12

La guerra continuaba, generalmente con discreto éxito; pero la gente había cesado de decir: «Una victoria más y la guerra habrá terminado», como tampoco decía ya que los yanquis eran unos cobardes. Todos estaban persuadidos de que no lo eran en realidad y que sería necesaria más de una victoria para derrotarlos. Hubo, sin embargo, victorias por parte de los confederados: en Tennessee, bajo el mando de los generales Morgan y Forrest, y en la segunda batalla de Bull Run; pero los hospitales y las casas de Atlanta estaban abarrotadas de enfermos y heridos, y cada vez eran más numerosas las mujeres vestidas de negro. Las monótonas filas de tumbas de soldados en el cementerio de Oakland se hacían cada vez más largas.

El dinero de la Confederación había disminuido de modo considerable y el precio de los alimentos y de la ropa aumentó en proporción. Los aprovisionamientos para el Ejército exigían tal cantidad de víveres que las mesas de los habitantes de Atlanta empezaron a mostrar cierta penuria. La harina estaba escasa y costaba tan cara que se empleaba generalmente el grano sarraceno para los bizcochos y el pan. Las carnicerías tenían poca carne y los corderos habían desaparecido; esa carne costaba tanto que sólo las personas ricas podían permitirse el lujo de comerla. En cambio, abundaba aún la carne de cerdo, la volatería y las legumbres.

El bloqueo yanqui se hizo más riguroso, y algunos artículos de lujo, como el té, el café, la seda, los corsés, el agua de colonia, las revistas de moda y los libros eran escasos y carísimos. Hasta los tejidos de algodón más ordinarios habían aumentando su precio y las señoras se veían obligadas, muy a pesar suyo, a ponerse los vestidos de las temporadas precedentes. Telas que años antes habían sido abandonadas en las buhardillas para llenarse de polvo volvían a aparecer, y en casi todas las tiendas se encontraban rollos de tela tejida a mano. Todos, soldados, burgueses, mujeres, niños y negros, empezaban a llevar estas telas. El color gris, que era el color de los uniformes de la Confederación, prácticamente había desaparecido y fue reemplazado por una ropa tejida a mano de color pardo.

Los hospitales empezaban a preocuparse por la falta de quinina, de calomelanos, opio, cloroformo y yodo. Las vendas de hilo y de algodón llegaron a ser un artículo demasiado precioso para tirarlas después de haberlas usado. Todas las señoras que hacían servicio de enfermeras en cualquier hospital se llevaban a casa cestos de ropa ensangrentada para lavarla y plancharla y ser puesta nuevamente en uso.

Para Scarlett, apenas salida de la crisálida de la viudez, la guerra no era más que un período de alegría y diversión. Las pequeñas privaciones de alimento y de vestuario no perturbaban su felicidad de haber vuelto al mundo.

Cuando pensaba en las jornadas largas y monótonas del año precedente le parecía que la vida había tomado ahora un ritmo velocísimo. Cada día le traía una nueva aventura, nuevos hombres que solicitaban hacerle una visita, que le decían que era bella y que luchar y quizá morir por ella era un privilegio. Amaba a Ashley con todas las fuerzas de su corazón, pero no podía por menos de incitar a otros hombres a pedirla por esposa.

La guerra, siempre presente en el fondo, daba a las relaciones sociales una agradable ausencia de ceremonial que las personas ancianas observaban alarmadas. Las madres se maravillaban viendo que hombres para ellas desconocidos venían a visitar a sus hijas; jóvenes que llegaban sin tarjetas de presentación y cuyos antecedentes eran desconocidos. La señora Merriwether, que jamás besó a su marido antes de casarse, no daba crédito a sus ojos cuando sorprendió a Maybelle besando a su novio. Su consternación aumentó cuando su hija rehusó sentirse avergonzada. A pesar de que Picard pidió inmediatamente la mano de Maybelle, aquello a su madre no le agradó nada. La señora Merriwether tuvo la sensación de que el país iba hacia la ruina moral y no se abstuvo de decirlo, apoyada por las otras madres.

Pero los que temían morir de un día a otro ciertamente no podían esperar un año a que se les permitiera llamar a una muchacha por su nombre de pila anteponiendo, naturalmente, el tratamiento de «señorita». Ni podían perder tiempo en un noviazgo largo, como se acostumbraba antes de la guerra. A lo más esperaban un par de meses antes de pedirla por esposa. Y las muchachas, a las que se les había enseñado que era necesario negarse al menos las tres primeras veces, ahora aceptaban a la primera petición.

Todo esto divertía a Scarlett, la cual, aparte del fastidio de curar enfermos y preparar vendas, no hubiese querido que la guerra terminase jamás. En verdad, ahora soportaba de buen grado el servicio del hospital, porque éste era un sitio buenísimo para la caza. Los débiles heridos sucumbían a su fascinación sin lucha. Bastaba sólo cambiarles las vendas, darles un golpecito en las mejillas y abanicarles un poco y enseguida se enamoraban. ¡Era el paraíso, comparado con el año anterior!

