18

Por primera vez desde que empezara la guerra, Atlanta pudo oír el fragor de la batalla. Temprano, de mañana, antes de que despertasen los rumores de la población, se oía débilmente el cañón de los montes Kennesaw, con un retumbar apagado y lejano comparable al trueno de una tormenta de estío. A veces sonaba con más fuerza, y entonces se imponía sobre el ruido del tráfico del pleno día. La gente trataba de no escucharlo, esforzándose en hablar, reír y ocuparse de sus quehaceres como si los yanquis no estuvieran a cuarenta kilómetros de distancia. Pero aquel fragor resonaba sin cesar en los oídos de todos. La población en masa tenía un aspecto inquieto. Cualquier que fuera su ocupación todos escuchaban, escuchaban, y sus corazones experimentaban repentinos sobresaltos cien veces al día. ¿No sonaba más reciamente el cañón? ¿O acaso lo imaginaban? ¿Podría el general Johnston rechazar a los yanquis esta vez? ¿Podría?

El pánico latía bajo la superficie. Los nervios, sometidos a una tensión cada día mayor durante la retirada, estaban a punto de estallar. Nadie hablaba de temor, ya que esté tema era un verdadero tabú; pero la tensión nerviosa se aliviaba en duras críticas al general. Una verdadera fiebre excitaba la opinión pública. Sherman estaba, literalmente, a las puertas de Atlanta. Otra retirada llevaría a los confederados a la ciudad.

¡Dadnos un general que no se retire! ¡Dadnos un general que resista y combata!

Con el lejano retumbar del cañón en los oídos, la Milicia del Estado, a la que se llamaba «los niños mimados de Joe Brown», y la Guardia Territorial, salieron de Atlanta para defender los puentes y pasos del río Chattahoochee, en la retaguardia de Johnston. El día era triste y gris. Mientras las fuerzas marchaban por Five Points y por la carretera de Marietta adelante, comenzó a llover. Toda la ciudad había acudido a verlos marchar y la gente se apiñaba bajo los soportes de madera de los toldos de las tiendas de la calle Peachtree, para despedirlos. Scarlett y Maybelle Merriwether habían obtenido permiso para dejar el hospital e ir a despedir las tropas, ya que el tío Henry Hamilton y el abuelo Merriwether pertenecían a la Guardia Territorial. Se juntaron con la señora Meade, oprimidas entre la multitud, alzadas de puntillas para ver mejor. Scarlett, aunque compartiera el universal deseo sudista de creer que las cosas marcharían del mejor modo posible, y que todo transcurriría de manera conveniente y tranquilizadora, sintió frío en el ánimo viendo desfilar las abigarradas líneas. Seguramente la situación debía ser desesperada cuando se llamaba a aquel tropel de viejos y chiquillos. Cierto que en las líneas que desfilaban había hombres robustos y jóvenes vestidos con brillantes uniformes (muy aparatosos, de ondulantes plumas y fajas de seda) de las unidades de la Milicia, reclutados entre lo más selecto de la sociedad. Pero también figuraban muchos viejos y muchachillos cuyo aspecto sembró el espanto en el ánimo de Scarlett. Había hombres de barba gris, de más edad que su padre, que se esforzaban en caminar con arrogancia al son de pífanos y tambores, bajo la fina y penetrante lluvia. El abuelo Merriwether, que llevaba sobre el hombro la mejor manta listada de la señora Merriwether para defenderse contra el aguacero, iba en primera fila y saludó a las muchachas con una sonrisa. Ellas agitaron sus pañuelos y le dedicaron alegres saludos; pero Maybelle oprimiendo el brazo de Scarlett, cuchicheó:

—¡Pobre viejo! Un chubasco fuerte acabará con él. Su lumbago… El tío Henry marchaba en la fila detrás del abuelo Merriwether, con el cuello de su largo abrigo negro alzado hasta las orejas, dos pistolas de la guerra de México a la cintura y un saquito de viaje. A su lado caminaba su criado negro, casi tan viejo como él, con un paraguas abierto bajo el que ambos se guarecían. Hombro a hombro con los ancianos iban muchachos que no aparentaban más de dieciséis años. Muchos de ellos habían dejado el colegio para unirse a las tropas y aquí y allá se veían grupos con los uniformes de cadetes de las academias militares, ostentando las negras plumas de gallo sobre las gorras grises mojadas por la lluvia y los distintivos de lona sobre el pecho empapado. Phil Meade iba entre ellos, llevando con orgullo el sable y las pistolas de arzón de su hermano muerto y con el sombrero audazmente ladeado. La señora Meade se esforzó en sonreír y saludarle hasta que pasó, y entonces apoyó la cabeza en los hombros de Scarlett, como si la abandonasen de repente las fuerzas.

Muchos de ellos iban completamente inermes, pues la Confederación ya no tenía fusiles ni municiones que darles. Pero confiaban en equiparse a costa de los yanquis muertos o prisioneros. Eran numerosos los que llevaban cuchillos de monte envainados y empuñaban palos con puntas de hierro conocidos con el nombre de «picas a lo Joe Brown». Los más afortunados sostenían al hombro viejos mosquetones de chispa y ostentaban cuernos de pólvora en la cintura.

