron los maderos al fuego, para guisar con ellos, y después los cobertizos, y los establos, y el ahumadero. Mataron las vacas, los cerdos y los pollos… y hasta mis pavos (¡los preciosos pavos de Gerald, también perdidos!). Se llevaron las cosas, incluso los cuadros… algunos muebles, la vajilla…. —¿Y la plata?
—Pork y Mamita hicieron no sé qué con la plata… La metieron en el pozo… No me acuerdo ahora. —La voz de Gerald sonaba trémula—. Luego libraron una batalla desde aquí…, desde Tara. ¡Si vieras qué ruido…! Gente galopando y corriendo por todas partes. Y, después, los cañones de Jonesboro sonaban como un trueno… hasta las niñas lo oían, a pesar de estar enfermas, y me decían una y otra vez: «Papá, haz que se callen esos truenos.»
—¿Y mamá? ¿Sabía que los yanquis estaban en la casa? —No…, no lo supo nunca.
—¡Gracias a Dios! —dijo Scarlett—. Mamá se evitó esa pena. Ellen nunca lo supo, no oyó jamás al enemigo, que ocupaba la planta baja, ni oyó los cañones de Jonesboro, ni supo jamás que la tierra que formaba parte de su corazón era hollada por los yanquis.
—Yo vi a muy pocos de ellos, porque me quedaba arriba con las niñas y con tu madre. Al que más vi fue al joven cirujano. Era amable, muy amable, Scarlett. Después de haber trabajado todo el día, curando a los heridos, venía a sentarse con ellas. Incluso dejó algunos medicamentos. Me dijo que, cuando ellos se fuesen, las nenas se pondrían bien, pero que tu madre… Estaba tan delicada, dijo…, demasiado delicada para soportarlo. Dijo que le fallaban las fuerzas.
En el silencio posterior, Scarlett vio a su madre tal y como debió de estar en aquellos últimos días, como una frágil torre de refuerzo en Tara, haciendo de enfermera, trabajando, sin sueño ni comida para que otros pudiesen dormir y comer.
—Y después se marcharon… Después se marcharon. Permaneció en silencio largo rato; y luego le cogió la mano. —¡Me alegro de que hayas vuelto a casa! —dijo simplemente. Se oyó un ruido como de raspar en el porche trasero. El pobre Pork, acostumbrado durante cuarenta años a quitarse el polvo de los zapatos antes de entrar en casa, no lo olvidaba ni aun en aquellos momentos. Entró, sosteniendo con cuidado dos calabazas, y precedido por el fuerte olor a alcohol que emanaba de ellas.
—Se me ha vertido mucha, señora Scarlett. Es muy difícil verter el líquido de un barril sin espita en una calabaza. —No importa, Pork. Muchas gracias.
Scarlett cogió la mojada calabaza, arrugando la nariz al sentir aquel olor desagradable y acre.
—Bebe esto, papá —dijo, poniendo en su mano aquel extraño receptáculo y cogiendo la segunda calabaza llena de agua que traía Pork. Gerald levantó la suya, obediente como un chiquillo, y tragó ruidosamente. Scarlett le dio después agua, pero él negó con la cabeza.
Cuando ella cogió la calabaza del whisky de sus manos y se la acercó a la boca, vio que los ojos de él seguían sus movimientos mostrando una vaga desaprobación.
—Ya sé que las damas no beben alcohol —dijo, lacónica—. Pero hoy no soy una dama, papá, y esta noche tenemos que trabajar. No lo olvides.
Inclinó la vasija, llenó los pulmones de aire y bebió con avidez. El ardiente líquido pareció quemarle desde la garganta al estómago, ahogándola y arrancando lágrimas de sus ojos. Respiró otra vez y de nuevo levantó la vasija.
—¡Katie Scarlett! —protestó Gerald, poniendo en su voz la primera nota de autoridad que había oído ella desde su llegada—. Basta ya. No estás acostumbrada al alcohol y te puedes emborrachar.