Scarlett volvió a vivir como antes de casarse con Charles; como si no se hubiese casado nunca ni hubiese recibido la triste noticia de su muerte y no hubiera traído al mundo a Wade. Guerra, matrimonio y maternidad habían pasado sobre ella sin tocar ni una cuerda profunda de su intimidad; y el niño estaba tan bien cuidado por los demás, en la casa rojiza, que había casi olvidado que lo tenía. Era nuevamente Scarlett O’Hara, la bella de la comarca. Sus pensamientos eran idénticos a los de su existencia anterior, pero el campo de sus actividades se había ampliado grandemente. Sin preocuparse de la desaprobación de las amigas de tía Pittypat, se comportaba como antes de su matrimonio; iba a las reuniones, bailaba, salía a caballo con oficiales, coqueteaba y, generalmente, hacía lo mismo que antaño cuando estaba soltera; sólo conservaba el luto. Sabía que para Pittypat y Melanie el quitárselo sería un golpe demasiado fuerte. Se sentía feliz, cuando pocas semanas antes era tan desgraciada; feliz de tener admiradores, feliz de su propia fascinación; feliz cuanto era posible serlo con Ashley casado con Melanie y en peligro. Pero era más fácil soportar el pensamiento de que Ashley pertenecía a otra cuando él estaba lejos. Y, gracias al centenar de kilómetros que había entre Atlanta y Virginia, a veces le parecía que Ashley era tan suyo como de Melanie.

Los meses de otoño de 1862 transcurrieron velozmente en estas divertidas ocupaciones, interrumpidas por algunas breves visitas a Tara. Estas no le daban la, alegría que ella se prometía cuando hacía sus planes en Atlanta, porque no tenía tiempo de estar sentada junto a Ellen mientras cosía, aspirando el leve perfume de verbena de sus vestidos; era imposible tener largas conversaciones con su madre y sentir sus dulces manos en sus mejillas.

Ellen, flaca y preocupada, estaba en pie desde la mañana hasta bien entrada la noche, mucho tiempo después de que toda la plantación estuviera dormida. Las demandas del comisariado de la Confederación eran cada vez más gravosas, y ella tenía el deber de hacer que Tara rindiese lo más posible. Hasta Gerald estaba ocupadísimo, por primera vez en muchos años, porque no encontraba un capataz que sustituyese a Jonnas Wilkerson, y se veía obligado a recorrer a caballo toda la plantación. En estas condiciones, Scarlett encontraba Tara muy aburrida. Hasta sus dos hermanas se ocupaban de sus propios quehaceres. Suellen se había «puesto de acuerdo» con Frank Kennedy y le cantaba Cuando esta guerra cruel termine con una intención maliciosa que Scarlett creía insoportable, y Carreen fantaseaba pensando en Brent Tarleton; así que ninguna de ellas era una compañía interesante.

Aunque Scarlett iba siempre a Tara por su voluntad, se alegraba cuando las inevitables cartas de tía Pittypat y Melanie le suplicaban que volviese. Ellen suspiraba entristecida al pensar que su hija mayor y su único nietecito tenían que dejarla.

—Pero no quiero ser egoísta y entretenerte aquí cuando te necesitan como enfermera en Atlanta —decía—. Sólo… me parece que ya no voy a volver a verte, tesoro mío, y sentir nuevamente que eres mi hijita, como antes.

—Soy siempre tu hijita —respondía Scarlett, y escondía la cara en el seno de Ellen, sintiendo que le remordía la conciencia. No decía a su madre que eran los bailes y sus admiradores lo que la atraía en Atlanta y no el servicio de la Confederación. Había muchas cosas que ella callaba a su madre. Sobre todo conservaba el secreto de que Rhett Butler le hacía frecuentes visitas en casa de la tía Pittypat.

Durante los meses que siguieron a la rifa de beneficencia, Rhett iba a verla cada vez que ella venía a Atlanta y la sacaba a paseo en su coche, llevándola a los bailes y a las rifas y esperándola fuera del hospital para acompañarla a casa. Scarlett ya no temía que él revelase su secreto; pero en el fondo de su pensamiento permanecía el inquietante recuerdo de que la había sorprendido en la peor de las situaciones y que sabía la verdad con respecto a Ashley. Era esto lo que la obligaba a dominarse cuando él la fastidiaba, cosa que sucedía con frecuencia. Butler tenía alrededor de treinta y cinco años; era el más viejo de los cortejadores que tuviera ella nunca, y ante él Scarlett se encontraba turbada como una niña e incapaz de tratarle como a los de su edad. Rhett la hacía rabiar y parecía que nada le divirtiese tanto como verla irritada. Y ella se dejaba llevar por la cólera, porque tenía el ardiente temperamento de su padre bajo la dulce carita que había heredado de Ellen. Por otra parte, no se había tomado nunca la pena de dominarse, excepto en presencia de su madre. Ahora le fastidiaba muchísimo tener que contener sus palabras ante aquella sonrisa guasona. Si él hubiese perdido también el dominio de sus nervios, ella no se encontraría en estado de inferioridad.

Después de esas discusiones con él, de las que raramente salía victoriosa, Scarlett juraba que era un hombre insoportable, descarado, mal educado y con el que no quería volver a tener la menor relación. Pero tarde o temprano él volvía a Atlanta, venía a hacer una visita, aparentemente a tía Pittypat, y presentaba a Scarlett, con exagerada galantería, una caja de dulces que le había traído de Nassau. O reservaba un asiento junto a ella en un concierto o le pedía un baile, y, como siempre, la joven se divertía tanto con su suave descaro, que reía y olvidaba los pleitos anteriores hasta la próxima vez.

Empezó a esperar sus visitas. En él había algo excitante que Scarlett no analizaba, pero que le hacía diferente de todos los demás.

