En el Sur, todos los corazones estaban llenos de esperanza al iniciarse el verano de 1863. A pesar de las privaciones, las molestias, los especuladores, la penuria de alimento, las enfermedades y los sufrimientos que habían padecido casi todas las familias, los Estados del Sur empezaron nuevamente a decir: «Una victoria más y la guerra habrá terminado»; y lo decían con mayor seguridad que el año precedente. Los yanquis eran un hueso duro de roer, pero finalmente los sudistas lo roerían.
La Navidad de 1862 fue alegre para Atlanta y para todos los Estados del Sur. La Confederación obtuvo una brillante victoria en Fredericksburg y los muertos y heridos yanquis se contaron por millares. Las fiestas fueron, pues, alegres para todos; el pueblo estaba lleno de gratitud por el cambio de los acontecimientos. El Ejército confederado fue ahora llamado «de los vencedores»; los generales habían probado su habilidad y todos estaban convencidos de que, al comenzar las hostilidades en la primavera, los yanquis serían vencidos definitivamente.
La primavera llegó y la lucha volvió a empezar. En el mes de marzo, la Confederación obtuvo otra victoria en Chancellorsville, y el país vibró de entusiasmo.
Una incursión de la caballería de la Unión fue transformada en un triunfo de los georgianos. Las gentes reían y se daban golpes en la espalda diciendo: «¡Sí, señor! En cuanto el viejo Nathan Bedford Forrest se lanzó tras ellos, los fastidió de lo lindo.» Más tarde, en abril, se produjo una nueva sorpresa: la caballería yanqui, compuesta de mil ochocientos hombres mandados por el coronel Streight, llegó a Roma, situada a unos cien kilómetros al norte de Atlanta. Tenía por objetivo cortar el ferrocarril principal entre Atlanta y Tennessee y luego marchar hacia el Sur a fin de destruir las fábricas y aprovisionamientos concentrados en Atlanta.
Era un golpe atrevido y hubiera resultado bastante duro para el Sur, si no hubiese sido por el general Forrest. Con una fuerza numérica tres veces inferior (¡pero qué hombres y qué jinetes eran!) fue a su encuentro, empeñándoles en una batalla, no dándoles tregua ni de día ni de noche y capturando finalmente a todas las fuerzas atacantes.
La noticia llegó a Atlanta casi al mismo tiempo que la de la victoria de Chancellorsville y la ciudad se llenó aún más de gozo y alegría.
La victoria de Chancellorsville podía ser más importante que la captura de la caballería de Streight, pero ésta dejaba a los yanquis absolutamente en ridículo.
—Los yanquis no deberían bromear con el viejo Forrest —decían todos alegremente.
El destino de la Confederación parecía haber tomado nuevo rumbo. No obstante, los yanquis, guiados por Grant, asediaron Vicksburg a mediados de mayo. El Sur sufrió una gran pérdida cuando Stonewall Jackson fue gravemente herido en Chancellorsville, y Georgia perdió uno de sus más valientes y brillantes jefes cuando el general Cobb fue muerto en Fredericksburg. Pero era evidente que los yanquis no podían soportar otras derrotas como estas dos últimas. Debían ceder y entonces la guerra cruel terminaría.
En los primeros días de julio llegaron rumores, más tarde confirmados por telegramas, de que Lee marchaba por territorio de Pennsylvania. ¡Lee en territorio enemigo! ¡Ésta era verdaderamente la última batalla de la guerra! Atlanta estaba llena de excitación, de alegría y de ardiente sed de venganza. ¡Ahora verían los yanquis lo que significaba tener la guerra en el propio país! ¡Sabrían lo que era ver los campos arrasados, las bestias robadas, las casas ardiendo, los hombres arrastrados a las prisiones, las mujeres y los niños hambrientos!
Todos sabían lo que los yanquis habían hecho en Missouri, en Kentucky, en Tennessee y en Virginia. Hasta los niños podían narrar con odio y con miedo los horrores llevados a cabo por los yanquis en el territorio conquistado; Atlanta estaba llena de refugiados de Tennessee, los cuales habían contado sus padecimientos. Estos clamaban por que Pennsylvania fuese sometida a hierro y fuego: hasta las mujeres más buenas y afables tenían expresiones de feroz violencia.
