15

El ejército, rechazado en Virginia, se retiró a los cuarteles de invierno en el Rapidan; un ejército cansado y desmoralizado después de la derrota de Gettysburg. Como la Navidad se aproximaba, Ashley vino a casa con permiso. Scarlett, que lo veía por primera vez después de dos años, se asustó de la violencia de sus propios sentimientos. Dos años atrás, cuando en el saloncito de Doce Robles Scarlett presenció la ceremonia que le convertía en esposo de Melanie, creyó que no podría amarlo nunca con más intensidad; pero ahora se daba cuenta de que los sentimientos de aquella tarde lejana se parecían a los de una niña a la que le quitan un juguete, mientras que actualmente su emoción estaba agudizada por el mucho pensar y soñar y por el silencio que había tenido que imponerse.

Este Ashley Wilkes, con su uniforme descolorido, con los cabellos rubios tostados por el sol de los veranos, era muy diferente del jovencito distraído y soñador que ella había amado desesperadamente antes de la guerra. Estaba flaco y bronceado, mientras que antes era blanco de carnes y esbelto; los largos bigotes rubios que le caían sobre la boca eran la última pincelada necesaria para componer el retrato de un perfecto soldado.

Se mantenía militarmente erguido en su uniforme, con la pistola en su funda y la vaina del sable curvo golpeando gallardamente las botas altas con espuelas mates: era el comandante Ashley Wilkes C. S. A. (Confedérate States of America). En él se descubría ahora la costumbre del mando y un aire de autoridad y de seguridad en sí mismo. A los lados de su boca empezaban a dibujarse algunas arrugas. Había un no sé qué de extraño en el porte resuelto de sus hombros y en el frío brillo de sus ojos.

Mientras en otro tiempo parecía perezoso e indolente, ahora era ágil como un gato, con la continua tensión de quien tiene los nervios siempre tirantes como cuerda de violin. Sus ojos tenían una expresión de cansancio, y su piel, quemada por el sol, estaba demacrada y adherida sobre los huesos de la cara. Era siempre su guapo Ashley, pero tan diferente…

Scarlett había proyectado pasar las Navidades en Tara; pero, después del telegrama de Ashley, ninguna fuerza del mundo, ni siquiera una orden de Ellen, habría podido arrancarla de Atlanta. Si Ashley hubiera pensado ir a Doce Robles, ella se habría apresurado a correr a Tara para estar a su lado; pero él escribió a los suyos que se reuniesen con él en Atlanta; y el señor Wilkes, con India y Honey, habían llegado ya. ¿Ir a Tara y privarse de verlo después de dos años? ¿Privarse del sonido de su voz, privarse de leer en sus ojos que él no la había olvidado? ¡Nunca! ¡Por nada del mundo!

Ashley llegó cuatro días antes de Navidad, con un grupo de jóvenes de la comarca, también de permiso; un grupo dolorosamente disminuido después de lo de Gettysburg. Entre ellos estaba Cade Calven, un Cade desconocido que tosía continuamente; dos de los Munroe, excitadísimos porque aquél era su primer permiso desde el 1861, y Alex y Tony Fontaine, los dos magníficamente embriagados, impetuosos e insultantes. El grupo fue llevado por Ashley a casa de la tía Pittypat.

—Como si no bastase lo que han peleado en Virginia —observó amargamente Calvert, mirándolos cómo disputaban ya, como dos gallitos, sobre quién había de ser el primero en besar a tía Pittypat, conmovida y lisonjeada—. Pero si no han hecho otra cosa que beber y preguntar que cuándo llegábamos a Richmond. Se han pasado varios meses arrestados y habrían pasado también las Navidades en la prisión si no hubiera intervenido Ashley.