«¡Es casi como si estuviese enamorada de él! —pensó un día, escandalizada—. Pero no le amo, ni entiendo lo que me pasa.»

Pero su emocionada excitación persistía. Cuando Rhett iba a hacerle una visita, la femenina morada señorial de tía Pittypat parecía demasiado pequeña, incolora y casi sofocante. Scarlett no era la única en casa en reaccionar extrañamente en su presencia; también Pittypat se ponía en un curioso estado de agitación.

Aun sabiendo que Ellen habría desaprobado aquellas visitas y conociendo que la sociedad de Charleston le despreciaba, Pittypat se dejaba camelar por sus cumplidos y sus besamanos, lo mismo que una mosca sucumbe ante un vaso de miel. Por otra parte, él le traía siempre de Nassau algún regalito que aseguraba haberse procurado expresamente para ella y haberlo pasado a través del bloqueo arriesgando la vida: ristras de alfileres y agujas, botones, carretes de seda y horquillas para los cabellos. Era casi imposible procurarse estos objetos de lujo en aquella época: las señoras llevaban horquillas de madera curvadas a mano y pedacitos de madera cubiertos de tela a guisa de botones. A Pittypat le faltaba la fuerza moral necesaria para rehusarlos. Por lo demás, sentía una pasión infantil por las sorpresas y no resistía al deseo de abrir los paquetes que encerraban los regalos. Una vez abiertos, no conseguía rechazarlos. Luego, después de haber aceptado los regalos, no tenía valor de decir a Butler que, dada su reputación, las visitas frecuentes a tres mujeres solas privadas de un protector podían dar que hablar. Tía Pittypat sentía necesidad de este protector cada vez que Rhett Butler estaba en casa.

—No sé lo que será —suspiraba angustiada—. Pero…, sí, creo que sería simpático… si una tuviese la impresión de que en el fondo de su corazón respeta a las mujeres.

Después de la devolución del anillo, Melanie le tenía por un caballero lleno de delicadeza y se irritaba ante estas observaciones. Rhett era infinitamente cortés con ella, pero Melanie se sentía un poco intimidada; en gran parte porque generalmente era tímida con los hombres que no conocía desde su infancia. En el fondo le daba lástima; sentimiento éste que habría divertido mucho a Butler si lo hubiese sabido. Estaba convencida de que un desengaño de carácter romántico le había hecho duro y amargo y que de lo que él tenía necesidad era del amor de una mujer buena. En toda su vida, Melanie no había conocido el mal y se resistía a creer que verdaderamente existiese; así que, cuando los chismorreos le informaron de la aventura de Rhett con la muchacha de Charleston, se sintió escandalizada e incrédula. Y esto, en vez de hacerla hostil a él, la hizo mostrarse aún más tímidamente gentil a causa de la indignación hacia lo que consideraba una gran injusticia social.

Scarlett estaba silenciosamente de acuerdo con la tía Pittypat. También ella sentía que aquel hombre no respetaba a ninguna mujer, excepto, quizás, a Melanie. Y tenía la sensación de ser desnudada cada vez que él la miraba; era aquella mirada insolente lo que la enojaba. Parecía como si todas las mujeres fuesen de su propiedad y que pudiese gozar de ellas cuando le parecía o agradaba. Sólo para Melanie no tenía aquella mirada; no había en su semblante ninguna expresión burlona, y sí sólo, en su voz, una nota especial de cortesía, de respeto, de deseos de serle útil.

—No sé por qué es usted más amable con ella que conmigo —dijo Scarlett con petulancia un día. Se había quedado sola con Butler, mientras Melanie y Pittypat se habían retirado para echar la siesta. Había observado durante una hora a Rhett, aprovechando que éste ayudaba a Melanie a ovillar una madeja de lana, notando una expresión inescrutable en el rostro de él mientras su cuñada hablaba larga y órgullosamente del ascenso de Ashley. Scarlett sabía que Rhett nú tenía una gran opinión de Ashley y que no le impresionaba que hubiese ascendido a comandante. No obstante, él respondió gentilmente y murmuró lo que imponía la cortesía a propósito del valor del joven oficial.

«¡Y si yo nombro con frecuencia a Ashley —pensó irritada—, él arquea las cejas y sonríe con esa odiosa sonrisa intencionada!»

—Soy mucho más bella yo —continuó—, y no comprendo por qué es usted más amable con ella.

—¿Puedo atreverme a creer que está usted celosa? —¡Oh, no sea usted vanidoso!

—Otra esperanza destruida. Si yo soy más amable con la señora Wilkes es porque lo merece. Es una de las pocas personas buenas, sinceras y desinteresadas que he conocido. Quizás usted no haya notado estas cualidades. Por otra parte, a pesar de su juventud, es una de las pocas grandes señoras a las que he tenido la suerte de acercarme. —¿Quiere usted decir que yo no soy una gran señora? —Me parece que quedamos de acuerdo en que no era usted del todo una señora en nuestro primer encuentro.

—¡Oh, qué odioso y descortés es usted al hablarme de ello! ¿Cómo puede culparme por un momento de cólera infantil? Ha pasado tanto tiempo que desde entonces me he convertido en una señora; ya lo habría olvidado si usted no me lo hiciese recordar continuamente.