Pero cuando llegó la noticia de que Lee había dado orden de que ninguna propiedad privada de Pennsylvania fuese tocada bajo pena de muerte y de que el Ejército pagara todo lo que requisaba…, ¡oh, entonces sólo el respeto que se sentía hacia él pudo conservarle la popularidad! ¿No había necesidad de tocar nada en los ricos almacenes de aquel Estado? ¿Qué pensaba el general Lee? ¿Y los soldados del Sur, que tenían tanta hambre y que necesitaban botas, trajes y caballos?
Una carta urgente de Darcy Meade al doctor, la primera información recibida en Atlanta en aquel principio de julio, pasó de mano en mano provocando una indignación siempre creciente.
«¿Podrías procurarme un par de botas, papá? Hace dos semanas que estoy descalzo y no veo posibilidad de hacerme con ellas. Si no tuviese los píes tan grandes, podría, como mis camaradas, abastecerme con las de los yanquis muertos; pero hasta ahora no he encontrado a ninguno con los pies grandes. Si consigues encontrarlas, no me las mandes. Alguien las robaría y yo no podría disfrutarlas. Más bien, pon a Phil en el tren y que me las traiga. Te escribiré diciendo dónde estaremos. Por ahora no lo sé; sólo sé que iremos hacia el Norte. Estamos en Maryland y todos dicen que iremos a Pennsylvania.
»Creí que haríamos probar a los yanquis su misma medicina; pero el general ha dicho “no”. Yo, por mi parte, quiero darme el placer de incendiar una casa yanqui aunque me fusilen. Hoy marchamos a través de los campos más grandes de maíz que jamás había visto. Es de una calidad diferente del nuestro. Debo confesar que hemos robado un poco de este maíz, porque teníamos mucha hambre, y lo que se hace sin que el general lo vea no puede merecer castigo. Pero el maíz verde nos ha hecho daño. Todos mis compañeros tenían disentería y ese alimento la ha agravado. Es más fácil caminar con una pierna herida que con la disentería. Te insisto, papá, en que busques las botas.
»Ahora soy capitán y un capitán debe ir bien calzado, aunque no tenga un uniforme nuevo y charreteras.»
Pero el Ejército estaba en Pennsylvania y esto era lo importante. Una victoria más y la guerra terminaría; entonces Darcy Meade podría tener todas las botas que quisiera, los muchachos volverían a sus casas y todos serían felices. Los ojos de la señora Meade se llenaban de lágrimas cuando pensaba que su hijo finalmente volvería a casa, para quedarse ya.
El tres de julio un súbito silencio se produjo en la línea telegráfica del Norte, un silencio que duró hasta el mediodía del cuatro, día en el que noticias fragmentarias empezaron a llegar al cuartel general de Atlanta. Se libraba una violenta batalla en Pennsylvania, cerca de una pequeña ciudad llamada Gettysburg; una gran batalla en la que había tomado parte todo el ejército de Lee. La noticia era incierta porque la batalla se libraba en territorio enemigo; la información venía de Maryland a Richmond y de aquí a Atlanta.
La espera se hizo ansiosa y cierto temor empezó a esparcirse por la ciudad. Las familias que tenían hijos en el frente rezaban ardientemente para que no se encontrasen en Pennsylvania, pero aquellas que los sabían en el mismo regimiento que Darcy Meade apretaban los dientes y decían que era un honor para ellos encontrarse en la gran batalla que derrotaría a los yanquis para siempre.
En casa de la tía Pitty, las tres mujeres se miraban a los ojos con un terror que no conseguían esconder. Ashley estaba en el regimiento de Darcy.
