6

Cruzaron el río y el coche subió la colina. Antes de distinguir la casa, Scarlett vio una nube de humo que se cernía perezosamente por encima de los altos árboles y husmeó los sabrosos olores mezclados de los troncos encendidos de nogal y de los cochinillos y corderos asados.

Los hoyos para la barbacoa, que ardían lentamente desde la madrugada, serían ahora largas zanjas de rescoldo aurirrojo sobre las cuales giraban las carnes en los asadores y la grasa goteante chisporroteaba al caer en las brasas. Scarlett sabía que aquel olor, transportado por la leve brisa, provenía de la explanada de grandes robles que había detrás de la amplia casa. John Wilkes organizaba allí siempre sus barbacoas, sobre la suave ladera que conducía al jardín lleno de rosas; un lugar sombreado y mucho más agradable, por ejemplo, que el que utilizaban los Calvert. A la señora Calvert no le gustaban los cochinillos asados, y decía que el olor se mantenía dentro de la casa durante algunos días; y, por eso, sus invitados se reunían siempre en un sitio llano y sin sombra, a casi medio kilómetro df la casa. Pero John Wilkes sabía realmente organizar una barbacoa.

Las largas mesas colocadas sobre caballetes, cubiertas con los más finos manteles que poseían los Wilkes, estaban situadas donde la sombra era más densa, rodeadas de bancos sin respaldo; sillas, banquillos y cojines de la casa estaban esparcidos en los claros para los que no quisieran sentarse en los bancos. A una distancia suficiente para evitar que el humo llegase hasta los invitados, estaban las largas zanjas en que se asaban las carnes y las enormes ollas de hierro de las que salían los suculentos olores de las salsas y de los estofados. El señor Wilkes disponía siempre de una docena de negros, por lo menos, que corrían de un lado para otro con las fuentes, sirviendo a los invitados. Más allá, detrás de los graneros, había otros hoyos donde se asaban las carnes para los criados de la casa, los cocheros y los sirvientes de los invitados, que celebraban allí su propio festín a base de tortas, ñames y despojos (aquellos platos de tripas de cerdo tan entrañablemente apreciados por los negros) y, cuando era la época, de sandías suficientes para hartarlos.

Cuando el olor del cerdo fresco asado llegó hasta ella, Scarlett lo aspiró con gesto de estimación, esperando tener un poco de apetito cuando fuese hora de comerlo. En aquel momento se sentía tan llena y tan encorsetada que temía eructar de un momento a otro. Hubiera sido fatal, porque sólo los hombres y las mujeres muy viejas podían hacerlo sin temor a la reprobación social.

Se acercaban a la cumbre, y la blanca casa desplegó ante ella su perfecta simetría; las grandes columnas, las amplias galerías, la techumbre plana, bella como una mujer hermosa tan segura de su rostro que puede ser gentil y generosa con todos. A Scarlett le gustaba Doce Robles más aún que Tara, porque tenía una belleza majestuosa y una dulce dignidad que, con toda seguridad, la casa de Gerald no poseía.

El ancho y curvo camino de acceso estaba lleno de caballos ensillados, de coches y de invitados que se apeaban y saludaban en alta voz a los amigos. Negros gesticulantes, excitados como siempre en las fiestas, conducían a los animales bajo techado para quitarles las sillas y los arreos. Gritería de chiquillos, blancos y negros, que corrían y retozaban por el prado, de un verde fresco, jugando a la rayuela y al «tócame tú», y que se regocijaban pensando que iban a comer hasta no poder más. El amplio vestíbulo, que iba de la parte delantera de la casa hasta la posterior, bullía de invitados y, cuando el coche de los O’Hara se detuvo ante el pórtico, Scarlett vio a las muchachas con sus miriñaques abigarrados, como mariposas, subiendo y bajando las escaleras hasta el segundo piso, enlazadas por el talle, recostándose sobre la frágil barandilla, riendo y llamando a los muchachos que se hallaban al fondo del vestíbulo.

A través de los balcones abiertos, veía a las señoras mayores sentadas en el saloncillo, vestidas de seda oscura, que se abanicaban hablando unas con otras de los niños, de las enfermedades, de los que se habían casado, del cómo y del porqué de todo. Tom, el mayordomo de los Wilkes, se afanaba por los salones con una gran bandeja de plata en las manos, inclinándose y sonriendo al ofrecer grandes vasos a los jóvenes de pantalones grises y finas camisas con chorreras.