—No creo que fuese cólera infantil ni que haya cambiado. Es usted tan capaz ahora como antes de estrellar un florero si no obtiene lo que desea. Pero, como de costumbre, lo obtiene. Y ahora no tiene necesidad de destruir los objetos.

—¡Dios, cómo es usted…; quisiera ser un hombre! Me batiría con usted en duelo… y…

—Y moriría por su culpa. Hago blanco a los cincuenta metros. Pero mejor es que se sirva de sus armas: hoyuelos en la cara, floreros y otras parecidas.

—Es usted un granuja.

—¿Espera usted verme enfurecer por esto? Me desagrada causarle una desilusión. No podrá hacerme enfadar dándome títulos que me pertenecen. Seguro, soy un granuja, ¿por qué no? Estamos en un país libre, y un hombre puede ser un bribón, si eso le acomoda. Son sólo los hipócritas como usted, querida señora (negros de corazón y que tratan de esconderlo), los que se enojan cuando se los llama por su verdadero nombre.

Frente a su sonrisa tranquila y a sus palabras punzantes, Scarlett permanecía desorientada. Sus acostumbradas armas a base de burla, frialdad e impertinencia se mellaban en sus manos, porque nada de cuanto ella podía decir conseguía herirle. Sabía por experiencia que el embustero es el más ardiente defensor de la propia sinceridad, el cobarde del propio valor, el villano de la propia calidad de señor y el bribón del propio honor. Pero con Rhett no rezaba nada de eso. El lo admitía todo y reía incitándola a decir más aún.

Rhett fue y volvió muchas veces en aquellos meses, llegando sin avisar y partiendo sin despedirse. Scarlett no supo nunca con precisión qué negocios le llevaban a Atlanta, porque pocos comandantes de su clase creían oportuno alejarse tanto de la costa. Descargaban sus mercancías en Charleston o en Wilmington, donde iban a recibirles innumerables negociantes y especuladores del Sur que compraban al contado los géneros importados. Le hubiera agradado saber que él hacía aquellos viajes sólo por verla; pero a pesar de su enorme vanidad se resistía a creer esta suposición. Si él le hubiese hecho un poco la corte, si se hubiese mostrado celoso de los hombres que siempre andaban a su alrededor, si hubiese tratado alguna vez de retener sus manos entre las suyas o le hubiese pedido un retrato o un pañuelo para conservar en recuerdo, ella habría triunfado viéndolo rendido ante sus gracias. Pero él permanecía indiferente y parecía que no se dejaba arrastrar por sus maniobras para postrarle de rodillas.

Cuando Rhett llegaba a la ciudad, entre todas las mujeres surgía un vivo murmullo. No sólo Butler interesaba por la aureola romántica que le daba el hecho de atravesar con grave riesgo el bloqueo yanqui, sino que era también un elemento atrayente por su mala reputación. Cada vez que las señoras de Atlanta hablaban de él, esta reputación se hacía peor, lo que le daba mayor fascinación ante las muchachas. Inocentes en su mayor parte, ellas no sabían con precisión en qué se fundaba tal reputación; pero sabían que una joven no estaba segura con él. Era extraño que, no obstante, ni siquiera hubiera besado nunca la mano de una muchacha desde que vino a Atlanta por primera vez. Eso le hacía aún más misterioso y excitante.

Era el hombre del que se hablaba más, si se excluían los héroes del Ejército. Todos sabían que había sido expulsado de West Point por la bebida y por «asuntos de faldas». El terrible escándalo de la muchacha de Charleston comprometida y del hermano muerto era del dominio público. Cartas de Charleston informaron después que su padre, señor anciano y simpático, dotado de una voluntad férrea, le había echado de casa sin un céntimo, a los veinte años, y había borrado su nombre de la Biblia familiar. Después de esto, se marchó a California, con los buscadores de oro, en 1849, y después a América del Sur y a Cuba; los informes que se tenían de sus actividades en los diferentes países no eran muy respetables. Riñas por causa de mujeres, homicidios, contrabando de armas en América Central y, lo que era peor de todo, actividades de jugador profesional; todo esto había en su carrera, según se decía en Atlanta.

No existía familia en Georgia que no tuviese por lo menos un miembro jugador, el cual perdía sobre el tapete verde dinero, casas, tierras y esclavos. Sin embargo, la cosa era diferente. Se podía jugar hasta el último céntimo y seguir siendo un caballero; pero un jugador de profesión no podía ser más que un descastado.

Si no hubiese sido por las condiciones particulares del tiempo de guerra y por sus servicios al gobierno de la Confederación, Rhett Butler no habría sido jamás recibido en Atlanta. Pero hoy, hasta los más remilgados comprendían que el patriotismo exigía olvidarse de ciertas cosas. Los más sentimentales sostenían que la oveja descarriada de los Butler se había arrepentido y trataba de expiar sus culpas. Así, las señoras afirmaban que era un deber animarle a seguir el buen camino. Por otra parte, todas sabían que el destino de la Confederación reposaba tanto en la habilidad de los navios que eludían el asedio yanqui como en los soldados que estaban en el frente.