El día cinco llegaron malas noticias, no del Norte, sino del Oeste. Vicksburg había caído, después de largo y duro asedio, y prácticamente todo el Mississippi, desde Saint Louis a Nueva Orleans, estaba en manos de los yanquis. La Confederación quedaba cortada en dos. En cualquier otro momento la noticia de este desastre hubiera dado lugar a pánicos y lamentaciones. Pero ahora no se podía pensar mucho en Vicksburg; la preocupación se centraba en Lee y en Pennsylvania. La pérdida de Vicksburg no iba a ser una catástrofe si Lee venciese en el Este. Por aquella parte, estaban Filadèlfia, Nueva York y Washington. Su captura paralizaría el Norte y neutralizaría la derrota en el Mississippi.
Las horas pasaban y la sombra profunda de la calamidad se cernía sobre la ciudad. Por doquier se formaban corros de mujeres delante de las puertas, en la aceras, hasta en medio de la calle, comunicándose las novedades e intentando confortarse mutuamente, tratando de darse ánimos. Pero el rumor espantoso de que Lee había muerto, la batalla perdida y que había una enorme cantidad de muertos y heridos se difundió por las calles inquietas de la ciudad como una bandada de veloces murciélagos.
Incrédulos aún, todos, agitados por el pánico, se precipitaron a los periódicos y al cuartel general, pidiendo noticias, fueran cuales fueran.
En la estación se congregó una gran multitud que esperaba obtener informaciones de los trenes que llegaban; en Telégrafos y ante el cuartel general había una muchedumbre silenciosa que iba aumentando por momentos. Nadie hablaba. De vez en cuando, la voz temblorosa de un viejo preguntaba si se sabía algo; pero la inexorable respuesta era siempre igual: «Todavía ningún telegrama del Norte; se confirma que siguen combatiendo.» Las mujeres que llegaban a pie y en coche eran cada vez más numerosas, y el calor que emanaba de aquella multitud y el polvo levantado por los pies inquietos era sofocante. Nadie hablaba, pero las caras pálidas tenían una muda elocuencia más eficaz que cualquier lamento.
Bien pocas eran las casas de la ciudad que no tenían en el frente un hijo, hermano, padre, novio, o marido. Todos esperaban oír que la muerte había llamado a su casa. Esperaban la muerte, no la derrota. Este era un pensamiento que no entraba en sus mentes. Podían morir a millares; pero, como los dientes del dragón, otros millares de hombres, con el grito de los rebeldes en los labios, brotarían de la tierra para ocupar sus puestos. Nadie sabía de dónde vendrían estos hombres. Pero estaban seguros de ello, como también de que en el cielo reinaba un Dios justo y vigilante, de que Lee era milagroso y de que el ejército de Virginia sería invencible.
Scarlett, Melanie y Pittypat estaban sentadas en su coche ante las oficinas del Daily Examiner. Las manos de Scarlett temblaban tanto que su sombrilla se balanceaba sobre su cabeza. Pittypat estaba tan excitada que su nariz se estremecía como la de un conejo, y Melanie permanecía sentada como una estatua de piedra, con los negros ojos cada vez más abiertos. Hizo una sola observación en dos horas, mientras sacaba de su bolsito un frasquito de sales y se lo alargaba a la tía. Aquélla fue la única vez, en toda su vida, que le habló en un tono no muy correcto.
—Toma, tía, y sírvete de él si sientes desmayo. Te advierto que si te desmayas te haré llevar a casa por tío Peter, pues yo no pienso moverme de aquí hasta… que sepa algo. Y no dejaré que se marche Scarlett.
Scarlett no tenía la menor intención de marcharse. No, ni aunque Pittypat hubiese muerto ella hubiera dejado el sitio donde podía tener noticias de Ashley. El estaba en la batalla, quizá se estaba muriendo, y la redacción del periódico era el único lugar donde se podía saber la verdad.