La soleada galería delantera estaba llena de invitados. Sí, pensó Scarlett; allí estaba todo el condado. Los cuatro chicos Tarleton con su padre, apoyados en las altas columnas; los gemelos Stuart y Brent, uno junto al otro, inseparables como de costumbre; Boyd y Tom al lado de su padre, James Tarleton. El señor Calvert estaba junto a su esposa, una yanqui, quien, aun después de quince años de estancia en Georgia, no parecía nunca estar a gusto en ninguna parte. Todos eran muy amables y corteses con ella porque la compadecían, pero nadie podía olvidar que había agravado su error inicial de nacimiento siendo aya de los hijos de Calvert.

Los dos muchachos Calvert, Raiford y Cade, estaban con su hermana Cathleen, una espectacular rubita, embromando al moreno Joe Fontaine y a Sally Munroe, su linda novia. Alex y Tony Fontaine susurraban algo al oído de Dimity Munroe, haciéndola morir de risa. Había familias que venían de Lovejoy, a dieciséis kilómetros de distancia, de Fayetteville y de Jonesboro, y unos cuantos hasta de Atlanta y de Macón. La casa estaba abarrotada de gente, y el incesante murmullo de conversaciones, de risas sonoras y sofocadas, de gritos femeninos y de exclamaciones, subía y bajaba de tono sin cesar.

En los escalones del pórtico estaba rígidamente erguido John Wilkes, con sus cabellos plateados, irradiando una tranquila simpatía. Su hospitalidad era tan cálida y constante como el sol veraniego de Georgia. A su lado estaba Honey[6] Wilkes (así llamada porque se dirigía indistintamente, con esa expresión afectuosa, a todo el mundo, incluidos los braceros de su padre), que se movía inquieta y saludaba con una risita forzada a los invitados que llegaban.

El nervioso y evidente deseo de Honey de mostrarse atractiva con todos los hombres contrastaba vivamente con la actitud de su padre, y Scarlett pensó que, después de todo, había quizás algo de verdad en lo que decía la señora Tarleton. Ciertamente, los Wilkes varones tenían cierto aire de familia. Las largas pestañas color de oro oscuro que sombreaban los ojos grises de John Wilkes y de Ashley eran, por el contrario, escasas e incoloras en los rostros de Honey y de su hermana India.

Honey tenía la inexpresiva mirada de un conejo; India sólo podía ser descrita con la palabra «insignificante».

A India no se la veía por allí, pero Scarlett pensó que, probablemente, estaría en la cocina dando las últimas instrucciones a los criados. «¡Pobre India! —se dijo—; ha tenido siempre tanto que hacer en la casa desde que murió su madre, que no se le ha presentado nunca ocasión de atraer a ningún pretendiente, excepto a Stuart Tarleton; y realmente no es mía la culpa si le parezco más bonita que ella.»

John Wilkes bajó los escalones para ofrecer el brazo a Scarlett. Al apearse del coche, vio ella que Suellen sonreía afectuosamente y comprendió que debía andar por allí Frank Kennedy.

«¡Si no pudiera yo tener un enamorado mejor que esa vieja solterona con pantalones!», pensó con desprecio, al pisar el suelo para dar las gracias, sonriendo, a John Wilkes.

Frank Kennedy corría hacia el coche para ayudar a Suellen y ésta presumía en tal forma, que a Scarlett le dieron ganas de pegarle. Frank Kennedy era el mayor terrateniente del condado y, al mismo tiempo, un hombre de corazón excelente; pero esto no contaba ante el hecho de que tenía ya cuarenta años, padecía de los nervios y tenía una barba color jengibre y modales característicos de solterón.

Sin embargo, recordando su plan, Scarlett ocultó su desdén y le dirigió una sonrisa luminosa a guisa de saludo, que él le devolvió; gratamente sorprendido, recogió el brazo extendido hacia Suellen y, volviendo los ojos hacia Scarlett, se acercó a ella con viva complacencia.