—¿Emborracharme yo? —exclamó ella con una carcajada desagradable—. ¿Emborracharme? ¡Ojalá! Me gustaría emborracharme para olvidar todo esto.
Bebió otra vez y una lenta oleada de calor le recorrió las venas e inundó su cuerpo hasta hacerle sentir un cosquilleo en la punta de los dedos. ¡Qué agradable sensación la de aquel fuego caritativo! Parecía penetrar hasta su corazón, oprimido por el hielo, y el vigor se extendía de nuevo velozmente por todo su cuerpo. Viendo la sorprendida y apenada fisonomía de Gerald, le volvió a acariciar las rodillas e intentó repetir una de aquellas picarescas sonrisas que tanto le agradaban antes.
—¿Cómo podría emborracharme, papá? Soy hija tuya. ¿Acaso no he heredado la cabeza más firme de todo el condado de Clayton?
El casi sonrió, contemplando la fatigada cara de su hija. El whisky le reconfortaba también. Scarlett se lo volvió a dar.
—Ahora vas a beber otro trago, y luego te acompañaré arriba para que te metas en la cama.
Se contuvo. Así hablaba ella a Wade, pero no debía dirigirse en la misma forma a su padre. Era una falta de respeto. Mas él estaba pendiente de sus palabras.
—Sí, señor, a meterte en la cama —añadió, en tono ligero— y a darte otro trago, incluso todo lo que quede, para que duermas. Necesitas dormir, y Katie Scarlett está aquí; de modo que no tienes que preocuparte de nada. Bebe.
Gerald bebió de nuevo, obediente, y ella, deslizando su brazo por debajo del suyo, le hizo levantarse.
—¡Pork!
Pork asió la calabaza con una mano y el brazo libre de Gerald con la otra. Scarlett cogió la vela encendida y los tres atravesaron el oscuro vestíbulo y ascendieron los tortuosos escalones que conducían al cuarto de Gerald.
La habitación en donde Suellen y Carreen yacían quejándose y revolviéndose sobre la misma cama apestaba al olor del trapo retorcido que ardía en una salsera llena de sebo y que constituía la única iluminación. Cuando Scarlett abrió la puerta, la densa atmósfera de la estancia, con las ventanas cerradas y el aire saturado de todos los olores propios del cuarto de un enfermo, olores a medicamentos y a fétida grasa quemada, casi la hicieron desvanecerse. Ya podían decir los médicos que el aire fresco era fatal en la habitación de un enfermo. Pero si ella tenía que permanecer allí, necesitaba aire puro o se moriría. Abrió las tres ventanas, dejando penetrar el aroma de la tierra y de las hojas de encina, pero el aire fresco no bastaba para disipar los insoportables hedores acumulados durante varias semanas en aquella habitación cerrada.
Carreen y Suellen, pálidas y demacradas, dormían con sobresalto y se despertaban para mascullar vagas palabras, mirando con asombro desde el elevado lecho de cuatro columnas, donde habían cuchicheado juntas en días mejores y más felices. En un rincón de la estancia había una cama vacía, una estrecha cama estilo francés, de pies y cabecera curvados, que Ellen había traído de Savannah. Allí había reposado Ellen.
Scarlett se sentó junto a las dos niñas y las contempló como una estúpida. El whisky bebido con el estómago vacío empezaba a jugarle malas pasadas. Unas veces, sus hermanas le parecían estar muy alejadas y sus voces débiles e incoherentes llegaban hasta ella como zumbidos de insectos. Otras, parecían adquirir un enorme volumen, llegando hasta ella con la velocidad de un relámpago. Estaba cansada, cansada hasta los tuétanos. Podía acostarse y dormir días enteros.
¡Si lograse siquiera dormirse y al despertar viera que Ellen le sacudía suavemente el brazo diciendo: «Es tarde ya, Scarlett. No seas tan perezosa»! Pero eso ya no sucedería más. ¡Si viviese Ellen, si hubiese alguna persona mayor que ella, de más experiencia, a quien poder acudir! ¡Alguien en cuyo regazo pudiese ella reposar la cabeza, alguien en cuyos hombros pudiese descargar el peso que ahora la abrumaba!
