Scarlett, sentada junto a la ventana de su dormitorio en aquella mañana de verano, miraba desoladamente los coches y carrozas llenos de muchachas, de soldados y acompañantes que bullían alegremente a lo largo de la calle Peachtree a fin de coger ramas para decorar el local de la rifa que debía efectuarse aquella noche a beneficio de los hospitales.
La carretera roja tenía zonas de sol y de sombra bajo las ramas de los árboles, y el trotar de los caballos levantaba nubecitas de polvo bermejo. El coche que iba en cabeza llevaba cuatro robustos negros provistos de hachas para cortar los árboles de verdor perenne y romper las lianas que se retorcían sobre ellos. En la parte posterior de este coche había acumuladas cestas cubiertas de servilletas, canastas con víveres y una docena de melones. Dos de los negros llevaban una armónica y un banjo y tocaban una burlesca versión de Si os queréis divertir, venid a la caballería. Detrás de ellos venía la alegre cabalgata: muchachas con traje de algodón floreado, ligero chai, cofia y mitones para proteger la blancura de la piel; otras con pequeños quitasoles que se alzaban por encima de sus cabezas; señoras ancianas, plácidas y sonrientes entre las risas, las interpelaciones y las bromas de un coche a otro; convalecientes entre robustas acompañantes y gráciles muchachas que los cuidaban con grandes aspavientos; oficiales a caballo que iban a paso tranquilo a los lados de los coches; crujidos de ruedas, tintineo de espuelas, centelleo de alamares, agitar de quitasoles y de abanicos, cantos de negros. Todos recorrían la calle Peachtree para hundirse en el bosque y hacer una merienda y una comilona de melones. «Todos —pensó Scarlett— menos yo.»
Al pasar, la llamaban y le hacían señales de saludo, a las que ella trataba de responder de buen talante, cosa que le era difícil. En el corazón le había empezado un pequeño dolor sordo que subía poco a poco a la garganta, donde se le hacía un nudo, y el nudo se descomponía en lágrimas. Todos iban a la merienda menos ella. Todos irían aquella noche a la rifa y al baile menos ella. Es decir, menos ella, Pittypat, Melanie y las desgraciadas que estaban de luto. Pero parecía que a Melanie y a Pittypat la cosa no les importaba nada. No habían pensado siquiera en ir. Scarlett, por el contrario, lo había pensado, y deseaba ir; lo deseaba vehementemente.
No era justo. Había trabajado más que ninguna en preparar las cosas para la rifa. Había hecho medias y gorritos a la turca y cofias para los niños, zapatitos y encajes y bonitos cubiletes de porcelana pintada y vasitos de tocador. Había bordado media docena de cojines para divanes con la bandera de la Confederación (las estrellas eran un poco irregulares, ciertamente, algunas casi redondas, otras tenían seis o siete puntas, pero el efecto era bueno). El día anterior había trabajado hasta quedar cansadísima, en el viejo granero polvoriento de la armería, para tapizar de muselina amarilla, rosa y verde los mostradores alineados a lo largo de las paredes. Bajo la dirección de las señoras del comité hospitalario, el trabajo era difícil y de ningún modo divertido. No había diversión posible teniendo alrededor a las señoras Merriwether, Elsing y Whíting que daban órdenes como si tratasen con sus esclavos, y tenerlas que escuchar mientras se jactaban de que sus hijas estaban muy solicitadas. Para colmo, se quemó los dedos y le salieron dos ampollas al ayudar a Pittypat y a la cocinera a hacer pasteles para la rifa.
Ahora, después de haber trabajado como una jornalera, le tocaba retirarse cuando empezaba la diversión. No, no era justo que hubiese muerto su marido, que su niño chillara en la habitación de al lado y tener que permanecer alejada de cuanto era recreo. ¡Pensar que poco más de un año antes bailaba y llevaba vestidos claros en lugar de este negro fúnebre, y que coqueteaba con tres jóvenes! Ahora sólo tenía diecisiete años y sus pies tenían aún muchas ganas de brincar. ¡No, no era justo! La vida pasaba delante de ella, en el camino templado y soleado; la vida con los uniformes grises, las espuelas tintineantes, los vestidos de sedalina de flores y los banjos que sonaban. Trató de no sonreír ni de saludar con mucho entusiasmo a los hombres que conocía mejor, a los que había curado en el hospital, pero era difícil dominar los propios impulsos, difícil comportarse como si su corazón estuviese en la tumba… donde no estaba.
Sus saludos y sus señales fueron bruscamente interrumpidos por Pittypat, que entró en la habitación jadeando como siempre que subía la escalera y la apartó de la ventana sin ceremonias.
—Pero ¿te has vuelto loca, querida? ¡Saludar a los hombres desde la ventana de tu dormitorio! ¡Te aseguro, Scarlett, que estoy escandalizada! ¿Qué diría tu madre?
—Pero ellos no saben que es mi dormitorio.
—Se lo pueden imaginar y es lo mismo. No debes hacer estas cosas, cariño. Todos hablarían de ti y dirían que eres una descarada… De todos modos, la señora Merriwether sabe que es tu dormitorio.
—Y ciertamente esa gallina vieja lo dirá a los muchachos.
—¡Chit…! Dolly Merriwether es mi mejor amiga.
—¡Bah, una gallina vieja de todos modos! ¡Oh, Dios mío, perdóname, no llores! No había pensado que era la ventana de mi dormitorio… No lo haré más… Sólo me agradaba verlos marchar… Quisiera poder ir yo también.
—¡Scarlett!
—Sí, estoy cansada de estar en casa.
—Scarlett, prométeme que no dirás más estas cosas. ¡Figúrate las murmuraciones! ¡Dirían que no tienes respeto para la memoria del pobre Charles…!
—¡Pero no llores, tía!
—¡Oh, ahora también te he hecho llorar a ti…! —sollozó Pittypat, rebuscando el pañuelo en su bata.
Aquella minúscula pena subió finalmente a la garganta de Scarlett y ahora lloraba…; no, como creía Pittypat, por el pobre Charles, sino porque los últimos ecos de la risa y el estrépito de las ruedas iban desapareciendo. Melanie entró en la habitación con la frente arrugada y un cepillo en la mano, los cabellos negros, generalmente alisados con cuidado, libres de la redecilla y encrespados alrededor de su cara en una masa de rizos.
—¡Querida! ¿Qué ha sucedido?
—¡Charles! —sollozó Pittypat, abandonándose con alegría al placer del sufrimiento y escondiendo la cabeza en el hombro de Melanie.
—¡Oh…! —dijo Melanie, en tanto que al oír el nombre de su hermano su labio inferior empezaba a temblar—. Sé valiente, querida. No llores. ¡Oh, Scarlett!
Scarlett se tendió en la cama y sollozó con toda su fuerza. Sollozaba por su juventud perdida y por las alegrías que le estaban vedadas; sollozaba con la indignación y la desesperación de una niña que con las lágrimas obtuviera todo lo que quisiese. Pero ahora sabía que los sollozos no le servían para nada. Con la cabeza escondida entre las almohadas, lloraba y pateaba los gruesos edredones.
—¡Quisiera morirme! —gimió apasionadamente. Pero al oír esta exclamación dolorosa, las lágrimas de Pittypat cesaron y Melanie se precipitó hacia el lecho para consolar a su cuñada.
—¡Querida, no llores! ¡Piensa en lo que te quería Charles; esto debe ser un consuelo para ti! Piensa en tu precioso hijito.
La indignación ante esa incomprensión de sus parientes se mezcló en Scarlett con la desesperación de estar al margen de todo y le sofocó las palabras en la garganta. Fue una suerte, porque si hubiese podido hablar habría gritado la verdad con palabras enérgicas, a la manera de Gerald. Melanie le acarició el hombro y Pittypat trotó por la estancia bajando las persianas.
—¡No cerréis! —exclamó Scarlett, levantando de las almohadas su rostro rojo e hinchado—. No estoy aún lo bastante muerta para que se tengan que cerrar las persianas…, ¡y Dios sabe que quisiera estarlo! ¡Oh, marchaos y dejadme sola!
Hundió nuevamente la cara en las almohadas. Después de una conferencia entre murmullos, las dos mujeres salieron de puntillas. Oyó a Melanie decir en voz baja a la tía, mientras bajaban las escaleras: —Tía Pitty, quisiera que no le hablases de Charles. Sabes que le hace daño. ¡Pobre criatura, tiene una expresión tan extraña! Comprendo que se esfuerza por no llorar. No debemos afligirla más.
Scarlett golpeó la colcha con los pies, con una rabia impotente, buscando algo grosero que decir.
—¡Por los calzones de Job! —gritó finalmente, y se sintió algo aliviada. ¿Cómo podía Melanie contentarse con permanecer en casa, sin una sombra de diversión, y llevar luto por su hermano, cuando apenas tenía dieciocho años? Parecía que Melanie no supiese (o que no le interesase) que la vida corría con espuelas tintineantes.
«¡Pero es tan aburrida! —pensó Scarlett mientras golpeaba las almohadas—. No ha sido nunca tan cortejada como yo y por eso no siente como yo la falta de tantas cosas. Y después…, después, ella tiene a Ashley, mientras que yo… ¡Yo no tengo a nadie!» Ante esta nueva desgracia surgieron otras lágrimas.
Permaneció tristemente en su habitación hasta bien entrada la tarde; la vista de los excursionistas que volvían con los coches llenos de ramas de pino, lianas y heléchos no la alegró. Todos parecían felizmente cansados, mientras le hacían nuevas señas de salutación a las que ella respondió melancólicamente. La vida era monótona y sin esperanza y no valía la pena de ser vivida. La liberación llegó en la forma más inesperada, cuando, durante la hora de la siesta, la señora Merriwether y la señora Elsing, acudieron a la villa de ladrillos.
Asombradas por una visita a aquellas horas, Melanie, Scarlett y Pittypat se levantaron, se pusieron de prisa y corriendo los corpinos, se arreglaron los cabellos y bajaron al saloncito.
—Los niños de la señora Bonnel tienen el sarampión —anunció la señora Merriwether bruscamente, demostrando que hacía a la señora Bonnel personalmente responsable por haber permitido que semejante cosa ocurriese.
—Las muchachas MacLure han sido llamadas a Virginia —prosiguió la señora Elsing con su voz apagada, abanicándose lánguidamente como si ni esto ni lo otro tuviese mucha importancia—. Dallas MacLure está herido.
—¡Terrible! —exclamaron las tres visitadas a coro—. ¿Y está grave?
—No, sólo en un hombro —respondió alegremente la señora Merriwether—. Pero no podía suceder en un momento peor. Las muchachas se han marchado para traerlo a casa. No tenemos tiempo de quedarnos aquí a charlar. Debemos volver de prisa para decorar el local. Pitty, las necesitamos a usted y a Melanie esta noche para ocupar el lugar de la señora Bonnel y de las chicas Mac Lure.
—¡Pero no podemos ir, Dolly!