Se decía que el capitán Butler era uno de los mejores pilotos del Sur, siempre dueño de sus propios nervios. Criado en Charleston, conocía todos los estuarios, ensenadas, bahías y bajíos de la costa de Carolina y estaba como en su casa en las aguas de Wilmington. No había perdido nunca un barco ni se había visto obligado a arrojar al mar un cargamento. Al estallar la guerra había surgido de la oscuridad con bastante dinero para comprar un bergantín veloz. Ahora, ganando en cada cargamento el dos mil por ciento, era propietario de cuatro barcos. Éstos zarpaban de Charleston y de Wilmington durante las noches oscuras, llevando algodón para Nassau, Inglaterra y Canadá. Las fábricas de hilatura inglesas estaban paradas y los operarios morían de hambre; el que conseguía burlar el bloqueo yanqui podía después pedir el precio que quisiera en Liverpool. Las naves de Rhett eran afortunadas y conseguían traer, a la vuelta, los materiales que el Sur tanto necesitaba. Sí, las señoras creían que se podían perdonar muchas cosas a un hombre tan hábil y valiente.

Era una figura notable, que todos se volvían a mirar. Gastaba con largueza, montaba un semental negro y llevaba siempre trajes a la última moda y de corte perfecto. Esto habría bastado para llamar la atención de todos, porque los uniformes de los soldados estaban sucios y mal cortados, y los paisanos, más cuidadosos, mostraban en sus trajes hábiles remiendos. Scarlett no había visto nunca pantalones tan elegantes, de color tostado, de cuadritos o a rayas. Sus chalecos eran una maravilla, especialmente el de seda blanco bordado con florecitas rosa.

Y llevaba estos atuendos exquisitos con aire indiferente, como si no advirtiese su elegancia.

Pocas mujeres se resistían a su fascinación cuando sentía deseos de ejercitarla, y, finalmente, también la señora Merriwether se sometió y le invitó a la cena dominical.

Maybelle debía casarse con Picard durante el próximo permiso de éste y lloraba cada vez que pensaba en ello, porque se le había metido en la cabeza que tenía que casarse de raso blanco y en toda la Confederación no había ni un centímetro de tal raso. Ni podía hacerse prestar el vestido, porque los de novia de antaño habían sido transformados en banderas de combate. En vano la señora Merriwether trataba de convencerla de que la lana tejida a mano era el traje ideal para una confederada. Maybelle quería raso. Estaba dispuesta a renunciar a las horquillas, a los botones, a los zapatos bonitos, a los dulces y al té por amor a la Causa, pero quería que fuera de raso su traje de novia.

Rhett, enterado de esto por Melanie, trajo de Inglaterra metros y metros de magnífico raso blanco y un velo de encaje, que dio a Maybelle como regalo de boda. Lo hizo con tal cortesía, que no fue posible ni siquiera intentar pagárselo, y Maybelle se sintió tan feliz que le faltó poco para besarlo.

La señora Merriwether se dio cuenta de que un regalo tan costoso, y especialmente un regalo para vestir, no era correcto; pero no encontró modo de rechazarlo cuando Rhett le dijo, con lenguaje florido, que nada era demasiado bello para vestir a la esposa de un héroe. La señora le invitó a cenar, convencida de pagar largamente el regalo con esta concesión.

Además de traer el tejido, Butler dio a Maybelle magníficos consejos para la confección del vestido. Los miriñaques se llevaban en París más anchos aquel año y las faldas más cortas. No ya adornadas de volantes, sino recogidas con festones que dejaban ver las enaguas bordadas. Dijo también que en la calle no había visto pantalones largos de lencería, por lo que se imaginaba que no se llevaban ya. La señora Merriwether dijo después a la señora Elsing que temía que, de animarle, él hubiera contado qué clase de ropa interior llevaban las parisinas.

Si no hubiese sido un tipo tan viril, su habilidad para recordar los detalles de los vestidos de señora habría hecho pensar que era un afeminado. Las señoras sentían cierto reparo en hacerle preguntas concernientes a la moda, pero le asediaban igualmente, aisladas como estaban del mundo de la elegancia, porque muy pocos libros y revistas pasaban el bloqueo. Por eso, Rhett era un magnífico sustituto del Godeys para las señoras, y cada vez que llegaba era el centro de los grupos femeninos, a los que refería que las cofias eran más pequeñas y colocadas más en alto, que se adornaban de plumas y no de flores, que la emperatriz de Francia había abandonado el chignon para la noche y llevaba los cabellos recogidos en alto mostrando las orejas, y que los escotes eran de nuevo escandalosamente bajos.

Durante unos meses, él fue el individuo más popular y romántico de la ciudad, a pesar de su precedente reputación y a pesar de las voces que corrían de que se dedicaba no sólo a los transportes, sino también a la especulación de víveres. Los que sentían antipatía por él decían que, después de cada viaje suyo a Atlanta, los precios aumentaban unos cinco dólares. A pesar de estos comadreos, él habría conservado su popularidad si hubiese considerado que valía la pena. A veces parecía que, después de haber buscado la compañía de los ciudadanos serios y patriotas y haberse conquistado su respeto y su simpatía, algo perverso en su interior le obligaba a obrar de forma que los ofendiese, haciéndoles ver que su conducta era sólo una máscara y que nada le divertía más que proceder así.

Daba la impresión de que despreciaba todo y a todos en el Sur, especialmente a la Confederación, sin tomarse la molestia de ocultarlo. Fueron sus observaciones sobre la Confederación las que hicieron que le mirasen con estupor, después con frialdad y finalmente con ardiente irritación. Los hombres se inclinaban ante él con estudiada frialdad y las mujeres atraían a sus hijas a su lado cuando él aparecía en alguna reunión.