La puerta se abrió despacio y entró Dilcey, llevando el niñito de Melanie junto al pecho y la calabaza de whisky en la mano. A la luz humeante e incierta de la vela, parecía más delgada que la última vez que Scarlett la viera y la sangre india se acusaba más en su rostro. Los salientes pómulos parecían más prominentes, la nariz aguileña más afilada, y la piel cobriza relucía con mayor brillo. Su deslucido vestido de percal estaba abierto por el escote, mostrando un voluminoso y bronceado pecho. Estrechamente arrimado a ella, el bebé de Melanie oprimía con avidez su boquita de capullo de rosa contra el oscuro pezón, chupando, agarrando con sus manitas la suave carne, como un gatito que busca el calor del vientre materno.
Scarlett se levantó vacilante y posó una mano sobre el brazo de Dilcey.
—Fuiste muy buena quedándote, Dilcey.
—¿Cómo me hubiera podido ir con esos negros asquerosos, señora Scarlett, cuando su papá fue tan bueno que me compró a mí y a mi pequeña Prissy, y su mamá ha sido tan buena?
—Siéntate, Dilcey. ¿Qué? ¿No extraña el pecho el niño? ¿Y cómo está la señora Melanie?
—Al nene no le pasa nada; sólo tenía hambre; y yo tengo leche bastante para alimentar a un chiquillo hambriento. No, mí ama, la señora Melanie está bien. No se morirá, señora Scarlett. No se preocupe. He visto muchas personas, blancas y negras, igual que ella. Está muy cansada, muy nerviosa, y tiene miedo por su hijito. Pero la hice callar, le di un poco de lo que quedaba en la calabaza y ahora está durmiendo. ¡Así, pues, el whisky había servido para toda la familia! En su histeria, Scarlett pensó que a acaso convendría dárselo también al pequeño Wade para ver si así se le quitaban los hipos y los sollozos. Y Melanie no se moriría. Y cuando regresara Ashley…, si regresaba… ¡No, ya pensaría en eso más tarde! ¡Había tantas cosas que desenredar, que resolver…! ¡Si pudiese borrar para siempre las horas de las preocupaciones…! Se incorporó de pronto al escuchar un ruido, algo así como «kerbunk… kerbunk…», que rompía la quietud del aire exterior.
—Es Mamita, que saca agua para lavar a las señoras. Necesitan mucho baño —explicó Dilcey, colocando las calabazas sobre la mesa entre los frascos de medicamentos y un vaso.
Scarlett se echó a reír bruscamente. Sus nervios debían estar hechos trizas para que el ruido de la polea del pozo, tan ligado a sus más lejanos recuerdos, pudiera asustarla. Dilcey la miró fijamente, mientras reía, con expresión de inmóvil dignidad, pero Scarlett adivinó que la comprendía. Se hundió más en la silla. ¡Si pudiese al menos despojarse del apretado corsé, del cuello que la ahogaba, y de las zapatillas llenas aún de arena y piedrecillas que le producían ampollas en los pies!
La polea crujía lentamente mientras iba arrollándose la cuerda, y cada crujido acercaba el cubo al brocal. Pronto estaría Mamita con ella, la Mamita de Ellen, su Mamita. Scarlett permaneció sentada en silencio, sin fijar su atención en nada, mientras el bebé, saciado ya de leche, gruñía porque se le había escapado el dulce pezón. Dilcey, silenciosa también, guió la boca del niño para devolvérselo, meciéndole en sus brazos, mientras Scarlett escuchaba el lento arrastrar de los pies de Mamita en el patio posterior. ¡Qué tranquilo estaba el aire nocturno! El menor ruido llegaba a sus oídos como un gran estrépito.
