13

A instancias de la señora Merriwether, el doctor Meade se decidió a escribir al periódico una carta en que no mencionaba a Rhett, aunque éste fuera fácilmente reconocible. El director del diario, previendo el drama social que se escondía bajo aquel escrito, lo puso en segunda página. Esto era ya una gran innovación, porque las dos primeras páginas del diario estaban siempre dedicadas a anuncios referentes a esclavos, mulos, arados, cofres, casas en venta o para arrendar, curas de enfermedades secretas y reconstituyentes de la fuerza viril.

La carta del doctor fue el preludio de un coro de indignadas voces que empezó a oírse en toda la región contra especuladores y aprovechados. En Wilmington, el principal puerto donde se podía atracar ahora, ya que el de Charleston estaba prácticamente cerrado por los navios de guerra yanquis, la situación se había hecho verdaderamente escandalosa. Los especuladores invadían la ciudad. Y, teniendo dinero contante, compraban cargamentos enteros de mercancías y los escondían para poder alzar después los precios. La subida llegaba siempre, porque, con la creciente escasez de lo necesario, los precios se elevaban cada vez más. Los burgueses se veían obligados a comprar a los precios que fijaban los especuladores, y los pobres o los que estaban en situación modesta sufrían cada vez más privaciones. Con el alza de precios el valor de la moneda confederada disminuyó y su caída marcó el resurgir de una loca pasión por el lujo. Los comandantes de los barcos que atravesaban el cerco tenían la misión de traer mercancías de primera necesidad; pero ahora sus bodegas estaban llenas de artículos de lujo, que ocupaban el lugar de aquellos de que la Confederación tenía necesidad. Empeoraba la situación el hecho de que sólo había una línea ferroviaria de Wilmington a Richmond; y, mientras millares de sacos de harina y cajas de tocino se pudrían en los almacenes de las estaciones por falta de vehículos de transporte, los especuladores que vendían vinos, seda y café conseguían hacer llegar sus mercancías a Richmond dos días después de ser éstas desembarcadas en Wilmington. Los rumores que antes circulaban ocultamente sobre Rhett Butler, ahora se comentaban en voz alta y se afirmaba que no sólo especulaba con sus cuatro naves vendiendo las mercancías a precios inauditos, sino que compraba los cargamentos de otros navios y los almacenaba en espera del alza de precios. Se decía que él era el jefe de una asociación con capital de más de un millón de dólares y tenía en Wilmington su cuartel general a fin de comprar toda mercancía recién desembarcada. Esa compañía contaba con docenas de almacenes en la ciudad de Richmond y en el mismo Wilmington, almacenes abarrotados de víveres y de prendas de vestir. Militares y civiles empezaban a sentirse asqueados y los comentarios contra Rhett y los otros especuladores se hacían cada vez más violentos.

«Hay muchos hombres valientes y patriotas en nuestra Marina que tienen la tarea de eludir el bloqueo —decía la carta del doctor—, hombres desinteresados que arriesgan su vida y sus bienes para que la Confederación pueda sobrevivir. Estos son venerados y honrados por todos nosotros. No es de ellos de quienes intento hablar.

»Hablo de otros desaprensivos que enmascaran bajo el manto del patriotismo su avidez de ganancia; yo reclamo que la justa cólera y la venganza de un pueblo que combate por la más santa de las causas caiga sobre estas aves de rapiña que importan rasos y encajes mientras nuestros hombres mueren y nuestros héroes sufren por falta de morfina. Señalo a la execración pública estos vampiros que chupan la sangre vital de aquellos que siguen a Robert Lee. ¿Cómo podemos soportar entre nosotros a especuladores con zapatos de charol mientras nuestros muchachos van al asalto con los pies descalzos? ¿Cómo podemos tolerarlos con su champaña y sus pasteles de jote gras mientras nuestros soldados tiritan alrededor de sus fogatas en el campo y se alimentan de tocino rancio? Conjuro a todos los confederados leales para que los echen.»

Los habitantes de Atlanta leyeron esta carta, comprendieron que el oráculo había hablado y, como leales confederados, se apresuraron a repudiar a Butler.

De todas las casas que lo habían recibido hasta el final de 1862, la de la señora Pittypat fue la única que siguió acogiéndole en 1863; y, si no hubiese sido por Melanie, probablemente no le habrían admitido. Tía Pittypat estaba aguadísima cada vez que él llegaba a la ciudad. Sabía muy bien lo que decían sus amistades porque se le recibía; pero le faltaba el valor de decirle a Rhett Butler que no le agradaba que las visitara. Cada vez que él llegaba a Atlanta, Pittypat se ponía seria y decía a las muchachas que iría a la puerta para prohibirle la entrada. Pero, cada vez que Rhett llegaba con un paquetito en la mano y un pequeño cumplido en los labios, ella cedía.