Johnston había perdido diez mil hombres en su retirada. Necesitaba, pues, otros tantos para sustituirlos. «¡Y le enviaban aquella tropa!», pensó Scarlett, con terror.

Al pasar la artillería, salpicando de fango a la muchedumbre, la mirada de Scarlett reparó en un negro montado en un mulo, al lado de un cañón. Era un hombre joven, de faz terrosa. Cuando Scarlett se fijó más, gritó:

—¡Si es Mose! ¡Mose, el de Ashley! ¿Qué hará aquí? —Y, abriéndose paso entre la multitud, le llamó—: ¡Mose! ¡Párate!

El muchacho, al verla, tiró de las bridas, sonrió alegremente e hizo ademánide desmontar. Un empapado sargento, dirigiéndose a él, gritó:

—¡Quieto en la mula, muchacho, o te ato una antorcha al culo! ¡A ver si conseguimos llegar de una vez a las montañas!

Mose, indeciso, miró al sargento y a Scarlett, que chapoteando en el fango se acercaba a las ruedas y asía el estribo de Mose.

—¡Un momento, sargento! No te apees, Mose. ¿Qué haces aquí?

—Ir de nuevo a la guerra, señora Scarlett. Esta vez con el señor John, el viejo, en vez de con el señor Ashley.

—¿El señor Wilkes? —exclamó Scarlett, asombrada, pensando en que el señor Wilkes tenía cerca de setenta años—. ¿Dónde está?

—Detrás del último cañón, señora Scarlett. Allí detrás.

—¡En marcha, muchacho! Lo siento, señora, pero…

Scarlett quedó inmóvil un momento, con el barro hasta los tobillos, mientras desfilaban los cañones. «¡No! —pensaba—. ¡Es demasiado viejo! ¡No puede ser! Y además le desagradaba tanto la guerra como al mismo Ashley.» Retrocedió unos pasos y observó atentamente los rostros de cuantos pasaban. Cuando llegó el último cañón, con su avantrén, entre gran fragor de ruedas y lanzando salpicaduras de barro, vio a Wilkes, delgado, erguido, húmedo el cabello plateado que le caía sobre el cuello, montando una jaquita de color rojizo que caminaba sobre el barro tan graciosamente como una princesa vestida de seda. «¡Pero si es Nelly, la yegua de la señora Tarleton, su adorado tesoro!»

Al ver a Scarlett de pie entre el fango, Wilkes tiró de las bridas, sonriendo con satisfacción, y desmontando se acercó a ella.

—Pensaba ir a verla, Scarlett. Le traigo muchos recuerdos de su familia. Pero no he tenido tiempo. Hemos llegado esta mañana y nos vamos inmediatamente, como puede ver.

—¡Oh, señor Wilkes! —exclamó ella desesperadamente, asiendo su mano—. ¡No se vaya! ¿Por qué se ha de ir?

—¿También usted me juzga demasiado viejo? —dijo él con una sonrisa idéntica a la de Ashley en su arrugado rostro—. Acaso lo sea para andar, pero no para montar y disparar. La señora Tarleton ha tenido la gentileza de dejarme su Nelly, así que voy bien montado. Confiando que no le suceda nada a la yegua, porque si algo le pasase no me atrevería a volver a casa y mirar a la cara a la señora Tarleton. Nelly era el último caballo que le quedaba. —Y su risa disipó los temores de Scarlett—. Sus padres y hermanas están bien y le envían muchos besos. ¡A poco viene también su padre con nosotros!

—¡Papá no! —exclamó Scarlett, aterrada—. ¡Papá no! Papá no irá a la guerra, ¿verdad?

—No, pero se empeñaba en venir. Aunque no puede andar con su rodilla rígida, se empeñó en acompañarnos a caballo. Su madre accedió con la condición de que fuese capaz de saltar montado la cerca del prado, ya que, según ella dijo, habría de realizar muchas cosas análogas en el Ejército. Su padre aceptó, considerándolo cosa fácil, pero… ¿quiere usted creerlo? El caballo, al llegar al cercado, se detuvo en seco y su padre salió despedido por encima de su cabeza. ¡No sé cómo no se ha roto la nuca! Usted sabe lo obstinado que es su papá. Volvió a montar y quería intentarlo de nuevo. En resumen, Scarlett, fue lanzado de su caballo tres veces antes de que su mamá y Pbrk le metiesen en la cama. Estaba furioso y afirmaba que su madre debía haber hablado al caballo al oído… No está para prestar servicio activo, Scarlett. No se avergüence usted. Al fin y al cabo, alguien ha de quedarse en casa y recoger las cosechas para el Ejército.

Scarlett no sentía vergüenza alguna, sino un vivísimo alivio.

—He mandado a India y a Honey a Macón, con los Burr, y su padre cuidará de Doce Robles a la vez que de Tara. Tengo que irme, hija. Permítame besarle esa linda cara.

Scarlett correspondió al beso del anciano con un agudo dolor en el corazón. Quería mucho a Wilkes. Incluso había deseado, antaño, ser su nuera.

—Y este beso para Pittypat y éste para Melaníe —dijo él, volviendo a besarla dos veces—. ¿Qué tal está Melanie?

—Bien.