—No diga «no podemos», Pitty Hamilton —rebatió vigorosamente la señora Merriwether—. Tenemos necesidad de usted para vigilar a los negros que llevan los refrescos. Es lo que debía hacer la señora Bonnel. Y Melanie estará en el mostrador de la rifa de las MacLure.
—Pero no es posible… El pobre Charles murió sólo hace…
—Lo sé, pero no hay sacrificio demasiado grande por la Causa —intervino la señora Elsing con una voz dulce y decidida.
—Tendríamos mucho gusto en ayudarles, pero… ¿Por qué no ponen una chica guapa en el mostrador de la rifa?
La señora Merriwether tuvo una risita burlona que parecía salir de una trompeta.
—No sé cómo son las chicas de hoy. No tienen el sentido de la responsabilidad. Las que no ocupan ya su puesto encuentran tantas excusas, que no sé qué decirles. ¡Oh, no! Quieren no tener que hacer nada para poder coquetear con los oficiales: eso es todo. Tienen miedo de que detrás del mostrador, sus trajes nuevos no se vean bastante. Quisiera que ese capitán que burla el bloqueo…, ¿cómo se llama?
—El capitán Butler —sugirió la señora Elsing.
—Quisiera que hiciese entrar más aprovisionamiento para los hospitales y menos franjas y vestidos de volantes. ¡Hoy entrarán veinte vestidos, os lo aseguro! Vamos, Pitty, no hay tiempo para discutir. Debe venir. Todos comprenderán. Por lo demás, en la habitación trasera nadie la verá; y Melanie tampoco se verá mucho. El mostrador de las chicas MacLure está en el fondo y no es bonito. Allí nadie las notará.
—Creo que debemos ir —dijo Scarlett, tratando de dominar su agitación y de conservar una expresión seria y natural—. Es lo menos que podemos hacer por el hospital.
Ninguna de las visitantes había pronunciado su nombre. Ambas se volvieron para mirarla severamente. A pesar de su extrema necesidad, no habían pensado pedir a una viuda reciente que apareciese en una reunión mundana. Scarlett soportó sus miradas con expresión infantil e inocente.
—Creo que deberíamos ir a hacer lo que podamos, todas. Yo me quedaré en el mostrador con Melanie porque…, sí, me parece que es mejor dos. ¿No te parece, Melanie?
—Pero… —comenzó Melanie, turbada. La idea de aparecer en una reunión estando de luto era tan inaudita que permaneció aturdida.
—Scarlett tiene razón —afirmó la señora Merriwether, observando signos de debilidad en la resistencia de sus amigas. Se levantó y se arregló los volantes de la falda—. Todas…, sí, deben venir todas ustedes. No empiece a buscar excusas, Pitty. Piense que los hospitales tienen gran necesidad de dinero para comprar nuevas camas y medicinas. Sé que Charles estaría satisfecho de saber que ustedes ayudan a la causa por la que él ha muerto.
—Está bien —dijo Pittypat, débil, como siempre, ante esta personalidad más fuerte que la suya—. Si creen que la gente comprenderá las razones…
«¡Demasiado bello para ser verdad! ¡Demasiado bello para ser verdad!», cantaba el corazón de Scarlett, mientras se colocaba modestamente detrás del mostrador de las chicas MacLure. ¡Finalmente se encontraba en una reunión! Después de un año de apartamiento, de velos de crespón y de voces quedas, después de haber creído casi enloquecer de fastidio, ahora se encontraba en una reunión, la más grande que conoció Atlanta. Veía gente y luces, oía música y contemplaba los bonitos encajes, los vestidos, los adornos que el famoso capitán Butler había traído a través del bloqueo, en su último viaje.
Sentada en uno de los banquillos de detrás del mostrador, miró el largo salón que hasta aquella tarde había estado desnudo y sin adorno. ¡Cómo debían de haber trabajado hoy las señoras para haberlo puesto tan vistoso! Todas las velas y candelabros de Atlanta debían de estar allí, pensó; de plata con doce brazos, de porcelana con graciosas figuritas que adornaban su base, de latón antiguo, rígidos y dignos, velas de todas las medidas y de todos los colores, olorosas de resina, colocadas en los soportes de fusiles que ocupaban la sala en toda su longitud, en las mesas floridas, en los mostradores y hasta en los alféizares de las ventanas abiertas, donde la leve brisa templada del estío bastaba para agitar las llamas.
En el centro de la sala, la enorme lámpara de pésimo gusto, que algunas cadenas enmohecidas suspendían del artesonado, estaba completamente transformada por ramos de hiedra y de vides silvestres, que el calor empezaba ya a marchitar. Las paredes estaban decoradas con ramas de pino, que esparcían un olor penetrante y convertían los ángulos de la sala en graciosos cenadores donde se sentaban los acompañantes y las señoras de edad. Elegantes festones de hiedra y plantas trepadoras pendían también encima de las ventanas y se retorcían sobre los mostradores adornados de muselina colorada. Entre el verdor, en banderas y oriflamas, brillaban las estrellas de la Confederación sobre su fondo rojo y azul.
La plataforma construida para la orquesta era particularmente artística. Estaba completamente escondida a la vista por los ramos de follaje y las banderas estrelladas. Scarlett sabía que habían sido transportadas allí todas las macetas de la ciudad: begonias, geranios, laureles, jazmines… y hasta las cuatro hermosas plantas de caucho de la señora Elsing, a las cuales se les dio el puesto de honor en las cuatro esquinas.
En la otra extremidad de la sala, frente a la plataforma, las señoras se habían superado a sí mismas. En esta pared colgaban grandes retratos del presidente Davis y del «pequeño Alex» Stephens, el georgiano vicepresidente de la Confederación. Encima había una enorme bandera y debajo estaba el producto de todos los jardines de la ciudad: helechos, haces de rosas amarillas, blancas y bermejas, orgullosos gladiolos, mazos de capuchinas de varios colores, altas y rígidas ramas de malvaloca que alzaban sus corolas pardas y blancas sobre las otras flores. Entre ellos, las velas ardían, como en un altar. Las dos caras miraban hacia abajo la escena, dos caras muy diferentes, de dos jefes de gloriosas empresas: Davis, con el rostro delgado y los ojos fríos como un asceta, la boca sutil cerrada con una expresión firme; Stephens, con los ojos negros y ardientes profundamente hundidos en un rostro que había conocido enfermedades y dolores y había triunfado sobre éstos, con ardor e ironía; dos rostros que eran muy queridos.
Las señoras más ancianas del comité, en quienes recaía la responsabilidad de toda la rifa, iban de acá para allá con la importancia de naves bien aparejadas, empujando de prisa a las rezagadas, casadas y solteras, para que ocuparan sus puestos, y después entrando en las habitaciones adyacentes donde estaban preparados los refrescos. La tía Pittypat las seguía jadeando.
Los músicos subieron a la plataforma, negros y sonrientes, con los gruesos rostros brillantes de sudor, y empezaron a templar los violines. El viejo Levi, cochero de la señora Merriwether, que había dirigido las orquestas de todas las rifas, bailes o bodas desde cuando Atlanta se llamaba Marthasville, golpeó con el arco en la madera para llamar la atención. Había hasta ahora muy pocas personas además de las señoras que dirigían la rifa, pero todos los ojos se volvieron hacia él. Entonces los violines, las violas, los banjos, las flautas y el acordeón empezaron la ejecución de Lorena, lentísima, demasiado lenta para ser bailada; el baile empezaría más tarde, cuando los mostradores estuviesen vacíos de mercancías. Scarlett sintió que le latía el corazón más rápidamente al oír la dulce melodía de aquel vals.
¡Los años pasan lentamente, Lorena! La nieve cubre nuevamente la hierba. El sol está lejano en el cielo, Lorena…
Un, dos, tres, uno, dos, tres, un resbalón… tres, vuelta… dos, tres. ¡Qué bello vals! Ella entrelazó sus manos, cerró los ojos y acompañó el ritmo suave con una leve oscilación del cuerpo. Había algo de embriagador en aquella trágica melodía y en el amor perdido de Lorena, que se mezclaba con su excitación y le hacía como un nudo en la garganta.
Entonces, como resucitados por la música del vals, de la calle oscura llegaron rumores: pisadas de caballos y estrépitos de ruedas, risas en el aire templado y la dulce aspereza de las voces de los negros, que discutían por el lugar donde debían poner los caballos. Hubo cierta confusión en las escaleras; alegría de corazones despreocupados, voces frescas de muchachas unidas a las profundas de los que las acompañaban, gritos de saludos y regocijo de jovencitas que reconocían a las amigas de las que se habían separado horas antes.
De pronto el ambiente se llenó de animación; en un momento entraron como mariposas gran cantidad de muchachas con vestidos multicolores de enormes frunces y calzones de encaje que asomaban por debajo; pequeños y candidos hombros redondos y desnudos; leves insinuaciones de mórbidos senos que se transparentaban bajo volantitos de encaje; chales de blonda echados descuidadamente sobre el brazo; abanicos recamados o pintados, de plumas de avestruz y de pavo real, suspendidos de la muñeca por finas tiras de terciopelo; muchachas con los cabellos negros peinados con raya y recogidos en trenzas en la nuca, en nudos tan pesados que la cabeza colgaba algo hacia atrás; muchachas con masas de rizos dorados en la nuca y largos pendientes del mismo metal, que se agitaban junto a los rizos rebeldes. Encajes, sedas, alamares, cintas y vestidos traídos a través del bloqueo, todo precioso y ostentado con orgullo, para hacer así mayor afrenta a los yanquis.
No todas las flores de la ciudad habían sido colocadas como tributo delante de los retratos de los jefes de la Confederación. Los capullos más pequeños y más fragantes adornaban a las jovencitas. Rosas amarillas prendidas detrás de la oreja, jazmines del Cabo y rosas de pitiminí en pequeñas guirnaldas dispuestas en cascadas sobres los rizos; ramilletes tímidamente escondidos entre los pliegues de la cintura; flores que antes del final de la noche encontrarían reposo en los bolsillos internos de los uniformes grises, como preciosos recuerdos.
Había numerosísimos uniformes entre la multitud, uniformes de hombres que Scarlett conocía, hombres que ella había visto en las galerías de los hospitales, en las calles o en los campos de maniobras. Uniformes resplandecientes, de brillantes botones y de galones de oro en los cuellos y en las mangas, con franjas rojas, amarillas o azules en los pantalones, según las diferentes armas, que hacían con el gris una magnífica combinación. Aquí y allí se veían fajas de oro y Scarlett, sables que centelleaban y batían contra las polainas brillantes, espuelas que resonaban y tintineaban.