El vestíbulo superior pareció temblar cuando el pesado cuerpo de Mamita se acercó a la puerta. En seguida entró en la estancia con los hombros encorvados bajo dos pesados cubos de madera y su amable rostro negro tristón, con la incomprensible tristeza de la cara de un simio. Sus ojos se iluminaron al ver a Scarlett, los blancos dientes brillaron al dejar los cubos en el suelo, y Scarlett corrió hacia ella, posando su cabeza sobre los generosos y caídos pechos que habían sostenido tantas cabezas, blancas y negras. Percibió, finalmente, algo de la antigua vida, que perduraba allí inmutable. Pero las primeras palabras de Mamita disiparon su ilusión.
—¡Ha vuelto a casa mi niña! ¡Oh, señorita Scarlett! ¿Qué hacer ahora, muerta la señorita Ellen? ¡Oh, si al menos me hubiera muerto yo con ella! No puedo estar sin la señorita Ellen. Aquí no ha habido más que desdichas y miserias. ¡Cargas demasiado pesadas, niña mía, demasiado pesadas de soportar!
Mientras Scarlett permanecía con la cabeza en el pecho de Mamita, reparó en las palabras «cargas» y «soportar». Eran las mismas que se agitaran, monótonas, en su mente durante aquella tarde. Ahora, con el corazón abatido, recordó el resto de la canción.
Sólo unos pocos días de soportar la carga, la carga que ya nunca ligera nos será… Algunos vacilantes pasos en el camino…
«Ya nunca ligera nos será…» Las palabras se repetían en su fatigado cerebro. ¿No le sería nunca ligera la carga? Volver a Tara, en vez de significar paz y descanso, ¿significaría más cargas aún? Se desprendió de los brazos de Mamita y acarició su arrugada frente.
—¡Pero si está usted despellejada! —Mamita asió las manos ensangrentadas y llenas de ampollas y las contempló horrorizada—. Pero ¡cómo!, señorita Scarlett; le tengo dicho siempre que debía usted tener cuidado de su piel… ¡y tiene también la cara quemada por el sol!
¡Pobre Mamita! Seguía pensando en cosas tan fútiles a pesar de que la guerra había pasado junto a ella. Y a renglón seguido diría que las señoritas con las manos despellejadas y la cara llena de pecas no encontraban marido. Pero no le dio tiempo a formular aquella observación.
—Mamita, quiero que me hables de mi madre. No he podido soportar que me lo contase papá.
Las lágrimas brotaban de los ojos de Mamita cuando se inclinó para coger los cubos. En silencio, los llevó junto a la cama y, abriendo la sábana, comenzó a quitar la ropa de noche a Suellen y a Carreen. Scarlett, contemplando a sus hermanas a la débil y vacilante luz, vio que Carreen llevaba una camisa de dormir hecha jirones y que Suellen estaba envuelta en un viejo «négligée», una prenda de hilo pardusco cuajada de hilachas y rotos entredoses de encaje irlandés. Mamita lloraba silenciosamente mientras pasaba la esponja por aquellos flacos cuerpecillos, usando los restos de un delantal viejo para secarlas.
—Señorita Scarlett; fueron ésos, los Slattery, esos cochinos blancos de mala ralea, los que mataron a la señorita Ellen. Ya le dije una y otra vez que de nada servía hacer bien a esa gentuza, pero la señorita era tan dura de cabeza y tan blanda de corazón que no sabía decir nunca que no a los que la necesitaban.
—¿Los Slattery? —preguntó Scarlett asombradísima—. ¿Qué tuvieron que ver…?