Pero Scarlett ni siquiera lo escuchaba, sintiéndose demasiado feliz sólo por hallarse en la misma habitación donde se encontraba Ashley. ¿Cómo podía haber pensado durante aquellos dos años que otros hombres eran guapos y simpáticos? ¿Cómo había soportado que le hicieran la corte si estaba Ashley en el mundo? Helo ahí nuevamente en casa, separado de ella sólo por unos centímetros. Scarlett necesitaba todas sus fuerzas para no derramar lágrimas de felicidad cada vez que lo miraba, sentado en el diván con Melanie a un lado, India al otro y Honey apoyada en el respaldo. ¡Si tuviese ella también el derecho de sentarse a su lado y cogerle del brazo! Si pudiese, al menos, acariciarle a cada momento la manga para estar bien segura de su presencia…, o cogerle una mano entre las suyas o utilizar su pañuelo para enjugar sus propias lágrimas de alegría. Melanie hacía todas estas cosas sin avergonzarse. Demasiado feliz para mostrarse, tímida y reservada, permanecía agarrada al brazo de su marido, adorándole con la sonrisa, con las lágrimas. Y Scarlett era demasiado dichosa para estar celosa.

De vez en cuando se pasaba la mano por la mejilla que él le había besado y volvía a sentir la emoción de aquel momento. Ashley, desde luego, no la había saludado en seguida. Melanie se echó en sus brazos, gritando incoherentemente, estrechándole como si no quisiera separarse más de él. Y después, India y Honey le abrazaron, arrancándoselo dulcemente a su mujer. Entonces Ashley abrazó a su padre; un abrazo digno, que demostraba la serenidad del profundo sentimiento que le profesaba. Después, a tía Pittypat, que iba de acá para allá completamente excitada. Y finalmente se volvió hacia Scarlett, que estaba rodeada por los jóvenes que reclamaban un beso, y exclamó:

—¡Oh, Scarlett! ¡Tú siempre tan encantadora! —Y la besó en la mejilla.

Aquel beso hizo olvidar a Scarlett todas las frases de bienvenida que había pensado decirle. Después de muchas horas, recordó que no la había besado en los labios. Entonces pensó cómo habría sido su encuentro si hubiesen estado solos. El habría inclinado su alta estatura y ella se habría alzado sobre la punta de los pies para sentirse abrazada largo tiempo. Estos pensamientos la hacían sumamente feliz y se convencía de que esto podría ocurrir. Había tiempo para todo: ¡una semana entera! Sin duda, ella conseguiría encontrarse a solas con él y le diría: «¿Te acuerdas de nuestras cabalgatas por los senderos solitarios? ¿Te acuerdas de cómo brillaba la luna aquella noche que te sentaste en la escalinata de Tara y recitaste una poesía? (¡Dios mío! ¿Qué poesía era?) ¿Te acuerdas de aquel día que me hice daño en el tobillo y me llevaste a Tara en brazos?»

¡Cuántas cosas podría decir a Ashley empezando por las palabras «te acuerdas»! ¡Tantos episodios que los transportarían a los bellos días en que iban de gira por la comarca como muchachos despreocupados; la época en que Melanie Hamilton aún no había entrado en escena! Y quizás ella leería en sus ojos una rápida emoción que la haría comprender que, no obstante el afecto conyugal por Melanie, él aún la quería como aquel día del banquete, cuando la verdad le brotó de la boca a pesar suyo. No se paraba a pensar en lo que haría si Ashley le revelase su amor con palabras inequívocas… Le bastaría saber que aún la quería… No le importaba que de momento Melanie lo acariciara; ella sabría esperar. Después de todo, ¿qué sabía de amor aquella candida criatura?

—Amor mío, pareces un pordiosero —dijo Melanie, calmada ya la primera excitación—. ¿Quién te ha remendado el uniforme y por qué le han puesto piezas de otro color?

—No se trataba de ser elegante —respondió Ashley—. Compara mi traje con el de los demás y sabrás apreciar lo acertado de estos remiendos. Ha sido Mose quien los ha hecho, y piensa que antes de la guerra jamás tuvo una aguja en la mano. En cuanto a los parches de color azul…, es preciso escoger entre tener agujeros o taparlos con pedazos de uniformes de prisioneros yanquis… No se podía hacer otra cosa. Y respecto a lo de parecer un mendigo, da gracias a Dios de que tu marido no haya vuelto descalzo. La semana pasada tuve que decir adiós a mis botas, y habría vuelto con los pies liados en trapos si no hubiese tenido la suerte de dar caza a dos «exploradores» yanquis. Las botas de uno de ellos me sentaban de maravilla.

