Dos semanas después, Scarlett estaba casada, y dos meses más tarde viuda. Fue liberada pronto de las ligaduras que había atado con tanta prisa y con tan poca reflexión; la descuidada libertad de cuando era soltera había desaparecido para siempre. La viudez había seguido muy de cerca al matrimonio, y la maternidad, para desánimo suyo, siguió después de breve tiempo.
En los años posteriores, cuando volvía a pensar en los últimos días de abril de 1861, Scarlett no recordaba nunca perfectamente los detalles. El tiempo y los sucesos se veían como a través de un telescopio, confusos como una pesadilla que no tenía lógica ni realidad. Hasta la hora de su muerte habría lagunas en el recuerdo de aquellos días. Especialmente vago era el recuerdo del tiempo transcurrido desde que aceptó a Charles hasta el matrimonio. ¡Dos semanas! Un noviazgo tan breve habría sido imposible en tiempo de paz. Habría sido necesario el decoroso espacio de un año o, por lo menos, de seis meses. Pero el Sur estaba en llamas por la guerra y los acontecimientos se sucedían rápidamente, como llevados por un viento impetuoso, y el ritmo tranquilo de los antiguos días había desaparecido.
Ellen levantó las manos al cielo y aconsejó un aplazamiento para que Scarlett pudiese reflexionar. Pero a sus insistencias la joven respondió con rostro inflexible y no le prestó atención. Quería casarse y pronto. A más tardar dentro de dos semanas.
Sabiendo que el matrimonio de Ashley había sido anticipado del otoño al día uno de mayo, a fin de que pudiese marchar con la Milicia apenas fuese llamado al servicio, Scarlett había fijado la fecha de su propia boda para el día anterior al de la suya. Ellen protestó, pero Charles peroró con nueva elocuencia, porque estaba impaciente por marchar a Carolina del Sur para unirse a la legión de Wade Hampton; Gerald se puso de parte de los jóvenes. Estaba excitado por la fiebre de la guerra y complacido de que Scarlett hubiese hecho una buena elección. ¿Por qué retrasarlo?
Ellen, aturdida, terminó por consentir como tantas otras madres en aquellos días. Su mundo tranquilo había sido trastornado; sus plegarias, sus consejos y sus exhortaciones se rompían contra la fuerza nueva que los arrastraba.
El Sur estaba ebrio de entusiasmo y de excitación. Todos se hallaban convencidos de que una batalla bastaría para terminar la guerra y los jóvenes se apresuraban a enrolarse antes de que la guerra terminase y se daban prisa a casarse antes de ir a batir a los yanquis. Se hicieron docenas de casamientos de guerra en el condado; quedaba muy poco tiempo para sentir el dolor de la separación; todos estaban demasiado ocupados y emocionados para tener pensamientos graves o para perder el tiempo en lamentaciones. Las mujeres preparaban uniformes, hacían punto y cortaban vendas; los hombres se ejercitaban y organizaban. Trenes repletos de tropas atravesaban diariamente Jonesboro, dirigiéndose al Norte, a Atlanta y a Virginia. Algunos destacamentos fueron alegremente uniformados con los colores Scarlett, azul y verde de las compañías de la Milicia; otros pequeños grupos vestían ropas tejidas a mano y gorros de piel de tejón; otros, sin uniforme, vestían de paño negro. Todos estaban armados a medias y ejercitados a medias también, pero llenos de excitación y con ganas de gritar como cuando iban a una fiesta. La vista de aquellos hombres daba a los muchachos de la comarca el temor de que la guerra pudiese terminar antes de que ellos mismos llegasen a Virginia; los preparativos para la partida del Escuadrón fueron activados.
En medio de este tumulto, se hicieron también los preparativos para el casamiento de Scarlett, la cual, casi antes de darse cuenta, fue envuelta en el vestido de novia y en el velo de Ellen y descendió la larga escalinata de Tara del brazo de su padre, mientras gran cantidad de invitados los esperaban. Después recordó, como en un sueño, los cientos de candelabros que iluminaban las paredes, el rostro de su madre, afectuoso, un poco angustiado, con sus labios que se movían en una silenciosa plegaria por la felicidad de su hija; Gerald, rojo por los abundantes tragos de coñac y por el orgullo de casar a su gatita con un joven dotado de dinero y buen nombre… y Ashley, al fondo de la escalera, con Melanie del brazo.
