Una tarde de la semana siguiente, Scarlett volvió del hospital rendida e indignada. Estaba rendida por haber permanecido de pie toda la mañana, e irritada porque la señora Merriwether la regañó por haberla visto sentada en la cama de un soldado mientras le vendaba el brazo herido. Tía Pittypat y Melanie, con sus mejores cofias, esperaban bajo el pórtico junto a Wade y Prissy, listas para efectuar su ronda semanal de visitas. Scarlett les rogó que la excusasen si no las acompañaba y subió a su habitación.
Desvanecido el ruido del coche, cuando estuvo segura de que la familia se había alejado, entró en la habitación de Melanie y giró la llave en la cerradura. Era un cuartito sencillo y virginal, silencioso y templado por la irradiación del sol de la tarde. El suelo estaba limpio y desnudo, a excepción de alguna alfombra de colores vivos, y las paredes blancas y sin adornos, salvo en un rincón en el cual Melanie había erigido una especie de altar.
Bajo una bandera de la Confederación estaba colgado un sable de empuñadura dorada, el sable usado por el padre de Melanie durante la güera mexicana, el mismo que Charles se llevó al partir para la guerra. También la banda y el cinturón de este último estaban colgados en la pared, con la pistola en la funda. Entre la espalda y la pistola había un daguerrotipo de Charles, muy rígido y orgulloso en su uniforme gris, con grandes ojos negros que parecían brillar en el cuadro y una tímida sonrisa en los labios.
Scarlett ni siquiera miró al retrato; pero atravesó la habitación sin vacilar hasta la mesita de junto a la cama, sobre la que había una caja cuadrada de palo rosa que contenía un servicio de escritorio. De ésta cogió un paquete de cartas, atadas con una cinta azul, escritas por Ashley a Melanie. Encima de todas estaba la que llegó aquella mañana: fue ésta la que la joven abrió.
El día en que había desplegado la primera de aquellas cartas, que Scarlett se atrevía a leer a escondidas, sintió tales remordimientos de conciencia y un miedo tan grande a ser descubierta que le temblaron las manos. Ahora, su conciencia, nunca excesivamente escrupulosa, se había embotado con la repetición de la falta; hasta el temor de ser descubierta había desaparecido. A veces pensaba, con el corazón oprimido: «¡Qué diría mamá si lo supiese!»
Sabía que Ellen preferiría verla muerta antes que saberla culpable de semejante deshonor. Al principio, esto la turbó, porque ella deseaba aún parecerse a su madre. Pero la tentación de leer las cartas era muy grande, y así expulsó de sí el pensamiento de Ellen. Desde hacía algún tiempo, había aprendido a decirse: «Ahora no quiero pensar en esta cosa fastidiosa. Pensaré en ella mañana.» Al día siguiente, o el pensamiento no le acudía ya, o estaba tan atenuado por el tiempo transcurrido que no valía la pena volver a él. Y, así, también la lectura de las cartas de Ashley no le pesaba mucho en la conciencia.
Melanie era siempre generosa con las cartas de su marido: leía buena parte de ellas en voz alta a tía Pitty y a Scarlett; pero lo que atormentaba a esta última y la arrastraba a leer a hurtadillas el correo de su cuñada era la parte que permanecía ignorada. Tenía necesidad de saber si Ashley, después de haberse casado, había llegado a amar a su mujer. O si lo fingía. ¿Quién sabe si le escribía palabras tiernas? ¿Qué sentimientos le expresaba? Sacó la carta con cuidado. Las primeras palabras, «querida esposa», la hicieron respirar con alivio. No la llamaba «amor mío» ni «tesoro». «Querida esposa: me has escrito diciéndome que temías que te escondiese mis verdaderos pensamientos, y me preguntabas qué es lo que en estos últimos tiempos ocupaba mi mente.»
«¡Santísima Virgen! —pensó Scarlett aterrorizada—. ¡Esconder sus verdaderos pensamientos! ¡Es posible que Melanie lea en su corazón! ¿O leerá en el mío? Sospecha quizá que él y yo…»
Sus manos temblaban de terror, pero al leer el párrafo siguiente se calmó.
