20

Cuando los calurosos y agitados días de agosto llegaban a su fin, el bombardeo cesó repentinamente. Cayó sobre la ciudad una impresionante quietud. Los vecinos se juntaban en las calles y se miraban unos a otros, indecisos e inquietos, como preguntándose el motivo de aquella interrupción. La calma, tras aquellos ruidosos días, no aliviaba los excitados nervios, antes bien los sobresaltaba más. Nadie sabía por qué las baterías permanecían mudas, y no se tenían otras noticias de las tropas sino que habían sido retiradas en gran número de los parapetos que rodeaban la ciudad y marchaban hacia el sur para defender el ferrocarril. Nadie sabía dónde se luchaba ahora, en caso de que se luchara, ni cómo transcurría la batalla, si es que la había.

Sólo se disponía de las noticias que circulaban de boca en boca. Faltos de papel, de tinta y de hombres, los periódicos habían suspendido su publicación desde el principio del sitio y los más disparatados rumores, nacidos no se sabía dónde, llenaban la ciudad. Ahora, en la angustiosa calma, la muchedumbre se apiñaba ante el cuartel general de Hood, ante las oficinas de telégrafos y en la estación, esperando informes, informes favorables, ya que todos confiaban en que el silencio de los cañones de Sherman significase que los yanquis estaban en plena retirada y que los confederados los perseguían por el camino de Dalton. Pero no llegaban noticias. Los hilos telegráficos callaban, no venían trenes por la única línea que se poseía y el servicio de correos se hallaba interrumpido.

Aquel final de verano, caluroso, polvoriento, sofocante, añadía su seco ahogo a la angustia de los cansados corazones. Scarlett procuraba conservar un semblante sereno, pero anhelaba noticias de Tara y le parecía que hacía una eternidad que había comenzado el sitio. Era como si siempre hubiese vivido con el tronar del cañón en sus oídos hasta que sobrevino aquella siniestra quietud. Sin embargo, sólo hacía treinta días que comenzara el asedio. ¡Treinta días de sitio! La ciudad rodeada de trincheras de tierra rojiza, el monótono, incansable fragor de las baterías, las largas filas de ambulancias y carretas de bueyes que se dirigían a los hospitales goteando sangre sobre el polvo, las brigadas de sepultureros, abrumados de trabajo, constantemente atareados en enterrar hombres apenas fríos, arrojándolos de cualquier modo en inacabables hileras de fosas a flor de tierra. ¡Sólo treinta días!

¡Y sólo cuatro meses desde que los yanquis avanzaran hacia el sur de Dalton! ¡Sólo cuatro meses! A Scarlett, le parecía, mirando hacia atrás y evocando aquel remoto día, que esto había sucedido en otra vida. ¡Oh, no! No podía hacer cuatro meses. ¡Tenía que haber transcurrido toda una vida!

Hasta cuatro meses atrás, Dalton, Resaca y los Montes Kennesaw sólo eran para ella nombres de estaciones de ferrocarril. Ahora significaban batallas desesperadas, batallas libradas en vano mientras Johnston retrocedía hacia Atlanta. Y ahora Peachtree Creek, Decatur, Ezra Church y Utoy Creek no eran ya bonitos nombres de bonitos lugares. Nunca volvería a pensar en ellos como alegres lugares llenos de acogedores amigos, como verdes parajes donde se merendaba con arrogantes oficiales, sentados en las tiernas márgenes de lentos arroyos. Aquellos nombres significaban también combates y las verdes hierbas donde ella se sentara habían sido holladas y ajadas por las ruedas de los cañones, pisoteadas por frenéticos pies cuando las bayonetas se enzarzaban con otras bayonetas, sembrando el césped de cuerpos moribundos… Los perezosos arroyos se teñían ahora de un rojo que no podía deberse a la tierra rojiza de Georgia. Se decía que Peachtree Creek se había vuelto de color carmesí después de que los yanquis lo cruzaran. ¡Peachtree Creek, Decatur, Ezra Church, Utoy Creek! No volverían a ser jamás nombres de lugares. Eran nombres de tumbas donde estaban enterrados amigos suyos, nombres de espesas arboledas y de breñales donde yacían cuerpos insepultos, nombres de los cuatro extremos de Atlanta cuyo paso intentara forzar Sherman y donde los hombres de Hood se habían batido, rechazándole.

