En el tren que la conducía hacia el Norte, aquella mañana de mayo de 1862, Scarlett pensaba que era imposible que Atlanta fuese tan aburrida como habían sido Charleston y Savannah y, a pesar de su antipatía por Pittypat y por Melanie, tenía cierta curiosidad por ver cómo había cambiado la ciudad después de su última visita, en el invierno anterior a la guerra.
Atlanta le había interesado siempre más que cualquier otro lugar, porque cuando era niña Gerald le había dicho que ella y Atlanta tenían precisamente la misma edad. Cuando fue mayor, Scarlett descubrió que Gerald había alterado un poco la verdad, como era su costumbre cuando una ligera modificación podía mejorar una historia. Atlanta tenía sólo nueve años más que ella y esto la hacía una ciudad •extraordinariamente joven en comparación con todas las demás ciudades que Scarlett conocía. Savannah y Charleston tenían la dignidad de sus años; por una corría ya el segundo siglo y la otra entraba en el tercero; a sus jóvenes ojos le causaban la impresión de viejas abuelas que tomaban plácidamente el sol. Pero Atlanta era de su misma generación, tosca como suele ser la juventud, y tan obstinada e impetuosa como ella.
La historia que le había contado Gerald estaba fundada en el hecho de que ella y Atlanta fueron bautizadas en el mismo año. Nueve años antes del nacimiento de Scarlett, la ciudad se llamó Terminus y después Marthasville; únicamente el año en que nació Scarlett la denominaron Atlanta.
Cuando Gerald fue a establecerse a la Georgia septentrional, Atlanta no existía, ni aun en forma de aldea; el lugar estaba salvaje y desierto. El año siguiente, esto es, en 1836, el Estado autorizó la construcción de un ferrocarril que conducía al Norte a través del territorio recientemente cedido por los indios iroqueses. El destino del ferrocarril (Tennessee y el Oeste) era claro y definido, pero su punto de partida en Georgia estaba aún incierto, hasta que, después de un año, un ingeniero colocó un poste en la tierra roja para indicar el término meridional de la línea: Atlanta, nacida Terminus, empezó a existir.
Entonces no había ferrocarriles en Georgia septentrional y muy pocos en otros lugares. Durante los años que precedieron al casamiento de Gerald con Ellen, la pequeña colonia, a treinta y cinco kilómetros al norte de Tara, se convirtió lentamente en una aldea y poco a poco la línea férrea se extendió aún más hacia el norte. La construcción del ferrocarril verdaderamente había empezado. De la vieja ciudad de Augusta, un segundo camino de hierro atravesó el Estado hacia occidente, para unirse con la nueva línea de Tennessee. Desde la antigua Savannah, una tercera vía fue construida hasta Macón, en el corazón de Georgia, y después hacia el norte, a través de la comarca donde vivía Gerald, hasta Atlanta, para unirse con las otras dos, dando así al puerto de Savannah una salida al oeste. En el mismo punto de unión, en la joven Atlanta, fue construida una cuarta línea que volvía hacia el sudoeste, hacia Montgomery y Mobile.
Nacida de un camino de hierro, Atlanta se desarrolló al mismo tiempo que los ferrocarriles. El conjunto de las cuatro líneas unía el oeste, el mediodía, la costa y, a través de Augusta, la parte septentrional con el este. Atlanta, pues, había llegado a ser el punto de cruce para los viajes de norte a sur y de este a oeste; así la pequeña aldea surgió a la vida.
En un lapso poco mayor que los diecisiete años de Scarlett, Atlanta llegó a ser una pequeña ciudad de diez mil habitantes y era el centro de la atención de todo el Estado. Las viejas ciudades, más tranquilas, miraban hacia la joven ciudad más tumultuosa con la sensación de una gallina que ha empollado un pato. ¿Por qué era tan diferente de las otras ciudades de Georgia? ¿Por qué se desarrollaba tan pronto? Después de todo, pensaban, no tenía nada especial: solamente sus ferrocarriles y un puñado de gentes que se abrían camino hacia delante a fuerza de codazos.
Los fundadores de la ciudad, que la llamaron sucesivamente Terminus, Marthasville y Atlanta, eran verdaderamente gentes llenas de voluntad. Hombres inquietos y enérgicos, de las viejas regiones de Georgia y de otros Estados más lejanos, eran atraídos a esta ciudad, que se extendía alrededor del nudo ferroviario. Llegaban allá con entusiasmo. Levantaron sus negocios alrededor de las cinco calzadas de rojo fango que se cruzaban cerca de la estación, construyeron sus hermosas casas en las calles Washington y Whitehall, a lo largo de la margen del terreno que innumerables generaciones de indios calzados con abarcas habían hollado formando un camino que se llamaba Peachtree Trail. Estaban orgullosos del lugar, orgullosos de su desarrollo, orgullosos de sí mismos. Las viejas ciudades decían lo que les parecía de Atlanta, pero ésta no se preocupaba.
Scarlett había querido siempre a Atlanta por las mismas razones por las que condenaba a Savannah, Augusta y Macón. Como ella, la ciudad era una mezcla de nuevo y de viejo, en lo que lo viejo estaba siempre en conflicto con lo nuevo vigoroso y terco, y siempre sacaba la peor parte. Por otro lado, había algo de personal, de excitante, en una ciudad que había nacido, o por lo menos había sido bautizada, en el mismo año que ella había venido al mundo.
La noche precedente había sido lluviosa; pero, cuando Scarlett llegó a Atlanta, un sol cálido intentaba con valentía secar las calles, que estaban transformadas en torrentes de fango rojo. En el espacio abierto alrededor de la estación, el suelo estaba surcado y hollado por el continuo afluir del tráfico, hasta parecerse a una enorme porqueriza; de vez en cuando, los vehículos se hundían en el barro hasta media rueda. Una caravana incesante de carruajes militares y de ambulancias cargaban y descargaban trenes de abastecimiento y heridos, aumentando el fango y la confusión cuando llegaban y partían; mientras sus conductores blasfemaban, los mulos se clavaban en el fango y lo salpicaban a varios metros de distancia.
Scarlett estaba en la plataforma del tren. Era una graciosa figura palidísima, con su traje de luto y su velo de crespón que llegaba casi al suelo. Dudaba porque no quería ensuciarse los zapatos y las faldas, y entretanto miraba a la hilera de carros, coches y calesas, tratando de descubrir a Pittypat. No se veían trazas de la obesa y colorada señora. Mientras Scarlett miraba ansiosamente, un viejo negro delgado, con espesos cabellos ensortijados y aspecto de digna autoridad, avanzó hacia ella sobre el fango, con el sombrero en la mano.