—¡Ah! —Y sus ojos la miraron como si contemplasen algo más allá de ella, lo mismo que la mirara Ashley, como si aquellos soñadores ojos grises se dirigieran a otro mundo—. Me hubiera gustado ver a mi primer nieto. Adiós, hija.

Saltó sobre Nelly y cabalgó, sombrero en mano, descubiertos a la lluvia los cabellos de plata. Scarlett se unió a la señora Meade y a Maybelle antes de poder comprender el sentido de aquellas últimas palabras. Luego la invadió un supersticioso terror y trató de orar. Wilkes había hablado de su muerte, como su hijo Ashley, y Ashley, ahora… Nunca debía mencionarse la muerte: era tentar a la providencia. Mientras las tres mujeres regresaban al hospital bajo la lluvia, silenciosas, Scarlett rogaba: «¡Él no, Señor! ¡Él y Ashley, no!»

La retirada desde Dalton a los montes Kennesaw había durado de primeros de mayo a mediados de junio. Cuando pasaron los días de junio, lluviosos y cálidos, y Sherman fracasó en su intento de desalojar a los confederados de sus posiciones en las escarpadas laderas, la esperanza renació en los corazones sudistas. Todos se sentían más optimistas y hablaban más cordialmente del general Johnston. Cuando los húmedos días de junio dieron paso a un julio más húmedo aún, y los confederados, batiéndose desesperadamente en las alturas fortificadas, contuvieron el avance de Sherman, una infinita alegría se adueñó de Atlanta. La esperanza se subía a las cabezas como el champaña. ¡Hurra, hurra! ¡Los rechazamos! Se declaró una epidemia de bailes y reuniones. En cuanto llegaba un grupo de hombres que venían del frente para pasar la noche en la ciudad, se les daban comidas y había bailes en su honor, y las jóvenes, que estaban en proporción de diez a uno, halagaban a los hombres y se los disputaban para bailar con ellos.

Atlanta rebosaba de visitantes, refugiados, familias de heridos hospitalizados, mujeres y madres de los combatientes de las montañas, que deseaban hallarse cerca de ellos por si caían heridos. Además, bandadas de beldades de los distritos rurales, donde todos los hombres que quedaban tenían menos de dieciséis años o más de sesenta, descendían a la ciudad. Tía Pittypat las censuraba con acritud, porque no comprendía que pudiesen ir a Atlanta por la sola razón de buscar marido, y semejante frivolidad la hacía aterrorizarse de lo desquiciado que estaba el mundo. Scarlett las criticaba también. Cierto que no creía tener que preocuparse mucho de la enconada competición de las muchachas de dieciséis años, aunque las frescas mejillas y radiantes sonrisas de éstas pudieran hacer olvidar sus trajes vueltos dos veces y sus zapatos recompuestos, ya que las ropas de ella eran más lindas y nuevas que las de las demás, gracias a las telas que Rhett Butler le había llevado en el último buque con que burló el bloqueo; pero al fin y al cabo contaba ya diecinueve años y sabido es que los hombres tienen la costumbre de perseguir a las chiquillas jóvenes, por necias que sean. Pensaba que ser viuda y con un hijo la situaba en posición de desventaja respecto a aquellas mozuelas. Pero, en aquellos agitados y vibrantes días, su viudez y su maternidad pesaban menos en ella de lo que pesaran antes. Entre sus deberes en el hospital durante el día y las reuniones de la noche, apenas le quedaba tiempo para ver a Wade. Y a veces olvidaba durante largos ratos que tenía un hijo.

En aquellas húmedas y calurosas noches de verano, las casas de Atlanta se abrían a los soldados defensores de la ciudad. Las grandes casas que se alineaban desde la calle Washington hasta la calle Peachtree resplandecían y en todas ellas eran acogidos los enfangados combatientes de las trincheras. El sonido de bajos y violines y el rumor de los pies de los que bailaban se perdían en la noche, en alas del viento. Numerosos grupos se apiñaban en torno a los pianos y las voces cantaban con energía las tristes estrofas de Llegó tu carta, pero llegó tarde, mientras andrajosos galanes miraban significativamente a las muchachas que reían tras sus abanicos de pluma de pavo, como pidiéndoles que no esperasen a que fuera también demasiado tarde para ellos. Y ninguna de las jóvenes esperaba, si podía evitarlo. Impelidas por la marea de excitación e histérica alegría que flotaba sobre la ciudad, se precipitaban al matrimonio.

Hubo, pues, muchos casamientos aquel mes, mientras Johnston rechazaba a los yanquis en Kennesaw. Bodas en que la novia aparecía sofocada de felicidad y ataviada de cualquier manera con alhajas prestadas por una docena de amigas, y en que el novio llevaba el sable al cinto, golpeándole los pantalones remendados. ¡Cuánta alegría, cuántos bailes, cuántas emociones! ¡Hurra! ¡Johnston contiene a los yanquis a cuarenta kilómetros de distancia!