—No sé qué hacer. Me mira… y yo… tengo miedo de su reacción si le digo que no vuelva. Tiene tan mala reputación… ¿Creéis que sería capaz de pegarme? Oh…, ¡Dios mío, si Charles viviese! Scarlett, debes decirle que no venga más…, decírselo amablemente. ¡Pobre de mí! Yo creo que tú le animas y toda la ciudad habla de ello; si tu madre lo supiera, ¿qué diría de mí? Tampoco, tú, Melanie, debieras ser tan amable con él. Sed frías y despegadas y lo comprenderá. Quizá será mejor que yo escriba a Henry y que éste hable con el capitán Butler.

—No lo pienses —respondió Melanie—. Y de ninguna manera seré descortés con él. Creo que la gente se porta muy mal con Butler y dice muchas tonterías. No puedo creer que él sea como aseguran el doctor Meade y la señora Merriwether. Es imposible que almacene los comestibles para dejar morir de hambre a la gente. Últimamente me dio cien dólares para los huérfanos. Estoy segura que es tan leal y patriota como cualquiera de nosotros, pero es demasiado orgulloso para defenderse.

Tía Pittypat no sabía hacer más que juntar las manos con desesperación. En cuanto a Scarlett, hacía tiempo que se había resignado a la costumbre de Melanie de ver bondad en todo el mundo. Era una boba, Melanie, pero esto ya no tenía remedio.

Scarlett sabía que Rhett no era un patriota; pero a ella esto no le importaba nada. Lo único que le importaba eran los regalitos que él le traía de Nassau, cositas que todas las señoras podían aceptar sin comprometerse. Con los precios actuales, ¿cómo le hubiera sido posible obtener horquillas, dulces, agujas, si se le hubiese prohibido a Rhett entrar en casa? No; era más cómodo echar las responsabilidades a tía Pittypat, que, después de todo, era la dueña de la casa, la acompañante y el arbitro de lo que era o no normal. Scarlett sabía que la ciudad hablaba de las visitas de Rhett y también de ella; pero sabía además que, a los ojos de Atlanta, Melanie Wilkes no podía dejar de conservar un carácter de respetabilidad.

Sin embargo, hubiera sido preferible que Rhett abjurara de sus herejías. Ella se habría evitado el apuro de notar que la gente miraba hacia otro lado cuando la veían con él.

—Aunque usted piense esas cosas, ¿por qué las dice? —le gritó un día—. Sería mucho mejor para usted que, aun pensando lo que quiera, tuviese la boca cerrada.

—Ése es su sistema, ¿no es verdad, mi pequeña hipócrita de ojos verdes? La imaginaba más valiente. Siempre oí decir que los irlandeses decían lo que pensaban. Dígame sinceramente, ¿no ha creído usted nunca reventar de ganas de decir lo que piensa?

—Sí —admitió Scarlett lentamente—. Por ejemplo, me fastidia grandemente oír hablar siempre de la Causa, día y noche. ¡Pero, si lo confesara, Dios bendito, nadie me saludaría y ningún joven bailaría conmigo!

—¡Ah, sí; comprendo que es necesario bailar a toda costa! Bien, admiro lo dueña que es de sí misma, pero yo no llego a tal altura. No puedo ponerme la máscara del patriotismo, por conveniente que pueda ser el disimulo. Hay muchos imbéciles que arriesgan hasta el último céntimo y saldrán de la guerra más pobres que Job; no hay ninguna necesidad de que yo aumente su número. Deje también que luzcan la aureola; la merecen. Como ve, soy sincero. Por otra parte, la aureola es lo único que les quedará dentro de uno o dos años.

—¿Cómo puede decir esas cosas cuando sabe que Inglaterra y Francia van a venir en nuestra ayuda…?