—Señora Scarlett, ¿verdad? Yo soy Peter, el cochero de la señorita Pitty. No se baje en este barro —ordenó severamente mientras Scarlett se recogía las faldas, preparándose para saltar—. Tiene tan poco cuidado como la señorita Pitty y se resfriaría si se mojara los pies. Yo la llevaré.
A pesar de su delgadez y su edad, cogió en brazos a Scarlett con la máxima facilidad y, observando a Prissy que estaba en la plataforma con el niño en brazos, se detuvo.
—¿Es el niño de nuestro amo? Señora Scarlett, esta chica es demasiado joven para criar al niño del señor Charles. Pero en esto ya pensaremos después. Tú, muchacha, ven detrás de mí y ten cuidado de no dejar caer al niño.
Scarlett se resignó sin protestar a dejarse llevar en brazos al coche y también a la manera perentoria con que el tío Peter las trataba a ella y a Prissy. Al atravesar el fango con Prissy, que se hundía en él refunfuñando detrás de ellos, se acordó de lo que Charles le había narrado a propósito del tío Peter.
—Ha hecho toda la campaña mexicana con papá, curándole las heridas. En fin de cuentas, fue él quien le salvó la vida. Prácticamente se puede decir que ha educado a Melanie y a mí, porque éramos muy pequeños cuando murieron nuestros padres. La tía Pitty había tenido en aquella época una cuestión con su hermano Henry. Por eso ella vino a vivir con nosotros y también para cuidar de nuestra educación. Pero es la mujer más inexperta del mundo; ha permanecido a través de los años como una niña. El tío Peter la trata exactamente como si fuese una chiquilla. No sería capaz de salir adelante si Peter no se ocupase de todo. Fue él quien decidió que yo debía tener una asignación para mis gastos, a la edad de catorce años, e insistió para que fuese a la Universidad de Harvard cuando el tío Henry manifestó el deseo de que yo estudiase allá. Decidió a su tiempo que Melanie se hiciera un peinado alto y empezase a frecuentar diversiones. Es él quien dice a tía Pitty, cuando el tiempo está frío o húmedo, que no vaya a hacer visitas, o cuándo debe ponerse el chai… Es el viejo negro más sagaz que jamás he visto y el más leal. Su único mal es que sabe que es el patrón de nosotros tres: en cuerpo y alma.
Las palabras de Charles se confirmaron cuando Peter subió al pescante y cogió la fusta.
—La señorita Pitty está toda angustiada porque no ha venido a recibirla. Tenía miedo de que usted no comprendiera, pero yo he dicho que ella y la señora Melanie se enfangarían y estropearían los vestidos nuevos y que yo le explicaría a usted, señorita Scarlett… Es mejor que coja usted el niño. Esa negrita va a dejarlo caer.
Scarlett miró a Prissy y suspiró. La negrita no era la mejor de las niñeras. Su reciente promoción, desde los vestidos cortos y las trenzas alrededor de su cabeza a la dignidad de un largo traje de percal y de una cofia blanca almidonada, era algo emocionante para la muchacha.
No habría ascendido a este puesto tan pronto si no hubiese llegado la guerra y las demandas de la intendencia de Tara, que hacían imposible a Ellen prescindir del trabajo de Mamita, de Dilcey y también de Rosa o de Teena. Prissy no se había alejado nunca más de un kilómetro de Doce Robles o de Tara, y el viaje en tren, junto a su ascenso a niñera, era más de lo que podía soportar el cerebro que estaba encerrado en su pequeño cráneo negro. El viaje de treinta kilómetros de Jonesboro a Atlanta la había excitado tanto que Scarlett se vio obligada a tener el niño todo el tiempo. Ahora, la vista de tanta gente y de tantos edificios completó el trastorno de Prissy. Se agitaba en su asiento, saltaba, brincaba, indicaba lo que veía, y sacudió tanto al niño, que éste se puso a llorar. Scarlett pensó con nostalgia en los viejos y robustos brazos de Mamita. Bastaba que Mamita pusiera las manos en un niño para que éste dejase de llorar. Pero Mamita estaba en Tara y Scarlett no podía hacer nada para remediarlo. Era inútil coger a Wade de los brazos de Prissy: lloraba igualmente cuando lo tenía ella. De buena gana le hubiera tirado a la chica de las cintas de la cofia y le hubiera despedazado el vestido. Fingió no haber oído las palabras de Peter.
«Quizás con el tiempo aprenda a tratar a los niños —pensó mientras el coche se tambaleaba y atrancaba en el fango, delante de la estación—. Pero no conseguiré nunca divertirme con ellos.» El rostro de Wade se puso rojo de tanto chillar y ella ordenó, de mal humor:
—Dale ese pedazo de azúcar que tienes en el bolsillo, Prissy. Algo para hacerle callar. Sé que tiene hambre, pero en este momento no puedo hacer nada.
Prissy sacó el pedazo de azúcar que Mamita le había dado por la mañana y los gritos del niño cesaron. Con la calma que sobrevino y con la nueva vista que se ofrecía a sus ojos, Scarlett empezó a animarse. Finalmente, cuando tío Peter consiguió sacar el coche de las roderas fangosas y se dirigió por la calle Peachtree, Scarlett experimentó cierto interés por primera vez en varios meses. ¡Cómo había crecido la ciudad! Había pasado poco más de un año desde que estuvo la última vez y no parecía posible que aquella pequeña Atlanta estuviese tan cambiada.
El año anterior Scarlett estaba tan preocupada con sus propios pensamientos, tan fastidiada por cualquier mención de guerra, que no se dio cuenta de cómo Atlanta se transformaba. Los mismos ferrocarriles que habían hecho de la ciudad el punto de cruce comercial en tiempo de paz eran de vital importancia estratégica en tiempo de guerra. Alejada de las líneas de batalla, la ciudad y sus ferrocarriles unían entre sí los dos ejércitos de la Confederación, el de Virginia y el de Tennessee, con el Oeste. Al mismo tiempo., Atlanta abastecía a los ejércitos de lo que necesitaban y que provenía del Sur. A causa de la necesidad de la guerra, llegó a ser también un centro industrial, una base de hospitales y uno de los principales depósitos sudistas de alimentos y suministros para los ejércitos en campaña.