Echó una ojeada sobre la multitud, reconociendo a amigos y vecinos: la señora Meade con el sombrero a un lado y agarrada del brazo de su hijo de quince años; las señoritas MacLure, que trataban de morderse los labios temblorosos para ocultar sus dientes de conejo; la señora Elsing, derecha como una madre espartana, revelaba su agitación por los mechones grises que le colgaban del moño, y Fanny Elsing, pálida como un espectro. (Ciertamente Fanny no podía estar tan preocupada por su hermano Hugh. ¿Tenía quizás en el frente un enamorado que nadie sospechaba?) La señora Merriwether, sentada en su coche, acariciaba la mano de Maybelle. Ésta se envolvía lo mejor posible en su chai, tratando de esconder su inminente maternidad. Pero ¿por qué estaba tan inquieta? Nadie había oído que las tropas de Luisiana estuviesen en Pennsylvania y seguramente su pequeño zuavo se hallaba sano y salvo en Richmond.
Hubo un movimiento entre la multitud, que se apartó para dejar paso a Rhett Butler. Éste dirigió su caballo hacia el coche de tía Pittypat. Scarlett pensó: «Se necesita tener valor para venir en este momento, arriesgándose a que lo hagan pedazos, sólo por no vestir uniforme.»
Mientras Butler se acercaba, ella se dijo que de buena gana sería la primera en arremeter contra él. ¿Cómo se atrevía a mostrarse en aquel caballo, con los zapatos brillantes y un magnífico traje de hilo blanco, elegante y bien alimentado y con un cigarro en la boca, mientras Ashley y todos los demás combatían a los yanquis con los pies descalzos, hambrientos, debilitados por el calor y destrozados por la disentería? Butler seguía avanzando despacio por entre la gente, y algunos le echaban miradas indignadas. La señora Merriwether, que no temía a nada, se levantó ligeramente en su coche y dijo en voz alta: «¡Especulador!», con un tono lleno de odio. El no hizo ningún caso y se quitó el sombrero para saludar a Melanie y a tía Pittypat. Después, aproximándose a Scarlett, se inclinó y le susurró:
—¿No cree usted que éste sería un buen momento para que el doctor Meade pronunciara su acostumbrado discurso sobre la victoria que se posa como un águila con las alas desplegadas en nuestras banderas?
Con los nervios tensos por la angustia, ella se volvió como un gato furioso. Las palabras le acudían a la garganta atropelladamente. Pero él la contuvo con un gesto.
—He venido para comunicarles, señoras —dijo en voz alta—, que he estado en el cuartel general y ahora están llegando las primeras listas de muertos y heridos.
Un murmullo se levantó entre los que estaban alrededor y habían oído sus palabras. Todo se agitaron, deseosos de correr hacia el cuartel general.
—No vayan —gritó él, levantándose de la silla de su caballo y agitando una mano—. Las listas han sido enviadas a los dos periódicos y se están imprimiendo. Permanezcan donde están.
—¡Oh, capitán Butler! —exclamó Melanie, volviéndose a él con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Qué bueno ha sido viniendo a decírnoslo! ¿Cuándo estarán terminadas?
—Dentro de unos minutos, señora. Hace ya media hora que las han recibido. El comandante no quiso que se supiese hasta que estuvieran impresas, por temor a que el público se agolpase en las oficinas. ¡Oh, mire!
Una ventana del diario se abrió y apareció una mano sosteniendo un montón de pruebas manchadas de tinta y llenas de nombres. La gente se precipitó a arrebatarlas. Los que se hicieron con alguna trataron de retroceder para leerla, los demás empujaban gritando: «¡Dejad paso!»
—Tome las riendas —dijo Rhett brevemente a tío Peter, saltando a tierra.
Vieron sus anchas espaldas hundirse entre el gentío mientras él avanzaba abriéndose camino brutalmente. En un momento estuvo de vuelta trayendo en las manos media docena de hojas. Dio una de ellas a Melanie y distribuyó las otras entre las señoritas MacLure, las señoras Merriwether, Meade y Elsing.
—Rápido, Melanie —gritó Scarlett con el corazón en la garganta, desesperada al ver que las manos de Melanie temblaban de tal forma que le era imposible leer.