Extendió las piernas para hacer admirar el calzado.

—Por el contrario, a mí no me están bien las del otro —dijo Calvert—. ¡Son demasiado pequeñas; me están haciendo sufrir un martirio! ¡Pero gracias a ellas llegaré a casa con perfecta elegancia!

—Y este egoistazo no ha querido dárnoslas a uno de nosotros —dijo Tony—. ¡Con lo bien que hubieran sentado a nuestros aristocráticos pies! Me avergüenzo de presentarme ante mamá con estos zapatos viejos. ¡Antes de la guerra, ella no hubiera permitido ni a uno de nuestros esclavos que los llevase!

—No te preocupes —exclamó Alex mirando las botas de Cade—. Se las quitaremos cuando estemos en el tren. Por mamá, no me importa, pero… ¡no quiero que Dimity Munroe me vea con los dedos fuera!

—¡Vamos, son mías! —replicó Tony, refunfuñándole a su hermano—. He sido yo el primero en reclamarlas.

Pero Melanie, previendo una de las famosas peleas de los Fontaine, intervino para poner paz.

—Yo tenía una magnífica barba —dijo Ashley—. Una de las más bellas del ejército. Apuesto a que ni Jeb Stuart, ni Nathan Forrest las tuvieron nunca parecidas. Cuando llegamos a Richmond, estos dos canallas —e indicó a los Fontaine— decidieron que, como ellos se afeitaban, yo debía hacer otro tanto. Me arrojaron al suelo y me afeitaron a la fuerza, y es cosa de milagro que no se me llevaran la cabeza junto con las barbas. Únicamente, gracias a la intervención de Evan y de Cade, pude salvar el bigote.

—¡No le haga usted caso, señora Wilkes! Debiera estarnos agradecido. Si no lo hubiésemos hecho, usted no le habría reconocido ni dejado entrar —dijo Alex—. Lo hicimos para demostrarle nuestro agradecimiento por haber impedido a los gendarmes que nos metieran en la cárcel. En cuanto a ti —añadió, dirigiéndose a Ashley—, una palabra más y te quitamos el bigote sin más cumplidos.

—¡Oh, no, gracias! —se apresuró a decir Melanie, cogiéndose con espanto del brazo de Ashley, pues los dos hombrecitos de tostada piel parecían muy capaces de realizar cualquier violencia—. Yo lo encuentro muy bien tal como está.

—Cosas del amor —afirmaron los Fontaine meneando la cabeza.

Cuando Ashley salió a la calle para acompañar a los dos jóvenes a la estación en el coche de tía Pittypat, Melanie tomó del brazo a Scarlett.

—Su uniforme está en un estado deplorable, ¿no es verdad? ¿No crees que mi casaca será para él una sorpresa? ¡Oh, si por lo menos yo tuviera bastante paño para hacerle unos pantalones!

La casaca destinada a Ashley era un tema doloroso para Scarlett, ya que hubiera deseado ser ella misma y no Melanie quien le hiciese este regalo de Navidad. El paño de lana gris para uniformes había llegado a ser literalmente más caro que los rubíes, y Ashley, como todos sus camaradas, vestía una grosera tela doméstica. Incluso esta clase de tela no era corriente y muchos soldados vestían uniformes yanquis teñidos con pulpa de nogal. Pero Melanie había tenido la suerte de obtener una pieza de paño gris suficiente para cortar una casaca… más bien cortita, pero al fin una casaca. Había cuidado en el hospital a un mozo de Charleston y cuando éste murió ella envió a su madre un mechón de su cabellos acompañado del pobre contenido de sus bolsillos y de un emocionante relato de sus últimas horas, si bien se abstuvo, como es natural, de narrar los sufrimientos que el pobre muchacho había soportado. Se había establecido así una correspondencia entre ambas mujeres, y, sabiendo que Melanie tenía el marido en el frente, la madre del mozo le envió el paño gris y los botones de latón que había adquirido para su hijo. Era una tela magnífica, gruesa y de abrigo; seguramente procedía del bloqueo y era indudablemente muy costosa. Melanie había confiado su confección a un sastre, a quien atosigaba sin tregua a fin de que la casaca estuviera lista para la mañana de Navidad. Scarlett hubiera dado cualquier cosa por completar el uniforme, pero le era completamente imposible proporcionarse en Atlanta el tejido necesario.