«¡Qué hombres tan arrogantes!», pensó Scarlett con una sensación de orgullo mientras aquéllos saludaban, hacían señas a los amigos y se inclinaban para besar las manos de las señoras ancianas. Todos eran de aspecto juvenil, a pesar de sus largos bigotes rubios y de sus barbas negras o castañas; hermosos, intrépidos algunos con los brazos en cabestrillo, otros vendada la cabeza con una venda blanquísima que contrastaba extrañamente con su rostro bronceado. Algunos caminaban con muletas, ¡y qué orgullosas estaban las muchachas que los acompañaban aflojando cuidadosamente el paso para adaptarlo al de ellos! Entre los uniformes se vio resplandecer, de repente, una brillante mancha de color que oscureció hasta los vestidos de las muchachas y parecía, en medio de la multitud, un pájaro tropical: un oficial de Luisiana con los pantalones bombachos a listas blancas y azules, las polainas crema y la guerrera roja: un hombrecito moreno y sonriente parecido a un mono, con el brazo en un cabestrillo de seda negra. Era el enamorado de Maybelle Merriwether, Rene Picard. Ciertamente todo el hospital estaba presente, por lo menos, todos los que se hallaban en condiciones de andar, los que estaban con permiso ordinario o por enfermedad y los que prestaban servicio en el ferrocarril, en correos y en los hospitales, en los comisariados de Atlanta y de Macón. ¡Qué contentas estarían las señoras! El hospital debería hacer un montón de dinero aquella noche. De la calle llegó un ruido de tambores, un compás de pasos y gritos de admiración de los cocheros. Un toque de trompeta y después una voz de barítono dio la orden de «¡Rompan filas!». En un instante, los miembros de la Guardia Nacional y de la Milicia, vestidos con sus uniformes brillantes, hicieron crujir la angosta escalera y entraron en la sala, saludando, inclinándose, estrechando las manos.
Los de la Guardia Nacional eran muchachos orgullosos de jugar a la guerra que se prometían estar en Virginia el año próximo por aquella época, si la guerra duraba aún, y viejos con la barba blanca, que se lamentaban de no ser jóvenes, pero se sentían felices de llevar el uniforme, reflejando la gloria de los hijos que habían marchado al frente. En la Milicia había muchos hombres de mediana edad y algunos también más viejos, pero había bastantes jóvenes en edad militar, que se comportaban menos marcialmente que sus mayores y menores. Ya la gente empezaba a preguntar en voz baja que por qué no estaban con Lee.
¿Cómo podían caber todos en aquel salón? Parecía muy grande pocos minutos antes, pero ahora estaba abarrotado, con el aire impregnado de los olores de la calurosa noche de estío; olor a agua de colonia, a saquitos perfumados, a cosmético para los cabellos y a antorchas resinosas, a fragancia de flores, y todo ello un poco denso, porque el arrastrar de tantos pies levantaba un polvillo ligero. El estrépito y la confusión de tantas voces hacía casi imposible distinguir alguna palabra y, como si hubiese comprendido la alegría y la excitación del momento, el viejo Levi interrumpió Lorena a la mitad de un compás golpeando con su arco el atril. Después, empezando con nueva furia, la orquesta entonó Bella bandera azul.
Cien voces se unieron al estribillo, cantándolo, gritándolo como una aclamación. El corneta de la Guardia Nacional subió a la plataforma y se unió a la música en el momento en que empezaba el coro, y las notas de plata resonaron sobre la masa de voces hasta dar escalofríos; una emoción intensa recorrió a la multitud.
¡Hurra, hurra por los derechos del Sur, hurra!
¡Hurra por la hermosa bandera azul
que lleva una sola estrella!
Scarlett, cantando junto a los demás, oyó el dulce tono de soprano de Melanie subir tras ella, claro y limpio como las notas argentadas de la corneta. Volvióse y vio a Melanie en pie, con las manos apretadas sobre el pecho, los ojos cerrados y una lágrima que apuntaba en sus ojos. Sonrió a Scarlett cuando la música terminó, haciendo un gesto de excusa mientras se secaba los ojos con un pañolito. —Me siento tan feliz —murmuró— y tan orgullosa de nuestros soldados, que me dan ganas de llorar.
En sus ojos había una luz profunda, casi de fanatismo, que por un momento iluminó su carita haciéndola bella.
La misma expresión había en el rostro de todas las mujeres cuando la canción terminó: lágrimas de orgullo sobre las mejillas, ya rosas, ya arrugadas, sonrisas en los labios, una luz ardiente en las miradas que dirigían a los hombres, la enamorada al amante, la madre al hijo, la mujer al marido. Estaban todas hermosas, con esa belleza que transforma también a la mujer más fea cuando se sabe protegida y amada.
Amaban a sus hombres, creían en ellos; tenían fe hasta su último suspiro. ¿Cómo podía la desgracia abatir a semejantes mujeres, defendidas como estaban por un ejército de valientes? Nunca hubo hombres como éstos, desde la creación del mundo hasta nuestros días, nunca jóvenes tan heroicos, tan tiernos y galantes. ¿Cómo era posible que algo impidiese la victoria de una causa justa como la suya? Una causa que ellas amaban tanto como los hombres, una causa a la que servían con sus manos y sus corazones, una causa de la que hablaban, en la que pensaban, con la que soñaban…, una causa por la que habrían sacrificado a aquellos hombres, de ser necesario, soportando su pérdida con el mismo orgullo con el que los hombres llevaban sus banderas en el campo de batalla.
Sus corazones estaban llenos de devoción y de orgullo, de seguridad en la victoria final. Los triunfos de Stonewall Jackson[10] en Valley y la derrota de los yanquis en la batalla de los Siete Días cerca de Richmond lo mostraban claramente. ¿Cómo podía ser de otra manera, con jefes como Lee y Jackson? Otra victoria y los yanquis se arrodillarían pidiendo la paz, y los hombres volverían a casa, acogidos con risas y besos. Una victoria más y la guerra habría terminado.
Sin duda, habría sillas vacías y niños que no verían más la cara de su padre, tumbas sin nombre cerca de las pequeñas bahías solitarias de Virginia y en las montañas de Tennessee; pero ¿era quizás un precio demasiado grande para la Causa? Era difícil encontrar seda para los vestidos, azúcar y té, pero éstas eran cosas sin las que se podía pasar. Por lo demás, los que atravesaban el bloqueo pasando delante de las narices de los yanquis traían de todo, haciendo la posesión de estas mercancías mucho mis emocionante. En breve, Raphael Semmes y la armada de la Confederación darían que hacer a los barcos de guerra yanquis, y entonces los puertos se volverían a abrir. Inglaterra ayudaría a la Confederación a ganar la guerra porque las fábricas inglesas estaban paradas por falta de algodón sureño. Naturalmente, la aristocracia inglesa simpatizaba con la aristocrática gente del Sur y estaba en contra de aquella raza ávida de dólares que eran los yanquis.
Así, las mujeres hacían susurrar sus sedas y reían, mirando a sus hombres con el corazón henchido de orgullo. Sabían que el amor se hacía más ardiente frente al peligro y que la muerte era doblemente dulce por la extraña excitación que la acompañaba.
Al contemplar aquella concurrencia, Scarlett sintió latir su corazón más aceleradamente por la desacostumbrada emoción que le daba el encontrarse en una reunión mundana; pero cuando vio la expresión reflejada en las caras de su alrededor, y la comprendió sólo a medias, su alegría empezó a desvanecerse. Todas las mujeres presentes ardían con una pasión que ella no sentía. Esto la asombró y la deprimió. El salón no se le antojó tan hermoso ni las muchachas tan brillantes; la intensidad del entusiasmo por la Causa que aún iluminaba todos los rostros le pareció… ¡sí, le pareció estúpida!
En una repentina ráfaga de conocimiento de sí misma que le hizo abrir la boca de estupor, se dio cuenta de que no compartía en modo alguno el ñero orgullo de aquellas mujeres, su deseo de sacrificarse a sí mismas y todo lo que poseían por la Causa. Antes de que el horror la hiciese decirse: «¡No, no…, no debo pensar esto! Es un error…, un pecado…», comprendió que la Causa no tenía ninguna importancia para ella y que estaba harta de oír hablar de la Causa a aquella gente que tenía en los ojos una expresión fanática. La Causa no le parecía sagrada, y la guerra le parecía una calamidad que mataba inútilmente a los hombres, costaba mucho dinero y hacía difícil obtener las cosas de lujo. También la enojaba la infinita labor de punto, la interminable preparación de vendas e hilas que le estropeaban las uñas. ¡Estaba harta de los hospitales! Harta, aburrida y asqueada del repugnante olor de gangrena y de los gemidos continuos, y asustada de la expresión que, al acercarse, daba la muerte a los rostros macilentos.
Miró alrededor furtivamente mientras estos impíos y pérfidos pensamientos le atravesaban la mente, con el temor de que alguien pudiera verlos escritos claramente en su faz. Pero ¿por qué, por qué no podía sentir como las otras mujeres? ¡Tan sensibles de corazón, tan sinceras en su devoción a la Causa! Ellas pensaban realmente lo que decían y lo que hacían. Y sí alguien pudiese sospechar alguna vez que ella… ¡No, no, nadie debía saberlo! Era necesario que siguiese fingiendo un entusiasmo y un orgullo que no sentía, haciendo su papel de viuda de un oficial confederado que soporta valerosamente su dolor, que tiene el corazón en la tumba de él y que siente que la muerte de su marido no tiene ninguna importancia si ha sido por el triunfo de la Causa. Pero ¿por qué era tan diferente, tan distinta de aquellas mujeres amorosas? Ella no podía amar a nadie ni nada con aquella falta de egoísmo. Era una sensación de soledad…: no se había sentido nunca sola en cuerpo y alma hasta entonces. Intentó sofocar aquellos pensamientos, pero la rigurosa honradez hacia sí misma que había en el fondo de su naturaleza no se lo permitió. Así, mientras la rifa continuaba y mientras junto a Melanie atendía a los clientes, su mente trabajaba activamente buscando una justificación frente a sí misma…, tarea que de ordinario no le resultaba difícil.
Las otras mujeres eran simplemente tontas e histéricas con sus discursos patrióticos, y los hombres eran igualmente fastidiosos cuando hablaban de los Derechos de los Estados. Sólo ella, Scarlett O’Hara Hamilton, tenía un claro buen sentido irlandés. No se alzaría por la Causa, pero tampoco revelaría ante todos sus verdaderos sentimientos. Tenía bastante equilibrio para considerar la situación y para afrontarla. ¡Cómo se quedarían todos si conociesen sus pensamientos! ¡Qué escándalo si de improviso se subiese a la plataforma de la orquesta y declarase que en su opinión la guerra debía terminar inmediatamente a fin de que todos pudiesen marchar a sus casas y ocuparse de su algodón y de que hubiese nuevas fiestas, diversiones y gran cantidad de vestidos de color verde claro!
Por un momento, su autojustificación le dio valor; pero siguió mirando al salón con disgusto. El mostrador de las chicas MacLuré se veía poco, como había dicho la señora Merriwether; había largos intervalos durante los cuales nadie se acercaba y Scarlett no tenía nada que hacer sino mirar con envidia a la gente feliz. Melanie notaba su mal humor, pero, atribuyéndolo al recuerdo de Charles, no hacía ninguna tentativa de conversar. Se ocupaba de colocar los artículos en el mostrador de la forma más atrayente, mientras Scarlett miraba malhumorada el salón. Hasta los haces de flores, bajo los retratos de Davis y Stephens, le desagradaban.