Sí; las líneas que rodeaban Monte Kennesaw eran inexpugnables. Después de veintidós días de lucha, el general Sherman se convenció de ello al observar la enormidad de sus bajas. En vez de continuar el asalto frontal, desplegó su ejército en un amplio círculo, como antes, tratando de situarse entre los confederados y Atlanta. De nuevo resultó afortunada la maniobra. Johnston se vio forzado a abandonar las alturas en que se batiera tan bien, para proteger su retaguardia. Había perdido en aquella lucha un tercio de sus hombres y el resto, extenuado, se replegó, a campo traviesa, bajo la lluvia, hacia el río Chattahoochee. Los confederados ahora no podían esperar nuevos refuerzos, mientras el ferrocarril, que los yanquis dominaban, llevaba a Sherman tropas de refresco y pertrechos todos los días. Así, pues, las líneas grises retrocedieron, a través de los campos encharcados, hacia Atlanta.

La pérdida de las posiciones consideradas inexpugnables lanzó sobre la ciudad una nueva oleada de terror. Durante aquellos veinticinco días, todos se habían asegurado unos a otros que semejante cosa no podía suceder. ¡Y había sucedido! Pero seguramente el general detendría a los yanquis al lado opuesto del río. Aunque bien sabía Dios que el río estaba muy cerca. ¡Sólo a once kilómetros!

Entonces Sherman flanqueó de nuevo a los sudistas, vadeando el río aguas arriba, y las agotadas líneas grises hubieron de cruzar el agua amarillenta con toda celeridad, volviendo a colocarse entre los invasores y Atlanta y cavando trincheras apresuradamente al norte de la ciudad, en el valle de Peachtree Creek.

¡Luchar y retroceder, luchar y retroceder! Y cada retroceso acercaba más a los yanquis a la población. Peachtree Creek estaba sólo a ocho kilómetros. ¿En qué pensaba el general?

Los clamores de «¡Dadnos un hombre que resista y luche!» llegaron a Richmond. Richmond sabía que, si se perdía Atlanta, la guerra estaba perdida también, y, en cuanto el Ejército hubo cruzado el Chattahoochee, el general Johnston fue relevado del mando y sustituido por el general Hood, uno de los comandantes de cuerpo. Entonces la ciudad respiró un poco mejor. Hood no se retiraría. ¡No, no haría tal £Osa aquel gigantesco kentuckiano, de barba flotante y relampagueantes ojos, que tenía la reputación de un perro de presa! Sin duda lanzaría a los yanquis al otro lado del Peachtree Creek, les haría cruzar al otro lado del río y luego, paso a paso por el camino de retirada, los empujaría hasta Dalton. No obstante, el Ejército clamaba: «¡Devolvednos a Joe!» Porque ellos habían compartido con el viejo Joe el fatigoso repliegue de Dalton a Atlanta, y sabían bien las dificultades que el general había debido superar y que ignoraba la población civil.

Sherman no esperó que Hood se aprestase al ataque. El día siguiente al traspaso del mando, el general yanqui cayó rápidamente sobre la pequeña Villa de Decatur, nueve kilómetros más abajo de Atlanta, tomándola y cortando por allí la vía férrea que enlazaba Atlanta con Augusta, con Charleston, con Wilmington y con Virginia. Sherman había asestado a la Confederación un golpe certero. Había llegado el momento de actuar y Atlanta exigía acción a gritos.

Entonces, en una tarde de julio, de sofocante calor, Atlanta vio cumplido su deseo. Hood hizo algo más que resistir y luchar. Asaltó a los yanquis duramente en Peachtree Creek, lanzando a sus hombres desde las trincheras contra las líneas azules, aunque los soldados de Sherman que las guarnecían sumaban doble número que los confederados.

Acongojados, rogando a Dios que el ataque de Hood hiciese retroceder a los yanquis, todos los habitantes de Atlanta escuchaban el tronar del cañón y el crepitar de miles de fusiles que disparaban a ocho kilómetros del centro de la ciudad, sonando tan estrepitosamente como si el tiroteo se mantuviera en la esquina. Oían el fragor de las baterías, veían el humo detenerse sobre los árboles como flotantes nubes, pero pasaron horas sin que supiesen el resultado de la batalla.

Muy entrada la tarde comenzaron a llegar noticias —todas inciertas, contradictorias, amedrentadoras— que traían los heridos caídos al principio de la lucha. Aquellos hombres llegaban sofocándose, aislados o en grupos, y los de menos gravedad sostenían a los que cojeaban o se tambaleaban. Pronto hubo una verdadera corriente de heridos que caminaban penosamente a través de la ciudad hacia los hospitales, con los rostros oscurecidos, como de negros, por el polvo, el sudor y la pólvora, con las heridas sin vendar, sangrantes, rodeados por enjambres de moscas.

La casa de tía Pitty era una de las primeras de la ciudad que alcanzaban los que venían desde el norte, y, uno tras otro, se tambaleaban ante la verja, caían sobre la hierba y suplicaban:

—¡Agua!

Durante toda aquella ardiente tarde, tía Pittypat y los demás de la casa, blancos y negros, permanecieron al sol, con cubos de agua y vendas, dando agua y vendando heridas hasta que las hilas se acabaron y ya no quedaron ni sábanas ni toallas. La tía Pittypat, completamente olvidada de que no podía soportar la vista de la sangre sin desmayarse, trabajó hasta que sus menudos pies, calzados en zapatos no menos menudos, se hincharon y se negaron a sostenerla. Melanie, a pesar de lo adelantada que iba en su estado, prescindió de su pudor y trabajó al lado de Príssy, Cookie y Scarlett, con la faz tan tensa como las de los heridos. Cuando al fin se desmayó, no hubo sitio donde acomodarla, salvo en la mesa de la cocina, porque todos los lechos, divanes y asientos de la casa estaban llenos de heridos.