Scarlett también había preparado para Ashley un regalo de Navidad; por desgracia era muy insignificante al lado de la espléndida casaca gris de Melanie. Era un pequeño costurero de franela que contenía el precioso paquete de agujas que Rhett le trajera de Nassau, tres pañuelos de batista del mismo origen, dos carretes de hilo y un par de tijeritas. Pero ella anhelaba ofrecerle algo más personal, algo que una esposa hubiese podido ofrecer a su marido, por ejemplo, una camisa, un par de guantes o un sombrero. Sí, a cualquier precio, un sombrero. Este pequeño quepis de Ashley era ridículo. Scarlett había detestado siempre esos quepis. Nada le importaba que Stonewall Jackson los prefiriese a los fieltros. No por ello eran más bonitos. Desgraciadamente, los únicos sombreros que era posible procurarse en Atlanta eran de lana, toscamente elaborados y aún más feos que los quepis de campaña.

Este problema del sombrero llevó a Scarlett a pensar en Rhett Butler. Éste tenía anchos panamàs para el verano, chisteras para las ceremonias, sombreros de caza, fieltros marrón, negros o azules. ¿Para qué necesitaba tantos sombreros, cuando su Ashley adorado tenía que cabalgar bajo la lluvia, calado y chorreando?

«Yo me las compondré para que Rhett me dé su sombrero nuevo de fieltro negro. Lo ribetearé con una cinta gris y le coseré encima las insignias de Ashley. Será maravilloso.»

Se calmó y reflexionó en seguida que le sería difícil obtener el sombrero sin dar una explicación. No obstante, ella no podía decirle a Rhett que quería su sombrero para dárselo a Ashley. Era indudable que él la contemplaría alzando las cejas con aquel gesto odioso que adoptaba cada vez que Scarlett pronunciaba el nombre de Ashley, y al fin rehusaría entregárselo. ¡Tanto peor! Inventaría una historia emocionante de un soldado del hospital que necesitaba un sombrero, y Rhett no sabría nunca la verdad.

Toda aquella tarde procuró encontrarse a solas con Ashley, aunque fuera sólo unos instantes, pero Melanie no lo dejó ni un momento e India y Honey lo seguían a través de la casa con sus ojos claros y sin pestañas. El mismo John Wilkes, visiblemente orgulloso de su hijo, no pudo, con todo, tener con él una breve sentada.

Lo mismo sucedió a la hora de la cena, cuando todos lo asediaron a preguntas sobre la guerra. ¡La guerra! ¿Quién se preocupaba de la guerra?

Scarlett se imaginaba que el mismo Ashley no tenía extraordinario interés en abordar este tema. Y, en efecto, aunque Ashley no cesó de hablar, rió a menudo y llevó la conversación con mayor brío que nunca, dijo pocas cosas de importancia. Contó anécdotas divertidas, bromas de soldado, describió humorísticamente las trapacerías con que se entretenían sus camaradas, evitó referirse a los duros sufrimientos debidos al hambre y a las interminables marchas bajo la lluvia, y trazó un detallado retrato del general Lee durante la retirada de Gettysburg mientras gritaba a sus soldados: «Caballeros, ¿forman ustedes parte de las tropas de Georgia? Pues bien, no podemos prescindir de ustedes los georgianos.»

A Scarlett le pareció que él hablaba febrilmente para impedir que le volviesen a hacer preguntas que no quería contestar. Vio cómo bajaba los ojos ante la larga mirada turbada de su padre; y, entonces, un poco perpleja, se preguntó qué podía esconderse en el corazón de Ashley. Pero este pensamiento desapareció en seguida, porque en su mente no cabía otra cosa más que un sentimiento de delirante felicidad y un ferviente anhelo de estar a solas con él.