La mirada de Scarlett escudriñó el gentío en busca de Ashley, mientras charlaba amablemente con John Wilkes, pero aquél no estaba en el pórtico. Se oyeron gritos de salutación, y los gemelos Tarleton vinieron hacia ella. Las chicas Munroe se desataron en exclamaciones admirativas sobre su vestido y al poco rato Scarlett fue el centro de un grupo de personas, cuyas voces aumentaban, pues cada cual intentaba hacerse oír por encima de los demás. ¿Pero dónde estaba Ashley? ¿Y Melanie y Charles? Procuró no dar a entender que miraba a su alrededor y examinó el animado grupo formado dentro del vestíbulo.

Mientras charlaba, reía y lanzaba rápidas miradas al interior de la casa y al jardín, sus ojos cayeron sobre un desconocido, solo en el vestíbulo, que la miraba fijamente con tan fría impertinencia que despertó en ella un sentimiento mixto de placer femenino por haber atraído a un hombre, y de turbación porque su vestido era demasiado escotado. No le pareció muy joven: unos treinta y cinco años. Era alto y bien formado. Scarlett pensó que no había visto nunca a un hombre de espaldas tan anchas ni de músculos tan recios, casi demasiado macizo para ser apuesto. Cuando sus miradas se encontraron, él sonrió mostrando una dentadura blanca como la de un animal bajo el bigote negro y cortado. Era moreno, y tan bronceado y de ojos tan ardientes y negros como los de un pirata apresando un galeón para saquearlo o raptar a una doncella. Su rostro era frío e indiferente; su boca tenía un gesto cínico mientras sonreía, y Scarlett contuvo la respiración. Notaba que aquella mirada era insultante y se indignaba consigo misma al no sentirse insultada. No sabía quién era, pero sin duda alguna aquel rostro moreno revelaba una persona de buena raza. Aquello se veía en la fina nariz aguileña, en los labios rojos y carnosos, en la alta frente y en los grandes ojos.

Apartó ella la mirada sin responder a la sonrisa, y él se volvió hacia alguien que le llamaba:

—¡Rhett, Rhett Butler, ven aquí! Quiero presentarte a la muchacha más insensible de Georgia.

¿Rhett Butler? El nombre le sonaba a conocido, aunque unido a algo agradablemente escandaloso; pero su pensamiento estaba con Ashley y desechó aquel otro.

—Tengo que subir a arreglarme el pelo —dijo a Stuart y a Brent, que intentaban alejarla de la gente—. Esperadme aquí, muchachos, y no os vayáis con otra chica, o de lo contrario, me enfadaré.

Pudo ver que Stuart iba a ser difícil de manejar aquel día si coqueteaba con cualquier otro. Había bebido y tenía aquella expresión desafiadora que, como ella sabía por experiencia, quería decir que habría jaleo. Se detuvo en el vestíbulo para saludar a unos amigos y charlar con India, que salía de detrás de la casa con el pelo revuelto y unas gotas de sudor en la frente. ¡Pobre India! Como si no fuera bastante tener el pelo descolorido, las pestañas invisibles y una barbilla prominente que denotaba terquedad, debía a sus veinte años considerarse una solterona. Se preguntó si estaría irritada porque ella le había quitado a Stuart. Mucha gente decía que aún estaba enamorada de él, pero no podía uno nunca saber lo que pensaba un Wilkes. Si estaba irritada por aquello, no lo demostraba en lo más mínimo y trataba a Scarlett con la misma cortesía cordial y distante de siempre.

Scarlett habló afablemente con ella y empezó a subir los anchos escalones. En aquel momento, oyó pronunciar tímidamente su nombre; se volvió y vio a Charles Hamilton. Era una muchacho de agradable aspecto, cabellos negros y rizados, y ojos castaños tan puros y afectuosos como los de un perro de pastor. Iba bien vestido con unos pantalones color mostaza y una chaqueta negra, y su camisa de rizada gorguera estaba rematada por la más ancha y elegante de las corbatas negras. Un leve rubor apareció en su rostro cuando Scarlett se volvió, porque era tímido con las muchachas. Como la mayor parte de los hombres tímidos, admiraba muchísimo la locuaz vivacidad y la desenvoltura de las jóvenes como Scarlett. Hasta ahora, nunca le había concedido ella más que una amable cortesía, y por esto, al verse acogido con una sonrisa radiante y con las manos extendidas alegremente, se le cortó casi la respiración.