Llegaron, al fin, noticias del sur a la acongojada ciudad, y tales noticias eran alarmantes, sobre todo para Scarlett. De nuevo el general Sherman atacaba el cuarto lado de la población, procurando otra vez cortar el ferrocarril de Jonesboro. Los yanquis se colocaban allí en gran número y ya no se libraban meras escaramuzas entre destacamentos de jinetes, sino que las tropas yanquis atacaban en masa. Y millares de soldados confederados habían sido retirados de las líneas que circundaban la ciudad para lanzarlos contra el enemigo. Esto explicaba el repentino silencio.

«¿Por qué atacan Jonesboro? —pensaba Scarlett, sintiendo aterrorizarse su corazón al recordar la cercanía de Tara al frente—. ¿Por qué ha de ser siempre Jonesboro? ¿No tienen otro sitio por donde atacar el ferrocarril?»

Llevaba una semana sin noticias de su casa, y la última breve nota de Gerald había aumentado sus temores. Carreen había empeorado y estaba mal, muy mal. Ahora podían pasar días antes de que llegasen nuevos mensajeros y Scarlett pudiera saber si su hermana vivía o había muerto. ¡Oh, si ella hubiese ido a Tara al empezar el sitio, dejando de pensar en Melanie!

Se luchaba en Jonesboro y esto Atlanta lo sabía muy bien; pero se ignoraba cómo transcurría la lucha y los más locos rumores torturaban a la población. Finalmente llegó un emisario de Jonesboro con la alentadora noticia de que los yanquis habían sido rechazados. Pero antes de retirarse hicieron una incursión en Jonesboro, quemaron la estación, cortaron el telégrafo y levantaron kilómetros de vía férrea. Los ingenieros trabajaban como desesperados reparando la línea, cosa que costaba mucho trabajo, porque los yanquis habían arrojado en grandes hogueras las traviesas de madera y los rieles, hasta que éstos estuvieron al rojo vivo. Entonces los torcieron y los arrollaron en torno a los postes del telégrafo, que parecían, así, gigantescos sacacorchos. Y en aquel tiempo era muy difícil reemplazar los rieles o cualquier otra cosa de hierro.

Pero los yanquis no habían llegado a Tara. El mismo emisario que llevaba los despachos al general Hood tranquilizó a Scarlett al respecto. Cuando se dirigía a Atlanta había encontrado en Jonesboro a Gerald, y éste le había pedido que entregara una carta a su hija.

¿Qué haría papá en Jonesboro? El joven emisario pareció turbado, y al fin contestó que Gerald estaba en Jonesboro buscando un médico militar para llevarlo a Tara.

Scarlett, bajo el porche inundado de radiante sol, dio las gracias al mensajero. Se le doblaron las piernas. Carreen debía de estar moribunda cuando ya no bastaban los remedios de Ellen, y Gerald había de buscar un doctor. Mientras el emisario desaparecía entre una nubecilla de polvo rojizo, Scarlett abrió la misiva de su padre, con temblorosos dedos. El papel escaseaba tanto en la Confederación que Gerald había utilizado para escribir a su hija una carta que ésta le dirigiera antes, aprovechando los huecos entre las líneas, lo que dificultaba mucho la lectura.

«Querida hija: Mamá y tus dos hermanas tienen el tifus. Están muy graves; pero debemos confiar en que suceda lo mejor. Mamá, al tener que meterse en cama, me ha pedido que te escribiera para que no vengas por ningún concepto, exponiéndote y exponiendo a Wade al contagio. Te envía su cariño y te pide que ruegues por ella.»

«¡Rogar por ella!» Scarlett subió las escaleras corriendo, entró en su alcoba, se arrodilló junto al lecho y oró como nunca lo había hecho antes. Nada de rosarios de rutina, sino una repetición continua de las mismas palabras: «¡Madre de Dios, no permitas que muera! ¡Seré muy buena si ella vive! ¡Haz que no muera, te lo ruego!»

Durante la siguiente semana, Scarlett vagó por la casa como un animal herido, esperando noticias, estremeciéndose cada vez que sentía los cascos de un caballo, precipitándose al piso inferior por la oscura escalera cuando, durante las noches, los soldados iban a llamarla la puerta. Pero sin noticias de Tara. Parecía que entre ella y su hogar hubiese todo un continente y no sólo cuarenta kilómetros de carretera polvorienta.

Los correos estaban interrumpidos y nadie sabía qué hacían los confederados ni qué iban a hacer los yanquis. Nadie sabía nada, salvo que miles de soldados grises y azules estaban luchando en algún punto entre Atlanta y Jonesboro. Ni una palabra de Tara en una semana.