Scarlett miró en torno, buscando la pequeña ciudad que recordaba tan bien. Había desaparecido. Lo que veía ahora era como un niño que en el transcurso de una noche hubiese crecido como un gigante enorme.
Atlanta zumbaba como una colmena, consciente de su importancia en la Confederación, y en ella el trabajo para transformar una región agrícola en industrial era continuo. Antes de la guerra había pocas fábricas de algodón, hilado de lana, arsenales y negocios de máquinas al sur de Maryland, hecho del cual los meridionales estaban muy orgullosos. El Sur producía hombres de Estado y soldados, plantadores y doctores, abogados y poetas, pero no ingenieros ni mecánicos. Estas profesiones vulgares eran buenas para los yanquis. Pero ahora que los puertos de la Confederación estaban bloqueados por los navios de guerra yanquis y que muy pocas mercancías llegaban de Europa eludiendo el bloqueo, el Sur intentaba desesperadamente construir su propio material de guerra. El Norte podía recabar de todo el mundo aprovisionamientos y soldados, ya que millares de irlandeses y de alemanes se enrolaban en el Ejército de la Unión atraídos por el espejismo de las buenas pagas. El Sur no podía contar más que consigo mismo. En Atlanta había fábricas de maquinaria que fatigosamente transformaban sus instalaciones para producir material de guerra; fatigosamente porque había pocas máquinas en el Sur que se pudiesen utilizar, y cada rueda y diente debían ser fabricados sobre diseños que venían de Inglaterra. Había muchos extranjeros ahora en las calles de Atlanta. Los ciudadanos que un año antes habían prestado atención al menor acento que no fuese del país, ahora no se preocupaban de todas las lenguas habladas por europeos que habían traspasado el bloqueo para venir a fabricar máquinas y municiones. Hombres hábiles, sin los que la Confederación no habría tenido la posibilidad de fabricar pistolas y fusiles, cañones y pólvora.
Se sentía casi el latido del corazón de la ciudad, mientras el trabajo continuaba día y noche para enviar por medio del ferrocarril el material de guerra a los dos frentes de batalla. Los trenes cargaban y salían a todas horas. De noche los hornos ardían y los martillos batían aún muchísimo tiempo después de que la población durmiera. Donde el año anterior había terrenos para construcción ahora había diferentes fábricas de talabartería y zapatería, de fusiles y de cañones, fundiciones que producían material ferroviario y vagones para sustituir los destruidos por los yanquis; gran variedad de industrias pequeñas para la fabricación de espuelas, riendas, hebillas, botones, tiendas de campaña, sables y pistolas. Las fundiciones empezaban ya a sentir la falta de hierro porque a causa del bloqueo no llegaba nada y las minas de Alabama estaban casi paradas, debido a que los mineros se hallaban en el frente. No se encontraban ya en los jardines de Atlanta glorietas de hierro ni estatuas metálicas, cancelas ni barandas; todo fue llevado a las fundiciones. A lo largo de la calle Peachtree y en las calles adyacentes, estaban los cuarteles generales de los diferentes departamentos del Ejército, todos llenos de hombres con uniforme: la intendencia, el cuerpo de transmisiones, los servicios postales, transportes ferroviarios y la policía militar. Al otro lado de los suburbios estaban los depósitos de la remonta, donde los caballos y mulos se reunían en vastos recintos, y en las calles laterales se elevaban los hospitales. Por todo cuanto le dijo el tío Peter, Scarlett llegó a la conclusión de que Atlanta debía ser la ciudad de los heridos, porque los hospitales generales, así como los de contagiosos y convalecientes, eran innumerables. Cada día, los trenes que llegaban descargaban nuevos enfermos y heridos.
La pequeña ciudad había desaparecido y la nueva estaba animada de un movimiento y de un ruido incesante. La vista de tanta gente bulliciosa mareó casi a Scarlett, que venía de la tranquilidad rural, pero esto le agradaba. Aquella atmósfera excitante la animaba. Era como si sintiera el ritmo acelerado del corazón de la ciudad latir junto al suyo.
Mientras avanzaba lentamente por la calle principal de la ciudad, observó con interés las nuevas construcciones y los nuevos rostros. Las aceras estaban repletas de hombres con uniformes que llevaban las insignias de todos los grados y de todos los cuerpos; en la estrecha calzada se embotellaban los vehículos: carruajes, calesas, ambulancias, furgones militares guiados por conductores civiles que blasfemaban, mientras los mulos luchaban por salir del lodo en que se habían atascado; enlaces que corrían de un cuartel a otro llevando órdenes y despachos; convalecientes que cojeaban apoyados en las muletas y a los que acompañaba generalmente una enfermera. Trompetas y tambores y órdenes militares resonaban en los campos de instrucción, donde los reclutas se transformaban en soldados. Con el corazón en la garganta, Scarlett vio por primera vez los uniformes yanquis. Ello fue cuando el tío Peter le indicó con la punta de la fusta un destacamento de hombres de aspecto abatido que eran conducidos a la estación, como una manada de borregos, escoltados por una compañía de confederados con la bayoneta calada, para ser internados en campos de concentración, de donde nadie sabía cuándo ni cómo serían liberados.
«¡Oh! —pensó Scarlett con un sentimiento de verdadera alegría, el primero que experimentó después del famoso convite de Doce Robles—. ¡Cómo me agradará estar aquí! ¡Todo es tan vivo y excitante!»
La ciudad estaba también más animada de lo que ella creía, porque había docenas de nuevos bares; las prostitutas que siguen siempre a los ejércitos bullían en las calles y los lupanares se multiplicaban con gran consternación de las personas temerosas de Dios. Hoteles, pensiones y casas particulares estaban llenas de huéspedes que venían a vivir al lado de los parientes heridos que se encontraban en los grandes hospitales de Atlanta. Todas las semanas había bailes, recepciones y rifas benéficas e innumerables casamientos de guerra (los esposos con permiso, vestidos de gris y galones de oro, y las esposas elegantes, entre filas de sables desenvainados y brindis hechos con champaña entrado burlando el bloqueo) y despedidas tristes. De noche, en las oscuras calles bordeadas de árboles resonaban músicas que venían de los salones donde voces de soprano se unían a las de los soldados en la agradable melancolía de Las trompetas tocan descanso y Tu carta llegó, pero demasiado tarde, canciones tristes que traían lágrimas a los ojos de quienes no derramaron nunca lágrimas de verdadero dolor.