—Estaban enfermos de eso —gesticuló Mamita, señalando con su trapo a las dos niñas desnudas, que chorreaban agua sobre la sábana mojada—. La hija mayor de la señorita Slattery, Emmie, lo cogió, y la señorita Slattery vino aquí a escondidas para buscar a la señorita Ellen, como hacían siempre cuando les ocurría algo malo. ¿Por qué no cuidaba ella de los suyos? Bastante tenía ya que hacer la señorita Ellen. Pero mi ama fue allí y cuidó a Emmie. Y la señorita Ellen ya no era ella, señorita Scarlett. Su mamá hacía tiempo que no estaba bien. No ha habido mucho que comer por aquí, con los comisarios que se llevaban todo lo que teníamos en el campo. Y la señorita Ellen comía siempre como un pajarito. Yo no dejaba de repetirle que no se ocupase de esa gentuza blanca, pero no me hacía caso. Bueno, cuando parecía que Emmie estaba mejor, la niña Carreen lo pilló. Sí, señorita, el tifus saltó de la carretera y pescó a la niña Carreen y después a la niña Suellen. Y, claro, la señorita Ellen se puso también a cuidarlas.
Con todas esas guerra por ahí, y los yanquis al otro lado del río, y nosotros sin saber lo que iba a pasarnos, y con los braceros que huían, me sentía enloquecer. Pero la señorita Ellen estaba siempre tan fresca como una lechuga. Sólo le preocupaba no poder encontrar medicinas para las amitas. Y una noche, me dijo: “Mamita, si yo pudiera vendería mi alma por un pedazo de hielo que poner sobre la cabeza de mis hijas.” Y no quería dejar entrar allí al señor Gerald, ni a Rosa, ni a Teena; solamente a mí, porque yo había pasado ya el tifus. Y luego cayó ella enferma y vi en seguida que no había nada que hacer.
Mamita se enderezó, secándose los ojos con el delantal. —Fue muy rápido y ni siquiera aquel buen doctor yanqui pudo hacer la menor cosa. No se daba cuenta de nada; yo hablaba y la llamaba, pero ella no conocía a nadie, ni siquiera… ni siquiera a su Mamita.
—¿Y nunca… me nombró…, nunca me llamó? —No, encanto. Creía que era otra vez una niña y que estaba en Savannah. No llamó a nadie por su nombre.
Dilcey se volvió, colocando al niño sobre sus rodillas. —Sí, señora. Llamó a alguien.
—¡Tú a callar, negra retinta! —Mamita se encaró con Dilcey con amenazadora violencia.
—¡Silencio, Mamita! ¿A quién llamó? ¿A papá? —No, a su papá, no. Fue la noche en que quemaron el algodón… —¿Que quemaron el algodón? ¡Habla pronto! —Sí, todo el algodón. Los soldados amontonaron las balas en el corral y les prendieron fuego gritando y cantando: «¡Mirad qué gran hoguera hay en Georgia!»
Tres cosechas de algodón almacenadas: ¡ciento cincuenta mil dólares en una fogata!
—Y las llamas lo iluminaban todo como si fuese de día; nosotros estábamos asustados, por si la casa se quemaba también, y había tanta luz en esta habitación que se podía ver una aguja en el suelo. Y, cuando la luz brilló en la ventana, pareció despertar la señorita Ellen, y se incorporó en la cama y gritó en voz alta, una y otra vez: «¡Philip! ¡Philip!» Nunca le había oído este nombre, pero era el nombre de alguien a quien ella llamaba.
Mamita estaba inmóvil, como si se hubiese vuelto de piedra, mirando coléricamente a Dilcey, mientras Scarlett hundía la cabeza entre sus manos. ¡Philip…! ¿Quién podría ser y qué relación tendría con su madre, para que ella muriera llamándole?
La larga caminata desde Atlanta hasta Tara había terminado; había terminado en un muro ciego, en vez de acabar en los brazos de Ellen. Ya nunca más podría descansar como una chiquilla, segura bajo el techo paterno, con la protección del amor de su madre envolviéndola como un reconfortante edredón. No había seguridad ni verdadero asilo al que pudiese encaminarse ahora. Ningún cambio, ninguna vuelta, ningún sendero podían evitar el callejón sin salida al que había llegado. No quedaba ya nadie sobre cuyos hombros pudiese descargar sus pesares. Su padre estaba viejo y aturdido por la adversidad; sus hermanas, enfermas; Melanie, frágil y débil; los pequeños, inermes, y los negros, mirándola con infantil fe, cogiéndose a su falda, sabiendo que la hija de Ellen constituía el refugio que la madre había sido siempre para ellos.