Viendo la expresión de aquel rostro, ella pensó: «No puede ser verdad. No puede ser. Es una pesadilla. Me despertaré y encontraré que era una pesadilla. No debo pensar en esto ahora. Pensaré más tarde, cuando pueda soportarlo…, cuando no vea más sus ojos.»
Era en verdad como un sueño, aquel paso, a través de dos filas de personas sonrientes, el rostro encarnado de Charles y sus palabras balbuceantes y las respuestas propias, tan extrañamente claras y frías. Después, las felicitaciones y los abrazos, los brindis y el baile…, todo, todo como un sueño. También la sensación del beso de Ashley en su mejilla y el dulce susurro de Melanie, «Ahora somos verdaderamente hermanas», eran irreales. Hasta la excitación provocada por la serie de incidentes ocasionados por la gruesa y emotiva tía de Charles, la señorita Pittypat Hamilton, parecía una pesadilla.
Cuando el baile y los brindis terminaron y sobrevino la aurora, cuando todos los invitados de Atlanta que fue posible hospedar en Tara y en las dependencias se fueron a acostar en los lechos, en los divanes y en las balas de algodón extendidas en el suelo, y todos los vecinos se volvieron a descansar en vista del casamiento del siguiente día en Doce Robles, entonces, aquel estado de catalepsia semejante a un sueño se rompió como un cristal ante la realidad. La realidad era Charles, que salía lleno de emoción de su gabinete, en camisón de noche, evitando la mirada de espanto que ella le dirigía desde la cama.
Ciertamente, ella sabía que las personas casadas ocupaban el mismo lecho; pero no había pensado nunca en esto. La cosa parecía naturalísima en el caso de sus padres, pero no había pensado nunca en aplicarla a sí misma.
Ahora, por primera vez después de la barbacoa, se dio cuenta de lo que había hecho. El pensamiento de que aquel joven extraño, con quien ella en realidad no se había querido casar, debiera venir a su cama, mientras su corazón estaba lleno de angustia y de llanto por su acción demasiado ligera y de desolación por haber perdido a Ashley para siempre, le era insoportable. Mientras él dudaba en acercarse, ella murmuró con voz ronca:
—Si te acercas gritaré fuerte, gritaré, gritaré con todas mis fuerzas. ¡Márchate! ¡No me toques!
Así, Charles Hamilton pasó su noche de bodas sobre una butaca colocada en un ángulo del dormitorio, sin sentirse demasiado infeliz, porque comprendía, o creía comprender, el pudor y la delicadeza de su esposa.
Estaba dispuesto a esperar que sus temores se desvanecieran; sólo…, sólo… Suspiró, rebulléndose para buscar una posición cómoda, y pensó que dentro de poco tendría que marchar a la guerra.
Si sus propias bodas tuvieron para Scarlett un carácter de pesadilla, las de Ashley aún fueron peores. Con su vestido verde manzana del «segundo día», en el saloncito de Doce Robles, entre el esplendor de centenares de velas y apretada entre la misma multitud del día anterior, vio la carita insignificante de Melanie Hamilton resplandecer hasta llegar a ser bella en el momento en que se convirtió en Melanie Wilkes. Ahora, Ashley estaba perdido para siempre. Su Ashley. No, no «su» Ashley. ¿Había sido alguna vez suyo? Todo estaba confuso en su mente, su cerebro estaba cansado y lleno de angustia. Le había dicho que lo quería, pero ¿qué los había separado? Si al menos consiguiese recordar… Había impuesto silencio a las comadrerías de la comarca casándose con Charles, pero ¿cuál era el resultado? Entonces le había parecido importante, pero ahora no lo era realmente. Lo único que importaba era Ashley. Ahora se había escapado para siempre y ella estaba casada con un hombre al que no sólo no amaba, sino por el que sentía un verdadero desprecio.