Mientras avanzaban a lo largo de la calle, en el barro blando, Scarlett hizo a Peter gran cantidad de preguntas a las que el negro respondía indicando acá y allá con la fusta, orgulloso de mostrar sus propios conocimientos.
—Aquello es el arsenal. Sí, señora, allí hacen cañones y otras armas. No, aquéllas no son tiendas; son las oficinas del bloqueo. ¿No sabe lo que son las oficinas del bloqueo? Son oficinas donde los extranjeros compran nuestro algodón confederado y lo mandan a Charleston y Wilmington, para enviarnos luego pólvora para fusiles. No, señora, yo no sé qué clase de extranjeros son. La señorita Pitty dice que son ingleses, pero nadie comprende una palabra de lo que hablan. Sí señora, hay un humo terrible y estropea todas las cortinas de seda de la señorita Pitty. Viene de las fundiciones y de los trenes de laminaciones. ¡Y qué ruido hacen de noche! Nadie puede dormir. No, señora, no podemos pasar para verlo, porque he prometido a la señorita Pitty llevarla pronto a casa… Señora Scarlett, haga una reverencia. Ésas son las señoras Merriwether y Elsing, que la saludan.
Scarlett recordaba vagamente a dos señoras que se llamaban así, llegadas de Atlanta a Tara para su boda y que eran las mejores amigas de tía Pittypat. Se volvió rápidamente hacia la parte indicada por Peter y se inclinó. Las dos señoras estaban sentadas en un coche delante de una tienda de ropas. El propietario y dos dependientes estaban en la puerta con los brazos llenos de piezas de tejidos de algodón, que ellas examinaban. La señora Merriwether era una mujer alta y corpulenta con el corsé tan ajustado que su seno surgía hacia delante como la proa de una nave. Sus cabellos grises parecían más abundantes por una franja de rizos postizos que eran descaradamente morenos, desdeñando adaptarse al resto de la cabellera. Tenía una cara redonda y colorada que reflejaba su bondadosa inteligencia y su costumbre de mandar. La señora Elsing era más joven; una mujercita delgada y frágil, que había sido una maravilla y que aún conservaba el recuerdo de la frescura desvanecida y un aire elegante e imperioso.
Aquellas dos señoras, con una tercera, la señora Whiting, eran las columnas de Atlanta. Dirigían en todo las tres parroquias a las que pertenecían, el clero, los coros y los fieles; organizaban tómbolas y presidían comités de trabajo, bailes y meriendas; sabían quién hacía un buen matrimonio y quién no; quién bebía a hurtadillas y quién esperaba un niño y para cuándo. Eran la verdadera autoridad en materia de genealogía de cualquier familia de Georgia, de Carolina del Sur y de Virginia, y no se preocupaban de los otros Estados porque estaban convencidas de que las personas de importancia sólo provenían de estos tres Estados. Sabían cómo se debía comportar la gente y cómo no, sobre todo cuando se trataba de personas de rango, y no se privaban de decir abiertamente lo que pensaban: la señora Merriwether con acento chillón, la señora Elsing con distinguida voz melosa y la señora Whiting en un murmullo desolado que mostraba cuánto le desagradaba hablar de ciertas cosas. Estas tres señoras se detestaban recíprocamente la una a la otra, como los primeros triunviros de Roma; su estrecha alianza se debía probablemente a aquellas mismas razones.
—He dicho a Pitty que deseo que usted me ayude en mi hospital —gritó la señora Merriwether, sonriendo—. ¡Así que no se comprometa con la señora Meade o Whiting!
—Me guardaré bien —respondió Scarlett, que ignoraba completamente lo que quería aquella señora, pero experimentaba una sensación agradable al verse bien acogida y saberse deseada—. Espero verla bien pronto.
El coche continuó su camino y se detuvo un momento para dejar que dos señoras que llevaban una cesta llena de vendas atravesaran la calle cenagosa poniendo los pies en algunas piedras que sobresalían. Al mismo tiempo, los ojos de Scarlett se fijaron en una figura que estaba en la acera, vestida con un traje vistoso, demasiado elegante para la calle, y con un chai de largos flecos que le llegaban a los pies. Al volverse la figura, Scarlett vio a una mujer alta y bella, con una masa de cabellos rojos, demasiado rojos para ser naturales. Era la primera vez que veía una mujer de la que podía estar segura que «había hecho algo a sus cabellos» y la observó descaradamente.
—Tío Peter, ¿quién es aquélla?
—No sé.
—Sí lo sabe, estoy segura. ¿Quién es?
—Se llama Bella Watling. —Y el labio inferior de Peter empezó a sobresalir.
Scarlett observó en seguida que Peter no había antepuesto al nombre el apelativo de «señora» o «señorita».
—¿Y quién es?
—Señora Scarlett —respondió el viejo gravemente, acariciando el lomo del caballo con la fusta—, la señorita Pitty no permitirá que usted pregunte cosas que no estén bien. En esta época hay en la ciudad muchas personas de las que es feo hablar.
«¡Dios mío! —pensó Scarlett, encerrándose en su silencio—. ¡Debe de ser una mujer mala!»
No había visto nunca una mujer de mal vivir y se volvió a mirarla hasta que se perdió entre la multitud. Ahora eran más amplios los espacios de terreno entre las tiendas y las nuevas construcciones. Finalmente, el barrio de los negocios terminó; todas las casas eran residencias particulares. Scarlett las reconocía como viejas amigas: la de Leyden, digna y soberbia; la de los Bonnell, con las columnas blancas y las persianas verdes; la casa georgiana de ladrillos rojos de la familia MacLure, detrás de sus setos de boj. Ahora caminaban más lentamente, porque desde las puertas y los jardines las señoras la llamaban. Conocía a algunas superficialmente; a otras las recordaba de modo vago; pero la mayor parte le eran desconocidas. Pittypat, ciertamente, había propagado la noticia de su llegada. A veces era necesario levantar al pequeño Wade, para que las señoras que se aventuraban a acercarse al coche atravesando el lodo hasta el montadero pudiesen admirarlo. Todas le decían a Scarlett que debía formar parte de su círculo de costura o punto, del comité de su hospital y de ningún otro, y ella prometía incansablemente a diestra y siniestra.