Aquellas felicidad duró hasta que empezaron a bostezar todos los que estaban alrededor de la chimenea, y el señor Wilkes y sus hijas se dispusieron a marcharse al hotel. Entonces, cuando Ashley, Melanie, Pittypat y Scarlett subieron las escaleras mientras tío Peter los alumbraba, una fría punzada le atravesó a esta última el corazón. Hasta aquel momento Ashley había sido suyo, sólo suyo, aunque en toda la tarde no había podido cambiar una sola palabra con él. Pero ahora, al dar las buenas noches, vio que las mejillas de Melanie se volvían de púrpura y que la joven temblaba. Vio también que su expresión era tímida pero feliz y que, cuando Ashley abrió la puerta de su dormitorio, ella entró sin levantar los ojos. Ashley dijo «Buenas noches» bruscamente y cerró la puerta sin mirar a Scarlett.

Ésta permaneció con la boca abierta, repentinamente desconsolada. Él era de Melanie. Y, mientras Melanie viviese, ésta podía entrar en el dormitorio con su marido y cerrar la puerta… dejando fuera al resto del mundo.

Ashley estaba a punto de irse; volvía a Virginia, volvía a las largas marchas bajo la lluvia, a las acampadas sin alimentos en la nieve, a las incomodidades y a los riesgos en los que tenía que exponer su cabeza rubia y su cuerpo arrogante, con el peligro de ser abatido de un momento a otro como una hormiga bajo un pie descuidado. La semana, con su agitación febril y luminosa, había transcurrido.

Fueron ocho días veloces como un sueño, un sueño fragante de perfume de ramas de pino y de árboles de Navidad, brillantes de velas y de adornos relucientes; un sueño en el que los minutos huían rápidos como los latidos del corazón. Una semana afanosa que Scarlett había tratado, con una mezcla de dolor y alegría, de proveer de pequeños incidentes que recordar después de su partida; acontecimientos que ella repasaría después con toda calma y que le aportarían leves consuelos: bailar, cantar, reír, correr a buscar lo que Ashley deseaba, sonreír cuando él sonreía, callar cuando él hablaba, seguirle con los ojos en cada gesto, espiar cada movimiento de sus cejas y de su boca… Todo esto quedaba impreso indeleblemente en su imaginación; porque una semana pasa pronto y la guerra continúa siempre…

Estaba sentada en el diván del saloncito, sosteniendo en su regazo el regalo de despedida, esperando a que él hubiese dicho adiós a Melanie y rogando a Dios que bajase solo, que el cielo le concediese estar algún minuto con él.

Tenía el oído atento, escuchando los ruidos del piso superior, pero la casa estaba extrañamente silenciosa y hasta su respiración le parecía demasiado perceptible. Tía Pittypat lloraba entre las almohadas, en su habitación. Del dormitorio de Melanie no llegaban murmullo de voces ni sonido de llanto. A Scarlett le parecía que Ashley llevaba allí dentro un siglo; calculó amargamente que el joven comandante prolongaba la despedida de su mujer. Los momentos pasaban y quedaba muy poco tiempo.

Recordó todo lo que hubiera querido decirle durante aquella semana. Pero no había tenido la oportunidad de decírselo; y ahora pensaba que quizá no la tendría tampoco.

¡Tantas cosas, y ya no había tiempo! También los pocos minutos que restaban le serían robados por Melanie, si ésta acompañaba a su marido abajo y después a la cancela. ¿Por qué no había conseguido hablarle en toda la semana? Melanie estaba siempre junto a él, como adorándole; después los vecinos, amigos y parientes, desde la mañana a la noche. Luego, la puerta del dormitorio se cerraba y él quedaba solo con Melanie. Ni una vez su mirada dijo a Scarlett algo que fuera más allá de un afecto fraterno. Y ella no podía dejarlo partir sin saber si la amaba aún. En este caso, si él muriese, le quedaría el secreto de su amor hasta el final de sus días. Después de una eternidad, oyó el crujir de sus botas y luego la puerta que se abría y se volvía a cerrar. Le oyó bajar. ¡Solo! ¡Dios fuera alabado!