«Parece un altar —pensó, encogiendo la nariz—. ¡Y el modo en que los ensalzan, como si fuesen el Padre y el Hijo!» Llena de imprevisto terror por la propia irreverencia, empezó precipitadamente a hacer el signo de la cruz, como para excusarse.
«Pero es verdad —discutió con su propia conciencia—. Todos los rodean como si fuesen santos, y no son más que hombres, y ni siquiera agradables a la vista.»
En realidad, Stephens no tenía la culpa de su aspecto, habiendo sido siempre de salud enfermiza, pero Davis… Miró el rostro altivo, de rasgos precisos como el de un camafeo. Era principalmente su perilla lo que más la fastidiaba. «Los hombres —pensó— deberían ir completamente rasurados, o de lo contrario usar bigotes y barba entera. Aquellos cuatro pelos dan la impresión de que es medio barbilampiño.» No reconocía en aquella cara la fría y tenaz inteligencia que gobernaba a una nación entera.
No, no era feliz ahora, aunque experimentó al principio una gran alegría. El estar en la fiesta no le bastaba. Nadie se ocupaba de ella; era la única mujer sin marido y no tenía cortejadores, mientras que durante toda la vida fue siempre el centro de la atención, dondequiera que estuviera. ¡No era justo! Tenía diecisiete años y sus pies golpeaban nerviosamente el pavimento, deseosos de saltar y bailar. Tenía diecisiete años, un marido en el cementerio de Oakland y un niño en la cuna, en casa de tía Pittypat; todos estaban convencidos de que ella debía estar contenta con su suerte. Tenía el seno más hermoso que cualquiera de las muchachas presentes; la cintura más delgada y los pies más pequeñitos, pero ninguno se ocupaba de ella, como si yaciese junto a Charles, en la tumba, y estuviese esculpida allí la inscripción «Charles y su amada esposa».
No era una muchacha que podía bailar y coquetear, no era una esposa que pudiera sentarse con las otras a criticar la forma de bailar y coquetear de las muchachas. No era lo bastante anciana para ser viuda. Las viudas debían ser viejas, para no sentir deseos de bailar, coquetear o ser admiradas. No, todo esto era injusto; era injusto tener que hablar en voz queda y bajar los ojos cuando los hombres, aunque fuesen simpáticos, se acercaban a su mostrador.
Todas las muchachas de Atlanta estaban rodeadas de hombres, aun las más feas. ¡Tenían todas vestidos tan bonitos! Ella, por el contrario, parecía una corneja, vestida de sofocante tafetán negro, con las mangas largas hasta las muñecas, el escote cerrado hasta la barbilla y ni siquiera sombra de encajes o adornos, ni alhajas, excepto el triste alfiler de ónice de Ellen. Miraba a las muchachas, colgadas del brazo de los hombres, agradables y elegantes. Todo ello simplemente porque Charles Hamilton había muerto de sarampión. Ni siquiera tuvo en la batalla un fin glorioso del que ella pudiese enorgullecerse.
Con un gesto de rebeldía, apoyó los codos en el mostrador y miró descaradamente a la multitud, desatendiendo las advertencias de Mamita, tantas veces repetidas, de no apoyar los codos porque los hacía ponerse feos y arrugados. ¿Qué le importaba que se le pusieran feos? Probablemente ya no encontraría posibilidad de enseñarlos. Miraba ávidamente los vestidos que pasaban delante: seda color crema con guirnaldas de capullos de rosa, raso rojo con dieciocho volantes bordeados de terciopelo negro, tafetán azul claro con diez metros de tela en la amplia falda adornada de caídas de encaje; senos ostentosos, flores preciosas y perfumadas. Maybelle Merriwether se acercó al mostrador inmediato del brazo de su admirador. Su vestido de muselina verde manzana era tan vueludo que hacía aparecer su cintura tan fina como la de una avispa. Aquel vestido favorecedor guarnecido con un encaje de Chantilly color marfil, llegado de Charleston en la última expedición que había atravesado el bloqueo, Maybelle lo ostentaba orgullosamente, como si hubiese sido ella y no el capitán Butler quien efectuó aquella hazaña.
«¡Qué bien estaría yo vestida así! —pensó Scarlett con el corazón lleno de una envidia salvaje—. ¡Ésa tiene la cadera ancha como una vaca! Ese verde es mi color y daría mayor realce a mis ojos. ¿Por qué diantre las rubias se atreven a ponerse ese color? A su piel le da un reflejo de manteca rancia. ¡Y pensar que yo no podré llevarlo nunca, ni aun cuando me quite el luto! No, ni aunque vuelva a casarme. Tendré que llevar el gris, el morado, el violeta, todo lo más el lila.»
Por un momento consideró la injusticia de todo esto. ¡Qué breve era el tiempo de las diversiones, los bellos vestidos, el baile y la coquetería! ¡Pocos años, demasiados pocos! Después se casaba una y llevaba vestidos oscuros y tristes, los niños desfiguraban la línea del cuerpo y las caderas se ensanchaban; una permanecía sentada en los rincones con otras mujeres casadas y serias y se levantaba a bailar sólo con el marido o con algún señor viejo que le molía los pies. Si no se hacía así, las otras señoras murmuraban, la reputación de una mujer quedaba manchada y su familia en el índice. ¡Qué pérdida de tiempo, pasar toda la infancia aprendiendo el modo de atraer a los hombres y conservarlos, y después gozar de estos conocimientos sólo un año o dos! Examinando su educación, completada por Ellen y Mamita, se daba cuenta de que había sido buena, porque siempre le había dado inmejorables resultados. Había reglas que era necesario seguir: si las seguía, vería coronados sus esfuerzos.
Con las señoras de edad era necesario ser dulce e ingenua, porque las viejas son astutas y vigilan a las muchachas como gatos prontas a arañar a la más pequeña indiscreción de la lengua o de los ojos. Con los señores de edad, una joven debía ser vivaz e impertinente y casi (pero no completamente) coqueta: así la vanidad de los viejos imbéciles se estimulaba. Esto los rejuvenecía y entonces os pellizcaban las mejillas diciendo que erais una pillina. En tales ocasiones, era necesario enrojecer, de otro modo los pellizquitos se hacían más audaces y después los señores dirían a sus hijos que erais unas descaradas.
Con las muchachas y las casadas jóvenes debíais ser toda dulzura, besándolas cada vez que las vieseis, aunque fuese diez veces al día, y poniéndoles el brazo alrededor de la cintura, soportando que ellas hiciesen otro tanto con vosotras, aun cuando esto os molestase. Admirabais ciegamente sus trajes y sus niños; las embromabais hablando de sus cortejadores o las cumplimentabais por sus maridos; reíais afirmando con modestia que vuestros encantos no tenían comparación con los de ellas. Y, sobre todo, no había que decir nunca lo que verdaderamente opinabais sobre cualquier tema, como ellas no os decían nunca sus verdaderos pensamientos.
Debíais dejar en paz, completamente, a los maridos de otras mujeres, aunque en otro tiempo hubiesen sido vuestros admiradores y aunque os agradasen. Si erais demasiado simpáticas con los maridos jóvenes, las mujeres dirían que erais unas impúdicas, y éste era el modo de adquirir una mala reputación y de no encontrar un cortejador.
Pero con los jóvenes… ¡ah, la cosa era diferente! Podíais reíros tranquilamente de ellos, y, cuando venían rápidamente a preguntar por qué reíais, podíais negaros a decírselo y reír aún más fuerte, desafiándolos a adivinar las razones. Con los ojos podíais prometer las cosas más excitantes; así ellos trataban de maniobrar para llevaros aparte. Cuando alguno lo conseguía, entonces debíais mostraros muy ofendidas y mucho más irritadas si intentaba besaros. Le obligabais a pediros perdón por haberse portado como un villano y después le perdonabais, tan suavemente que permanecía a vuestro lado, tratando de besaros por segunda vez. A veces, aunque no con frecuencia, se lo permitíais. (Ellen y Mamita no le enseñaron esto, pero ella sabía que era una cosa de gran efecto.) Entonces os poníais a llorar y manifestabais que no sabíais qué os había pasado y que estabais seguras de que ya nadie os respetaría. Él os secaría las lágrimas y las más de las veces os pediría en matrimonio, justamente para mostraros lo que os respetaba. Y entonces… ¡oh, entonces había tantas maneras de comportarse con los jóvenes! Y ella las conocía todas: el matiz de la larga mirada oblicua, la media sonrisa detrás del abanico, el mover de las caderas de forma que las faldas se balanceasen como campanas, la risa, la adulación, la dulce simpatía. Todo este galimatías no había fallado nunca en conseguir su objeto… excepto con Ashley.
No, no valía la pena aprender todas estas maniobras para servirse de ellas tan breve tiempo y después abandonarlas para siempre. ¡Qué hermoso sería no casarse nunca, y continuar poniéndose bellos vestidos verde pálido y ser siempre cortejada! Pero si se continuaba así mucho tiempo, una se convertía en solterona como India Wilkes, y todos decían «¡pobrecita!» en un tono de odiosa compasión. No, a fin de cuentas era mejor casarse y conservar el respeto de sí misma, aunque una no pudiese divertirse más.
¡Qué antipática era la vida! ¿Por qué había sido ella tan idiota como para casarse con Charles y terminar su vida a los dieciséis años? Su ensoñación indignada y desesperada fue interrumpida cuando la gente empezó a colocarse a lo largo de las paredes y las señoras recogieron sus miriñaques para impedir que un choque los levantase, mostrando más de lo que era correcto de sus pantalones. Scarlett se empinó para ver por encima de la multitud y advirtió que un capitán subía a la plataforma de la orquesta. Éste gritó una orden y la mitad de la compañía formó. Durante unos minutos hicieron unos brillantes ejercicios que provocaron el sudor de sus frentes y los gritos y los aplausos de los espectadores. Scarlett aplaudió débilmente junto con los demás, y, cuando los soldados, después de escuchar la orden de «rompan filas», rodearon los mostradores donde se distribuían ponches y limonadas, ella se volvió hacia Melanie, pensando que era preferible empezar a fingir sobre la Causa lo mejor posible. —Bonito, ¿verdad? —dijo.
Melanie estaba ordenando en el mostrador algunos artículos. —Muchos de ellos estarían bastante mejor con uniforme gris y en Virginia —respondió sin cuidarse de bajar la voz.
Algunas madres, orgullosas de sus hijos que estaban en la Milicia, oyeron la observación. La señora Guiñan se puso roja y después palideció, porque su hijo Willie, de veinticinco años, estaba en la compañía.
Scarlett se asombró al oír semejantes palabras en boca de Melanie y delante de todos.
—¡Melanie! —exclamó.
—Sabes bien que es verdad, Scarlett. No hablo de los niños ni de los viejos. Hay muchos en la Milicia que podrían tener en la mano un fusil, y eso es precisamente lo que debían hacer en estos momentos.