¡Oh, cómo lo lamentaba todo! Había oído hablar de gentes que se habían cortado la nariz para burlarse de su propio rostro, pero hasta hoy esto no había sido para ella más que una figura retórica. Ahora comprendía lo que quería decir: junto al deseo frenético de liberarse de Charles y volver sana y salva a Tara, doncella aún, tenía conciencia de que la culpa era de sí misma. Ellen había tratado de retenerla y ella no había querido escucharla.
Bailó toda la noche como alucinada y habló mecánicamente y sonrió maravillándose de las estupideces de los demás, que la creían una esposa feliz y no veían que tenía el corazón destrozado. ¡No, gracias a Dios, no lo veían!
Aquella noche, después de que Mamita la hubo ayudado a desnudarse y se marchó, cuando Charles salió del gabinetito preguntándose si debía pasar una segunda noche en la butaca, ella rompió a llorar. Lloró hasta que Charles subió al lecho, a su lado, y trató de confortarla; lloró sin pronunciar palabra y al fin cesaron las lágrimas y permaneció sollozando tranquilamente con la cabeza sobre el pecho del joven.
Si no hubiese sido por la guerra, habrían estado una semana de visitas a través de la comarca, con bailes y convites en honor de las dos parejas de esposos, antes de que partiesen para Saratoga o White Sulphur en viaje de bodas. Si no hubiese sido por la guerra, Scarlett se hubiera puesto trajes para el tercero, cuarto y quinto día, para recibir a los Fontaine, a los Calvert y a los Tarleton. Pero no hubo ni recibimientos ni viajes de novios. Una semana después de la boda, Charles se marchó para unirse al coronel Wade Hampton; quince días después, también Ashley y la Milicia se pusieron en marcha, dejando toda la comarca desierta de jóvenes.
En aquellas dos semanas, Scarlett no tuvo nunca ocasión de ver a Ashley solo ni de cambiar una palabra con él. Únicamente, en el terrible momento de la partida, cuando se detuvo delante de Tara, camino del tren, ella pudo decirle unas palabras. Melanie, con cofia y chai, serena en su nueva posición de señora casada, estaba cogida de su brazo. Todos los habitantes de Tara, blancos o negros, salieron para saludar a Ashley, que se iba a la guerra; Melanie dijo:
—Debes besar a Scarlett, Ashley. Ahora es mi hermana.
Ashley se inclinó y le rozó con los labios fríos el rostro rígido e impasible. Scarlett no sintió la menor alegría por este beso: no estaba satisfecha, porque lo había sugerido Melanie. Ésta le apretó un brazo, diciéndole:
—¿Irás a Atlanta a hacernos una visita, a la tía Pittypat y a mí? ¡Tenemos tantos deseos de tenerte con nosotros, querida! Deseamos conocer mejor a la esposa de Charles.
Transcurrieron cinco semanas durante las cuales vinieron de Carolina del Sur cartas de Charles, tímidas, extáticas, enamoradas, llenas de amor y de proyectos para después de la guerra, llenas de su deseo de ser un héroe por su amada y de su adoración por su comandante Wade Hampton. La séptima semana llegó un telegrama del mismo coronel y después una carta, una bella y digna carta de condolencia. Charles había muerto. El coronel quería haber telegrafiado antes pero Charles, creyendo que su enfermedad no fuese cosa importante, no había querido preocupar a su familia. El desgraciado muchacho no sólo había sido engañado en el amor que creía haber conquistado, sino también en sus altas esperanzas de honor y de gloria en el campo de batalla. Había muerto ignominiosamente después de una breve pulmonía a continuación de un sarampión, sin haberse podido acercar a los yanquis.
A su debido tiempo nació el niño de Charles, y, como se acostumbraba dar a los hijos el nombre del comandante de sus padres, fue bautizado con el nombre de Wade Hampton Hamilton. Scarlett lloró de desesperación cuando supo que estaba encinta y deseó morir. Llevó su embarazo con un mínimo de molestias, trajo al mundo al niño con pocos sufrimientos y se restableció tan rápidamente, que obligó a decir a Mamita que ésta era una cosa vulgar, porque una señora debía sufrir más.