—¡Pero, Scarlett! ¡Usted ha leído un periódico! No lo vuelva a hacer; es una lectura que crea confusión en el cerebro de las mujeres. Para su conocimiento, le diré que hace menos de un mes estuve en Inglaterra y puedo asegurarle que su Gobierno no tiene la menor intención de venir en ayuda de la Confederación. Inglaterra no apuesta nunca a favor del perro o del caballo que está en condiciones de inferioridad; y ésta es su fuerza. Por otra parte, aquella holandesa gorda que está en el trono es un alma temerosa de Dios y no aprueba la esclavitud. Es capaz de dejar a millares de operarios de la industria textil morir de hambre por falta de algodón; pero no dará jamás un golpe a favor de la esclavitud. En cuanto a Francia, esa pálida imitación de Napoleón que la gobierna tiene demasiado que hacer en México para ocuparse de nosotros. También bendice la guerra, porque nos impide ir a México a dar caza a sus tropas… No, Scarlett; eso de las ayudas extranjeras es una invención de los periódicos para levantar la moral de los nuestros. Yo mismo creo no poder continuar mis viajes más de seis meses. Después sería demasiado arriesgado. Venderé mis naves a algún imbécil que crea poder hacer lo que he hecho yo. Pero esto no me preocupa. He ganado bastante; y mi dinero está en bancos ingleses, en oro. No quiero esos papelotes sin valor.

Como siempre, sus palabras, que a los demás le sonaban a traición y perfidia, aparecían al oído de Scarlett llenas de buen sentido y de verdad. No obstante sabía que debería enfadarse y escandalizarse. Por lo menos fingiría hacerlo: sería una actitud más digna de una señora.

—Creo que todo lo que ha escrito de usted el doctor Meade es justo, capitán Butler. El único modo que tiene usted de redimirse es alistándose cuando haya vendido sus barcos. Procede usted de West Point y…

—Habla usted como un predicador bautista que pronuncia un discurso para reclutar adeptos. ¿Y si yo no tengo ningún deseo de redimirme? ¿Por qué debo combatir para defender un sistema que no me ha aceptado? Me sentiré, por el contrario, muy contento de verlo destruido.

—No sé de qué sistema habla —replicó ella.

—¿No? También usted forma parte de él, como yo antes; y estoy seguro de que no lo ama usted más que yo. ¿Por qué soy el garbanzo negro de la familia Butler? Porque no me he podido adaptar a los usos de Charleston. Y Charleston no es otra cosa que el Sur algo más exagerado. Me pregunto si usted se imagina lo que esto significa. Tantas cosas que es necesario hacer, sólo porque han sido siempre hechas… Cosas inocentes que no conviene hacer por la misma razón… Cosas que fastidian porque están exentas de sentido común. El no haberme casado con una señorita de la que habrá oído hablar no ha sido otra cosa para mí que la última gota que ha hecho rebosar el cáliz. ¿Y por qué había de casarme con una fastidiosa idiota, por la única razón de que un incidente me impidió llevarla a su casa antes de que anocheciese? ¿Es por eso por lo que debía permitir que aquel salvaje de su hermano me asesinase, cuando yo disparaba mejor que él? Quizá, si hubiese sido un caballero, me habría dejado matar y esto habría cancelado la mancha en el blasón de los Butler. Pero… la vida me agrada. Así, he permanecido vivo y me he divertido… Cuando pienso en mi hermano, que vive entre las vacas sagradas de Charleston y las respeta tantísimo, me acuerdo de aquella mujer indigesta que es su esposa y de sus insoportables bailes provinciales… ¡Bah; le aseguro que haber roto las relaciones con el sistema tiene sus compensaciones! Nuestro modo de vivir en los Estados del Sur, querida Scarlett, es tan anticuado como el sistema feudal de la Edad Media. El milagro consiste en que haya durado tanto. Tenía que terminar; y estamos de acuerdo en esto. ¿Y quiere usted que me ponga a escuchar a predicadores como el doctor Meade y me excite el redoble de los tambores y coja un mosquetón para ir a derramar mi sangre por Marse Robert? Pero ¿por qué imbécil me toma? Besar la mano que me ha golpeado no es de mi estilo. Entre el Sur y yo, la partida está empatada. El Sur me condenó a morir de hambre; no he muerto, sino que, por el contrario, he ganado tanto dinero gracias a la muerte del Sur que eso me compensa los derechos de primogenitura que he perdido.

—Es usted abyecto y venal —repitió Scarlett; pero pronunciaba estas palabras automáticamente. La mayor parte de lo que él decía le entraba por un oído y le salía por el otro, como la mayoría de las conversaciones que no tenían un tema personal. Pero algunas cosas eran justas. ¡Cuántas tonterías implica la vida entre personas de bien! Fingir haber sepultado el propio corazón cuando no era verdad… Y ver a todos escandalizados aquella vez que bailó en la fiesta de beneficencia. Y el modo en que la miraban cada vez que decía o hacía algo diferente de las demás… No obstante, le molestó oírlo atacar todas las tradiciones que más la fastidiaban. Había vivido demasiado tiempo entre personas que disimulaban educadamente para no sentirse desorientada al oír manifestar en palabras los propios pensamientos.