Ashley bajó lentamente haciendo tintinear las espuelas; el sable le golpeaba en las polainas a cada escalón. Al entrar en el saloncito, tenía los ojos tristes y el rostro pálido, como si su sangre hubiese afluido a una herida interna. Ella se levantó al verle, y pensó con orgullo de propietaria que era el soldado más apuesto que pudiera ver. El cinturón y las botas estaban lustrosos; las espuelas plateadas y la vaina del sable brillaban después de la laboriosa limpieza realizada por Peter. El uniforme nuevo, regalo de Melanie, no le caía a la perfección, porque su confección fue hecha con muchas prisas; pero, aunque hubiese llevado una armadura, Ashley no le hubiera parecido a Scarlett un caballero tan legendario como le parecía ahora.

—Ashley —empezó ella bruscamente—, ¿puedo acompañarte al tren?

—No, te lo ruego. Allí estarán papá y mis hermanas. Prefiero despedirme aquí mejor que en la estación.

Scarlett renunció inmediatamente a su proyecto. La presencia de India y Honey, que sentían tanta antipatía por ella, habría hecho imposible cruzar una sola palabra con él.

—Entonces no voy —añadió en seguida—. Mira, Ashley, tengo un regalito para ti.

Un poco intimidada, ahora que había llegado el momento de dárselo, abrió el paquetíto. Era una larga faja amarilla de seda china con un fleco. Rhett Butler le había traído de La Habana un chai amarillo, con alegres bordados de flores y pajaritos en tonos azules y rojos. Durante una semana, ella había deshecho pacientemente el bordado y había cortado una tira para hacer la faja.

—¡Qué bonita es, Scarlett! ¿La has hecho tú? Entonces la aprecio mucho más. Pónmela. ¡Mis camaradas palidecerán de envidia cuando me vean en toda la gloria de mi uniforme nuevo con esta faja!

Ella se la ciñó alrededor de su fina cintura y anudó las dos extremidades en un lazo. Melanie le había regalado el traje nuevo; pero esta faja era su regalo, el secreto galardón que él llevaría a la batalla, algo que le obligaría a acordarse de ella cada vez que lo viese. Dio un paso atrás y lo miró con orgullo, pensando que ni el general Stuart[12] con su faja ondeante y la pluma en el sombrero era tan apuesto como su caballero.

—Es preciosa —repitió Ashley, jugueteando con el fleco—. Pero sé que para hacerla has tenido que cortar un vestido o un chai. No debías haberlo hecho, Scarlett. Es demasiado difícil, en estos tiempos, tener cosas bellas.

—¡Oh, Ashley, yo…!

Iba a decir: «hubiera cortado mi corazón para dártelo»; pero, en lugar de ello, terminó la frase así: —Haría cualquier cosa por ti.

—¿De veras? —Y, al decir esto, los ojos de él se iluminaron—. Entonces hay una cosa que puedes hacer por mí, Scarlett, y que me permitirá sentirme más tranquilo cuando esté lejos.

—¿Qué es? —preguntó ella feliz, dispuesta a prometer prodigios. —Scarlett, ¿quieres cuidar de Melanie por mí? —¿Cuidar de Melanie?

Sintió llenársele el ánimo de amarga desilusión. Ésta era, pues, su última petición, ¡cuando ella estaba pronta a prometer algo espectacular, grandioso! Fue presa de la ira. Aquel momento era su momento con Ashley, suyo sólo. Y he aquí que, aunque Melanie estuviese ausente, su sombra pálida permanecía entre ellos. ¿Por qué nombrarla en aquel momento de su despedida? ¿Cómo podía pedirle aquello en semejante momento?

Él no observó la desilusión expresada en el rostro de la joven. Como en otro tiempo, sus ojos miraban a través de ella, más allá, hacia otra cosa, como si no la viese.