Y se habría dicho que no sólo le agradaba ofender a los sinceros y ardientes habitantes de Atlanta, sino que procuraba presentarse bajo el peor aspecto posible. Cuando le cumplimentaban por su valor al burlar el bloqueo, solía decir que cuando se hallaba en peligro tenía siempre miedo, miedo como los bravos muchachos que estaban en el frente. Todos sabían que no, que jamás había habido un soldado miedoso en la Confederación; y por eso sus afirmaciones eran singularmente irritantes. Y cuando alguna mujercita, tratando de coquetear, le agradecía lo que hacía por ellas llamándole «héroe», él se inclinaba respondiendo que no valía la pena, pues habría hecho lo mismo por las mujeres yanquis si se hubiese tratado de ganar la misma cantidad. Desde la primera noche que vio a Scarlett en la rifa de beneficencia, Rhett siempre le manifestó tales ideas; pero ahora, con cualquiera que hablase, había en su conversación un ligero matiz de mofa. Y repetía con satisfacción que si hubiese podido ganar otro tanto en otras cosas, por ejemplo con los contratos del Gobierno, habría abandonado los peligros del bloqueo y habría vendido a la Confederación telas de baja calidad, azúcar mezclado con arena, harina pasada y cuero deteriorado. A muchas de sus observaciones era imposible responder. Corrían rumores escandalosos acerca de los contratos del Gobierno. En sus cartas, los soldados del frente se lamentaban de que los zapatos no duraban más que una semana, de que la pólvora no valía nada y de que los arreos de los caballos se caían a pedazos, de que la carne no se podía comer y de que la harina contenía gorgojos. Los habitantes de Atlanta trataban de persuadirse de que quienes vendían al Gobierno géneros semejantes eran gentes de Alabama, de Virginia, de Tennessee, pero no de Georgia. ¿No pertenecían a las mejores familias los georgianos que tenían contratos de abastecimiento? ¿Y no habían sido de los primeros en suscribirse en favor de los hospitales? La ira contra estos aprovechados no se había despertado aún y las palabras de Rhett se interpretaban sólo como una prueba de su maldad.

No sólo ofendía éste a la ciudad acusando de venalidad a los que ocupaban buena posición y de cobardía a los hombres que estaban en la guerra, sino que se divertía en poner en evidencia a dignos ciudadanos. No podía resistir la tentación de punzar la hipocresía, la presunción y el flamante patriotismo de los que le rodeaban, como un muchacho no puede resistirse a pinchar un globito. Y lo hacía con tal gracia y tan fina sutileza que sus víctimas no estaban nunca seguras de lo que había sucedido hasta que quedaban en ridículo.

Scarlett no se hacía ilusiones acerca de aquel hombre. Ella conocía la falta de sinceridad de sus rebuscadas galanterías y sus madrigales floridos. Sabía que recitaba el papel del heroico burlador del bloqueo únicamente porque esto le divertía. A veces le parecía que Rhett era uno de los muchachos del condado junto a los que había crecido; pero, bajo la aparente ligereza de Rhett, ella sentía que había algo malicioso, casi siniestro, en su suave brutalidad.

Aunque se diese cuenta de su impostura, también Scarlett prefería verle en el papel romántico del vencedor del cerco. Esto, por lo pronto, justificaba en cierto modo su cordialidad para con él. Por eso se enfadó muchísimo cuando él dejó caer la máscara; le pareció que una parte de las críticas contra aquel hombre recaían sobre ella.

Fue en la reunión musical de la señora Elsing, a beneficio de los convalecientes, donde Rhett confirmó su definitivo ostracismo. Aquel día, la casa de Elsing estaba llena de soldados con permiso, de miembros de la Guardia Nacional y de la Milicia Unificada; de señoras casadas, viudas y muchachas. La gran copa de vidrio grabado que el mayordomo de los Elsing tenía entre las manos, junto a la entrada, se había llenado ya dos veces de monedas de plata: la oferta individual de todos los asistentes. Esto representaba ya un éxito, porque cada dólar de plata valía sesenta dólares en papel.

Todas las jóvenes un poco enteradas de música habían tocado y cantado, y en los cuadros vivientes se escucharon calurosos aplausos. Scarlett estaba muy contenta de sí misma, porque no sólo había cantado con Melanie el conmovedor dúo Cuando en las flores brilla el rocío, sino que había sido elegida para representar, en último lugar, el cuadro del Espíritu de la Confederación. Había estado fascinadora, vestida con una túnica de muselina blanca adornada de rojo y azul, con la bandera en una mano, mientras que con la otra tendía al capitán Carey Ashburn, de Alabama, arrodillado ante ella, el sable de empuñadura dorada que perteneciera a Charles y a su padre.

Terminado el cuadro, buscó los ojos de Rhett para ver si éste había apreciado su exhibición y vio con una sensación de despecho que él estaba inmerso en una discusión y probablemente ni la había advertido. Por las caras de los que le rodeaban, ella comprendió que estaban furiosos por lo que Butler estaba diciendo.

Scarlett se abrió paso entre la multitud y, en uno de aquellos extraños y pesados silencios que a veces se producen en una reunión, oyó a Willie Guiñan, de la Milicia, decir simplemente:

—¿Debo interpretar que usted opina que la Causa por la que han caído nuestros héroes no es sagrada?