—¿Venal? No; simplemente soy previsor. Puede ser que esto sea simplemente sinónimo de venal. Al menos, así dice quien no es precavido. Cualquier leal confederado que hubiese tenido en casa mil dólares en el año 1861 podría haber hecho lo que he hecho yo; pero pocos han sido tan perspicaces como para aprovechar la ocasión. Por ejemplo, inmediatamente después de la caída de Fort Sumter, y antes de que se estableciese el bloqueo, yo compré algunos millares de balas de algodón a bajísimo precio y las llevé a Inglaterra, donde siguen aún en los almacenes de Liverpool. No las he vendido todavía ni las venderé hasta que las fábricas inglesas tengan necesidad de él y me paguen el precio que quiera. No me sorprenderá obtener una libra por cada dólar.

—¡Obtendrá una libra por dólar cuando yo cante misa!

—Muy al contrario; estoy persuadido de que la obtendré. El algodón ha llegado ya a setenta y dos centavos la libra. Cuando la guerra termine seré rico, porque he sido previsor…; perdón, venal. Le he dicho ya una vez que los momentos buenos para ganar dinero son dos: cuando se contruye un país y cuando se destruye. Lentamente en el primer caso, deprisa en el segundo. Recuerde mis palabras. Quizás algún día le podrán servir.

—Agradezco mucho los buenos consejos —respondió Scarlett con todo el sarcasmo de que fue capaz—. Pero no tengo necesidad de ellos. ¿Cree usted que papá es pobre? Tiene más de lo que yo pueda necesitar; además, cuento con la herencia de Charles. —Creo que los aristócratas franceses pensaban aproximadamente lo mismo hasta el momento de subir al carro que los llevaba a la guillotina.

A menudo Rhett hacía observar a Scarlett la inoportunidad de vestir de luto mientras participaba en actividades sociales. A él le gustaban los colores llamativos; y los vestidos fúnebres de Scarlett y el velo de crespón que le llegaba casi a los talones le divertían y le extrañaban al mismo tiempo. Pero ella los soportaba, porque sabía que, si se hubiera puesto vestidos de color antes de que pasasen unos años, las flechas de la murmuración habrían apuntado contra ella más de lo que ya apuntaban. Y, además, ¿cómo se lo habría explicado a su madre?

Rhett le dijo francamente que el velo de crespón le daba aspecto de corneja y que el negro la envejecía diez años. Estas afirmaciones poco galantes la hicieron apresurarse a ir al espejo para ver si realmente aparentaba veintiocho años en lugar de dieciocho.

—Daría prueba de mejor gusto quitándose lo que demuestra un dolor que jamás ha experimentado. Hagamos una apuesta. Dentro de dos meses se habrá quitado ese vestido y ese velo y en su lugar se habrá puesto una elegantísima creación de París.

—Ni soñarlo; y no hablemos más de ello —rebatió Scarlett, un poco enfadada por la alusión a Charles. Rhett, que se disponía a partir a Wilmington para efectuar un nuevo viaje, se despidió con un cariñoso guiño.

Unas semanas más tarde, en una magnífica mañana de verano, apareció llevando en la mano una sombrerera y, después de asegurarse que Scarlett estaba sola en casa, la abrió. Envuelta en un papel finísimo había una cofia que a Scarlett le hizo exclamar: «¡Oh, qué belleza!» Privada durante algún tiempo de vestidos bonitos, le parecía la cofia más bonita que jamás hubiese visto. Era de tafetán verde oscuro, forrado de fina seda verdosa. Las cintas que se anudaban bajo la barbilla también eran de color verde claro. En el ala había un copete de plumas de avestruz.

—Pruébesela —sonrió Rhett.

Ella corrió hacia el espejo y se puso la cofia, metiéndose los cabellos bajo el ala para lucir los pendientes, y se anudó las cintas bajo la barbilla.

—¿Cómo estoy? —dijo, haciendo una pirueta y moviendo la cabeza para agitar las plumas. Sabía que le sentaba bien, aun antes de leer la confirmación en los ojos de él. El verde del forro daba un reflejo esmeralda a sus ojos y los hacía brillar—. ¡Oh, Rhett!, ¿para quién es? Siento deseos de comprarla. A cualquier precio. —Es suya. ¿Quién sino usted podría llevar este matiz de verde? ¿Cree que no me he acordado bien del color de sus ojos?

—¿De verdad, la ha mandado hacer para mí?

—Sin duda, y en la caja está escrito Rué de la Paix.