—Cógelo tú —susurró Melanie; y Scarlett cogió la hoja—. La doble uve. ¿Dónde está la doble uve? ¡Oh, en el mismo final y está todo manchado! Whíte… —leyó, y su voz tembló—. Wilkins… Zabulón… ¡No está, Melanie…! ¡No está! ¡Por caridad, tía! ¡Melanie, las sales! ¡Sostenedla!
Melanie, llorando de felicidad, sujetó la cabeza de Pittypat y le colocó las sales bajo la nariz. Scarlett apuntaló por el otro lado a la gruesa señora, con el corazón saltándola de alegría. Ashley estaba vivo. Ni herido siquiera. ¡Qué misericordioso había sido el buen Dios! ¡Qué…!
Oyó un gemido y, volviéndose, vio a Fanny Elsing con la cabeza en el seno de su madre. La lista de los caídos estaba en el suelo del coche, y los labios de la señora Elsing temblaban mientras estrechaba a su hija entre sus brazos y decía en voz baja al cochero: «A casa. Rápido.» Scarlett dio una rápida ojeada a la lista: Hugh no estaba entre las bajas. Fanny debía haber tenido un enamorado y éste había muerto. La gente se abrió con simpatía para dejar paso al coche de los Elsing, seguido por el cochecillo de las muchachas MacLure. La señorita Faith guiaba, con el rostro petrificado, y su hermana, sentada junto a ella, estaba rígida y cogida a sus faldas. Parecían dos viejas. Su joven hermano Dallas era su tesoro y el único pariente que tenían en el mundo. Y Dallas había muerto.
—¡Melanie! ¡Melanie! —gritó Maybelle con voz alegre—. ¡Rene está a salvo! ¡Y también Ashley! ¡Oh, gracias a Dios! —El chai, que se le había caído hacia atrás, dejaba ver claramente su estado de embarazo; pero esta vez, ni ella ni su madre hicieron caso—. ¡Señora Meade! ¡Rene…! —Pero su voz cambió instantáneamente—. ¡Mira, Melanie! ¡Oh, señora Meade, por caridad! Quizá Darcy…
La señora Meade tenía la cabeza inclinada y no la levantó al oír pronunciar su propio nombre; pero la cara del pequeño Phil era, junto a ella, un libro abierto en el que todos podían leer. —Mamá, mamá, te suplico… —repetía turbado. La señora Meade alzó los ojos y se encontró con la mirada de Melanie.
—Ya no tendrá necesidad de las botas —dijo en voz baja. —¡Dios, Dios! —sollozó Melanie, apoyando a tía Pittypat en el hombro de Scarlett y saltando de su coche para correr hacia la mujer del doctor.
—Mamá, te quedo yo —murmuró Phil, en un desesperado esfuerzo para confortar a la dama de la cara pálida—. Y, si me dejas ir, mataré a todos los yan…
La señora Meade le cogió del brazo con fuerza. —¡No! —dijo con voz angustiada y sofocada. —¡Calla, Phil! —impuso Melanie, subiendo al coche y abrazando a la pobre madre—. ¿Crees que puede ser consolador para ella el pensar que tú también puedes caer? ¡A casa, pronto! —ordenó después; y mientras Phil cogía las riendas se volvió a Scarlett—. Apenas hayas acompañado a la tía a casa, ven a la de la señora Meade. Capitán Butler, ¿puede ir a avisar al doctor? Está en el hospital.
El coche se movió a través de la multitud que se iba retirando. Algunas mujeres lloraban de alegría; en cambio, otras parecían demasiado aturdidas para darse completa cuenta de la desgracia que las hería. Scarlett inclinó la cabeza para mirar la lista, recorriéndola velozmente con la vista para buscar los nombres de los conocidos. Ahora que Ashley estaba a salvo, podía pensar en los demás. ¡Dios mío, qué larga era aquella lista! ¡Y cuántas personas había de Atlanta y de Georgia!