Olvidado en el tumulto, Wade, acurrucado entre los balaustres de la terraza, asustado, miraba el césped como un conejo enjaulado, dilatados los ojos por el terror, chupándose el dedo pulgar e hipando con desconsuelo. Scarlett le vio una vez y le gritó rudamente: —¡Vete a jugar en el patio de atrás, Wade Hampton! Pero él estaba demasiado aterrorizado y fascinado por el enloquecedor espectáculo que presenciaba para obedecer.

El césped estaba plagado de hombres rendidos, demasiado cansados para seguir adelante, demasiado débiles por sus heridas para moverse. Tío Peter los cargaba en el carruaje y los conducía al hospital, hasta que el viejo caballo estuvo literalmente cubierto de espuma. Las señoras Meade y Merriwether enviaron sus coches también, y éstos iban tan cargados que sus muelles crujían bajo el peso de los heridos. Más tarde, en el largo y ardiente crepúsculo, llegaron del campo de batalla las traqueteantes ambulancias y los furgones de intendencia, con los toldos sucios de barro, seguidos, camino abajo, por carros de labranza, carretas de bueyes y hasta vehículos particulares requisados por el Cuerpo de Sanidad. Pasaban ante la casa de Pittypat, oscilando en el desigual pavimento, atestados de heridos y moribundos, goteando sangre sobre el polvo rojizo. Al ver a las mujeres con cubos y vasijas, los carros se detenían y sonaba un coro trágico de gritos y murmullos: —¡Agua!

Scarlett sostenía las abatidas cabezas para que los secos labios pudiesen beber, y arrojaba cubos de agua sobre los cuerpos polvorientos y febriles y sobre las heridas abiertas a fin de que los desgraciados encontrasen algún alivio, siquiera momentáneo. Empinándose sobre los pies, tendía jarros de agua a los conductores de los vehículos y preguntaba a todos, sintiendo el corazón en la garganta:

—¿Qué noticias hay? ¿Qué noticias?

Todos contestaban igual.

—No sabemos nada. Aún no está nada resuelto. Es demasiado pronto para decir…

Cayó la noche, una noche bochornosa. No soplaba una ráfaga de aire y las antorchas de resina que sostenían los negros caldeaban aún más la atmósfera. El polvo cegaba la nariz de Scarlett y le resecaba los labios. Su vestido de algodón, tan limpio aquella mañana, tan oloroso a espliego, tan almidonado, estaba manchado de sangre, sudor y basura. A esto se refería Ashley cuando escribió que en la guerra no había gloria, sino suciedad y miseria.

El cansancio daba a toda la escena un aspecto irreal, de pesadilla. No, aquello no podía ser real. Y, si lo era, entonces el mundo se había vuelto loco. De otro modo, ¿por qué había de estar ella allí, en el tranquilo jardín de tía Pittypat, a la luz de las vacilantes antorchas, vertiendo agua sobre aquellos mozos moribundos, muchos de los cuales le habían hecho la corte y aun ahora, al verla, intentaban forzar una sonrisa? Entre los hombres que llegaban vacilantes, por aquel camino oscuro y polvoriento, había muchos a quienes ella conocía bien, y muchos de los que morían allí mismo, ante sus ojos, con los rostros cubiertos de mosquitos y otros insectos, eran hombres con quienes había reído y danzado, para quienes había cantado y tocado, con quienes había bromeado… y a los que incluso había amado un poquitín.

Encontró a Carey Ashburn bajo un montón de heridos, en una carreta de bueyes, vivo, pero con un balazo en la cabeza. No era posible sacarle sin molestar a otros seis heridos, así que dejó que lo llevaran al hospital. Más tarde supo que había muerto antes de que el doctor pudiese reconocerle y que había sido enterrado en un sitio cualquiera, no se sabía exactamente dónde. ¡Muchos hombres habían sido enterrados ya aquel mes en tumbas a flor de tierra, presurosamente cavadas en el cementerio de Oakland! Melanie sintió no haber podido cortar un mechón de los cabellos de Carey para enviarlo a su madre, en Alabama.

A medida que avanzaba la ardorosa noche, a todos les dolía más la cabeza y se les doblaban las rodillas de cansancio. Scarlett y tía Pittypat gritaban sin cesar a todos los hombres que llegaban:

—¿Qué noticias hay? ¿Qué noticias?

Y con el transcurso de las horas lograron respuesta, una respuesta que hizo que cada una de ellas viese palidecer mortalmente los rostros de las otras.

—Retrocedemos. Nos retiramos. Son millares y millares más que nosotros. Los yanquis han copado a la caballería cerca de Decatur. Tenemos que ir a reforzarlos. Todos nuestros hombres estarán en la ciudad dentro de poco, Scarlett y Pitty se asieron mutuamente, para sostenerse.

—¿Vienen… vienen los yanquis?