Ella continuaba mirándose; era el sombrero más bonito que se había puesto desde hacía más de dos años. Pero de repente su sonrisa desapareció.

—¿No le gusta?

—¡Oh, es un sueño! ¡Pero… qué rabia tener que cubrir este verde con el crespón negro y tener que teñir las plumas!

En un momento, él estuvo junto a ella, desató las cintas del sombrero y volvió a meterlo en la caja.

—¿Qué hace? ¿No ha dicho que era para mí?

—Sí, pero no para transformarlo en un sombrero de luto. Ya encontraré otra hermosa señora con los ojos verdes que aprecie mi gusto.

—¡Oh, no! ¡No hará eso! ¡Me enfadaría! ¡Sea bueno, Rehtt! ¡Démelo!

—¿Para convertirlo en una birria como los otros sombreros? ¡No, no!

Ella agarró la caja. ¿Aquel delicioso sombrerito que la hacía tan joven, dárselo a otra? ¡Jamás! Por un momento pensó en lo horrorizadas que se sentirían Pittypat y Melanie. Pensó en Ellen y tembló. Pero la vanidad fue más fuerte.

—No lo teñiré. Se lo prometo. Ahora, démelo.

Él le dio la caja con una sonrisa sardónica y la contempló mientras se volvía a poner el sombrero y se admiraba.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Scarlett de repente poniéndose seria—. Ahora tengo sólo cincuenta dólares; pero el mes próximo…

—Costaría cerca de dos mil dólares en dinero de la Confederación —respondió él, sonriendo ante su expresión desolada.

—¡Dios mío! Bah, puedo darle ahora cincuenta, y después…

—No quiero nada. Es un regalo.

Scarlett abrió la boca. Las normas, por lo que concernía a recibir regalos de los hombres, eran muy claras.

«Dulces y flores, querida —había dicho muchas veces Ellen—, quizás un libro de versos, un álbum o un frasco de agua de Florida son las únicas cosas que una dama puede aceptar de un caballero. Nunca un regalo caro ni aun del mismo prometido. Ni una alhaja o prenda de vestir, guantes o pañuelos. Aceptar regalos de esta clase autoriza a un hombre a creer que no tiene ante sí a una señora y a tomarse libertades.»

«Dios mío —pensó, mirándose en el espejo, y después volviendo la mirada hacia el rostro impasible de Rhett—, no puedo decirle que no lo acepto. Es demasiado bonito. Preferiría que se tomase alguna libertad… si se tratase de una cosa de poca importancia.» Se asustó de haber tenido semejante pensamiento y enrojeció.

—Le daré…, le daré cincuenta dólares.

—Si lo hace, los tiraré a la basura. O, mejor, haré decir algunas misas por su alma. Estoy seguro de que tiene necesidad de ellas.

Ella rió involuntariamente y su sonrisa bajo aquellos reflejos verdes la decidió instantáneamente.

—Pero ¿qué intenciones tiene usted?

—Tentarla con bellos regalos a fin de destruir sus ideales infantiles y dejarla a mi merced. —Y añadió con aire sentencioso—: ¡Sólo hay que aceptar dulces y flores de los hombres, querida!

Scarlett soltó una carcajada.

—Es usted un pillo de marca, Rhett Butler, y sabe que este sombrero es demasiado bonito para que yo pueda rehusarlo.

Los ojos de él sonreían burlonamente.

—Puede decir a la señorita Pitty que me ha dado una muestra de tafetán verde, que me ha hecho un diseño del sombrero y que me ha pagado cincuenta dólares.

—No. Diré cien dólares y ella lo contará a toda la ciudad y se pondrán verdes de envidia y hablarán de mi despilfarro. Pero no debe traerme más objetos costosos, Rhett. Es usted infinitamente amable, pero no puedo aceptar ningún otro.

—¿De veras? Pues le aseguro que le traeré todos los regalos que quiera y siempre que vea algo que pueda realzar su belleza. Le traeré seda verde para hacer un vestido que armonice con su cabello. Y le advierto que no se trata de amabilidad. Recuerde que no haga nunca nada sin motivo ni doy una cosa sin calcular que me será devuelta. Y siempre soy bien pagado.

Sus ojos negros la miraron fijamente y después se posaron en sus labios. Scarlett bajó la vista, llena de excitación. Ea, ahora él estaba a punto de tomarse alguna libertad, como había predicho Ellen. La besaría o trataría de besarla; y ella no sabía qué hacer. Si rehusaba, él le quitaría el sombrero y se lo daría a otra. Por otra parte, si le permitía un casto besito, con la esperanza de obtener otros, él le traería otro bonito regalo. ¿Por qué tantas historias por un beso? Con frecuencia los hombres después de un beso se enamoraban ciegamente y hacían cosas absurdas, siempre que la muchacha tuviese la habilidad de resistirse después del primer beso. Sería agradabilísimo ver a Rhett Butler enamorado e implorando un beso o una sonrisa. Sí, se dejaría besar.