Scarlett demostró poco afecto por el niño. No lo había deseado y no estaba contenta con su llegada. Ahora que lo tenía, le parecía imposible que fuese suyo y una parte de sí misma.
Si bien físicamente se había restablecido pronto, mentalmente estaba aturdida y dolorida. Su espíritu estaba decaído a pesar de todos los esfuerzos de los habitantes de la plantación para levantarlo. Ellen atendía a sus labores con aire preocupado, y Gerald, blasfemando más que de costumbre, llevaba de Jonesboro inútiles obsequios a su hija. Hasta el viejo doctor admitió estar desorientado después de que su tónico compuesto de azufre e hierbas no diera resultado. Dijo a Ellen, en privado, que era el dolor lo que hacía a Scarlett tan irritable y cada día más indiferente. Pero Scarlett, si hubiese tenido ganas de hablar, habría dicho que se trataba de un dolor muy diferente del que creían y más complejo. No dijo que era el fastidio, el terror de ser madre y sobre todo la ausencia de Ashley lo que le daba aquella expresión tan dolorida.
Su fastidio era agudo y continuo. El condado carecía de toda diversión y de toda manifestación de vida social desde que la Milicia partiera a la guerra. Todos los jóvenes interesantes se habían marchado: los cuatro Tarleton, los dos Calvert, los Fontaine, los Munroe y todos los muchachos atrayentes de Jonesboro, Fayetteville y Lovejoy. Habían quedado los viejos, los inválidos y las mujeres; éstas pasaban el tiempo haciendo punto y cosiendo, cultivando con más abundancia el algodón y el grano y criando mayor número de cerdos, ovejas y vacas para el Ejército. No se veía nunca un verdadero hombre, excepto cuando una vez al mes venía el comisario del Escuadrón, el maduro cortejador de Suellen, Frank Kennedy, a abastecerse de víveres. Los hombres del almacén de intendencia no eran muy interesantes, y el tímido cortejo de Frank Kennedy la fastidiaba hasta resultarle difícil ser cortés en sus miradas. ¡Si al menos él y Suellen se decidieran!
Aunque los soldados de intendencia hubiesen sido más interesantes esto no hubiera cambiado la situación. Ella era viuda y su corazón estaba en la tumba de su marido. Por lo menos todos estaban convencidos de ello y pensaban que ella obraba de conformidad con lo que creían. Esto la irritaba, porque, por mucho que buscase, no conseguiría recordar nada de Charles como no fuese aquella expresión de ternero moribundo cuando ella le dijo que se casaría con él. También esta imagen iba desapareciendo. Era viuda y tenía que comportarse como tal. Las diversiones de las muchachas ya no eran para ella. Ahora debía ser todavía más seria que una señora casada.
Ellen se lo recordó el día que encontró al lugarteniente de Frank que paseaba en el jardín con Scarlett y la hacía reír de todo corazón. Profundamente preocupada, Ellen le había dicho lo fácil que era ser criticada como viuda. La conducta de ésta debía ser mucho más reservada ante la gente que la de una señora con marido.
«Dios sabe —pensó Scarlett mientras escuchaba obediente la dulce voz de su madre— que las mujeres casadas no se divierten nada en absoluto; así que a las viudas más les valdría morir.»
Una viuda tenía que llevar horribles vestidos negros sin un adorno que los avivase, ni flores, ni cintas, ni encajes o joyas; sólo alfileres de ónice o collares hechos con el pelo del difunto. El velo de crespón negro que llevaba en la cofia debía llegarle hasta las rodillas y sólo podía ser acortado tres años después de la viudez, de modo que le llegase sólo hasta los hombros. Las viudas no podían charlar animadamente ni reír fuerte. Cuando sonreían, debían hacerlo de una manera triste y trágica y (ésta era la cosa más terrible) no podían, de ningún modo, demostrar que experimentaban placer en compañía varonil. Si algún hombre era tan grosero que le demostrase interés, ella debía persuadirle con una digna referencia de su marido. «¡Oh, sí! —pensaba Scarlett tristemente…—. Hay viudas que se vuelven a casar, pero cuando están viejas y arrugadas. Dios sabe cómo lo consiguen, con todos los vecinos ocupándose siempre de ellas. Generalmente, es con algún viejo desolado que debe atender a una gran plantación y a una docena de chiquillos.»