—Sí, señoras, vienen; pero no teman, señoras. No tomarán Atlanta. No, señoras: hay un millón de kilómetros de fortificaciones en torno a la ciudad. He oído al viejo Joe en persona decir: «Puedo sostener Atlanta indefinidamente.»

—Pero ya no tenemos al viejo Joe. Tenemos a…

—¡Chist, tonto! ¡Cállate! ¿Qué necesidad tienes de asustar a estas señoras? Los yanquis no tomarán nunca esta población, señoras.

—¿Por qué no se han ido ustedes a Macón o a otro sitio donde estuvieran más seguras? ¿No tienen parientes allí?

—Los yanquis no tomarán nunca Atlanta, pero no será nada agradable para las mujeres estar en la ciudad mientras ellos lo intenten. Porque aquí va a volar mucha bala suelta.

Al día siguiente, cálido y lluvioso, el ejército derrotado afluyó a Atlanta. Eran miles de hombres agotados por el hambre y la fatiga, aniquilados por setenta y seis días de batalla y retirada, con los caballos esqueléticos y rendidos, con los cañones y armones atalajados con cabos de cuerda y tiras de cuero viejo. Pero no entraban como un tropel desordenado y en derrota. Marchaban en buen orden, a pesar de sus harapos, con sus rojas y desgarradas banderas de combate ondeando bajo la lluvia. Habían aprendido a replegarse con el viejo Joe, quien había convertido la retirada en una hazaña estratégica igual al avance. Las hileras de hombres sucios y barbudos avanzaron por la calle Peachtree a los acordes de ¡Maryland, mi Maryland!, y toda la ciudad salió a saludarlos. Vencedores o derrotados, eran sus combatientes.

La milicia del Estado, que saliera tan poco tiempo atrás con sus resplandecientes uniformes nuevos, apenas se distinguía de las tropas veteranas, de tan sucios y andrajosos como iban sus hombres. En sus ojos brillaba una nueva mirada. Sus tres años de excusas, de explicaciones de por qué no iban al frente, habían quedado atrás desde que cambiaron la seguridad de la retaguardia por los peligros del combate. Muchos dejaron una vida regalada para sufrir una dura muerte. Eran veteranos ya, pese a su breve servicio, con una veteranía bien ganada. Buscaban entre la multitud los rostros amigos y los miraban, orgullosos, retadores. Ahora podían llevar la cabeza muy alta.

Los viejos y los muchachos de la Guardia Territorial desfilaron también. Los primeros, demasiado fatigados para seguir el compás de la marcha; los segundos, con caras de niños rendidos, precozmente enfrentados a problemas propios de adultos. Scarlett distinguió a Phil Meade y apenas lo reconoció, tan negra tenía la cara de pólvora y suciedad y tan transformada por el esfuerzo y la fatiga. El tío Henry cojeaba bajo la lluvia e iba sin sombrero, con la cabeza asomando por el agujero de una pieza de tela impermeable en que se envolvía. El abuelo Merriwether iba en un avantrén, con los pies desnudos protegidos por los harapos de una manta. Pero, por mucho que buscó, no vio rastro de John Wilkes.

En cambio, los veteranos de Johnston caminaban con el paso incansable y negligente que habían adquirido en tres años de lucha y aún les quedaba energía para sonreír y saludar a las muchachas bonitas y dirigir rudos sarcasmos a los hombres sin uniforme. Caminaban hacia las trincheras que rodeaban la ciudad, y que ya no eran zanjas sin profundidad, presurosamente cavadas, sino verdaderas fortificaciones, con parapetos que cubrían todo el cuerpo hasta el pecho con sacos de tierra y maderos puntiagudos. Kilómetro tras kilómetro, las trincheras rodeaban la ciudad, como rojas incisiones en la tierra, coronadas por rojizos baluartes, en espera de los hombres que debían llenarlas.

La muchedumbre aclamaba a las tropas como las hubiera aclamado en caso de triunfo. El temor invadía todos los corazones; pero ahora que ya había ocurrido lo peor, ahora que la guerra entraba por las puertas, un verdadero cambio se operó en la ciudad. Nada ya de pánico ni histerismo. Lo que el corazón temiera no se reflejaba en el rostro. Todos parecían alegres, aunque su alegría fuese forzada. Todos procuraban mostrar semblantes valerosos y confiados a las tropas. Todos repetían lo que dijera el viejo Joe poco antes de ser relevado del mando: «¡Puedo sostener Atlanta indefinidamente!»

Ahora que Hood se había retirado, muchos de la ciudad deseaban también, como los combatientes, que volviese el viejo Joe; pero no lo confesaban, limitándose a darse ánimos con las palabras de aquel general:

—¡Puedo sostener Atlanta indefinidamente!

La táctica prudente del general Johnston no era compartida por Hood, quien atacó en seguida a los yanquis por el este y por el oeste. Sherman rodeaba la ciudad tanteando, como el atleta que pretende cazar en una presa el cuerpo del antagonista, y Hood no esperó en sus trincheras el asalto del enemigo. Salió de ellas arrojadamente y cayó sobre los yanquis. En un intervalo de breves días se sucedieron las batallas de Atlanta y Erza Church, encuentros importantes en comparación con los cuales el combate de Peachtree Creek era una mera escaramuza. Pero los yanquis no retrocedían. Habían sufrido graves pérdidas, mas podían permitírselo impunemente. Sus baterías, sin cesar, diluviaban proyectiles sobre Atlanta, matando a la gente en sus casas, derrumbando los tejados de los edificios, abriendo profundos cráteres en las calks. Los ciudadanos se refugiaban lo mejor que podían en bodegas, en agujeros cavados en el suelo y en pequeños túneles excavados bajo los terraplenes del ferrocarril. Atlanta estaba sitiada.