Cuando pasaban por delante de una casa de madera verde construida sin orden ni concierto, una negrita que estaba apostada en los escalones de acceso gritó: «¡Aquí está! ¡Ya llega!», y en seguida salieron el doctor Meade con su mujer y su hijo de trece años saludándola a voces. Scarlett recordó que también ellos habían ido a su casamiento. La señora se subió en el poyo para montar y alargó el cuello para ver al pequeño, pero el doctor, sin preocuparse del barro, avanzó hasta el coche. Era alto, con una perilla de color gris hierro; las ropas bailaban sobre su cuerpo delgado como si estuviesen suspendidas en una percha. Atlanta le consideraba la fuente de toda fuerza y sabiduría, y no era de extrañar que él mismo hubiese asimilado algo de esta creencia. Pero, aparte de su costumbre de pronunciar sentencias como si fuesen oráculos, y de su modo de obrar algo pomposo, era el hombre más afable del mundo.
Después de haber estrechado la mano de Scarlett y de haber pellizcado las mejillas de Wade, el doctor anunció que la tía Pittypat había prometido y jurado que su sobrina no iría a otro comité hospitalario y de preparación de vendas que al de la señora Meade.
—¡Dios mío, pero ya se lo he prometido a un millar de señoras! —exclamó la joven.
—¡Apuesto que a la señora Merriwether! —exclamó la señora Meade, indignada—. ¡Al diablo esa mujer! ¡Estoy segura de que va a la llegada de todos los trenes!
—Lo he prometido porque no sabía de qué se trataba —confesó Scarlett—. Ante todo, ¿qué son esos comités hospitalarios?
El doctor y la señora movieron la cabeza, un poco escandalizados de su ignorancia. —Naturalmente, ha estado siempre en el campo y allí no podía saber —la excusó la señora Meade—. Tenemos comités para los diferentes hospitales y en diversos días. Cuidamos a los hombres y ayudamos a los doctores, hacemos vendas y vestidos; cuando los hombres están en condiciones de dejar los hospitales, los acogemos en nuestras casas durante la convalecencia, hasta que estén dispuestos a volver a su regimiento. Nos ocupamos de las familias de los heridos pobres. El doctor Meade está en el hospital del Instituto donde trabaja mi comité; todos dicen que es extraordinario y…
—¡Basta, basta! —la interrumpió afectuosamente el doctor—. No te vanaglories de mí ante la gente. Hago lo poco que puedo, ya que no me has dejado alistarme en el Ejército.
—¡No he querido! —exclamó la mujer, indignada—. ¿Yo? Ha sido la ciudad que no ha querido, y lo sabes muy bien. Figúrese que, cuando se supo que quería ir a Virginia como médico militar, las señoras firmaron una petición rogándole que se quedase. La ciudad no puede hacer nada sin él.
—Vamos, vamos —se defendió el doctor, disfrutando evidentemente con aquellos elogios—. Por lo demás, tener un hijo en el frente es bastante en estos tiempos.
—¡Yo iré el año próximo! —exclamó el pequeño Phil, saltando excitado—. Como tambor. Estoy aprendiendo a tocarlo. ¿Quiere oírlo?
Voy por él.
—No, ahora no —ordenó la señora Meade, atrayéndolo hacia sí con una súbita expresión de pesar—. El año que viene no, tesoro. Dentro de dos años.
—¡Entonces la guerra habrá terminado! —exclamó el muchacho con petulancia, apartándose—. ¡Me lo has prometido!
Los ojos de los padres se encontraron por encima de su cabeza y Scarlett observó la mirada. Darcy Meade estaba en Virginia y ellos dedicaban todo su cariño al hijo que había quedado.
Tío Peter exclamó:
—La señorita Pitty está muy nerviosa y si no vuelvo en seguida de la estación, se desmayará.
—Hasta la vista. Esta tarde iré a verlas —añadió la señora—. Y dígale a Pitty de mi parte que si usted no viene a mi comité, todavía se encontrará peor.
El coche avanzó nuevamente por el camino enfangado y Scarlett se volvió a recostar en los cojines, sonriendo. Se sentía bien, como no se había encontrado desde hacía varios meses. Atlanta con su gentío, su animación y su corriente de excitación era más agradable, más divertida y mucho más simpática que la solitaria plantación cerca de Charleston, donde sólo los bramidos de los caimanes rompían el silenció nocturno; mejor que el mismo Charleston, soñador con sus jardines defendidos por altos muros; mejor que Savannah, con sus amplias calles bordeadas de palmeras enanas y el río que corría a su lado. Sí; y en principio mejor que Tara, aunque Tara fuese un lugar tan querido.
Había algo excitante en aquella ciudad de calles estrechas y enfangadas; algo tosco y sin madurar que recordaba la tosquedad y la falta de madurez que había bajo el fino barniz que Ellen y Mamita habían dado a Scarlett. Al momento, sintió que aquél era un lugar hecho para ella, no las viejas ciudades serenas y tranquilas a las que el río perezoso y amarillo no daba vitalidad alguna.
Las viviendas quedaban ahora cada vez más espaciadas. Asomándose hacia fuera, Scarlett vio finalmente los ladrillos rojos y el techo de pizarra de la villa de Pittypat. Era una de las últimas casas al norte de la ciudad. Después de ésta, la calle Peachtree iba estrechándose y girando tortuosamente bajo altos árboles, hasta perderse de vista en los espesos bosques silenciosos. La valla de madera había sido pintada recientemente de blanco y el jardincito que rodeaba estaba salpicado de amarillo por los últimos junquillos de la estación. En la escalinata había dos mujeres vestidas de negro; detrás de ellas otra, gruesa y amarillenta, con las manos debajo del mandil y la boca abierta en una larga sonrisa. La obesa Pittypat se balanceaba impaciente sobre sus pies pequeñitos, y con una mano en el pecho se oprimía el corazón, que le latía fuertemente. Scarlett vio a Melanie, que estaba a su lado, y con una sensación de antipatía se dio cuenta de que el único defecto de Atlanta consistía en esa personilla vestida de negro, con sus rebeldes rizos negros estirados hacia atrás con dignidad de mujer casada, que ahora le dirigía una gentil sonrisa de bienvenida en su carita triangular.