—Sí, cuídate de ella, presta atención a lo que haga. Es delicada y no se da cuenta. Se destroza cosiendo y haciendo de enfermera. ¡Es tan buena y tan tímida! Con excepción de tía Pitty, tío Henry y tú, no tiene parientes cercanos; sólo los Burr, de Macón, que son primos suyos en tercer grado. Tía Pitty es como una niña, ya lo sabes; Melanie te quiere mucho, y no porque seas la mujer de Charles, sino porque… sí, porque eres tú. Ella te quiere como a una hermana. Scarlett, es un tormento para mí pensar que, si yo muriese, Melanie no tendría a nadie a quien acudir. ¿Me prometes…?

Ella no oyó su ruego, aterrorizada como estaba por las palabras «si yo muriese…». Había leído todos los días las listas de los muertos y de los heridos, con el corazón oprimido, porque sabía que, si a Ashley le ocurriese algo, el mundo se habría acabado para ella. Pero siempre había tenido el presentimiento de que, aunque el ejército confederado fuese destrozado, Ashley se salvaría. Y ahora…, ahora sentía que el corazón le latía violentamente y se sentía presa de un terror supersticioso que no conseguía vencer con razonamientos. Como buena irlandesa, creía en la intuición, especialmente cuando se trataba de la muerte, y vio en los ojos grises de Ashley una tristeza infinita, que interpretó como la de un hombre que siente en su espalda el contacto de la mano helada y oye el gemido del hada Banshee[13].

—¡No debes decir eso! ¡Ni siquiera pensarlo! ¡Trae desgracia hablar de la muerte! ¡Di una oración, pronto!

—Dila tú por mí y agrégale algo más —respondió él, sonriendo ante el terror que había en la voz de ella.

Pero Scarlett no pudo replicar: ante sus ojos pasaban los cuadros más espantosos: Ashley muerto en las nieves de Virginia, lejos de ella. El continuó hablando y en su voz había una melancolía y una resignación que aumentaron el terror y la desilusión de la joven.

—No sé qué será de mí, Scarlett, o de nosotros. Pero cuando llegue el final, yo estaré muy lejos de aquí, aunque esté vivo, y no podré cuidar de Melanie.

—¿El… el final?

—El final de la guerra y el final del mundo.

—Pero ¿no pensarás, Ashley, que los yanquis vayan a derrotarnos? En estas semanas no has hablado de otra cosa más que de la fuerza y la habilidad del general Lee…

—He mentido como todos los que venimos con permiso. ¿Para qué asustar a Melanie y a tía Pitty sin necesidad? Sí, Scarlett, creo que los yanquis nos vencerán. Gettysburg ha sido el principio del fin. Muchos lo ignoran… ¡Pero son tantos los hombres descalzos, Scarlett; hay tanta nieve ahora en Virginia! Y cuando veo aquellos pies congelados envueltos en viejos trapos o en pedazos de saco, y veo las huellas ensangrentadas que dejan en la nieve… y sé que yo tengo botas…, me parece que debería tirarlas y andar también descalzo.

—¡Oh, Ashley, prométeme que no las tirarás!

—Cuando veo estas cosas… veo el final de todo. ¡Los yanquis están reclutando soldados en Europa a millares! La mayor parte de los prisioneros que hemos cogido últimamente no saben ni una palabra de inglés. Son alemanes, polacos o irlandeses. Cuando nosotros perdemos un hombre, no se puede sustituir. Y, cuando nuestras botas se gastan, ya no hay otras. Estamos atrapados, Scarlett. Y no podemos luchar contra todo el mundo.

Ella pensó: «¡Que se hunda la Confederación o que termine el mundo pero que tú no mueras! ¡No podría vivir si murieses!»

—Espero que no repetirás lo que te he dicho, Scarlett. No quiero alarmar a los demás. No hubiera querido tampoco asustarte, pero he tenido que explicarte por qué te pedía que cuidases de Melanie. Ella es débil, mientras que tú eres fuerte, Scarlett. Sería un gran consuelo para mí pensar que, si alguna cosa me sucediera, vosotras dos estaríais juntas. ¿Me lo prometes?

—¡Oh, sí! —exclamó, porque en aquel momento, viendo la muerte junto a él, habría prometido cualquier cosa—. ¡Ashley, Ashley, no puedo dejarte marchar! ¡No puedo tener tanto valor!