Todo el tramo de ferrocarril de Atlanta a Tennessee se hallaba en manos de Sherman. Su ejército interceptaba el ferrocarril del este y había cortado el quef por el sudoeste, corría hacia Alabama. La única línea libre aún era la del sur, que conducía a Macón y a Savannah.

La ciudad estaba llena de soldados, pululante de heridos, obstruida por los refugiados, y aquella única vía era insuficiente para las urgentes necesidades de la población. No obstante, mientras se conservase una línea férrea, Atlanta podría resistir.

Scarlett quedo aterrada cuando advirtió la importancia adquirida por aquella línea, la dureza con que Sherman atacaría para cortarla y lo desesperadamente que Hood batallaría para defenderla. Y se aterró porque aquel ferrocarril conducía al condado, pasando por Jonesboro. ¡Y Jonesboro estaba sólo a ocho kilómetros de Tara! Y Tara, ahora, le parecía un apacible puerto de refugio en comparación con el ardiente infierno de Atlanta; pero Tara estaba sólo a ocho kilómetros de Jonesboro.

Scarlett y otras muchas señoras se instalaron en las azoteas, a la sombra de sus quitasoles, para presenciar la lucha, el día de la batalla de Atlanta. Pero, cuando empezaron a caer granadas en las calles por primera vez, todas se precipitaron a los sótanos. Aquella noche empezó el éxodo de mujeres, viejos y niños que huían de la ciudad y se dirigían a Macón. Muchos de los que huían lo hacían ya por quinta o sexta vez desde que Johnston inició su retirada desde Dalton. Viajaban, por supuesto, con menos equipaje que cuando llegaran a Atlanta. La mayoría no llevaba más que un saquito de viaje y una frugal merienda en un paquete. Aquí y allá, asustados sirvientes transportaban cubiertos y vasijas de plata y uno o dos retratos de familia que se habían quedado en las primeras fugas.

Las señoras Elsing y Merriwether rehusaron partir. Eran necesarias en el hospital y además, según afirmaban orgullosamente, no tenían miedo y ningún yanqui podría hacerlas salir de sus casas. No obstante, Maybelle y su hijo, así como Fanny Elsing, se fueron a Macón. La señora Meade, desobedeciendo a su marido por primera vez en su vida, se negó abiertamente a cumplir su orden de que tomase el tren y se pusiera a salvo. El doctor la necesitaba, según ella… Además, Phil estaba en las trincheras, y ella quería hallarse cerca de él, en el caso… En cambio, se fueron la señora Whiting y muchas otras mujeres del círculo de Scarlett. Tía Pitty, la primera en acusar a Johnston por su sistema de retiradas, fue la primera en hacer el equipaje para retirarse a su vez. Afirmaba que tenía los nervios delicados y que no podía soportar fragores. Temía desmayarse al oír una explosión y no poder luego alcanzar el sótano. No era que tuviese miedo, decía tratando de dar inútilmente a su boca infantil una expresión marcial. Iría a Macón, con su prima, la anciana señora Burr. Y las muchachas debían acompañarla.

Scarlett no tenía ganas de ir a Macón. Por mucho que le espantasen las granadas, prefería quedarse en Atlanta antes que ir a Macón con la anciana Burr, a quien detestaba. Años antes, la Burr había dicho de Scarlett que era una desvergonzada al sorprenderla besándose con su hijo Willie en una reunión en casa de Wilkes. De modo que la joven contestó a tía Pitty que ella se iría a Tara y que Melanie podía acompañar a la tía.

Entonces Melanie comenzó a llorar desgarradoramente. Mientras Pittypat, asustada, corría a llamar al doctor Meade, Melanie cogió las manos de Scarlett, rogándole:

—¡No, querida; no puedes irte a Tara y dejarme! ¡Estaría tan sola sin ti! ¡Me moriría si no estuvieses conmigo cuando nazca el niño! Ya… ya sé que tengo a tía Pitty y que es muy buena… Pero nunca ha visto nacer a un niño y además a veces me hace poner tan nerviosa que me falta poco para llorar… No me abandones, querida. Has sido siempre una hermana para mí, y además —y sonrió débilmente— has prometido a Ashley atenderme. Me dijo que iba a pedírtelo…

Scarlett miraba a Melanie con asombro. ¿Cómo podía aquella mujer quererla tanto cuando a ella le costaba tanto trabajo disimular la aversión que le producía? ¿Cómo podía Melanie ser tan estúpida que no adivinase el secreto de su amor por Ashley? Scarlett se había traicionado más de cien veces en aquellos meses de tormento en que esperaban noticias de él. Pero Melanie no veía nada, ni podía ver nada sino bondad en aquellos a quienes quería… Sí; Scarlett había prometido a Ashley atender a Melanie. ¡Oh, Ashley, Ashley! ¡Ashley, que debía de haber muerto hacía muchos meses! Y, ahora, lo que le había prometido surgía y la ligaba.