—¡Dios bendito! Calvert… Raiford, teniente. ¡Raif! —Repentinamente recordó el día, tan lejano, en que se escaparon de casa, pero al caer la noche volvieron porque tenían hambre y la oscuridad los asustaba—. Fontaine… Joseph, soldado raso. —¡El pequeño Joseph, tan irritable! ¡Y Sally que acababa de tener el niño!— Munroe… Lafayette, capitán. —El novio de Cathleen Calvert. ¡Pobre Cathleen! Doble pérdida: el hermano y el futuro esposo… Pero la pérdida de Sally era aún mucho mayor: el hermano y el marido.
Sentía casi miedo a seguir leyendo…
Ciertamente… debía existir un error. No podía haber tres Tarleton en la lista. Quizá los impresores, con la prisa… Pero no. Allí estaban: Tarleton… Brenton, teniente. Tarleton… Stuart, cabo. Tarleton… Thomas, soldado. Y Boyd, muerto en el primer año de guerra y sabe Dios en qué sitio de Virginia estaría enterrado. Todos los muchachos Tarleton. Thomas y los dos indolentes gemelos a los que tanto les gustaba criticar y gastar bromas; y Boyd, que tenía la gracia de un profesor de baile y una lengua de víbora.
No pudo leer más. No quería descubrir si alguno más de aquellos muchachos con los que había crecido, bailado, coqueteado y hasta cambiado algún beso, estaba en la lista. Hubiera querido llorar, liberarse de los dedos de acero que le apretaban la garganta.
—Lo siento, Scarlett. —Era la voz de Rhett. Ella alzó los ojos. Había olvidado su presencia—. ¿Muchos de sus amigos?
Ella afirmó con la cabeza e intentó hablar.
—Casi todas las familias del condado y… los tres muchachos Tarleton.
La cara de él estaba serena, algo taciturna, y en sus ojos no había trazas de burla.
—Y aún no ha terminado —dijo—. Estas son las primeras listas y no están completas. Mañana saldrá otra más larga. —Bajó la voz para no ser oído en los coches de al lado—. Scarlett, el general Lee debe de haber perdido la batalla. He oído decir en el cuartel general que se ha retirado a Maryland.
Ella levantó los ojos angustiada; pero su temor no dependía de la noticia de la derrota de Lee. ¡Otra lista, mañana! Mañana. No había pensado en esto, tanta fue su felicidad al ver que el nombre de Ashley no figuraba en la lista que tenía ante sus ojos. Quizás en este momento estuviera muerto y ella no lo sabría hasta mañana. O quizá dentro de una semana.
—Pero ¿por qué tiene que haber guerras, Rhett? ¡Habría sido mejor que los yanquis hubieran pagado por los negros…, o que nosotros se los hubiéramos regalado, antes que consentir esto!
—No se trata de los negros, Scarlett. Eso no es más que un pretexto. Las guerras se hacen siempre porque hay hombres que aman la guerra. Las mujeres no, pero los hombres… sí, y ese amor es más fuerte que el amor a las mujeres.
Su boca adquirió su sonrisa habitual y levantó su ancho sombrero Panamá.
—Hasta la vista. Voy a buscar al doctor Meade. Es una ironía de la suerte que sea yo quien tenga que darle la noticia de la muerte de su hijo, pero quizá no se dé cuenta de momento. Más tarde, quizás encontrará horroroso el pensar que un especulador le haya comunicado la noticia de la muerte de un héroe.
Scarlett acostó a tía Pittypat y, después de haberle dado una bebida a base de alcohol, azúcar y agua, la dejó bajo la custodia de Prissy y de la cocinera y bajó la escalera dirigiéndose a toda prisa a casa de los Meade. La señora estaba en su habitación, en el primer piso, junto con Phil, esperando la llegada de su marido; Melanie, en el saloncito de la planta baja, hablaba en voz queda con un grupo de vecinos, al tiempo que trabajaba con agujas y tijeras modificando un vestido de luto que la señora Elsing había prestado a su desgraciada amiga. Toda la casa estaba llena del olor agrio de la tintura negra que hervía en una enorme caldera, donde la cocinera metía, sollozando, todos los vestidos de su ama.
—¿Cómo está? —preguntó dulcemente Scarlett.