El matrimonio era ya de por sí una cosa desagradable, pero la viudez… ¡Oh, entonces la vida había terminado para siempre! ¡Qué engañados estaban aquellos que le decían que el pequeño Wade Hampton debía servirle de gran consuelo ahora que Charles no existía, y cómo la fastidiaba que le dijesen que ya tenía por quién preocuparse en la vida!
Todos afirmaban que sería muy dulce para ella conservar este recuerdo postumo de su amor; naturalmente, ella no los desengañaba; pero este pensamiento estaba lejos de su mente. Se interesaba poco por Wade y algunas veces le resultaba difícil recordar que era suyo.
Por la mañana, cuando se despertaba, en los primeros momentos, era todavía Scarlett O’Hara; el sol brillaba a través de las ramas del magnolio, delante de su ventana, los mirlos cantaban y el agradable olor a tocino frito llegaba a su olfato. Era de nuevo joven y despreocupada. De pronto oía llorar a un rorro hambriento y experimentaba un momento de sorpresa durante el cual pensaba: «¡Pero si hay un niño en casa!» Y entonces recordaba que era suyo.
¡Y Ashley! ¡Oh, más que nada Ashley! Por primera vez en su vida detestó Tara, el largo camino rojizo que conducía a la colina y al río, detestó los campos purpúreos con los verdes brotes del algodón. Cada palmo de terreno, cada árbol y cada arroyuelo, cada camino y sendero le recordaba a él. Ashley pertenecía a otra mujer y se había marchado a la guerra, pero su espíritu vagaba aún por los caminos en el crepúsculo y le sonreía con sus ojos grises y soñadores en la sombra del porche. Cada vez que el estrépito de herraduras llegaba del camino de Doce Robles, por un agradable momento pensaba: «¡Ashley!»
Ahora odiaba Doce Robles, que una vez había amado. Lo odiaba, pero se sentía atraída allí para poder oír a John Wilkes y a las muchachas hablar de Ashley y oírlos leer sus cartas de Virginia. Le hacían daño, pero quería oírlas. Le eran antipáticas India, tan rígida, y Honey, tan boba y criticona, y sabía que ella les era igualmente antipática. Pero no podía permanecer lejos. Cada vez que volvía a casa desde Doce Robles se acostaba malhumorada y rehusaba levantarse para bajar a cenar.
Este desprecio a la comida era lo que mayormente preocupaba a Ellen y a Mamita. Mamita le llevaba platos de alimentos tentadores, insinuando que ahora que estaba viuda podía comer cuanto quisiera; pero Scarlett no tenía apetito.
Cuando el doctor Fontaine dijo gravemente a Ellen que el dolor puede minar un temperamento exuberante y conducirlo a la tumba, la señora O’Hara palideció, porque éste era el temor que ella escondía en lo profundo del corazón.
—¿Y no se puede hacer nada, doctor?
—Un cambio de aires sería lo mejor para ella —respondió el doctor, ansioso de librarse de una enferma tan fastidiosa.
Así Scarlett partió, sin estusiasmo y con un niño, primero a visitar a sus parientes O’Hara y Robillard en Savannah y después a casa de la hermana de Ellen en Charleston. En Savannah fueron amables con ella, pero James y Andrew y sus mujeres, que eran viejos, preferían sentarse tranquilamente a hablar de un pasado que no tenía ningún interés para Scarlett. Igual sucedió con los Robillard.