—Está bien —dijo secamente—. Le he prometido eso, en efecto, y yo no me vuelvo atrás de lo que prometo. Pero no quiero ir a Macón con esa vieja bruja de la Burr. ¡Tendría que sacarle los ojos a los cinco minutos! Iré a Tara y tú puedes venir conmigo. Mamá se alegrará de que me acompañes.

—Sí; eso me agrada. ¡Tu madre es tan buena! Pero la tía se moriría si no estuviese a mi lado al nacer el niño y sé que no quiere ir a Tara, que está demasiado cerca del campo de batalla. Y la tía quiere hallarse en terreno seguro.

El doctor Meade, que llegó jadeante, esperando encontrarse en presencia de un parto prematuro, a juzgar por la alarmante llamada de tía Pitty, se indignó y no se molestó en ocultarlo. Y, al enterarse de la causa del sobresalto, se expresó en términos que sentenciaban el asunto sin dejar lugar a dudas.

—Está absolutamente fuera de lo posible el que vaya usted a Macón, Melanie. No respondo de usted si se mueve. Los trenes van cargados y no tienen horario fijo, y los pasajeros corren el riesgo de que les hagan apearse en pleno camino si hacen falta los convoyes para trasladar tropas, heridos o pertrechos. Y en las condiciones de usted… —¡Pero sí podría ir a Tara, con Scarlett!

—Ya le he dicho que no puede moverse. El tren de Tara es el tren de Macón, y las condiciones, las mismas. Además, nadie sabe dónde están los yanquis ahora, y pueden estar en todas partes. El tren puede ser capturado. Y, aun suponiendo que llegase bien a Jonesboro, quedan ocho kilómetros de mal camino a Tara. No es viaje para una mujer en circunstancias tan delicadas. Finalmente, en todo el condado no hay un médico desde que el doctor Fontaine se unió al ejército… —Pero hay comadronas.

—Hablo de un doctor —repuso él bruscamente, mientras sus ojos examinaban la débil figurita—. No debe usted moverse. Sería peligroso. No le gustaría dar a luz en el tren o en un coche, ¿verdad?

Aquella franqueza profesional redujo a las mujeres a un ruborizado silencio.

—Debe usted quedarse aquí, para que yo pueda atenderla. Y además debe meterse en cama. No ande corriendo escaleras arriba y abajo para ir a los sótanos. No lo haga aunque entren los proyectiles por la ventana. Al fin y al cabo, el peligro no es mucho. Haremos retroceder muy pronto a los yanquis. ¡Los derrotaremos! Ahora, señorita Pitty, hará usted bien en marchar a Macón y dejar aquí a las jóvenes.

—¿Sin una mujer de edad que las acompañe? —exclamó Pitty, espantada.

—Son casadas… y una, viuda —respondió rudamente el doctor—. Y mi mujer está dos casas más allá. Además, no van a recibir hombres, ahora que Melanie está en ese estado. ¡Dios mío, señorita Pitty! Estamos en tiempo de guerra y no podemos pensar tanto en las apariencias. Lo importante es pensar en Melanie.

Salió del cuarto y esperó en la terraza que Scarlett se le reuniese.

—Le hablaré francamente, Scarlett —empezó, acariciándose la barba gris—. Usted me parece una muchacha de sentido común, así que evíteme rubores tontos. No quisiera volver a oír hablar de que IVÍelanie pretende irse de Atlanta. Dudo de que pudiera resistir el viaje. Aun en el caso mejor, va a pasar un mal rato. Es muy estrecha de caderas y probablemente se necesitará emplear fórceps. No quiero, por lo tanto, que caiga en manos de cualquier ignorante comadrona negra. Mujeres como ella no debieran tener hijos nunca; pero… De todos modos, haga el equipaje de su tía y envíela a Macón. Está tan asustada, que no hará más que sobresaltar a Melanie, y esto no puede convenir a la pobre muchacha. Y ahora —agregó, dirigiéndole una mirada penetrante— tampoco quiero oír hablar de que se va usted a su casa. Tiene usted que estar con Melanie hasta que nazca el niño. No siente usted miedo, ¿verdad?

—¡Oh, no! —mintió Scarlett, valerosamente.

—Es usted una chica valiente. Mi mujer las acompañará siempre que lo necesiten y además les enviará nuestra vieja Betsy para que les cocine, si su tía quiere llevarse consigo a los sirvientes. Esto no durará mucho. El niño debe nacer dentro de cinco semanas; pero con los primeros partos nunca se puede decir nada seguro, y más con todo este cañoneo alrededor. Puede llegar cualquier día.

En consecuencia, tía Pittypat partió para Macón hecha un mar de lágrimas, llevándose a tío Peter y a Cookie. Donó al hospital, antes de irse, el coche y el caballo, en un arranque de patriotismo del que se arrepintió inmediatamente y que le costó más lágrimas aún. Scarlett y Melanie quedaron solas con Wade y Prissy en una casa ahora mucho más tranquila, pese a que el cañoneo continuaba.