Scarlett había visto bastantes casos de tifus en el hospital de Atlanta para saber lo que significaba una semana con aquella mortal dolencia. Acaso Ellen estuviese agonizando y ella, Scarlett, permanecía entretanto en Atlanta con una mujer encinta a su cargo y dos ejércitos entre ella y su casa. ¡Ellen enferma, acaso moribunda! ¿Cómo podía estarlo ella, que nunca había enfermado? Aquella inverosímil idea conmovía hasta los cimientos toda la seguridad sobre la que reposaba la vida de Scarlett. Podían enfermar todos, pero nunca Ellen. Era ella quien cuidaba de los enfermos y los aliviaba. No podía estar enferma. Scarlett deseaba volver a casa con la frenética desesperación de un niño asustado que no conoce otro lugar donde poder refugiarse.

¡Su casa! La blanca casa con ondulantes cortinas blancas en las ventanas, la espesa hierba sobre la que revoloteaban las abejas en el prado, el negrito instalado en la escalera espantando los pavos y patos que amenazaban los lechos de flores, los serenos campos rojizos y los kilómetros de algodón que blanqueaba bajo el sol. ¡Su casa!

¡Si hubiese ido a casa al principio del asedio, cuando todos huían! Incluso podía haberse llevado a Melanie con ella, tantas semanas atrás. «¡Maldita Melanie! —pensaba mil veces—. ¿Por qué no ha ido a Macón con tía Pitty? Lo justo era que se fuera con sus parientes de verdad y no conmigo. Yo no soy de su sangre. ¿Por qué se empeña con tanta insistencia en ser una carga para mí? Si ella hubiese partido a Macón, yo podría haber ido a casa, con mamá. Y aun ahora…, aun ahora tendría una probabilidad de ir a casa, a pesar de los yanquis, si no fuese por ese niño de Melanie. El general Hood es muy amable y creo que podría obtener de él una escolta para pasar a través de las líneas. ¡Pero tengo que esperar a ese niño! ¡Oh, madre, madre! ¡No mueras! ¿Por qué no llega de una vez ese chiquillo? Voy a ver hoy al doctor Meade para preguntarle si hay algún medio de acelerar el parto, para que yo pueda irme a casa… si consigo una escolta… El doctor Meade dice que mi cuñada va a pasar un mal rato. ¡Dios mío! ¿Y si se muere? ¡Melanie muerta! ¡Muerta! Y Ashley… No, no debo pensar en eso; no está bien… Pero Ashley… No, es inútil pensar en eso porque probablemente ha muerto también. Y me hizo prometer que me ocuparía de Melanie… Sólo que si yo no la cuido y ella se muere y Ashley vive todavía… No, no debo pensar en eso. Es pecado. Y he prometido a Dios ser buena ahora, si Él hace que no muera mi madre. ¡Si al menos llegase pronto el niño! ¡Si yo pudiera salir de aquí, irme a casa, estar en cualquier sitio menos aquí…!»

Scarlett odiaba la ciudad, ahora ominosamente tranquila, que antes amara tanto. Atlanta no era el lugar de alocada alegría que antaño le encantara. Era un sitio odioso, semejante a una ciudad apestada, tan quieta, tan horriblemente quieta después del estruendo del sitio. Antes había cierto interés en el fragor y el peligro del cañoneo. Pero sólo quedaba horror en la calma que lo siguió. La ciudad parecía embrujada por el terror, la incertidumbre y el recuerdo. Los rostros de la gente estaban contraídos y en los de los soldados Scarlett veía una expresión análoga a la de corredores esforzándose en el último tramo de una carrera que ya consideran perdida.

Llegó el último día de agosto y con él firmes rumores de que la batalla más dura después de la de Atlanta estaba desarrollándose en un lugar cercano, al sur. Atlanta, en espera de noticias del desarrollo de la lucha, procuraba reír y bromear. Todos comprendían ahora lo que sabían los soldados dos semanas atrás: que Atlanta defendía su último baluarte; que si se perdía el ferrocarril, Atlanta estaba perdida.

La mañana del uno de septiembre, Scarlett despertó con una angustiosa impresión de terror, un terror que había anidado en ella la noche antes, al acostarse. Pensó, aún soñolienta: «¿Qué era lo que me inquietaba cuando me acosté anoche? ¡Ah, ya: la batalla! Había una batalla ayer, no sé dónde. ¿Quién ganará?» Se sentó apresuradamente en el lecho, restregándose los ojos, y su abrumado corazón sintió de nuevo todo el peso de la inquietud del día anterior.