Por la ventana, a la pálida luz de la luna que se levantaba, Tara se extendía ante sus ojos, abandonada por los negros, con las tierras devastadas y los cobertizos en astillas, como un cuerpo ensangrentado, como su propio cuerpo que se desangrara paulatinamente. Éste era ya el término del camino: una vejez entre temblores, enfermedades, bocas hambrientas, manos impotentes aferradas a sus faldas. Y al final de aquel camino no quedaba nada, nada más que Scarlett O’Hara Hamilton, de diecinueve años, viuda y con un hijo pequeño.
¿Qué iba a hacer con todos ellos? La tía Pittypat y los Burr, de Macón, podían recoger a Melanie y a su nene. Si las niñas se salvaban, la familia de Ellen tendría que encargarse de ellas, les gustase o no. Y ella y Gerald podían recurrir al tío James o al tío Andrew.
Miró las flacas figurillas que se agitaban inquietas, en la cama, bajo las sábanas oscuras y mojadas por el agua. A Suellen no la quería. Lo percibía ahora con una súbita claridad. Nunca la había querido. No sentía tampoco gran cariño por Carreen, porque ella era incapaz de querer a nadie que fuese débil. Pero llevaban su propia sangre, formaban parte de Tara. No, no podía dejarlas toda la vida en casa de las tías, como unas parientas pobres. ¿Los O’Hara en calidad de parientes pobres, comiendo el pan de la caridad y sufriendo…? ¡Oh, eso nunca!
¿No había escape en aquel camino sin salida? Su fatigado cerebro funcionaba con gran lentitud. Se llevó las manos a la cabeza, con tanto esfuerzo como si en vez de aire fuese agua lo que tenían que vencer sus brazos. Cogió la calabaza que estaba entre el vaso y la botella y la examinó. Quedaba algo de whisky en el fondo; no podía decir cuánto con una luz tan débil. Era extraño, pero el áspero olor no desagradaba ya a su olfato. Bebió lentamente, y esta vez el líquido no le abrasó la garganta; sintió tan sólo una sensación de calor.
Soltó la calabaza vacía y miró en torno suyo. Era todo un sueño, aquella tenebrosa habitación llena de humo, las esqueléticas niñas, Mamita, deforme y voluminosa, acurrucada junto a la cama; Dilcey, convertida aún en una estatua de bronce, con la dormida y rosada carita del bebé resaltando junto al oscuro pecho…, un sueño del cual despertaría para oler el jamón que se freía en la cocina, para oír las roncas carcajadas de los negros y el rechinar de los carros de labranza que salían hacia el campo, y sentir sobre ella la mano insistente y suave de Ellen.
Después descubrió con asombro que estaba en su propia cama, a la débil luz de la luna, que intentaba perforar las tiniebla, y que Mamita y Dilcey la estaban desnudando. El corsé torturador ya no le pellizcaba la cintura, y podía respirar honda y silenciosamente hasta el fondo de sus pulmones y su vientre. Sintió cómo la despojaban suavemente de las medias, y oyó a Mamita murmurar confusos pero confortadores sonidos mientras bañaba sus pies lacerados por las ampollas. ¡Qué fresca estaba el agua, qué bien se sentía tendida sobre algo blando, cuidada como cuando era niña! Suspiró, se estiró y, pasado cierto tiempo —lo mismo pudo ser un año que un segundo—, se encontró sola; la habitación parecía más brillante, inundada por los rayos de la luna que caían sobre su lecho.