—Pero…, pero… —empezó Scarlett, que no había pensado nunca en esto—, alguno debe permanecer en casa para… —¡Qué diantre, si lo había dicho Willie Guiñan para justificar su presencia en Atlanta!—. Alguno debe también permanecer en casa para proteger al Estado de una invasión.
—Nadie nos ha invadido ni nos invadirá —replicó rápidamente Melanie, mirando hacia el grupo de la Milicia—. El mejor medio para tener lejos a los invasores es ir a Virginia a luchar contra los yanquis. En cuanto a la historia de que la Milicia debe impedir una sublevación de los negros…, es la cosa más absurda que he oído en mi vida. ¿Por qué había de levantarse nuestra gente? Ésta es una buena excusa para los cobardes. Apuesto que derrotaríamos a los yanquis en un mes si las milicias de todos los Estados fuesen a combatir. ¡Eso es!
—¡Pero, Melanie! —exclamó de nuevo Scarlett, mirándola asombrada.
Los ojos negros de Melanie ardían de cólera. —Mi marido no ha tenido miedo de ir, tampoco el tuyo. Preferiría que hubiesen muerto los dos antes de verlos aquí, en casa… ¡Oh, querida, perdóname! ¡Qué cruel e imprudente soy!
Apretó el brazo de Scarlett como para excusarse y ésta la miró sorprendida. En aquel momento no pensaba en Charles. Pensaba en Ashley. ¿Si muriese también él? Se volvió de prisa y sonrió automáticamente al doctor Meade, que se acercaba al mostrador.
—Valientes muchachas —dijo saludándolas—. Han sido muy gentiles en venir. Sé que para ustedes ha sido un sacrificio; todo sea por la Causa. Ahora les diré un secreto. He encontrado un modo de hacer dinero para el hospital, pero temo que alguna señora se escandalizará. Se detuvo y sonrió mientras se rascaba la barbilla caprina. —¿Qué es? ¡Díganoslo, sea bueno!
—Verdaderamente, es mejor dejarlo adivinar. Pero vosotras, muchachas, deberíais defenderme si los miembros de la Iglesia proponen expulsarme de la ciudad por esto. Por lo demás, es para el hospital. Ya veréis. No se ha hecho nunca nada de este género.
Prosiguió pomposamente hacia un grupo de «carabinas» instaladas en un ángulo y, mientras las dos jóvenes discutían la posibilidad de aquel secreto, se acercaron dos señores de edad, los cuales dijeron en voz muy alta que deseaban diez metros de encajes. «¡Bah, mejor son viejos que nada!», pensó Scarlett midiendo el encaje y resignándose púdicamente a ser acariciada en las mejillas. Los viejos se volvieron hacia el mostrador de los refrescos y otros ocuparon sus puestos. Su mostrador no tenía tantos clientes como los otros, donde resonaban las risas agudas de Maybelle Merriwether y la risita opaca de Fanny Elsing y las alegres respuestas de las muchachas Whiting. Melanie vendía objetos inútiles a los hombres que no sabían qué hacer con ellos, tranquila y serena como un comerciante, y Scarlett ajustaba su talante al de su cuñada.
Delante de todos los mostradores, exceptuando el suyo, había corros de muchachas que charlaban y de hombres que compraban. Los pocos que se acercaban al suyo hablaban de la propia camaradería universitaria con Ashley; decían que era un soldado valiente, o bien mencionaban respetuosamente a Charles, afirmando que su muerte fue una gran pérdida para Atlanta.
La música empezó el ritmo animado de Johnny Booker, ayuda a este negro y a Scarlett le dieron ganas de gritar. Deseaba bailar. Sentía necesidad de ello. Miró al otro lado del salón y golpeó el suelo con los pies; sus ojos ardían con una llama verde. A través de la sala vio a un hombre recién llegado y aún detenido en el umbral de la puerta; se sobresaltó al reconocerle y observó atentamente aquellos ojos de corte oblicuo en su rostro terco y rebelde. Sonrió éste comprendiendo la invitación de Scarlett, que cualquier hombre habría podido ver.
Iba vestido de paño negro; era tan alto que superaba a todos los oficiales que estaban a su lado, y tenía las espaldas anchas pero la cintura delgada y los pies absurdamente pequeños en zapatos muy limpios. Su traje severo, con la camisa finamente plegada y los pantalones airosamente sujetos bajo las polainas muy altas, contrastaba extrañamente con su rostro y su figura, porque iba muy acicalado, pero tenía un cuerpo de atleta secretamente peligroso bajo su graciosa indolencia. Tenía los cabellos negrísimos así como el bigotito, cortado como el de un extranjero, en contraste con los mostachos largos y caídos de los oficiales de caballería que estaban a su lado. Parecía (y era) un hombre de apetitos vigorosos y desvergonzados. Tenía un aspecto de serena y desagradable impertinencia. Había también malicia en sus ojos, que miraban fijamente a Scarlett, hasta que ésta, sintiendo finalmente su mirada, se volvió hacia él.
Tuvo la impresión de conocerlo, aunque al principio no consiguió recordar quién era. Era el primer hombre que, desde hacía muchos meses, le mostraba algún interés; por esto le sonrió alegremente. Él respondió con una pequeña seña a su inclinación; pero cuando se encaminó hacia ella con un andar suave y ágil como el de los indios, Scarlett lo reconoció y se llevó una mano a la boca con un gesto de horror. Quedó paralizada, como herida por el rayo, mientras él se abría paso entre la multitud. Entonces se volvió con intención de huir a la sala de los refrescos, pero su falda se enganchó en un ángulo del mostrador. Tiró de ella furiosamente, rasgándola; en tanto, ya estaba él junto a ella.
—Permítame —dijo él, inclinándose para desenganchar delicadamente el volante—. No esperaba que se acordase de mí, señorita O’Hara.
Su voz sonó extrañamente agradable a sus oídos; era la voz bien modulada de un caballero, sonora y con el ligero acento meloso de Charleston.
Ella le miró implorante, con el rostro cubierto de rubor al recordar su último encuentro, y se halló frente a los ojos más negros que jamás había visto y que brillaban con una alegría despiadada. Entre todos los hombres del mundo que habrían podido llegar a aquel lugar, tenía que ser precisamente el mismo individuo que asistió a aquella escena con Ashley, aquella escena que aún daba pesadillas a Scarlett; aquel odioso holgazán que perdía a las jóvenes y no era recibido por las personas de bien; aquel hombre despreciable que había dicho (¡y con razón!) que ella no era una señora.
Al sonido de aquella voz, Melanie se volvió y, por primera vez en su vida, Scarlett dio gracias al cielo por la asistencia de su cuñada.
—Pero… es el señor Butler, ¿verdad? —Melanie sonrió levemente tendiéndole la mano—. Le conocí…
—Con el feliz motivo de su petición de mano —la interrumpió él, inclinándose para besarle la mano—. Es usted muy gentil al acordarse de mí.
—¿Y qué hace usted tan lejos de Charleston, señor Butler?
—Negocios, señora Wilkes, y negocios poco divertidos. De ahora en adelante tendré que venir con frecuencia a esta ciudad. No solamente tengo que traer mercancías, sino vigilar cómo son distribuidas.
—Traer… —empezó Melanie arrugando la frente; e inmediatamente después sonrió complacida—. ¡Pero, entonces…, es usted el famosísimo capitán Butler, del que tanto he oído hablar…, el que atraviesa el bloqueo! Figúrate, todos los vestidos que llevan puestos las muchachas han sido introducidos por él. Scarlett…, ¿qué tienes, tesoro? ¿Te sientes mal? Siéntate.
Scarlett se desplomó en la silla, respirando tan precipitadamente que hasta temió que las cintas del corsé se rompiesen. ¡Oh, qué cosa tan terrible! Nunca había pensado volver a encontrar a aquel hombre. Él cogió del mostrador su abanico negro y empezó a darle aire con solicitud, con demasiada solicitud. Su rostro tenía una expresión seria, pero sus ojos brillaban aún maliciosamente.
—Hace mucho calor aquí —dijo después—. Siento que la señorita O’Hara se sienta mal. ¿Quiere que la acompañe a la ventana?
—No.
El monosílabo fue pronunciado con tanta dureza, que Melanie la miró asombrada.
—Hace ya un tiempo que no es la señorita O’Hara —replicó Melanie—. Es la señora Hamilton…, mi cuñada. —Y lanzó a Scarlett una breve mirada afectuosa. Scarlett se sintió sofocada al ver la expresión de la morena cara de pirata del capitán Butler.
—Estoy seguro de que ello es una suerte para ambas, señoras —replicó Butler con una leve inclinación. Era la observación que hacían todos los hombres; pero, dicha por él, a Scarlett le pareció que significaba todo lo contrario.
—Imagino que sus maridos estarán aquí esta noche, en esta alegre ocasión. Sería para mí un placer volver a encontrarles.
—Mi marido está en Virginia —respondió Melanie levantando orgullosamente la cabeza—. Pero Charles… —Su voz se quebró.
—Murió en el frente —dijo Scarlett con voz sin inflexiones, casi masticando las palabras. ¡Oh! ¿No se iría nunca de allí aquel hombre?
Melanie la miró asombrada y el capitán hizo un gesto de desaprobación hacia sí mismo.
—¡Queridas señoras…, no imaginaba! Deben perdonarme. Pero permítanme que les diga que morir por la patria es vivir siempre.
Melanie le sonrió a través de las lágrimas, mientras que Scarlett sintió dentro de sí un ímpetu de cólera y de odio impotente. Él hacía nuevamente una observación gentil, el cumplido que cualquier caballero hubiera hecho en semejante ocasión; pero, ciertamente, sin sinceridad alguna. Se burlaba de ella. Sabía que ella no había amado a Charles. Y Melanie era tan necia que no comprendía lo que había bajo aquellas palabras. «¡Dios mío, esperemos que nadie lo comprenda!», pensó Scarlett con un estremecimiento de terror. ¿Habría dicho Butler lo que sabía? Ciertamente no era un caballero, así que habría sido capaz de contarlo todo. Le miró y vio que su boca tenía un gesto de burlona compasión mientras continuaba agitando el abanico. Algo en aquella expresión fue para ella como un desafío que le devolvió la fuerza en un ímpetu de animosidad. Bruscamente le arrebató de la mano el abanico.
—Estoy muy bien —dijo descortésmente—. Es inútil darme aire para estropearme el peinado.
—¡Scarlett, querida…! Debe excusarla, capitán. No está… Se pone fuera de sí cuando oye hablar de Charles… y no debíamos haber venido aquí esta noche. Estamos aún de luto, como ve; para ella es un esfuerzo… toda esta alegría y la música… ¡Pobre!
—Comprendo —respondió él con estudiada gravedad. Y, al devolver a Melanie una mirada que penetró hasta el fondo de sus dulces ojos turbados, su expresión cambió. En su cara atezada se dibujó el respeto y cierta gentileza—. Creo que es usted una mujercita valiente, señora Wilkes.
«¡Y ni una palabra para mí!», dijo para sí Scarlett, indignada, mientras Melanie sonreía un poco confusa y respondía:
—¡Oh, por Dios, no, capitán Butler! El comité del hospital nos rogó que atendiésemos este mostrador porque en el último momento… ¿Una funda de almohada? He aquí una graciosísima, con la bandera.