Incluso en aquella temprana hora matutina, el calor era ya sofocante y prometía un mediodía de deslumbrante cielo azul y de implacable sol. La calle estaba silenciosa. Ningún carro la recorría. Ninguna tropa levantaba el polvo rojizo con sus pisadas. No sonaban perezosas voces de negros en las cocinas de la vecindad, ni agradable rumor de almuerzos preparados, porque todos los vecinos, excepto las señoras Meade y Merriwether, se habían refugiado en Macón. Ningún rumor podía venir de aquellas casas. Más allá, la parte comercial de la calle carecía de movimiento también y muchos de los almacenes y tiendas estaban cerrados, mientras sus dueños y dependientes se hallaban en las trincheras con un fusil en la mano.

Aquella calma le pareció más siniestra aún que la de las otras mañanas de la semana anterior, tan ominosamente silenciosa. Se levantó de la cama a toda prisa, sin los desperezos y encogimientos habituales, y se dirigió a la ventana, esperando ver el rostro de algún vecino o cualquier otra imagen alentadora. Pero la calle estaba desierta. Notó que las hojas de los árboles eran aún de un oscuro verdor, pero estaban secas y cubiertas de una espesa capa de polvo rojo y también observó que las abandonadas flores del jardín estaban ajadas y marchitas. Mientras miraba por la ventana, llegó a sus oídos un sonido lejano, débil y sordo como el primer distante trueno de una tormenta que se aproximara.

«Lluvia —pensó en el primer momento. Y su espíritu, campesino al fin, añadió—: ¡Ya nos hacía falta! —Pero, tras un instante de atención, díjose—: ¿Lluvia? No. ¡Nada de lluvia! ¡Cañonazos!»

Con el corazón palpitante se asomó a la ventana, procurando percibir de qué lado llegaba el lejano estruendo. Pero sonaba tan remoto que, por un instante, no supo acertar. E imploró: «¡Haz que suene por Marietta, Señor! O por Decatur. O por Peachtree Creek. Pero no por el sur. ¡No por el sur!» Se asió con fuerza a la barandilla de la ventana y aguzó el oído. El rumor parecía sonar más recio. Y venía del sur.

¡Cañoneo al sur! Al sur, donde estaban Jonesboro, Tara y Ellen.

¡Acaso los yanquis estaban en Tara en aquel momento! Volvió a escuchar; pero la sangre se agolpaba en sus oídos impidiéndole percibir el distante tronar. No, no podían estar aún en Jonesboro. De ser así, el cañón sonaría más débil, menos claro. Pero debían de estar al menos dieciséis kilómetros al sur hacia Jonesboro, probablemente cerca de la pequeña localidad de Rough and Ready. Y Jonesboro sólo estaba dieciséis kilómetros más abajo de Rough and Ready…

El cañón al sur podía significar el tañido fúnebre que señalase la hora de la caída de Atlanta. Pero para Scarlett, inquieta por su madre, luchar más al sur sólo significaba luchar más cerca de Tara. Comenzó a pasear por la alcoba, retorciéndose las manos y pensando por primera vez en la posibilidad de una derrota de los confederados, con todo lo que eso implicaba para ella. La idea de miles de hombres de Sherman acercándose a Tara le hizo sentir todo el horror de la guerra, algo que no habían conseguido hasta entonces los cañonazos del sitio, que hacían trepidar los cristales, las privaciones de ropa y alimento y las interminables hileras de moribundos. ¡El ejército de Sherman a pocos kilómetros de Tara! Incluso si eran derrotados, cabía que los yanquis se retirasen por el camino de Tara. Y Gerald no podría huir con tres mujeres enfermas.

Si al menos estuviese ella allí, no importarían tanto los yanquis. Mientras pisaba el suelo con los pies descalzos, el camisón se le envolvía en las piernas, le entorpecía. ¡Quería estar en casa, cerca de Ellen!

Le llegó de la cocina el ruido de la porcelana en que Prissy preparaba el desayuno. No se oía la voz de Betsy. La de Prissy, aguda y melancólica, se alzó cantando Sólo unos pocos días de soportar la carga. Aquel son impresionó a Scarlett, su tristeza la espantó, y entonces, envolviéndose en un chai y bajando al vestíbulo precipitadamente, se acercó a la parte posterior de la casa y gritó:

—¡No cantes eso, Prissy!

Oyó un áspero «Bien, señora»; respiró profundamente, sintiéndose avergonzada de sí misma.

—¿Y Betsy?

—No sé. No ha venido.