No sabía que estaba ebria, ebria de cansancio y de whisky. Sólo sabía que había abandonado su cansado cuerpo y que flotaba no sabía cómo ni donde, pero en alguna parte donde no existían el dolor ni el cansancio y donde su cerebro percibía las cosas con claridad sobrehumana. Veía las cosas con otros ojos, porque en el largo camino hasta Tara había dejado atrás su niñez. No era ya una dúctil y plástica arcilla que acusaba nuevos contornos a cada nueva experiencia. La arcilla se había endurecido, no sabía cuándo, en aquel día indefinido que había durado mil años. Aquella noche sería la última vez qué habrían de cuidarla como a una chiquilla. Ahora ya era una mujer y la juventud había acabado.
No, ya no podía, no quería dirigirse a las familias de Gerald o de Ellen. Los O’Hara no aceptaban limosnas. Los O’Hara se cuidaban solos. Sus cargas eran suyas y sólo suyas, y las cargas eran para hombres capaces de soportarlas. Pensó sin sorpresa, mirando hacia abajo desde su altura, que sus hombros eran ahora lo suficientemente vigorosos para soportar cualquier peso, ya que habían soportado lo peor que podía ocurrirle. Le resultaba imposible desertar de Tara; pertenecía a aquellas hectáreas de rojas tierras más de lo que las tierras podían pertenecer a ella. Sus propias raíces penetraban hondamente en el suelo color de sangre y sorbían vida en él, lo mismo que el algodón. Se quedaría en Tara y la sostendría, de un modo u otro, y mantendría a su padre y a sus hermanas, a Melanie y al hijo de Ashley, y a los negros. Mañana, ¡oh, mañana…! Inclinaría el cuello al yugo. Mañana habría muchas cosas que hacer. Ir a Doce Robles y a la finca de los Macintosh a ver si había quedado algo en los abandonados huertos, ir a los pantanos del río y dar una batida en busca de cerdos o gallinas perdidos, ir a Jonesboro y a Lovejoy con la alhajas de Ellen… Alguna quedaría que pudiese venderse para sacar con qué comer. Mañana… mañana… Su cerebro funcionaba con mayor lentitud cada vez, como un reloj al que se le acabara la cuerda; pero la visión persistía.
De pronto, los viejos relatos familiares que había oído desde su infancia, que había oído casi aburrida, impaciente y comprendiéndolos sólo a medias, se le aparecieron claros como el cristal. Gerald, sin un centavo, había levantado Tara; Ellen se había sobrepuesto a alguna misteriosa pena; el abuelo Robillard, sobreviviendo al derrumbamiento del trono de Napoleón, había rehecho su fortuna en la fértil costa de Georgia; el bisabuelo Prudhomme había creado un pequeño reino en la jungla de Haití, y lo había perdido, viviendo lo suficiente para que su nombre fuese glorificado en Savannah. Hubo unas Scarlett O’Hara que combatieron entre los voluntarios irlandeses por una Irlanda libre y a quienes ahorcaron en recompensa, y otros O’Hara que murieron en el Boyne luchando hasta el final por lo que era suyo.
Todos ellos habían sufrido aplastantes infortunios, y no quedaron nunca aplastados. No habían podido quebrantarlos ni el derrumbamiento de imperios, ni los machetes de los esclavos sublevados, ni la guerra, ni la revolución, ni el destierro o las confiscaciones. Un hado maligno había podido quizá doblegar su cuello, pero no su espíritu. No habían gemido, sino luchado. Y, cuando murieron, murieron extenuados pero invictos. Todas aquellas sombras desaparecidas, cuya sangre corría por sus venas, parecían moverse, silenciosas, en la estancia iluminada por la luna. Y a Scarlett no le sorprendía ver a aquellos antecesores que habían sufrido lo peor que el destino podía reservarles, y lo habían transformado en lo mejor. Para ella, Tara era su destino, su lucha, y debía conquistarlo.
Dio una vuelta en la cama, soñolienta, mientras crecientes sombras envolvían su mente. ¿Estaban realmente junto a ella aquellos hombres de antaño, susurrándole muchas palabras de aliento, o formaba aquello parte de su sueño?
—Tanto si estáis como si no estáis —murmuró amodorrada—, buenas noches… y muchas gracias.