Se volvió hacia tres soldados de caballería que se habían acercado al mostrador.
Scarlett permaneció sentada, abanicándose, sin atreverse a levantar los ojos y deseando que el capitán estuviese muy lejos, en la toldilla de su nave.
—¿Hace mucho que murió su marido?
—¡Oh, sí, mucho, casi un año!
—Un lapso inconmensurable, naturalmente.
Scarlett no estaba muy segura del significado de aquellas palabras, pero no podía haber dudas de que el tono de Butler era irónico.
—¿Ha estado casada mucho tiempo? Perdone mis preguntas, pero llevo tanto tiempo ausente de estos lugares…
—Dos meses —respondió Scarlett involuntariamente.
—Una verdadera tragedia —prosiguió la voz tranquila. ¡Que Dios le maldiga! —pensó Scarlett con violencia—. Si fuese otro hombre, yo adoptaría un aire glacial y lo olvidaría. Pero él sabe lo de Ashley y sabe que yo no quería a Charles. «Tengo las manos atadas.» No respondió y miró su abanico.
—¿Es ésta su primera aparición en sociedad?
—Sé que la cosa puede parecer extraña —se apresuró a responder Scarlett—. Las muchachas MacLure que debían vender en este mostrador han tenido que marcharse afuera y no había nadie más, y entonces Melanie y yo…
—Ningún sacrificio es demasiado grande por la Causa.
Extraño: las mismas palabras de la señora Elsíng. Cuando ella las pronunció parecían diferentes. Le asomó a los labios una respuesta hiriente, pero se calló. Después de todo, ella se encontraba allí, no por la Causa, sino porque estaba cansada de estar en casa.
—He pensado siempre —añadió el capitán reflexivamente— que el sistema del luto y de aprisionar a las mujeres en el velo para el resto de su vida impidiendo sus alegrías naturales es tan bárbaro como el rito hindú.
—¿El rito…?
El hombre rió y ella enrojeció de su propia ignorancia. Detestaba a las personas que usaban palabras que desconocía.
—En la India, cuando muere un hombre, lo queman en vez de enterrarlo; su mujer se traslada a la hoguera funeraria y se arroja a ella, junto a él.
—¡Qué horrible! ¿Y por qué lo hace? ¿No lo impide la policía?
—Ciertamente que no. Una mujer que no se hiciese quemar junto a su marido sería socialmente despreciada. Todas las mujeres hindúes de cierta importancia hablarían mal de ella porque no se habría comportado como una mujer bien nacida…, precisamente como aquellas dignas señoras que están en aquel rincón hablarían de usted si esta noche hubiese aparecido aquí vestida de rojo y se pusiese a dirigir la orquesta. Personalmente, creo que el rito hindú es una tradición más misericordiosa que nuestra simpática costumbre meridional, que entierra vivas a las viudas.
—¿Cómo se atreve a decir que estoy enterrada viva?
—¡Cómo se agarran las mujeres a las cadenas que las aprisionan! Usted, que cree bárbara la costumbre hindú…, ¿habría tenido valor de aparecer aquí esta noche si la Confederación no hubiese requerido su presencia?
Los argumentos de este género confundían siempre a Scarlett. Éste la confundía doblemente porque contenía un fondo de verdad. Pero ahora había llegado el momento de tomar el desquite.
—Es obvio que no habría venido. Hubiera sido…, además de irrespetuoso…, habrían podido creer que yo no am…
Los ojos de él esperaron sus palabras con una expresión cínicamente divertida; y ella no consiguió proseguir. Él sabía que Scarlett no había amado a Charles y no le consentía fingir los bellos sentimientos que no experimentaba. ¡Qué cosa tan terrible, tener que tratar con un individuo que no era un caballero! Un caballero aparentaba creer siempre a una señora, aun cuando supiese que mentía. Así eran los caballeros del Sur. El sexo fuerte obedecía las reglas y decía sólo cosas correctas tratando de hacer la vida agradable a las señoras. Pero éste parecía no seguir en modo alguno las reglas, y, evidentemente, se divertía diciendo cosas que nadie decía. —Espero con ansia sus palabras.
—Es usted detestable —dijo ella, turbada, bajando los ojos. Él se apoyó en el mostrador, inclinándose a fin de que su boca estuviese junto al oído de Scarlett, y susurró, en una magnífica imitación del villano que a veces aparecía en la escena del Atheneum Hall:
—¡No tema, bella señora! Su culpable secreto está encerrado en mi corazón.
—¡Oh! —murmuró Scarlett febrilmente—. ¿Cómo puede decir una cosa semejante?
—Lo he dicho para tranquilizarla. ¿Qué quiere que le diga? ¿«Sea mía, hermosa, o de otra manera lo revelaré todo»?
Ella encontró involuntariamente sus ojos y vio que eran burlones, como los de un niño. Entonces se echó a reír. Después de todo, la situación era cómica. También él rió, y tan fuerte que algunas de las «carabinas» que estaban en el rincón se volvieron para mirar.
Viendo que la viuda de Charles Hamilton se divertía, o parecía divertirse con un extraño, movieron las cabezas con ostensible desaprobación.
Redoblaron los tambores y muchas bocas hicieron «¡Chist!» mientras el doctor Meade subía a la plataforma y alargaba los brazos reclamando silencio.
—Todos debemos manifestar nuestra gratitud a las simpáticas señoras cuyos esfuerzos patrióticos e incansables no sólo han hecho de esta fiesta un éxito financiero, sino que han transformado este hosco salón en una reunión de belleza, en un jardín adaptado a los maravillosos capullos de rosa que veo alrededor. Todos aplaudieron.
—Las señoras han dado todo lo que han podido; no sólo su tiempo, sino también el trabajo de sus manos y los graciosos objetos que están expuestos en los mostradores, que son aún más bellos por ser confeccionados por las manos delicadas de nuestras mujeres.
Los aplausos se duplicaron, y Rhett Butler, que estaba apoyado negligentemente en el mostrador junto a Scarlett, murmuró: —¡Qué vanidoso es el barbita de chivo! ¿Verdad?
Turbada y asombrada por esta falta de respeto hacia el ciudadano más amado de Atlanta, Scarlett le miró con desaprobación. Mas realmente el doctor tenía el aspecto de una cabra, con la barbita gris que se movía a cada palabra; así que ella esbozó una sonrisa.
—Pero todo eso no es bastante. Las bondadosas señoras del comité hospitalario, cuyas manos frescas han acariciado tantas frentes febriles y arrebatado de las garras de la muerte a tantos hijos valientes heridos por la más santa de las Causas, conocen nuestras necesidades. No las enumeraré. Precisamos dinero para pagar las medicinas que vienen de Inglaterra; esta noche, tenemos entre nosotros al intrépido capitán que con tanto éxito burla el bloqueo desde hace un año y que seguirá burlándolo para traernos las medicinas que necesitamos. ¡El capitán Rhett Butler!
Aunque cogido de improviso, éste hizo una elegante reverencia. Demasiado elegante, pensó Scarlett tratando de analizarla. Era como si él exagerase su cortesía en virtud del gran desprecio que sentía por todos los presentes.
Hubo una explosión de aplausos y un gran revuelo entre las señoras que estaban en el rincón. ¡Era entonces el capitán Butler aquel hombre con el que la viuda del pobre Charles charlaba! ¡Y Charles había muerto apenas hacía un año!
—Tenemos necesidad de más dinero y yo os lo pido —continuó el doctor—. Pido un sacrificio, que es muy pequeño si lo comparamos con el de nuestros soldados de uniforme gris. Señoras, deseo vuestras alhajas. ¿Las deseo yo? No; es la Confederación quien os las pide y tengo la certeza de que ninguna se negará. ¡Qué bello es el efecto de una piedra preciosa sobre un brazo bonito! ¡Cómo brillan los alfileres de oro en los pechos de nuestras patrióticas damas! Pero ¡cuánto más bello es el sacrificio de todo el oro y de las piedras preciosas de Oriente! El oro será fundido y las piedras vendidas; el dinero se empleará para comprar medicinas y otros géneros de máxima necesidad. Señoras, dos de nuestros heroicos heridos pasarán ante ustedes con las cestitas y…
Pero el resto del discurso se perdió en una explosión de aplausos y voces.
El primer pensamiento de Scarlett fue de profunda gratitud, porque el luto le impedía llevar los preciosos pendientes y la pesada cadena de oro de la abuela Robillard, así como los brazaletes de oro y esmalte negro y el alfiler granate.
Vio al pequeño zuavo, que, con una cestita bajo el brazo sano, recorría la multitud en la parte de la sala donde ella se encontraba; vio a las mujeres, jóvenes y viejas, sonrientes y agitadas, que se desprendían de los brazaletes y se quitaban los pendientes fingiendo hacerse daño en las orejas, ayudándose una a la otra a desabrocharse los collares y los alfileres. Hubo un ligero tintinear de metales y exclamaciones de: «Espere, espere, ¡he conseguido abrir el muelle! ¡Helo aquí!» Maybelle Merriwether se estaba quitando de los brazos sus hermosos brazaletes gemelos. Fanny Elsing, gritando: «Mamá, ¿puedo?», se quitaba de los rizos el adorno de perlas montado en oro macizo que no salía de la familia desde hacía varias generaciones. A cada objeto que caía en la cestita, los gritos y los aplausos se multiplicaban.
El hombrecito sonriente llegaba ahora junto a su mostrador, con la cestita, que ya pesaba, al brazo; mientras pasaba delante de Rhett Butler, una hermosa pitillera de oro fue lanzada descuidadamente entre los demás objetos. Cuando llegó delante de Scarlett y colocó la cestita sobre el mostrador, ella movió la cabeza enseñándole las manos abiertas para darle a comprender que no tenía nada que dar. Era embarazoso ser la única persona que no daba nada, y en aquel instante reparó en la gruesa alianza de oro que brillaba en su dedo.
Por un momento trató de recordar la expresión que tenía Charles cuando se la colocó, pero su memoria estaba ofuscada; ofuscada por la súbita irritación que el recuerdo de él le ocasionaba siempre. Charles…; era él la razón por la que la vida había terminado para ella, por la que era una mujer vieja.
Con un rápido gesto cogió el anillo, pero no consiguió sacárselo. El zuavo se fue hacia Melanie.
—¡Espere! —exclamó Scarlett—. ¡Tengo una cosa para usted! —El anillo salió del dedo, y mientras lo echaba en la cestita llena de cadenas, relojes, anillos, alfileres y brazaletes, tropezó con la mirada de Rhett Butler, cuyos labios estaban plegados en una leve sonrisa. Con aire de desafío Scarlett dejó caer su alianza sobre el montón de joyas.
—¡Oh, querida! —susurró Melanie, cogiéndola del brazo, con los ojos brillantes de amor y de orgullo—. ¡Qué valiente eres, qué animosa! ¡Espere…, le ruego, teniente Picard, espere! También yo tengo algo para usted.