Pero él no hizo el menor gesto. Ella le echó una mirada oblicua por debajo de las pestañas y murmuró:

—¿Ah, sí? ¿Es usted siempre bien pagado? ¿Y qué pide? —Eso lo pediré en su día.

—Si cree que a cambio del sombrero yo estoy dispuesta a casarme con usted, se equivoca —replicó ella audazmente; y movió la cabeza. para agitar las plumas.

Los dientes blancos de él brillaron bajo su bigote.

—Se engaña usted, señora. Yo no deseo casarme con usted ni con ninguna otra. No soy un tipo de esos que se casan.

—¿De veras? —exclamó Scarlett, aturdida. Y, convencida ahora de que él se tomaría alguna libertad, replicó—: Pues no estoy dispuesta ni a darle un beso tan sólo.

—Entonces, ¿por qué frunce la boca de ese modo tan gracioso?

—¡Oh! —Lanzó una mirada al espejo y comprobó que, verdaderamente, su roja boquita estaba fruncida como para un beso—. ¡Es usted el hombre más detestable que jamás he conocido y no quiero volver a verle más!

—Si eso fuese verdad, usted misma, pisotearía en seguida el sombrero. ¡Pero qué furiosa está y qué bien le sienta esta expresión! ¡Vamos, Scarlett!, pisotee ese sombrero para mostrarme lo que piensa de mí y de mis regalos.

—¡No lo toque! —exclamó la joven cogiendo el sombrero por las alas y retirándose.

El la siguió, riendo dulcemente, y estrechó las manos de ella entre las suyas.

—Es usted tan niña, Scarlett, que siento que se me oprime el corazón. Y ya que, según parece, esperaba ser besada, no la desilusionaré. —Se inclinó indolentemente y le rozó la mejilla con el bigotito—. Ya está. Y ahora, ¿no le parece que, para salvar las conveniencias, debería darme una bofetada?

Ella le miró con aire de enfado y vio en sus ojos tal expresión risueña que no pudo contener una carcajada. ¡Qué tormento era aquel hombre, y qué exasperante! Pero si él no pensaba casarse ni quería besarla, ¿qué quería? Y, si no estaba enamorado de ella, ¿por qué venía tan frecuentemente y le hacía regalos?

—Así es mejor —replicó Butler—. Pero yo ejerzo una pésima influencia sobre usted, Scarlett; y si usted tuviese una pizca de buen sentido se desharía de mí… siempre que fuese capaz de ello. Es difícil librarse de mí. Soy un peligro para usted.

—¿De veras?

—¿No lo cree? Desde que la vi en la jifa de beneficencia, su conducta ha sido verdaderamente escandalosa, y en la mayor parte por culpa mía. ¿Quién la ha animado a bailar? ¿Quién la ha obligado a admitir que pensaba que nuestra Causa no es ni gloriosa ni sagrada? ¿Quién la ha ayudado a dar a las viejas señoras tal cantidad de temas de murmuración? ¿Quién consigue que se quite el luto mucho tiempo antes del que requieren las conveniencias? ¿Y quién, en fin, la obliga a aceptar un regalo que ninguna señora aceptaría?

—Se equivoca, capitán Butler. No he hecho nada que sea escandaloso; y, si he hecho algo de lo que dice, ha sido sin su ayuda.

—Lo dudo. —Y su cara se puso de repente taciturna—. Sin mí, sería aún la viuda de Charles Hamilton, famosa por el bien que hace a los heridos. A menos que…

Pero ella no le escuchaba; se estaba mirando de nuevo en el espejo, complacida y pensando que aquel mismo día se pondría el sombrero para ir al hospital a llevar flores a los oficiales convalecientes.

No prestó atención a la verdad que encerraban las últimas palabras de él. No se daba cuenta de que había sido Rhett quien le abrió las puertas de la prisión de la viudez, ni de que las enseñanzas de Ellen estaban desde hacía tiempo muy olvidadas. El cambio había sido tan gradual que el abandono de una pequeña convención parecía no tener relación con el abandono de otra y ninguna de las dos cosas con Rhett. Animada por él, ella había olvidado las severas órdenes de su madre respecto al decoro, y también las lecciones relativas al comportamiento de una señora.