«Querida esposa, si te he escondido algo ha sido porque no quería añadir a tus preocupaciones por mi salud física las de mi tormento espiritual. Pero no puedo esconderte nada porque tú me conoces muy bien. No tengas miedo; no he sido herido ni he estado enfermo. Tengo bastante que comer, y también un lecho para dormir. Para un soldado es demasiado. Pero pienso mucho, Melanie, y quiero abrirte mi corazón.
»En estas noches de estío, permanezco despierto mientras todo el mundo duerme, y miro las estrellas preguntándome: ¿por qué estás aquí, Ashley Wilkes? En realidad, ¿por qué causa combates?
»No es ciertamente por el honor y la gloria. La güera es una cosa fea, y a mí las cosas feas no me gustan. No soy un soldado, y tampoco quiero buscar la fama en la boca de un cañón. No obstante, estoy en la guerra: bien sabe Dios que nunca he deseado otra cosa que ser un nombre estudioso y un hidalgo aldeano. Las trompetas no me hacen bullir la sangre y los tambores no me excitan; veo muy claramente que hemos sido arrastrados por nuestra arrogancia meridional que nos ha llevado a creer que uno de nosotros podía abatir una docena de yanquis, y que su majestad el algodón podía gobernar el mundo. También nos han ofuscado las palabras, frases, prejuicios y odios que salían de la boca de los que estaban en el poder, de aquellos hombres por los que sentíamos respeto y reverencia; palabras como: “su majestad el algodón”, “esclavitud”, “derechos de los Estados”, “malditos yanquis”.
»Así, cuando estoy tendido mirando las estrellas, me pregunto: ¿por qué combato? Y pienso en los derechos de los Estados, en el algodón, en los negros y en los yanquis, a los que nos han enseñado a odiar, y sé que ninguna de éstas es la razón por la que combatimos. Otras veces veo Doce Robles y recuerdo el claro de luna a través de las blancas columnas, el divino aspecto de las magnolias y las rosas que trepaban sombreando el pórtico aun en los días calurosos. Y veo a mamá sentada cosiendo como cuando era niño. Oigo a los negros que volvían cantando de los campos en el crepúsculo, cansados y dispuestos para la cena, y el crujir de la garrucha cuando el caldero descendía en el pozo fresco, y después veo la larga carretera hasta el río, a través de los campos de algodón, y la niebla que se alza en la llanura al ocaso. Es por esto por lo que estoy aquí, yo, que no amo la muerte, ni la desgracia, ni la gloria, y no odio a nadie. Quizás esto sea lo que se llama patriotismo, amor por la propia casa y por el propio país. Pero la cosa, Melanie, es más profunda. Todo cuanto he nombrado no es más que el símbolo por el que arriesgamos la vida, el símbolo de la clase de vida que amo. Combato por los viejos tiempos, por las viejas costumbres que amo tanto y que temo desaparezcan para siempre. Porque, venciendo o perdiendo, nosotros perderemos de todos modos.
»Si nosotros ganamos la guerra y nos quedamos con el reino del algodón de nuestros sueños, perderemos igualmente, porque nos habremos convertido en un pueblo diferente, y la antigua tranquilidad desaparecerá. El mundo vendrá a nuestras puertas a pedir algodón, y nosotros podremos dictar nuestros precios. Entonces temo que nos volveremos como los yanquis, a los cuales hoy criticamos su actividad para hacer dinero y su habilidad comercial. Y si perdemos, Melanie, si perdemos…
»No temo el peligro de ser cogido prisionero, herido o aun muerto, si la muerte debe llegar; pero temo que, una vez terminada la guerra, no volvamos ya a los tiempos antiguos. No sé lo que nos traerá el futuro, pero ciertamente no podrá ser tan bello como el pasado. Miro a los muchachos que duermen junto a mí y me pregunto si los gemelos o Alex o Cade tienen los mismos pensamientos. Quién sabe si ellos son conscientes de que combaten por una causa que está perdida desde que sonó el primer tiro. Pero no creo que lo piensen; así serán felices.
»No preveía esta vida para nosotros cuando te pedí en matrimonio. Pensaba en la vida de Doce Robles, tranquila, fácil, inmutable, como siempre. Nosotros nos asemejamos, Melanie, porque amamos las mismas cosas; veía ante nosotros una larga serie de años exentos de acontecimientos, dedicados a leer, a oír música y a soñar. ¡Pero nunca pensé en esto! ¡No en este trastorno, esta sangre y este odio! Ni los derechos de los Estados, ni los esclavos, ni el algodón, merecen esto. Nada merece lo que está sucediendo y lo que aún puede suceder, porque, si los yanquis vencen, el futuro será un increíble horror.