—Si usted fuese atropellado por un tren en marcha, su muerte no santificaría a la compañía ferroviaria, ¿verdad? —replicó Rhett; y su tono parecía pedir humildemente una información.

—Señores —la voz de Willie temblaba—, si no estuviese bajo este techo…

—Tiemblo sólo al pensar lo que ocurriría —respondió Rhett—. Porque la valentía de usted es bien conocida.

Willie se puso rojo y todas las conversaciones cesaron. Todos estaban turbados. Willie estaba sano y fuerte y en edad militar y sin embargo no había ido al frente. Era hijo único, eso era cierto; y, después de todo, hacía falta que alguien se quedase en casa para proteger al Estado. Pero cuando Rhett habló de su valor hubo risitas burlonas por parte de los oficiales y convalecientes.

«Pero ¿por qué no callará? —pensó Scarlett, indignada—. ¡Estropea toda la velada!»

Las cejas del doctor Meade se fruncían amenazadoras.

—Para usted, joven, no hay nada sagrado —empezó con la voz que usaba en sus discursos—. Pero para los patriotas del Sur, hombres y mujeres, hay muchas cosas sagradas. Una de ellas es la de libertar a nuestro país de los usurpadores; otra es el derecho de los Estados y… Rhett tenía un aire de desprecio.

—Todas las guerras son sagradas —replicó— para los que deben hacerla. Si los que empiezan una guerra no la declarasen sagrada, ¿quién sería tan bobo que fuese a combatir? Pero, digan lo que quieran los oradores a los idiotas que van a hacerse matar, cualquiera que sea el noble fin que le asignen a la guerra, la razón de ésta es siempre una sola: el dinero. Todas las guerras no son más que cuestión de cuartos. Pero poca gente se da cuenta de ello. Sus oídos están demasiado llenos de toques de trompetas y redobles de tambores y de bellas palabras de los oradores que se quedan en casa. A veces, el grito de guerra es: «¡Liberemos el sepulcro de Cristo de los infieles!»; otras veces «¡Abajo el papado!», «¡Libertad!»; a veces «¡Algodón, esclavitud, derechos de los Estados!».

«¿Qué diablos dice del Papa? —se preguntó Scarlett—. ¿Y del sepulcro de Cristo?»

Mientras intentaba acercarse al grupo, vio a Rhett inclinarse secamente y marchar hacia la puerta. Intentó unirse a él, pero la señora Elsing la cogió de la falda.

—¡Déjalo ir! —le dijo con una voz clara que retumbó en la sala un momento silenciosa—. ¡Es un traidor y un especulador! ¡Es una serpiente que hemos alimentado en nuestro seno!

Rhett, en la antesala y con el sombrero en la mano, oyó lo que se pretendía que oyese y se volvió para examinar un instante el salón. Miró impertinentemente el pecho liso de la señora Elsing, sonrió y, haciendo otra inclinación, salió.

La señora Merriwether volvió a casa en el coche de tía Pittypat; apenas las cuatro señoras estuvieron sentadas, exclamó:

—¡Ya lo ha visto, Pittypat Hamilton! ¡Espero que estará satisfecha!

—¿De qué? —preguntó Pittypat en tono aprensivo.

—De la conducta de ese miserable Butler, al que ustedes han protegido.

Pittypat se agitó, harto nerviosa para recordar a la señora Merriwether que Butler había sido también su invitado en varias ocasiones. Scarlett y Melanie lo pensaron, pero por respeto a las personas mayores se abstuvieron de hacer la observación. Así, se entretuvieron en mirar sus propias manos semicubiertas por los mitones.

—Nos ha insultado a todos y ha insultado también a la Confederación —continuó la señora Merriwether, y su abundante seno jadeaba violentamente bajo la brillante guarnición de pasamanería de su corpiño—. ¡Decir que combatimos por el dinero! ¡Que nuestros jefes nos han mentido! Es menester meterlo en la cárcel. Sí: hablaré de esto con el doctor Meade. ¡Si estuviese vivo el señor Merriwether, ya se las vería con él! Ahora, Pittypat Hamilton, óigame: ¡no debe permitir más que ese granuja entre en su casa!

—¡Oh! —dijo Pittypat, turbada y mirando con impotencia a las dos muchachas, que tenían los ojos bajos, y después la espalda rígida del tío Peter. Sabía que éste escuchaba todo lo que se decía y esperaba que se volviese para tomar parte en la conversación, como hacía de costumbre. Pero éste no se movió. Pittypat sabía que el viejo negro no le tenía simpatía a Butler. Entonces suspiró y murmuró:

—Si usted cree, Dolly…

—Lo creo —respondió con firmeza la señora Merriwether—. Además, no sé qué fue lo que la empujó a recibirlo. Pero después de la mañana de hoy no habrá en toda la ciudad una casa honorable que quiera acogerlo. Tenga un poco de sentido común y prohíbale que vaya a su casa.

Echó a las muchachas una mirada penetrante.

—Espero que ustedes dos tendrán en cuenta mis palabras —continuó—, porque en parte es culpa suya. Han sido demasiado amables con él. Ahora deben decirle cortés pero firmemente que su presencia y sus discursos antipatrióticos les son igualmente desagradables.

Scarlett estaba furiosa, pronta a encabritarse como un caballo que siente sus bridas tocadas por un extraño. Pero no se atrevió a hablar por temor a que la señora Merriwether escribiese otra carta a su padre.