Al siguiente día, Scarlett estaba delante del espejo con el peine en la mano y la boca llena de horquillas tratando de peinarse de una manera nueva que Maybelle, de vuelta de una visita hecha a su marido en Richmond, había referido que hacía furor en la capital. Se llamaba «Gato, ratón y ratoncito». Los cabellos estaban divididos por una raya central y dispuestos a los lados en tres bucles diferentes. El primero, el «gato», y el segundo, el «ratón», se cogían con cierta facilidad; pero el «ratoncito» huía de las horquillas de un modo irritante. Estaba decidida a conseguirlo, porque Rhett iba a venir a cenar; él notaba y comentaba siempre cualquier innovación en su tocado.

Mientras luchaba con sus rizos rebeldes, oyó un paso precipitado en el vestíbulo y reconoció que era el de Melanie, que volvía del hospital. La oyó subir las escaleras de dos en dos y se detuvo, pensando que debía haber sucedido algo, porque Melanie se movía siempre con decoro, como una verdadera señora. Fue a abrir la puerta; Melanie entró precipitada, roja y afanosa, como una niña culpable.

Tenía lágrimas en los ojos y el sombrero en la nuca, suspendido al cuello por las cintas. Los aros de su miriñaque se agitaban violentamente. Apretaba algo en la mano y un perfume violento y vulgar invadió la habitación.

—¡Oh, Scarlett! —exclamó, cerrando la puerta y tirándose sobre el lecho—. ¿Ha vuelto la tía? ¿No? ¡Menos mal! ¡Estoy tan avergonzada, Scarlett, que quisiera morir! ¡Por poco me desmayo, y tío Peter amenaza con decírselo a tía Pitty!

—¿Decir qué?

—Que he hablado con aquélla… —Melaníe se abanicó la cara sudorosa con el pañolito—. ¡Aquella mujer de los cabellos rojos, aquella Belle Watling!

—¿Pero cómo, Melanie? —exclamó Scarlett, tan escandalizada que no supo decir otra cosa.

Belle Watling era la mujer pelirroja que ella vio en la calle el primer día de su llegada; y se había convertido en la meretriz más famosa de Atlanta. Muchas prostitutas habían afluido a la ciudad, siguiendo a los soldados; pero Belle permanecía muy por encima de las demás, fuera por sus cabellos rojos o porque vestía siempre muy bien. Se la veía raramente en la calle Peachtree u otras calles elegantes, pero, si por casualidad aparecía, las señoras se apresuraban a cruzar la calle para evitar aquel contacto. ¡Y Melanie le había hablado! No era de extrañar que tío Peter estuviese indignado.

—¡Moriré si tía Pitty se entera! Se lo diría a todos y yo quedaría deshonrada… —sollozó Melanie—. Y no ha sido culpa mía. No he podido…, no he podido plantarla en mitad de la calle; ¡no puedo ser tan descortés! ¡Me daba tanta pena! ¿Crees que hago mal en pensar así?

Pero Scarlett no se preocupaba de la moral de la acción. Como muchas mujeres inocentes y bien nacidas, sentía una curiosidad devoradora acerca de las rameras.

—¿Pero qué quería? ¿Cómo habla?

—Oh, no es culta, pero he visto que la pobrecilla trataba de hablar lo mejor posible. Salí del hospital y, como no vi a tío Peter con el coche, pensé volver a pie. Cuando llegué ante el jardín de Emerson, ella estaba escondida detrás de unas plantas. ¡Gracias a Dios, los Emerson están aún en Macón! Y me dijo: «Perdón, señora Wilkes, quisiera hablar con usted, por favor.» No sé cómo sabía mi nombre. Sé que debí haber apresurado el paso, pero… ¡oh, Scarlett, tenía un aspecto tan triste… como si suplicase! Iba vestida de negro y nada llamativa. Si no hubiese sido por los cabellos rojos, habría parecido una mujer corriente. Antes de que yo pudiera responderle, continuó: «Sé que no debiera dirigirle la palabra, pero he tratado de hablar con ese pavo real de la señora Elsing y me ha puesto en la puerta del hospital.»

—¿La ha llamado así, «pavo real»? —dijo Scarlett, riéndose contenta.

—¡Oh, no te rías! No es cosa divertida. Parece que…, en resumen, esa mujer quiere servir al hospital, ¿comprendes? Se ha ofrecido a cuidar enfermos por las mañanas y la Elsing ha debido sentirse morir sólo ante esa idea, y la ha despedido. Después me dijo: «Yo también quiero hacer algo. ¿No soy tan confederada como usted?» Y te aseguro que este deseo suyo de ser útil me ha conmovido. No puede ser tan mala. ¿Crees que yo soy mala por pensar así?