Se estaba quitando, también ella, el anillo nupcial, aquel anillo que Scarlett sabía que no había abandonado nunca su dedo desde que Ashley se lo puso. Ella sabía, mejor que nadie, lo que significaba aquel anillo para Melanie. Esta se despojó de él con dificultad y por un breve instante lo tuvo encerrado fuertemente en el puño. Después fue colocado suavemente en el montón de alhajas. Las dos jóvenes permanecieron mirando a Picard, que se marchaba hacia el grupo de señoras ancianas, Scarlett con aire de desafío, Melanie con una expresión más dolorosa que si llorase. Ninguna de estas dos expresiones pasó inadvertida al hombre que estaba junto a ellas. —Si tú no hubieses tenido el valor de hacerlo, yo no hubiera sido capaz —dijo Melanie, rodeando con el brazo la cintura de Scarlett y estrechándola dulcemente. Por un momento, tuvo Scarlett deseos de rechazarla y de gritar «¡En nombre de Dios!» con toda la fuerza de sus pulmones, como hacía Gerald cuando estaba irritado. Pero vio la mirada de Rhett Butler y puso en sus labios una sonrisa agridulce. Era desagradable que Melanie interpretara siempre mal los motivos que la obligaban a obrar…, pero quizá fuera peor que sospechase la verdad.
—Hermoso gesto —murmuró suavemente Butler—. Sacrificios como los suyos son los que fortalecen el ánimo de nuestros valerosos soldados.
Furiosas palabras acudieron a los labios de la joven, que las retuvo con dificultad. En todo lo que él decía se notaba burla. Scarlett lo encontraba muy antipático, viéndole apoyarse negligentemente en su mostrador. Pero en él había, además, algo estimulante; algo vital, electrizador. Todo lo que había en ella de irlandés se despertó ante el desafío de aquellos ojos negros. Decidió bajarle un poco los humos a aquel hombre. El que conociera su secreto le daba una ventaja desesperante; era necesario encontrar algo para ponerle en situación de inferioridad. Dominó el impulso de decirle escuetamente todo lo que pensaba de él. Se cogen más moscas con azúcar que con vinagre, como decía Mamita, y ella se disponía ahora a atrapar y a someter aquel moscón, de forma que no pudiese tenerla más bajo su dominio.
—Gracias —dijo con dulzura, pasando por alto deliberadamente su ironía—. Un cumplido como éste, viniendo de una celebridad como el capitán Butler, es verdaderamente precioso.
Él echó hacia atrás la cabeza y rió francamente, o más bien ladró, según pensó Scarlett con aspereza mientras el rubor le subía a la cara.
—¿Por qué no dice lo que verdaderamente piensa? —preguntó él, bajando la voz de forma que con el vocerío general llegase sólo a sus oídos—. ¿Por qué no dice que soy un maldito sinvergüenza y no un caballero y que debo irme o de lo contrario me arrojará a la calle mediante uno de esos valientes de uniforme?
La respuesta áspera estaba ya en la punta de su lengua; pero, dominándose heroicamente, Scarlett replicó:
—¿Por qué, capitán Butler? ¡Qué cosas dice! ¡Como si alguien ignorase que es famoso, que es intrépido y que…, que…!
—Me ha decepcionado usted.
—¿Decepcionado?
—Sí. Con motivo de nuestro primero y feliz encuentro, supuse que había encontrado finalmente una muchacha que fuese, no sólo bella, sino también valerosa. Ahora veo que es sólo bella.
—¿Quiere indicar que soy cobarde? —dijo nerviosamente Scarlett. —Precisamente. Le falta el valor de decir lo que siente. Cuando la conocí, pensé: «Ésa es una joven como no hay una en un millón. No es como las otras estúpidas, que creen en todo lo que las mamas y las institutrices dicen, y obran en consecuencia, cualesquiera que sean sus sentimientos. Y esconden sentimientos, deseos y pequeños desengaños amorosos bajo unas cuantas palabras amables.» Pensé: «La señorita O’Hara es una muchacha de espíritu independiente. Sabe lo que quiere y no siente reparo en decir lo que pasa por su mente… o en lanzar floreros contra la chimenea.»
—¡Oh! —exclamó ella, dejándose vencer por la ira—. Entonces le diré justamente lo que pienso. Si tuviese usted una pizca de buena educación, no se habría acercado a hablar conmigo. ¡Habrá comprendido que no deseaba verle jamás! ¡Pero usted no es un caballero! Es un individuo vil y repugnante. Porque sus sucias e insignificantes naves se arriesgan a pasar bajo las narices de los yanquis, se cree usted con derecho a venir a burlarse de hombres valientes y de mujeres que lo sacrifican todo por la Causa.
—Basta, basta —rogó él con una sonrisa—. Por fin ha dicho usted lo que pensaba, pero no me hable de la Causa. Estoy harto de oír hablar de ella y apuesto a que usted también lo está…
—¿Pero cómo puede…? —volvió a decir Scarlett, perdiendo el dominio de sí misma. Y se detuvo, irritadísima, por haber caído en aquella trampa.
—Me detuve un rato en el umbral de la puerta antes de que usted me viese y observé a las otras jóvenes. Parecía que el semblante de todas estaba fundido en el mismo molde. El suyo no; usted tiene un semblante en el que se lee fácilmente. Estaba usted distraída y podría asegurar que no pensaba ni en la Causa ni en el hospital. En su rostro estaba escrito que deseaba bailar, divertirse, y que no podía. Estaba usted furiosa por esto. Dígame la verdad. ¿Tengo razón?
—No tengo nada que decirle, capitán Butler —respondió ella lo más ceremoniosamente que pudo, tratando de reunir toda su dignidad—. Pavonéese cuanto le parezca por ser el «gran burlador del bloqueo», pero absténgase de insultar a las mujeres.
—¡El «gran burlador del bloqueo»! Eso es una broma. Le ruego me conceda aún un segundo de su precioso tiempo, antes de hundirme en las tinieblas. No quisiera que una patriota tan encantadora tuviese una idea errónea sobre mi contribución a la Causa de la Confederación. —No quiero escuchar sus estupideces.
—El bloqueo, para mí, es un negocio que me permite ganar dinero. Cuando no me rinda más, lo abandonaré. ¿Qué le parece?
—Me parece que es usted un mercenario… igual que los yanquis. —En efecto —sonrió burlonamente el capitán—. Los yanquis me ayudan a ganar dinero. Figúrese que el mes pasado anclé mi nave en el mismo puerto de Nueva York para cargar mercancías.
—¿Cómo? —exclamó Scarlett, excitada e interesada a pesar suyo—. ¿Y no lo detuvieron?
—¡Pobre inocente! Ni soñarlo. Hay en la Unión muchos bravos patriotas que ganan dinero vendiendo mercancías a la Confederación. Yo anclo mi nave delante de Nueva York, compro a empresas yanquis (naturalmente al contado) y después me voy. Cuando la cosa es un poco peligrosa, voy a Nassau, donde los barcos patriotas han llevado para mí municiones y artículos de moda. Es más cómodo que ir a Inglaterra. A veces no es tan fácil penetrar en Charleston o en Wilmington… ¡Pero no se puede imaginar lo lejos que se va con un poco de dinero…!
—¡Oh, sabía que los yanquis eran abyectos, pero ignoraba…!
—¿Por qué meterse con los yanquis que ganan honradamente algún dinero vendiendo a su país? Dentro de cien años nadie se acordará de ello. Y el resultado será el mismo. Ellos saben que la Confederación será inevitablemente vencida: ¿por qué no ganar dinero con ella además?
—¿Vencidos… nosotros?
—Sin duda.
—¿Quiere hacer el favor de dejarme… o tendré que llamar mi coche para que me lleve a casa y así librarme de usted?
—¡Una rebelde de lo más vehemente! —dijo él con otra sonrisa burlona.
Se inclinó y se alejó, dejándola llena de indignación y de cólera impotente. En ella había un amargo despecho que no conseguía analizar, semejante al de un niño que ve derrumbarse su ilusión. ¿Cómo se había atrevido aquel hombre a empañar la gloria de los que atravesaban el bloqueo y a decir que la Confederación sería vencida? Era necesario fusilarlo por esto, fusilarlo como a un traidor. Miró alrededor y vio las caras conocidas, tan seguras del éxito, tan valientes, tan devotas; un pequeño escalofrío le traspasó el corazón. ¿Vencidos? ¡Ah, no; eso no! ¡Ciertamente no! Sólo pensarlo era imposible y desleal.
—¿Qué estabais murmurando? —preguntó Melanie, volviéndose apenas se alejaron sus clientes—. He visto que la señorita Merriwether no te quitaba la vista de encima, y sabes que tiene la lengua larga…
—¡Ah, ese hombre es insoportable! ¡Un verdadero villano! —respondió Scarlett—. En cuanto a la vieja Merriwether, déjala que hable. Estoy harta de hacer la chiquilla por su culpa.
—¡Pero, Scarlett! —exclamó Melanie, escandalizada.
—¡Chist! —hizo Scarlett—. El doctor Meade va a pronunciar otro discurso.
Las charlas se interrumpieron nuevamente y la voz del doctor se elevó una vez más, para dar las gracias a las señoras que habían ofrecido generosamente sus joyas.
—Y ahora, señoras y señores, les propondré una sorpresa: una innovación que, quizá, pueda desagradar a algunos de ustedes. Pero les ruego consideren que todo esto se hace para los hospitales y a beneficio de nuestros jóvenes heridos o enfermos.
Todos se callaron, tratando de adivinar lo que podría proponer el doctor, un hombre tan serio.
—Vamos a empezar el baile. El primer número será sin duda, una danza escocesa, un reel[11] seguido de un vals. Los bailes siguientes, polcas, mazurcas y valses, irán precedidos de breves reels. Conozco la simpática rivalidad que existe en bailar bien los reels, y por eso… —el doctor arqueó las cejas y echó una mirada burlona hacia el rincón donde su mujer estaba sentada junto a las señoras ancianas—, si ustedes, señores, desean bailar un reel con la dama de su elección, deben concurrir a una puja de la que yo seré el pregonero. Las damas serán adjudicadas a los mejores oferentes y el producto irá a los hospitales.
Los abanicos se detuvieron de repente y la sala fue atravesada por una ola de murmullos excitados. El ángulo de las señoras estaba en pleno tumulto y la señora Meade, deseosa de sostener a su marido en una acción que de corazón desaprobaba, se encontraba en absoluta desventaja.
Las señoras Elsing, Merriwether y Whiting estaban rojas de indignación. Pero, de improviso, la Guardia Nacional lanzó un «viva» que fue respondido por todos los presentes. Las muchachas palmotearon y saltaron excitadas.
—¿No te parece que es…, que es… como una puja de esclavas en pequeño? —susurró Melanie, mirando indecisa al belicoso doctor, que hasta entonces le había parecido siempre perfecto.