Scarlett se dirigió al dormitorio de Melanie y abrió un poco la puerta para mirar. Melanie yacía en el lecho, con un camisón de noche, los ojos cerrados y rodeados de un círculo oscuro, hinchado su rostro de forma de corazón, su delgado cuerpo deformado y feo. Scarlett, maligna, lamentó que Ashley no pudiese verla así ahora. Estaba más desagradable que cualquier otra embarazada que ella hubiese visto. Mientras la miraba, Melanie abrió los ojos y una leve y afectuosa sonrisa iluminó su rostro.

—Entra —dijo, volviéndose fatigosamente de lado—. Estoy despierta y pensando desde que salió el sol. Y quería preguntarte una cosa.

Scarlett entró en el dormitorio y se sentó en el lecho, iluminado por un sol deslumbrante. Melanie extendió la mano y oprimió la de Scarlett con un apretón cariñoso y confiado.

—Querida —dijo—. Estoy inquieta por los cañonazos. Suenan hacia Jonesboro, ¿no?

Scarlett emitió un gruñido confirmativo, sintiendo que el corazón le latía más de prisa al acudir de nuevo a su mente su preocupación.

—Sé que estás disgustada. La última semana, cuando supiste lo de tu madre, te hubieras ido a Tara de no ser por mí, ¿verdad?

—Sí —contestó Scarlett secamente.

—¡Qué buenas eres conmigo, querida! Ni siquiera una hermana hubiera sido mejor ni más valiente. ¡No sabes cuánto te lo agradezco y cuánto me disgusta hallarme en este estado! ¡Y te quiero tanto!

Scarlett la miró de hito en hito. ¿La quería? ¡Qué necia!

—He estado pensando, Scarlett, y quería pedirte un gran favor. —Su mano oprimió con mayor viveza la de su cuñada—. Si muero, ¿te encargarás de mi hijo?

Los ojos de Melanie estaban muy abiertos y brillaban con suave apremio.

—¿Lo harías?

Scarlett retiró la mano, sintiendo un terror que hizo su voz más áspera.

—No seas boba, Melanie. No morirás. Todas las mujeres creen que van a morir en el primer parto. Lo mismo me pasó a mí.

—No, tú no. Tú nunca temes nada. Lo dices para animarme. No temo morir, pero temo dejar al niño, si Ashley… Scarlett, prométeme que te encargarás del niño si muero. Así no temeré nada. Tía Pitty es demasiado vieja para cuidarse de un niño, y Honey e India son buenas, pero… Deseo que seas tú quien cuide a mi hijo. Prométemelo, Scarlett. Si es muchacho, edúcalo para que se parezca a Ashley, y, si es niña, entonces quisiera que se pareciera a ti.

—¡Qué condenación! —gritó Scarlett, saltando del lecho—. ¿No están las cosas bastante mal ya para que las pongamos peor hablando de muertes?

—Perdona, querida. Pero prométemelo. Creo que será hoy. Estoy segura de que será hoy. Anda, prométemelo…

—Bueno, bueno; te lo prometo —dijo Scarlett, mirándola con extraviados ojos.

¿Era posible que Melanie fuese tan necia que no supiese que ella quería a Ashley? ¿O lo sabía todo y pensaba que, merced a aquel amor, Scarlett cuidaría debidamente del hijo de Ashley? Sintió un vivo impulso de hacerle aquellas preguntas; pero murieron en sus labios cuando Melanie, tomando su mano, la apoyó a su propia mejilla. Ahora la calma había vuelto a sus ojos.

—¿Por qué crees que será hoy, Melanie?

—Porque tengo dolores desde la madrugada, aunque no muy agudos todavía.

—¿Sí? ¿Y por qué no me has llamado? Voy a enviar a Prissy a buscar al doctor Meade.

—No; aún no. Ya sabes lo ocupado que está, como todos. Envíale únicamente recado de que le necesitamos hoy. Envía recado también a la señora Meade y ruégale que venga a hacerme compañía. Ella sabrá cuándo debemos mandar llamar realmente a su marido.

—Bien; basta de ser tan altruista. Ya sabes que necesitas al doctor tanto como muchos de los que están en el hospital. Lo mandaré llamar en seguida.

—No, no lo hagas. A veces estas cosas se prolongan un día entero, y no puedo hacer que el médico permanezca aquí horas y horas mientras tantos pobres muchachos necesitan su asistencia. Llama a la señora Meade. Ella sabrá cuándo…

—Bien, bien —aceptó Scarlett.