—Por caridad, Melanie, a nadie le importa que una sea mala. ¿Qué más ha dicho?

—Ha dicho que estaba observando a las señoras que iban al hospital y le ha parecido… que yo tenía una cara dulce y por eso me ha hablado. Tenía un poco de dinero y ha querido dármelo para que yo lo emplease en el hospital sin decir su procedencia. También me ha dicho que la señora Elsing no lo admitiría si supiera qué clase de dinero era. ¡Qué clase de dinero! Entonces creí que iba a desmayarme. Estaba tan molesta y deseosa de irme, que le dije: «Sí, sí, es usted muy amable», o cualquier otra bobada por el estilo; entonces ella sonrió diciéndome: «Tiene usted sentimientos verdaderamente cristianos», y me puso en la mano este pañuelo. ¡Puah! ¿Hueles este perfume?

Alargó a Scarlett un pañuelo de hombre usado y fuertemente perfumado: había unas monedas encerradas en un nudo.

—¡Me estaba dando las gracias y diciendo que me traerá dinero todas las semanas, cuando llegó tío Peter con el coche y me vio! —Melanie prorrumpió en lágrimas y escondió la cabeza en las almohadas—. Y cuando vio con quién estaba parada…, figúrate, Scarlett, me dijo a gritos: «¡Suba usted pronto en el coche!» Naturalmente, obedecí, y durante todo el camino tío Peter ha venido sermoneándome, sin dejarme hablar, amenazándome con decírselo a tía Pitty. Ve a verle, Scarlett, y ruégale que calle. Quizá te haga caso. Tía Pitty moriría si supiese que he mirado la cara a esa mujer. ¿Me haces este favor?

—Sí, iré. ¡Pero cuánto dinero hay aquí dentro! Parece que pesa.

Desataron el nudo y una porción de monedas de oro cayeron al suelo.

—¡Cincuenta dólares! —exclamó Melanie después de haberlas contado—. ¡Y en oro! ¿Crees, Scarlett, que se puede emplear esta clase…, quiero decir, el dinero ganado… de este modo, en nuestros soldados? ¿No crees que Dios comprenderá su deseo de hacer bien y no dará importancia a que este dinero sea sucio? Piensa en las muchas necesidades que tiene el hospital…

Scarlett no la escuchaba. Estaba mirando el pañuelo y se sentía invadir por la cólera y la humillación. En una esquina tenía bordado el monograma: «R. K. B.» En su cajita ella tenía uno idéntico a aquél; un pañuelo que Rhett Butler le prestó el día anterior para envolver los tallos de las flores que habían recogido en el campo. Pensaba devolvérselo esta misma noche cuando viniese a cenar.

Conque Rhett tenía relaciones con aquella abyecta criatura y le daba dinero. De ahí venía el dinero para el hospital. ¡Y Rhett tenía la desvergüenza de mirar a la cara a las mujeres honradas, después de haber estado con aquella mujer! ¡Y ella había creído que estaba enamorado de ella! Esto probaba que era imposible.

Las mujeres de mal vivir y todo lo que las concernía eran para Scarlett un tema misterioso y repugnante. Sabía que los hombres protegían a aquellas mujeres por motivos que una señora no puede ni nombrar…, y, si los mencionaba, tenía que ser en voz baja, indirectamente o con eufemismos. Ella creyó siempre que sólo hombres vulgares visitaban a aquellas mujeres. Jamás pensó que hombres elegantes (sí, hombres como aquellos con los que bailaba y trataba) hiciesen cosas semejantes. Era un nuevo horizonte que se le abría; ¡y qué horrible resultaba! ¡Quizá todos los hombres fueran así! ¡No les bastaba con obligar a sus esposas a hacer cosas indecentes; iban también con mujeres de ese género y les pagaban por aquello! ¡Oh, los hombres eran abyectos y vulgares y Rhett Butler era el peor de todos!

Le arrojaría a la cara aquel pañuelo y después le pondría en la puerta de la calle y no le dirigiría más la palabra. Pero no; no podía. No podía darle a entender que ella conocía la existencia de mujeres de mal vivir y que sabía que los hombres iban a buscarlas. Una dama no podía hacer aquello.

«¡Oh —pensó furibunda—, si no fuese una dama, qué cosas le diría a ese reptil!»

Haciendo una pelota con el pañuelo, fue hacia la cocina en busca de tío Peter. Al pasar delante del horno, tiró el pañuelo a las llamas y con impotente ira lo vio arder.