»No debería escribir esto, ni siquiera pensarlo. Pero tú me has preguntado qué sentía en el corazón; y éste está lleno del temor a la derrota. ¿Te acuerdas que en el banquete, el día en que fue anunciada nuestra boda, un tal Butler suscitó casi una pelea por sus observaciones sobre la ignorancia de los sudistas? ¿Te acuerdas que los gemelos querían matarle porque dijo que teníamos pocas fundiciones, pocas fábricas, pocos navios, arsenales e industrias mecánicas? ¿Te acuerdas cuando dijo que la flota yanqui podía ponernos un cerco tan estrecho que no lograríamos enviar fuera nuestro algodón? Tenía razón. Nosotros combatimos contra los nuevos fusiles yanquis con los mosquetones de la Guerra de Independencia; dentro de poco, el bloqueo será aún más severo y no dejará entrar ni las medicinas que necesitamos. Deberíamos haber escuchado a un cínico conocedor de la verdad, como Rhett Butler, en lugar de a hombres de Estado que hablaban… sin fundamento. En efecto, Rhett decía que el Sur no tenía nada con que iniciar la guerra, sino algodón y arrogancia. Nuestro algodón, hoy, no vale para nada, y nos queda solamente la arrogancia. Pero, a mi parecer, esta arrogancia es de un valor inconmensurable, y si…»
Scarlett dobló la carta atentamente sin terminar de leerla y la metió en el sobre, harto aburrida para continuar la lectura. Además, el tono de aquellas palabras y aquellos sosos discursos de derrota la deprimían. Después de todo, ella no leía las cartas para conocer las poco interesantes ideas de Ashley. Ya había tenido bastante con escucharle otras veces.
Lo único que ella deseaba saber era si Ashley escribía a su mujer cartas apasionadas. Hasta ahora, no las había escrito. Había leído todas las que estaban en la caja, y ninguna de ellas contenía una frase que un hermano no pudiera escribir a su hermana. Eran afectuosas, humorísticas, prolijas; pero ciertamente no había recibido cartas de un enamorado. Scarlett había recibido muchas cartas ardientes de amor, y podía reconocer a primera vista la auténtica nota de la pasión. Y esta nota faltaba. Como siempre después de sus secretas lecturas, experimentó una sensación de profunda satisfacción, sintiéndose segura de que Ashley la amaba aún. Le asombraba que Melanie no se diese cuenta de que su marido la quería como se podía querer a una amiga. Evidentemente, no observaba lo que faltaba en aquellas misivas. Melanie no había recibido nunca cartas de amor y por lo tanto no podía comparar.
«¡Qué cartas tan sosas! —pensó Scarlett—. Si mi marido me hubiese escrito estas tonterías, ya le habría dicho yo lo oportuno. Hasta Charles escribía cartas mejores que éstas.»
Repasó las cartas y recordó su contenido, rememorando fechas. Ninguna de ellas contenía descripciones amorosas; eran como las que Darcy Meade escribía a sus padres, o como las que el pobre Dallas MacLure había escrito a sus hermanas solteronas, Faith y Hope. Los Meade y los MacLure leían orgullosamente estas cartas a todo el vecindario, y Scarlett hasta había sentido cierta sensación de vergüenza porque Melanie no tenía cartas de Ashley que pudiese leer en voz alta en las reuniones de costura.
Parecía que al escribir Ashley a Melanie olvidase la guerra y tratase de trazar, alrededor de ambos, un cerco mágico fuera del tiempo, alejando de sí todo lo que había sucedido desde que Fort Sumter se convirtiera en la comidilla del día. Hablaba de libros que él y Melanie habían leído, de canciones que habían cantado, de viejos amigos, de lugares que él había visitado en Europa. A través de las cartas había una melancólica nostalgia de Doce Robles: largas páginas dedicadas a evocar las frías estrellas de un cielo otoñal, los banquetes de cochinillo asado, las reuniones de pesca, las noches tranquilas bañadas en el claro de luna y la serena silueta de la vieja casa.