—Ni una lágrima —respondió Melanie—. Es terrible cuando una mujer no puede llorar. Yo me pregunto cómo hacen los hombres para soportar el dolor sin llorar. Quizá porque serán más fuertes y más valientes que las mujeres. Dice que irá a Pennsylvania para traer el cadáver. El doctor no puede dejar el hospital.
—¡Pero será horrible! ¿Por qué no mandan a Phil? —Porque temen que vaya a alistarse. Sabe que está alto para su edad, y ahora los aceptan a los dieciséis años.
Uno a uno fueron saliendo los vecinos; ninguno quería estar presente cuando llegara el doctor. Melanie y Scarlett permanecieron solas cosiendo en el saloncito. Melanie estaba triste, pero tranquila; de vez en cuando, una lágrima caía en la tela que tenía entre las manos… Evidentemente, no había pensado que quizá la batalla podía continuar y que Ashley podía resultar muerto también. Scarlett, con el corazón angustiado, no sabía qué era mejor, si comunicar a Melanie las palabras de Rhett para tener el alivio de compartir su nuevo temor, o conservarlo para sí. Finalmente optó por esto último. No sería prudente que Melanie se diese cuenta de cuánto la preocupaba la suerte de Ashley. Y dio gracias a Dios de que todos, incluso Melanie y Pittypat, estuviesen aquella mañana demasiado preocupadas para advertir su angustia.
Después de un intervalo de silencio, oyeron ruido en la calle y, mirando por la ventana, vieron al doctor que se apeaba del caballo. Tenía la espalda encorvada y la cabeza baja. Entró lentamente y, después de haber dejado el sombrero y la bolsa, besó las manos a las jóvenes sin hablar. Luego subió las escaleras con paso cansado. Un momento después vieron bajar a Phil. Le hicieron señas para que se sentase junto a ellas, pero el muchacho fue a sentarse en la escalinata de la puerta, y escondió la cabeza entre sus manos.
Melanie suspiró.
—Está furioso porque no quieren dejarle ir a combatir. ¡Tiene quince años! ¡Qué alegría debe ser, Scarlett, la de tener un hijo así!
—¿Y mandarlo al matadero? —replicó Scarlett brevemente, pensando en Darcy.
—Mejor es tener un hijo, aunque hubiese de morir, que no tenerlo —rebatió Melanie, lanzando un suspiro—. Tú no puedes comprenderlo, porque tienes al pequeño Wade, pero yo… ¡Oh, Scarlett, cómo deseo un niño! Quizá no sea delicado decirlo tan francamente, pero esto es lo que toda mujer desea… Y nadie…, nadie lo sabe mejor que tú. Scarlett hizo un esfuerzo para no sonreír.
—Si Dios permitiese que Ashley…, creo que no podría soportarlo, si él muriese, moriría yo también. SÍ al menos tuviese un hijo suyo para consolarme de su pérdida… ¡Oh, Scarlett, qué suerte tienes! A ti te ha quedado un hijo de Charles… ¡Y a mí, si Ashley muriese… no me quedaría nada, nada! Perdóname, Scarlett, pero a veces tengo celos de ti. —¿Celos… de mí? —exclamó Scarlett, asombrada. —Sí, porque tú tienes un niño y yo no. ¡A veces imagino que Wade es mío, porque es terrible no tener ninguno!
«¡Cuántas historias!», pensó Scarlett con alivio. Echó una mirada rápida a la figurita endeble que inclinaba sobre la costura el rostro lleno de rubor. Melanie podía desear un niño, pero ciertamente no tenía la figura apropiada para la maternidad. Era poco más alta que una chica de doce años; tenía las caderas estrechas y el pecho liso. El solo pensamiento de que ella pudiese tener alguna vez un niño de Ashley era insoportable para Scarlett; le parecería haber sido despojada de algo suyo.
—Perdóname lo que he dicho de Wade. ¡Sabes que lo quiero tanto…! ¿No estás enfadada conmigo?
—No seas tonta —replicó Scarlett secamente—. Anda, ve a la puerta y dile algo a Phil. Está llorando.