Cuando un habitante del Sur se tomaba la molestia de llenar un baúl y afrontar un viaje de treinta kilómetros para ir a hacer una visita, ésta no duraba nunca menos de un mes. Los meridionales eran visitantes entusiastas, así como anfitriones generosos, y no era único el caso de parientes que iban a pasar las fiestas de Navidad y se quedaban hasta julio. También, cuando los recién casados hacían sus giras de visita durante la luna de miel, terminaban por detenerse en esta o aquella casa de su agrado y allí permanecían hasta el nacimiento del segundo hijo. Con frecuencia, viejas tías o tíos que acudían a la comida dominical se quedaban allí para ser sepultados en el cementerio del lugar algunos años después. Los visitantes no representaban un problema, porque las casas eran grandes, la servidumbre numerosa y dar de comer a una boca más no tenía importancia allí donde había que alimentar a tantas personas. Gentes de todas las edades y sexos se juntaban en visita, esposos en viaje de bodas, madres jóvenes con su hijito, convalecientes, personas que habían perdido un pariente próximo, muchachas que los padres querían alejar de un matrimonio poco aconsejable, jóvenes casaderas que no habían encontrado novio y que se esperaba pudiesen combinar un buen matrimonio aconsejadas por los parientes de otra ciudad. Los visitantes añadían movimiento y variedad a la monótona vida meridional y eran siempre bien acogidos. Scarlett había llegado a Atlanta sin tener idea del tiempo que había de permanecer allí. Si su estancia resultaba aburrida, como en Charleston y en Savannah, pasado un mes volvería a su casa. Si por el contrario era agradable, nada le impedía permanecer durante un período indefinido. Pero, apenas llegada, tía Pitty y Melanie iniciaron una campaña para inducirla a establecerse permanentemente con ellas. Recurrieron a todos los argumentos posibles. Deseaban tenerla cerca porque la querían bien. Estaban solas y sentían miedo durante la noche en una casa tan grande, y ella era valiente y les daría también ánimo a ellas. Era tan simpática, que las alegraba en sus dolores. Ahora que Charles había muerto, su sitio y el del niño estaba en el mismo hogar donde él había pasado su infancia. Por lo demás, la mitad de la casa le pertenecía, según el testamento de Charles. Y, por último, la Confederación tenía necesidad de manos para coser, hacer calceta, preparar vendas y curar heridos.
El tío de Charles, Henry Hamilton, que hacía vida de soltero y que habitaba en el hotel Atlanta, cerca de la estación, le habló también seriamente en este sentido. El tío Henry era un anciano irascible, pequeño y panzudo, con la cara colorada y los cabellos plateados, absolutamente falto de paciencia para con las timideces y desmayos de las mujeres. Por esta última razón, casi no se hablaba con su hermana. Desde la infancia fueron absolutamente opuestos en caracteres y más tarde estuvieron también en desacuerdo por la forma en que ella había educado a Charles: «¡Hacer una mujercilla del hijo de un soldado!» Un día la injurió de tal modo que desde entonces Pittypat no hablaba de él sino con timoratos susurros y con tales reticencias que un extraño hubiera podido suponer que el honrado abogado era nada menos que un asesino. La ofensa se verificó un día en que la señorita Pittypat quiso coger quinientos dólares de su patrimonio para invertirlos en una mina de oro inexistente. Tanto se indignó Henry que dijo que su hermana tenía menos sentido común que una pulga, y lo que es peor aún: que el estar más de cinco minutos a su lado le ponía nervioso. Desde aquel día, ella no le veía más que oficialmente una vez al mes, cuando tío Peter la conducía a su oficina para recibir su asignación mensual. Después de estas breves visitas, Pittypat se metía en la cama para el resto del día, que transcurría entre lágrimas y con sales olorosas. Melanie y Charles, que estaban en inmejorables relaciones con su tío, le habían ofrecido muchas veces librarla de esta incumbencia, pero Pittypat había rehusado siempre, apretando con terquedad su boca infantil. Henry era su cruz y tenía que llevarla. Charles y Melanie concluyeron de esto que aquella excitación ocasional le producía un profundo placer, ya que era la única diversión de su vida solitaria.
Scarlett agradó en seguida al tío Henry porque, como él mismo declaró, a pesar de sus estúpidas afectaciones tenía algún rasgo de buen sentido. Él era el administrador, no sólo de la propiedad de Pittypat y de Melanie sino también de la que Charles dejó a Scarlett. Para ésta fue una agradable sorpresa saber que era una mujercita en buena posición, porque Charles le dejó no sólo la mitad de la casa ocupada por la tía Pittypat, sino también terrenos de cultivo y propiedades en la ciudad. Las tiendas y los almacenes que estaban a lo largo de la línea férrea, en las proximidades de la estación, habían triplicado su valor desde el comienzo de la guerra. Al ponerla al corriente de sus propiedades, el tío Henry le planteó la necesidad que tenía de permanecer en Atlanta.
—Wade Hampton será un jovencito rico. Dado el desarrollo de la ciudad, sus propiedades aumentarán diez veces su valor en veinte años y es justo que el pequeño sea educado donde están sus propiedades, a fin de que aprenda a ocuparse de ellas y seguramente de las de Pittypat y Melanie. Será el único hombre que lleve el apellido Hamilton, ya que yo no soy eterno.
En cuanto al tío Peter, éste no puso en duda que Scarlett se quedaría. Le era inconcebible que el hijo de Charles creciese en un lugar donde él, tío Peter, no pudiese vigilar su educación. A todas esas argumentaciones, Scarlett sonreía pero no decía nada, no queriendo comprometerse antes de saber si le agradaría la vida de Atlanta y la convivencia con los parientes adquiridos. Sabía también que era necesario convencer a Gerald y a Ellen. Por otra parte, ahora que estaba lejos de Tara, sentía una gran nostalgia; nostalgia de los campos rojos, de las verdes plantas de algodón y de los crepúsculos silenciosos. Por primera vez comprendió vagamente lo que había querido decir Gerald cuando afirmó que también ella llevaba en la sangre el amor a la tierra. Respondía siempre evasivamente a las preguntas relativas al tiempo que pensaba permanecer y se acomodó fácilmente, casi sin darse cuenta, a la vida en la casa de ladrillos rojos, en la tranquila extremidad de la calle Peachtree.