«¡Vieja chismosa! —pensó, roja de contenida ira—. ¡Qué alegría sería poderte decir lo que pienso de ti y de tu manera de obrar!»

—Nunca creí oír semejantes palabras en contra de nuestra Causa —prosiguió la señora Merriwether—. Y si supiera que alguna de ustedes dos hablaba otra vez con él… Por el amor de Dios, Melanie, ¿qué tienes?

Melanie estaba pálida y sus ojos parecían inmensos.

—Continuaré hablándole —dijo en voz baja—. No seré descortés con él. No le prohibiré que venga a mi casa.

La señora Merriwether pareció sofocarse, tía Pittypat abrió la boca y el tío Peter se volvió a mirar.

«¿Por qué no he tenido yo el valor de decir eso? —pensó Scarlett con una sensación de envidia mezclada con admiración—. ¿Cómo es posible que esa insignificancia tenga valor para rebelarse contra la vieja Merriwether?»

Las manos de Melanie temblaban, pero ella continuó de prisa, como si tuviese miedo a que se le terminase la audacia.

—No seré descortés con él por lo que ha dicho, porque… No ha debido decirlo en alta voz…; ha sido imprudente, pero… es lo mismo que piensa Ashley. Yo no puedo negar mi casa a un hombre que piensa como mi marido. Sería una injusticia.

La señora Merriwether tomó aliento y replicó:

—¡Melanie Hamilton! ¡No he oído nunca semejante mentira! Ninguno de los Wilkes ha sido nunca un cobarde.

—No he dicho que Ashley sea cobarde. —Los ojos de Melanie empezaron a relampaguear—. He dicho que él piensa lo mismo que el capitán Butler, sólo que lo expresa con diferentes palabras. Y no va a las reuniones a decirlo, creo yo. Pero a mí me lo ha escrito.

La conciencia de Scarlett le remordió unos instantes al tratar de recordar qué era lo que había escrito Ashley. La mayor parte de lo que había leído se le había borrado de la memoria. Entonces pensó que Melanie había perdido la cabeza.

—Ashley me ha escrito que no deberíamos luchar contra los yanquis y que hemos sido engañados por los hombres de Estado, que nos han contado un montón de disparates —continuó Melanie rápidamente—. Y ha dicho que nada en el mundo vale el daño que nos producirá esta guerra.

«¡Ah! —pensó Scarlett—. ¡Es aquella parte…! ¿Y era eso lo que quería decir?»

—No lo creo —replicó la señora Merriwether—. Tú has interpretado mal sus palabras.

—Yo comprendo perfectamente a Ashley —rebatió Melanie tranquila, aunque sus labios temblasen—. Él quiere decir lo que el capitán Butler, pero de otro modo.

—¡Deberías avergonzarte de comparar a un hombre como Ashley Wilkes con un granuja como el capitán Butler! ¡Quizá pienses tú también que la Causa no representa nada!

—Yo… no sé lo que pienso —dijo Melanie incierta, mientras su ardor la abandonaba y una especie de pánico se apoderaba de ella—. Moriría por la Causa… y también Ashley. Pero… quiero decir… que estos pensamientos los dejo para los hombres, que saben más.

—¡No he oído nunca una cosa igual! ¡Deten el coche, tío Peter, estamos en mi casa!

El tío Peter, ocupado en escuchar la conversación, pasaba de largo ante la casa de la señora Merriwether. Ésta descendió, mientras las cintas de su cofia se agitaban como velas en la tempestad.

—Os arrepentiréis de eso —dijo.

Tío Peter fustigó el caballo.

—Debieran avergonzarse de poner a la señorita Pitty en este estado —reprendió a las dos jóvenes.

—No estoy alterada —respondió Pittypat ante el estupor de todos, porque generalmente se desmayaba por mucho menos—. Melanie, tesoro, sé que has querido defenderme, y estoy contentísima de ver que alguien ha humillado a Dolly. ¿Cómo has tenido tanto valor? ¿Crees que has hecho bien en decir eso de Ashley?

—¡Es la verdad! —exclamó Melanie; y empezó a llorar suavemente—. Y no me avergüenzo de decir que él piensa así. Él cree que la guerra es una equivocación, pero está dispuesto a combatir y a morir, y para esto es necesario tener más valor que cuando se combate por algo que se cree justo.

—No llore, señora Melanie. Estamos en la calle Peachtree —gruñó el tío Peter, aligerando el paso del caballo—. La gente está dispuesta a murmurar. Espere a llegar a casa.

Scarlett no habló. Ni siquiera estrechó la mano que Melanie había puesto en la suya para encontrar alivio. Ella había leído cartas de Ashley con un solo objeto: para asegurarse de que éste la amaba aún. Ahora Melanie había dado un nuevo significado a ciertos párrafos de las cartas que Scarlett apenas había observado. Le desagradaba pensar que alguien tan perfecto como Ashley pudiese tener pensamientos en común con un reprobo como Rhett Butler. Di jóse: «Ambos ven la verdad en esta guerra; pero Ashley está dispuesto a morir y Rhett no. Me parece que esto demuestra el buen sentido de Rhett.» Se detuvo un momento, horrorizada de haber tenido semejante pensamiento a costa de Ashley. «Ambos ven la misma desagradable verdad; pero a Rhett le gusta mirarla de frente e irritar al público hablando de ella, mientras que Ashley no puede soportar su vista.»

Éste era un asunto muy curioso.