Ella volvió a pensar en las palabras de esta última carta: «¡Esto no!» Y le parecía el grito de un alma en pena delante de algo que no había querido y no tenía más remedio que afrontar. Pero, si Ashley no temía a las heridas y a la muerte, ¿cuáles eran sus temores? Completamente desprovista de sentido analítico, ella alejó de sí este pensamiento complejo.
«La guerra le fastidia… y él detesta las cosas que le fastidian. Por ejemplo, yo… Me amaba; pero tuvo miedo de casarse conmigo… Quizá temía que yo hubiese turbado su modo de pensar y de vivir. No; no fue precisamente miedo. Ashley no es cobarde. No puede serlo desde el momento en que fue citado en el orden del día y que aquel coronel Sloan escribió a Melanie una carta elogiosa por su valeroso comportamiento al llevar las tropas al asalto. Cuando se le mete una cosa en la cabeza, ninguno es más decidido y más valiente que él; pero… Vive dentro de sí en vez de vivir fuera y detesta ser arrastrado por el mundo… ¡Bah! No comprende. Si hubiese comprendido esto entonces, estoy segura de que se habría casado conmigo.»
Permaneció un instante estrechando las cartas contra su pecho y pensando con nostalgia en Ashley. Sus sentimientos hacia él no habían cambiado desde el día en que se enamoró. Era la misma primera emoción que la invadió aquel día (tenía catorce años) cuando bajo el pórtico de Tara le vio llegar a caballo y sonreírle, con los cabellos que brillaban al sol. Su amor era aún como el que una jovencita siente por un hombre que no llega a comprender; un hombre que poseía todas las cualidades que a ella le faltaban, pero que despertaban su admiración. Él era aún un Príncipe Azul soñado por una muchacha, la cual no pedía otro galardón por su amor que un beso.
Después de haber leído aquellas cartas, tuvo la seguridad de que Ashley la amaba a ella aunque se hubiese casado con Melanie; y esto era casi todo lo que Scarlett podía desear. Era aún muy joven. Si Charles, a pesar de su ineptitud y su embarazosa timidez, hubiese logrado despertar las venas profundas de pasión que estaban escondidas en ella, la jovencita no se hubiera limitado a desear en sus sueños sólo un beso. Pero las pocas noches pasadas con Charles no habían despertado sus emociones, y aún menos la habían madurado. Su marido no le enseñó qué cosa podía ser la pasión, la ternura, la verdadera intimidad del cuerpo y del espíritu.
La pasión le parecía a ella una esclavitud causada por una inexplicable locura varonil, no compartida por las mujeres; un proceso doloroso y molesto que conducía al penoso trance del parto. Eso no había sido una sorpresa para ella, porque, antes de la boda, Ellen le hizo comprender que el matrimonio es una cosa que las mujeres deben soportar con dignidad y firmeza: los susurrados comentarios con las otras mujeres, después de su viudez, le confirmaron esta idea. Scarlett estaba, pues, muy contenta de no tener ya nada que ver con la pasión y el matrimonio.
No tenía ya nada que ver con el matrimonio, pero con el amor sí, porque su amor por Ashley era diferente, era algo sagrado que le cortaba la respiración, una emoción que iba creciendo durante los largos días de silencio forzado y se alimentaba de recuerdos y esperanzas.
Suspiró al atar nuevamente la cinta alrededor del paquete y al ponerlo en su sitio. Entonces arrugó la frente, porque le vino a la imaginación la última parte de la carta, que se refería al capitán Butler. Era extraño que Ashley quedase impresionado por lo que aquel bribón dijera hacía un año. Indudablemente, el capitán Butler era un granuja, pero bailaba divinamente. Sólo un granuja podía decir lo que él dijo de la Confederación aquella noche en la rifa de beneficencia.
Se acercó al espejo y se alisó los cabellos, satisfecha de sí. Se sintió tranquilizada, como siempre que veía su piel de magnolia y sus ojos verdes, y sonrió para hacer aparecer los dos hoyuelos de sus mejillas. Arrojó de su mente al capitán Butler, recordando que a Ashley sus hoyuelos le gustaban mucho. Ningún remordimiento por amar al marido de otra o leer el correo de éste turbó su alegría de verse joven y bella y de sentirse segura del amor de Ashley.
Abrió la puerta y bajó rápidamente la sombría escalera de caracol, sintiéndose llena de júbilo. A mitad de la escalera empezó a cantar Cuando esta guerra cruel termine.