Viviendo con consanguíneos de Charles y viendo la casa de donde él provenía, Scarlett pudo ahora comprender mejor al hombre que la hizo esposa, viuda y madre en tan rápida sucesión. Resultaba fácil ver por qué era tan tímido, tan natural, tan idealista. Si Charles había heredado algunas de las cualidades del severo, impávido y ardiente soldado que había sido su padre, éstas fueron destruidas en su infancia por la atmósfera femenil en que había sido educado. Había estado ligadísimo a la infantil Pittypat y encariñado con Melanie más de lo que lo están generalmente los hermanos; no era posible encontrar dos mujeres más dulces ni menos mundanas.
Tía Pittypat[9] fue bautizada como Sarah Jane Hamilton, sesenta años antes; pero, desde la época lejana en que su afectuosísimo padre le había puesto aquel apodo a causa de sus pies inquietos que trotaban continuamente, ninguno la había vuelto a llamar de otro modo. En los años que siguieron a este segundo bautizo, se verificaron en ella algunos cambios que hicieron este sobrenombre algo incongruente. De la niña vivaz y juguetona no habían quedado más que los piececitos, desproporcionados a su peso, y una tendencia a charlar sin límites. Era gruesa, colorada, de cabellos grises, y siempre estaba un poco jadeante a causa de su corsé demasiado apretado. Era incapaz de recorrer más de cincuenta pasos porque le dolían los pies, que calzaba con zapatos demasiado estrechos. Su corazón aceleraba los latidos a la más pequeña emoción y ella lo fomentaba sin avergonzarse, pronta a desmayarse en cualquier ocasión. Todos sabían que sus desmayos eran casi siempre fingidos; pero aun los que tenían confianza con ella se guardaban bien de decirlo. Todos la querían, la trataban como a una niña y rehusaban tomarla en serio, menos su hermano Henry.
Le gustaba chismorrear más que nada en el mundo, más incluso que los placeres de la mesa, y discurría durante horas enteras sobre los asuntos de los demás, de manera infantil e inofensiva. No tenía memoria para retener los nombres de las personas, de lugares y fechas, y a menudo confundía los personajes de un drama ocurrido en Atlanta con los de un drama sucedido en otra parte, cosa que no desorientaba a nadie porque no tomaban en serio lo que decía. Nadie le contaba nunca nada que pudiera ser escandaloso, por consideración a su estado de señorita, aunque tenía sesenta años; sus amigos conspiraban para que siguiera siendo una vieja niña protegida y mimada.
Melanie era parecida a su tía en muchas cosas. Tenía su timidez, sus súbitos sonrojos, su pudor, pero tenía sentido común. «Hasta cierto punto, lo admito», decíase entre sí Scarlett en contra de su voluntad. Como tía Pittypat, Melanie tenía la cara de una niña resguardada que no conocía más que bondad y simplicidad, verdad y amor; una niña que desconocía lo que era el mal y que viéndolo no lo habría reconocido. Habiendo sido siempre feliz, deseaba que todos los que la rodeasen lo fuesen también, o al menos que estuviesen satisfechos. Por esto, veía siempre de cada uno su lado bueno y lo comentaba con bondad. No había sirviente estúpida en la que ella no descubriese alguna cualidad de lealtad o afectuosidad, ningunta tan fea o desagradable en quien no encontrase gracia de formas o nobleza de carácter; no había hombre insignificante o fastidioso en el que ella no viese la luz de sus posibilidades en lugar de la realidad.
A causa de estas dotes, que provenían espontáneamente de un corazón generoso, todos se hacinaban en torno a ella. ¿Quién puede resistir la fascinación de una persona que descubre en las otras admirables cualidades jamás soñadas por ellas mismas? Contaba con más amigas que cualquier otra en la ciudad y también con muchos amigos, aunque tuviese pocos cortejadores, estando privada de aquella voluntad y egoísmo necesarios para cautivar los corazones masculinos.
Melanie hacía simplemente lo que habían enseñado a todas las chicas del Sur: tratar de que quien estuviera a su lado se sintiese cómodo y contento de sí. Era esta simpática conjuración femenina la que hacía tan agradable la sociedad del Sur. Las mujeres sabían que un país donde los hombres están contentos, donde no se los contradice y no se los hiere en su vanidad, es probablemente el mejor país para una mujer. Así, de la cuna a la sepultura, las mujeres se las ingeniaban para que los hombres estuviesen satisfechos de sí mismos, y éstos las recompensaban pródigamente con galantería y adoración. En realidad, los hombres daban con gusto cualquier cosa a las mujeres, excepto el reconocimiento de su inteligencia. Scarlett ejercía la misma fascinación de Melanie, pero con arte estudiado y con habilidad consumada. La diferencia entre las dos jóvenes consistía en el hecho de que Melanie decía palabras dulces y lisonjeras por el deseo de ver contentas a las personas, aunque fuese temporalmente, mientras que Scarlett lo hacía persiguiendo su propio fin.
Las dos personas que Charles más había querido no habían ejercido sobre él ninguna influencia fortalecedora, ni le habían enseñado cuáles eran las asperezas de la realidad; el lugar en que pasó la adolescencia había sido para él tan dulce y cómodo como el nido de un pajarillo. Era una casa tranquila, serena y muy anticuada comparada con Tara. Para Scarlett faltaba en ella el masculino olor a tabaco, a aguardiente y a aceite capilar; faltaban las voces roncas, los fusiles, los bigotes, las monturas, la bridas y los perros de caza. Experimentaba la nostalgia de las voces disputadoras que se oían en Tara apenas Ellen volvía las espaldas: Mamita que disputaba con Pork; Rosa y Teena que regañaban; sus propias contiendas con Suellen y los gritos amenazadores de Gerald. No era de extrañar que Charles hubiese sido tan afeminado viniendo de una casa como aquélla. Aquí no había nunca nada emocionante; cada uno se rendía cortésmente a las opiniones de los otros, y, en fin, el rizado autócrata negro de la cocina se salía con la suya. Scarlett, que pensó liberarse de las riendas una vez separada de la vigilancia de Mamita, descubrió con disgusto que las ideas de tío Peter sobre el modo de comportarse de una señora, especialmente de la viuda del señor Charles, eran aún más severas que las de Mamita.