Tía Pauline y su marido, un viejecito lleno de una cortesía formal y voluble y con el aire ausente de una persona que viviese en otro siglo, habitaban en una plantación junto al río, mucho más aislada que Tara. Sus vecinos más próximos vivían a una distancia de treinta kilómetros, que era necesario recorrer a través de sombríos caminos entre pantanos llenos de cipreses y encinas. Las encinas, con sus vestiduras de musgo gris, daban siempre escalofríos a Scarlett y le recordaban las historias de Gerald de espíritus irlandeses errantes entre la niebla color de ceniza. No había nada que hacer en todo el día más que punto; por la noche se escuchaba al tío Carey, que leía en alta voz las instructivas novelas de Bulwer-Lytton.
Eulalie, oculta en un jardín de altas paredes, en su caserón de la calle Battery de Charleston, no era más divertida. Scarlett, acostumbrada al amplio paisaje de colinas rojas, tuvo la impresión de estar en la cárcel. Había más vida social que cerca de tía Pauline, pero Scarlett no experimentaba ninguna simpatía por los visitantes, con sus tradiciones, su presunción y la importancia que daban al linaje. Sabía que todos la consideraban el producto de una mésalliance y que aún estaban estupefactos de que una Robillard se hubiese casado con un vulgar irlandés. Scarlett oía que tía Eulalie la defendía a espaldas suyas, cosa que la irritaba, porque, como a su padre, a ella le tenía sin cuidado la estirpe de la familia. Estaba orgullosa de lo que Gerald había conseguido sin otra ayuda que su sagaz cerebro irlandés.
¡Además, aquellos charlestonianos se vanagloriaban tanto de lo de Fort Sumter! Señor, ¿no comprendían que si no hubiesen sido ellos los primeros en cometer la tontería de disparar el primer tiro que había conducido a la guerra habrían sido otros tan locos como ellos los que lo hubieran hecho? Acostumbrada a las voces agudas de la Georgia de la altiplanicie, las voces graves y melosas de la llanura le parecían una afectación. En algunos momentos le daban ganas de gritar. Durante una visita de ceremonia llegó a tal punto su desesperación que recurrió al léxico de Gerald, con gran escándalo de su tía. Entonces decidió volver a Tara. Era mejor vivir atormentada por el recuerdo de Ashley que por el acento de Charleston.
Ellen, ocupada día y noche en duplicar el producto de la plantación para ayudar a la Confederación, se aterrorizó cuando vio volver a su hija mayor, delgada, pálida e irritable. También ella sabía lo que era tener el corazón partido; ahora, acostada junto a Gerald, que roncaba, pasaba la noche pensando en lo que debía hacer para aliviar el dolor de Scarlett. La tía de Charles, Pittypat Hamilton, había escrito varias veces pidiéndole que dejase a Scarlett acercarse a Atlanta para pasar allá una larga temporada; ahora por primera vez Ellen consideró con seriedad la propuesta.
«Estoy sola con Melanie en esta enorme casa —escribía Pittypat—, sin protección varonil, ahora que mi querido Charles ha muerto. Es verdad que tengo a mi hermano Henry, pero la delicadeza me impide escribir mucho acerca de él. Melanie y yo nos sentiremos más tranquilas y seguras con Scarlett en casa. Tres mujeres solas están mejor que dos. Quizás Scarlett encuentre un poco de alivio a su dolor curando (como dice Melanie) a nuestros pobres soldados en los hospitales de nuestra ciudad… Y, además, Melanie y yo tenemos tantas ganas de ver al pequeño…»
Así, el baúl de Scarlett fue cerrado de nuevo conteniendo sus trajes de luto, y ella partió para Atlanta con Wade Hampton, su niñera Prissy, gran cantidad de advertencias sobre el comportamiento a observar de parte de Ellen y Mamita y cien dólares en billetes de la Confederación, que le dio Gerald. No deseaba particularmente ir a Atlanta. Tenía a tía Pittypat por la vieja más fastidiosa que conocía, y la idea de vivir bajo el mismo techo que la mujer de Ashley le repugnaba. Pero el condado, con todos sus recuerdos, le hacía la vida imposible y cualquier cambio era bien recibido.