—¡Charles Hamilton, simpático y viejo amigo! ¡Apuesto a que viene usted de Atlanta con el propósito de despedazar mi pobre corazón!

Casi balbuceando por la emoción, Charles estrechó entre las suyas las tibias manecitas y miró fijamente los ojos verdes y animados de Scarlett. Así solían hablar las demás muchachas con los chicos; pero nunca con él. No sabía por qué las muchachas le trataban siempre como a un hermanito, cariñosamente pero sin tomarse la molestia de embromarle. Hubiera querido que se portasen con él como con otros bastante menos guapos y con menos bienes de fortuna. Pero las escasas veces en que esto sucedió, no supo nunca qué decir y se encontró en un atormentado apuro a causa de su timidez. Y después, se quedaba toda la noche desvelado pensando en las bonitas galanterías que podía haber dicho; pero raramente se le presentaba una segunda ocasión, porque las muchachas, después de un par de tentativas, le dejaban solo.

Hasta con Honey, con la que tenía un tácito acuerdo matrimonial para cuando entrase en posesión de sus bienes, era silencioso y desconfiado. A veces, tenía la ingrata sensación de que las coqueterías de Honey y sus aires de propietaria no resultaban halagadores para él, pues a Honey le agradaban tanto los jóvenes que habría hecho lo mismo con cualquiera en cuanto se le presentara la oportunidad. La perspectiva de casarse con ella no le entusiasmaba, porque la muchacha no despertaba en él ninguna de las violentas emociones novelescas que sus amados libros aseguraban eran propias de un enamorado. Siempre había tenido la ilusión de ser amado por una criatura bella y fogosa, ardiente y traviesa.

¡Y allí estaba Scarlett, con la broma de que él venía a destrozarle el corazón!

Intentó pensar algo que decirle, y no pudo, pero la bendijo en silencio porque Scarlett sostuvo constantemente la charla sin que él necesitase buscar ningún tema de conversación. Aquello era demasiado hermoso para ser verdad.

—Ahora, espéreme aquí hasta que vuelva, porque quiero comer con usted en la barbacoa. Y no vaya a galantear a otras muchachas, porque soy sumamente celosa. —Estas increíbles palabras fueron pronunciadas por unos labios rojos, con un hoyuelo en cada lado, mientras las espesas pestañas negras bajaban deliciosamente sobre los ojos verdes.

—Obedeceré —consiguió decir Charles finalmente, sin sospechar ni lejanamente que ella le consideraba como un ternerillo en espera del matarife.

Golpeándole suavemente el brazo con el abanico cerrado, la joven se volvió para subir las escaleras y sus ojos cayeron nuevamente sobre el hombre a quien había oído llamar Rhett Butler y que se mantenía apartado, no lejos de Charles. Efectivamente, había oído toda la conversación porque de nuevo le sonrió maliciosamente como un gato y sus ojos se fijaron en ella con una mirada que carecía de la consideración a que estaba acostumbrada.

«¡Por la camisa de San Peter! —dijo para sí Scarlett, indignada, usando la imprecación favorita de Gerald—, mira…, mira como si yo estuviera desnuda…» Y, moviendo la cabeza, subió las escaleras.

En el dormitorio donde las damas dejaban sus chales, encontró a Cathleen Calvert que se miraba en el espejo, mordiéndose los labios para ponérselos más rojos. Tenía en la cintura unas rosas frescas que armonizaban con sus mejillas, y sus ojos azul lirio bailaban de excitación.

—Cathleen —dijo Scarlett, tirándose el vestido hacia arriba para taparse el escote—, ¿quién es ese hombre odioso que está abajo y que se llama Butler?

—¿Cómo, no lo sabes, querida? —murmuró Cathleen, excitada, echando una ojeada a la habitación inmediata donde Dilcey y el aya de las señoritas Wilkes chismorreaban—. No sé qué pensará el señor Wilkes por tenerlo en su casa; pero Butler estaba visitando al señor Kennedy en Jonesboro, creo que para comprar algodón, y el señor Kennedy, naturalmente, ha debido traerlo consigo. No podía marcharse y dejarle allí, ¿verdad?