En este ambiente, Scarlett volvió poco a poco a ser ella misma; y casi antes de darse cuenta su espíritu recobró la normalidad. Tenía sólo diecisiete años, estaba llena de salud y de energía y los parientes de Charles se esforzaban en hacerla feliz. Si no lo conseguían, la culpa no era de ellos, porque ninguno podía apartar del corazón de Scarlett el dolor que lo laceraba cada vez que se mencionaba el nombre de Ashley. ¡Y Melanie lo nombraba tan frecuentemente! Pero Melanie y Pittypat eran incansables buscando el modo de endulzar la pena que creían que la atormentaba. Ocultaban su propio dolor en el fondo de su alma para tratar de distraerla. Se preocupaban de sus comidas y cuidaban de que echase su siesta y de su paseo en coche. No sólo admiraban infinitamente su vivacidad, su personilla, sus manitas y piececitos y su piel de magnolia, sino que se lo decían a cada momento, acariciándola, abrazándola y besándola para confirmar sus palabras afectuosas. A Scarlett le traían sin cuidado las caricias, pero las alabanzas le hacían su efecto. Ninguno en Tara le había dicho cosas tan agradables. Mamita siempre había tratado de rebajar su presunción. El pequeño Wade ya no constituía una molestia, porque toda la familia, blancos y negros, lo idolatraban y había una incesante rivalidad entre los que aspiraban a tenerlo en brazos. Melanie, especialmente, era muy tierna con él. Aun en los momentos en que lloraba más desesperadamente, ella lo encontraba adorable y decía:
—¡Qué tesoro! ¡Quisiera que fuese mío!
A veces, a Scarlett le costaba trabajo disimular sus propios sentimientos. Encontraba que tía Pittypat era la más estúpida de las viejas y sus despistes y desmayos la irritaban en grado sumo. Sentía por Melanie una antipatía que crecía con el pasar de los días; a veces tenía que salir bruscamente de la habitación cuando Melanie, radiante de orgullo amoroso, hablaba de Ashley o leía en voz alta sus cartas. En general, la vida transcurría felizmente en lo posible, dadas las circunstancias. Atlanta era más interesante que Savannah, Charleston o Tara y ofrecía tal cantidad de insólitas ocupaciones en tiempo de guerra, que Scarlett tenía poco tiempo para pensar o aburrirse. Sólo alguna vez, cuando apagaba la luz y hundía la cabeza en la almohada, suspiraba y pensaba: «¡Si Ashley no se hubiese casado! ¡Si yo no tuviese que ir al hospital a curar los heridos! ¡Oh, si al menos tuviera algunos cortejadores!»
Inmediatamente sintió horror a ser enfermera, pero no podía esquivar aquel deber, porque formaba parte de dos comités, el de la señora Meade y el de la señora Merriwether. Esto significaba cuatro mañanas a la semana en un hospital opresor y maloliente, con los cabellos envueltos en un paño y una pesada bata que la cubría del cuello a los pies. Todas las señoras de Atlanta, viejas y jóvenes, hacían de enfermeras con un entusiasmo que a Scarlett le parecía casi fanático. Creían que ella estaba embebida del mismo fervor patriótico y se habrían escandalizado si hubiesen sabido cuan poco le interesaba la guerra. Exceptuada la continua preocupación de que Ashley pudiese morir, la guerra no le interesaba en absoluto, y si asistía a los enfermos era únicamente porque no sabía cómo deshacerse de aquella obligación.
Ciertamente, el hacer de enfermera no tenía nada de romántico. Para ella significaba gemidos, delirios, muerte y malos olores. Los hospitales estaban llenos de hombres sucios, piojosos, con la barba descuidada, que olían terriblemente y tenían en el cuerpo heridas tan horrorosas que daban náuseas. Los hospitales olían a gangrena; era un olor que llegaba a las narices mucho antes de que se abriese la puerta y que permanecía mucho tiempo en las manos y en los cabellos y la obsesionaba en sus sueños. Moscas y mosquitos revoloteaban zumbando en enjambres por las salas, atormentando a los heridos, que maldecían y sollozaban débilmente; Scarlett, rascándose las propias picaduras de los mosquitos, agitaba abanicos de hojas de palma hasta que le dolía la espalda; entonces deseaba que todos los hombres muriesen.
A Melanie, por el contrario, parecían no molestarla los olores, las heridas y las desnudeces, cosa que Scarlett encontraba extraña en ella, que parecía la más tímida y púdica de las mujeres. A veces, mientras aguantaba cubetas e instrumentos para el doctor Meade, que cortaba carnes gangrenadas, Melanie estaba palidísima. Una vez, después de una de estas operaciones, Scarlett la encontró vomitando en el guardarropa. Siempre se hallaba donde el herido pudiese verla, era gentil, alegre y llena de simpatía; los hombres la llamaban «ángel misericordioso». También a Scarlett le habría agradado ser llamada así, pero eso llevaba consigo el tocar a los hombres llenos de piojos, introducir los dedos en la garganta de los enfermos inconscientes para ver si se estaban ahogando con un trozo de tabaco de mascar, vendar extremidades y cortar pedacitos de carne que se iba corrompiendo. No, no le gustaba ser enfermera.
Quizá le hubiera sido más soportable si hubiese podido emplear su fascinación con los convalecientes, porque muchos de ellos eran simpáticos y de buenas familias; pero como viuda no podía hacerlo. Las señoritas de la ciudad, a las que no se les permitía entrar en el hospital por temor a que viesen cosas no adecuadas a sus ojos virginales, se ocupaban de ellos. Las no impedidas por el matrimonio o la viudez hacían verdaderos estragos entre los convalecientes; y aun las menos atrayentes, observó Scarlett, no tardaban en quedar prometidas. Con excepción de los enfermos y heridos graves, el mundo de Scarlett era exclusivamente femenino, y esto la atormentaba porque nunca había tenido fe ni simpatía en el propio sexo y, lo que era peor, la fastidiaba profundamente. Tres días a la semana debía asistir a los comités de trabajo de las amigas de Melanie para la preparación de vendas. Las muchachas, todas las que habían conocido a Charles, eran buenas para con ella en estas reuniones, especialmente Fanny Elsing y Maybelle Merriwether, hijas de las matronas notables de la ciudad. Pero la trataban con deferencia, como si fuera vieja y su vida hubiera terminado. Sus charlas sobre bailes y pasatiempos le hacían envidiar esas diversiones y se sentía irritada de que su viudez la excluyera de ellas. ¡Y era tres veces más atractiva que Fanny y que Maybelle! ¡Oh, qué injusta era la vida! ¡Qué extraño era que todos creyeran que su corazón estaba en la tumba de Charles! ¡Por el contrario, estaba en Virginia, con Ashley!
A pesar de estas aflicciones, Atlanta le agradaba. Su permanencia se prolongaba y las semanas iban pasando.