—Debes tenerlo —replicó él; y su voz cambió. Era más sonora, más profunda, y sus palabras salían rápidas de su garganta—. Debes ser valiente. De otro modo, ¿cómo podría yo resistir…?

Los ojos de él buscaron su rostro y ella creyó comprender que su separación le partía el alma. El semblante de él estaba triste como cuando bajó de la habitación de Melanie, pero en sus ojos no consiguió ella descifrar nada. Él se inclinó un poco, le cogió la cara entre las manos y la besó levemente en la frente.

—¡Scarlett, Scarlett! ¡Eres tan bella, tan fuerte y buena! Bella, no por tu carita tan dulce, sino por toda tú, por tu espíritu y tu alma.

—¡Oh, Ashley! —susurró Scarlett, feliz al oír sus palabras y conmovida al sentir sus manos en la cara—. Jamás ningún otro hombre me ha…

—Me agrada creer que quizá te conozco mejor que los demás. Yo veo las cosas bellas escondidas dentro de ti y que los otros, observadores superficiales, no saben apreciar.

Se interrumpió dejando caer las manos, pero siguió mirándola. Ella permaneció un instante con la respiración anhelosa, esperando las dos palabras mágicas. Pero éstas no llegaron.

Aquel segundo quebranto de sus esperanzas era más de lo que su corazón podía soportar. Se sentó, con un «¡oh!» de desesperación infantil, sintiendo las lágrimas agolparse en sus ojos. Entonces oyó en el camino de acceso un ruido que la llenó de temor. Era el coche que tío Peter conducía hasta la puerta para acompañar a Ashley al tren.

—Adiós —murmuró Ashley. Cogió de la mesa el fieltro de anchas alas que Scarlett se había procurado halagando a Rhett y se encaminó al vestíbulo semioscuro. Con la mano en el picaporte, se volvió, y la contempló con una mirada larga, desesperada, como si hubiera querido llevarse consigo todos los detalles de su rostro y de su figura. A través de un velo de lágrimas ella vio su expresión y, con la garganta atenazada por el dolor, sintió que él se marchaba lejos de allí, lejos del refugio seguro de su casa, fuera de su vida, quizá para siempre, sin haber dicho las palabras que ella anhelaba oír. El tiempo había pasado y era muy tarde. Scarlett corrió a través del saloncito y le cogió por los extremos de la faja.

—Bésame —le dijo en un murmullo—. Bésame para decirme adiós.

Los brazos de Ashley la rodearon suavemente. Inclinó la cabeza sobre el rostro de Scarlett y cuando tocó con sus labios los de ella, los brazos de la joven se aferraron frenéticos a su cuello. Durante un infinito momento, Ashley oprimió contra su cuerpo el de Scarlett. Pero en seguida ésta sintió que se tensaban todos los músculos del hombre y, con un movimiento brusco, Ashley dejó caer el sombrero al suelo. Luego, enderezándose, desprendió de su cuello los brazos de Scarlett.

—No, Scarlett, no —dijo en voz baja, apretándole las muñecas tan fuertemente que le hizo daño.

—Te amo —susurró ella, sofocada—. Te he amado siempre. Nunca he amado a nadie más. Me casé con Charles para… vengarme de ti… ¡Oh, Ashley, te amo tanto que iría a Virginia… a limpiarte las botas, a cocinar para ti y cuidar de tu caballo…! ¡Ashley, di que me amas! ¡Viviré recordando esas palabras hasta el último día de mi vida!

Él se inclinó rápidamente para recoger su sombrero, y ella vislumbró en un relámpago el rostro de Ashley. En aquel rostro se pintaba tanto dolor como ella no viera jamás en otro. Su expresión revelaba su amor por ella y su alegría de que ella también le amase, pero todo esto se combinaba con una mezcla de vergüenza y desesperación.

—Adiós —dijo Ashley con voz ronca.

La puerta se abrió y una bocanada de viento frío entró en la casa, agitando las cortinas. Scarlett se estremeció viendo correr a Ashley hacia el coche, con el sable brillando al pálido sol invernal y la faja aleteando alegremente en su costado.