Scarlett no dijo nada, pero sus ojos brillaron y su corazón se contrajo con una ligera pena. ¡Si al menos no fuese viuda! ¡Si fuese aún Scarlett O’Hara, con un vestido verde manzana adornado de terciopelo verde oscuro y nardos en los cabellos negros…! Entonces sería ella la que conduciría la danza. Sí, sin duda. Habría una docena de hombres dispuestos a batirse por ella y a pagar al doctor buenas cantidades. ¡Oh, tener que estar aquí sentada sirviendo de adorno, contra su voluntad, y ver a Fanny o Maybelle llevar la danza como la muchacha más bella de Atlanta!
Por encima del tumulto resonó la voz del pequeño zuavo con su acento criollo:
—Veinte dólares por la señorita Maybelle Meriwether.
Maybelle se escondió, enrojeciendo, detrás del hombro de Fanny y las dos muchachas ocultaron el rostro la una en el cuello de la otra, sonriendo mientras otras voces empezaban a gritar otros nombres y otras cifras. El doctor Meade comenzó a sonreír, desoyendo completamente los susurros indignados que venían de las señoras del comité hospitalario.
Desde el principio, la señora Merriwether declaró firmemente y en alta voz que su Maybelle no participaría nunca en semejante subasta; pero al constatar que el nombre de su hija se oía cada vez con más frecuencia y la cifra superaba los setenta y cinco dólares, sus protestas empezaron a disminuir.
Scarlett tenía los codos apoyados en el mostrador y miraba casi ferozmente a la multitud excitada que reía agrupándose alrededor de la plataforma, con las manos llenas de billetes de banco de la Confederación.
Ahora, todos bailarían, menos ella y las señoras de edad. Todos se divertirían, menos ella. Vio a Rhett Butler detrás del doctor y, antes de que pudiese cambiar la expresión de su rostro, él la miró, bajó una de las comisuras de la boca y levantó una ceja. Scarlett alzó la barbilla y se volvió a otro lado. En aquel momento oyó su nombre, pronunciado por una inconfundible voz charlestoniana que sobrepasó el griterío:
—Por la señora de Charles Hamilton…, ciento cincuenta dólares… en oro.
Un repentino murmullo atravesó la multitud al oír la suma y el nombre. Scarlett quedó tan aturdida que no pudo ni moverse. Permaneció sentada con la barbilla entre las manos y los ojos abiertos, asombrados. Todos se volvieron a mirarla. Vio al doctor inclinarse en la plataforma y decirle algo a Butler. Probablemente decía que ella estaba de luto y no podía bailar. Pero Rhett alzó los hombros con indiferencia.
—¿Quizás otra de nuestras bellezas? —sugirió el doctor.
—No —respondió Rhett, obstinado, mirando a la gente—. La señora Hamilton.
—Le digo que es imposible —insistió el doctor—. La señora Hamilton no querrá…
La voz de Scarlett salió de su boca casi involuntariamente, desconocida.
—¡Sí; estoy dispuesta!
Se puso en pie. El corazón le martilleaba tan violentamente que temió no poder sostenerse, trastornada por la excitación de ser nuevamente el centro de la atención, de ser la más deseada y, ¡sobre todo!, por la perspectiva de bailar…
—¡No, no me importa! ¡No me importa lo que digan! —murmuró, arrastrada por una especie de locura. Levantó la cabeza y salió del mostrador taconeando con un ruido de castañuelas y llevando su abanico completamente desplegado. Por un momento miró el rostro incrédulo de Melanie, la expresión de las señoras, a las muchachas petulantes y a los soldados que aprobaban con entusiasmo. Se encontró en medio de la sala y vio a Rhett Butler que avanzaba hacia ella, entre un pasillo de gente, con su burlona y detestable sonrisa. Pero esto no le importaba… Iba a bailar… A llevar el reel. Le hizo una señal y le dirigió una sonrisa fascinadora. Él se inclinó con una mano en el pecho.
Levi, aunque horrorizado por lo que veía, se repuso rápidamente y gritó:
—¡Escojan sus damas!
La orquesta entonó el reel más hermoso: Dixie.
—¿Cómo se ha atrevido a destacarme así, capitán Butler?
—¡Mi querida señora Hamilton, era tan evidente que lo deseaba usted!
—¿Cómo ha podido gritar mi nombre tan públicamente?
—Hubiera usted podido rehusar…
—Pero… me debo a la Causa… No podía pensar en mí misma cuando usted ofreció tanto dinero y en oro. No se ría: todos nos miran.
—Nos mirarán igual. No trate de engatusarme con esta fábula de la Causa. Usted deseaba bailar y yo le he dado la oportunidad. Esta marcha es la última parte del reel, ¿verdad?
—Sí, ahora debo ir a sentarme.
—¿Por qué? ¿Le he pisado un pie?
—No… Hablarán mal de mí.
—¡Ah! ¿Pero eso la aflige?
—Es que…
—No está usted cometiendo ningún delito. ¿Por qué no baila el vals conmigo?
—Si mamá viese lo…
—¿Aún está cosida a la falda de su mamá?
—Tiene usted un modo detestable de representar como estúpida toda virtud.
—Las virtudes son todas estúpidas. ¿Qué le importa lo que diga la gente?
—Nada…, pero… No hablemos más de ello. Por fortuna, ahora empieza el vals. El reel me deja siempre sin respiración.
—No eluda mi pregunta. ¿Le ha importado alguna vez lo que digan las otras mujeres?
—¡Oh, si debo ser sincera…, no! Pero una muchacha debe ser cauta. Esta noche, sin embargo, no me importa nada, de verdad, absolutamente nada. —¡Bravo! Ahora empieza usted a pensar con su cabeza, en vez de dejar a los otros que piensen por usted. Éste es el principio de la sabiduría.
—Pero…
—Mientras que a su costa no se hable tanto como a la mía, no le dé ninguna importancia. Piense que no hay una sola casa en Charleston donde se me reciba. Ni mi tributo a nuestra justa y santa Causa ha sido bastante para rehabilitarme.
—¡Terrible!
—Nada de eso. Hasta que uno no ha perdido la reputación, no comprende que era un peso enorme y que la libertad es algo formidable.
—¡Dice usted cosas escandalosas!
—Escandalosas y verdaderas. Si se tiene valor… y dinero, para nada sirve la reputación.
—No todo se puede comprar con el dinero.
—Esto se lo debe haber dicho alguien. Usted sola no habría pensado semejante tontería. ¿Qué no se puede comprar?
—Ahora no sabría… Por ejemplo, la felicidad o el amor.
—Naturalmente que se puede comprar eso. Y, cuando no es posible, se compra alguno de sus mejores sustitutivos.
—¿Y usted tiene tanto dinero, capitán Butler?
—¡Qué pregunta tan materialista, señora Hamilton! Estoy sorprendido. Pero le diré que sí. Teniendo en cuenta que fui un chico que se encontró en su primera juventud solo frente a la vida y sin un céntimo, he prosperado bastante. Además, el bloqueo me rendirá un milloncejo.
—¡No!
—¡Oh, sí! La gente parece no comprender que se puede ganar tanto dinero con el naufragio de una civilización como con la construcción de otra.
—¿Y qué significa todo esto?
—Su familia, como la mía y todas las que están aquí esta noche, han hecho su fortuna transformando un desierto en un lugar civilizado. Esto se llama construir un imperio. Y la construcción de un imperio hace ganar mucho dinero. Pero se gana aún mucho más en su destrucción.
—¿De qué imperio está usted hablando?
—De este imperio en el que vivimos…, del Sur…, la Confederación… El reino del algodón…, de éste que está a nuestros pies. Sólo los bobos no lo ven y no saben sacar ventaja de esta confusión. Yo, por el contrario, estoy edificando gracias a este desastre mi fortuna.
—¿Cree usted verdaderamente que nos vencerán?
—Sí. ¿Por qué esconder la cabeza como un avestruz?
—Dios mío, cómo me fastidia hablar de esto… ¿Usted no dice nunca cosas agradables, capitán?
—¿Le agradaría a usted que le dijese que sus ojos son pequeños acuarios llenos de una maravillosa agua verde y que cuando los pececitos vienen a nadar en ellos, como ahora, están diabólicamente preciosos?
—No, no me gusta eso… ¿No es bonita esta música? ¡Oh, podría estar valseando sin interrupción…!
—Es usted la más admirable bailarina que jamás he tenido entre mis brazos.
—¡Capitán Butler, me aprieta demasiado! Todos nos miran…
—Si nadie nos viese, ¿protestaría usted igualmente?
—Capitán, me parece que se está usted propasando.
—Nada de eso. ¿Cómo podría, teniéndola entre los brazos…? ¿Qué música es ésta? ¿Una novedad?
—Sí. ¿No es bonita? La hemos robado a los yanquis.
—¿Cómo se llama?
—Cuando la guerra cruel termine.
—¿Cómo es la letra? Cántemela.
Y ella comenzó:
Querido amor mío, ¿te acuerdas
de cuando nos vimos por última vez?
¿Cuando me declaraste tu amor
arrodillado a mis pies?
¡Oh, qué orgulloso estabas ante mí
con tu uniforme gris!
¡Cuando juraste eterna, fe
a tu amada y a tu patria!
¡Ahora lloro triste y sola
y mis suspiros y mis lágrimas son vanos!
¡Cuando la guerra cruel termine
quiera Dios que nos veamos!
—¡Verdaderamente decía «uniforme azul», pero nosotros lo hemos cambiado por «gris»…! Baila usted el vals muy bien, capitán Butler. ¿Sabe usted que muchos grandes hombres no saben bailar? ¡Y pensar que pasarán años y años antes de que yo vuelva a bailar otra vez!
—Sólo pocos minutos. La comprometo para el próximo reel…, y después para el siguiente y el otro.
—¡Oh, no; no puedo! ¡No debo! ¡Mi reputación quedaría destrozada!
—¿Qué importa un baile más? Quizá yo permita que otros bailen con usted después que hayamos bailado cinco o seis piezas; pero la última la quiero yo.
—Está bien. Sé que es una locura, pero no me importa. No me importa nada de lo que digan. Estoy harta de estar en casa. Quiero bailar, bailar. ¡Y no vestir más de negro! Detesto el crespón fúnebre.
—Quíteselo.
—¡Oh, no puedo quitarme el luto…! No debe apretarme tanto, capitán. Hará usted que me enfade.
—Está usted magnífica cuando se enfada. Ahora la aprieto más…, así, a ver si se enfada de verdad. No se puede dar una idea de lo deliciosa que estaba aquel día en Doce Robles, cuando, enfadadísima, tiraba los objetos…
—¡Oh…, se lo ruego…! ¿No puede olvidar aquel día?
—No; es uno de mis recuerdos más bellos…, una delicada y bien formada belleza meridional en la cual hierve la sangre irlandesa… Es usted muy irlandesa, ¿lo sabe?
—¡Dios mío, la música termina…! ¡Oh, tía Pittypat que sale de la sala de los refrescos! Estoy segura de que la señora Merriwether debe habérselo dicho. Por caridad, alejémonos; vamos a asomarnos a la ventana. No quiero que me hable ahora. Tía Pittypat tiene los ojos desorbitados…