—¿Y qué tiene ese hombre?

—Que es un indeseable, querida.

—¿De verdad?

—De verdad.

Scarlett se tragó esto en silencio, pues nunca se había encontrado bajo el mismo techo que una persona indeseable. Era una cosa interesantísima.

—¿Qué es lo que ha hecho?

—¡Oh, Scarlett! Tiene la reputación más terrible del mundo. Se llama Rhett Butler, es de Charleston y sus parientes son personas muy distinguidas, pero no se tratan con él. Caro Rhett me habló de él el verano pasado. No tiene relaciones con su familia, pero ella, como todos, sabe cuanto a él se refiere. Fue expulsado de West Point. ¡Figúrate! Y por cosas demasiado graves para que Caro las sepa. Y entonces sucedió el asunto de esa muchacha con la que él no quiso casarse.

—¡Cuéntamelo!

—¿Tampoco sabes nada de esto, tesoro? A mí me lo contó Caro el verano pasado, y su madre se moriría si supiese que Caro está enterada de ello. Pues este señor Butler llevó a una muchacha de Charleston a dar un paseo en coche. No he sabido nunca quién era ella, pero tengo mis sospechas. Fue demasiado complaciente, porque si no no hubiera salido sola con él sin aya, en las últimas horas de la tarde. Bueno, querida, permanecieron fuera casi toda la noche y finalmente volvieron a casa diciendo que el caballo se había desbocado, que el coche se rompió y que ellos se perdieron en el bosque. Adivina lo que…

—No puedo adivinarlo. ¡Dímelo! —exclamó Scarlett, entusiasmada, esperando lo peor.

—¡Al día siguiente se negó a casarse con ella!

—¡Oh! —dijo Scarlett, desilusionada.

—Dijo que no había…, que no le había hecho nada y no veía por qué tenía que casarse. Y, naturalmente, el hermano de ella fue a buscarle y él le dijo que prefería un balazo antes que casarse con una estúpida. Se batieron y el señor Butler mató al hermano de la muchacha y tuvo que marcharse de Charleston porque nadie quiere recibirlo —terminó Cathleen triunfante; y muy a tiempo, pues Dilcey entró en la habitación para vigilar cómo se acicalaban las jóvenes que le habían sido confiadas.

—¿Y ella tuvo un crío? —cuchicheó Scarlett al oído de Cathleen.

Ésta sacudió violentamente la cabeza.

—Pero quedó igualmente deshonrada —susurró a su vez.

«Ojalá yo hubiera hecho que Ashley me comprometiese —pensó Scarlett de repente—. Es demasiado caballero para no casarse conmigo.»

Pero en el fondo sentía cierto respeto por aquel hombre que se había negado a casarse con una estúpida.

Scarlett estaba sentada en una otomana de palo de rosa, bajo la sombra de un enorme roble, detrás de la casa, con sus volantes y sus frunces flotando a su alrededor y asomando bajo las faldas unos centímetros de chinelas de tafilete verde; lo más que una señora podía mostrar si quería seguir siendo una señora. Tenía en las manos un plato, que apenas había probado, y siete caballeros a su alrededor. La barbacoa había llegado a su apogeo y el aire templado estaba lleno de risas, de voces, de tintineo de cubiertos y choques de porcelanas, del denso olor de las carnes asadas y de los estofados. De vez en cuando y al levantarse, un soplo de brisa, bocanadas de humo procedentes de las hogueras envolvían al gentío y se escuchaban gritos burlones de espanto de las señoras y violentos aleteos de abanicos de palma.

La mayoría de las muchachas estaban sentadas con sus galanes en los largos bancos alrededor de las mesas, pero Scarlett, convencida de que una muchacha sólo tiene dos costados y de que sólo un hombre puede sentarse a cada uno de sus lados, había preferido acomodarse aparte, para reunir a su alrededor el mayor número posible de jóvenes.

Bajo los árboles estaban instaladas las señoras casadas; sus vestidos negros ponían una nota severa en el color y la alegría circundantes. Las matronas, cualquiera que fuese su edad, se agrupaban siempre, separadas de las muchachas de ojos ardientes, de sus cortejadores y de su alegría, pues no existían casadas coquetas en el Sur. Desde la abuela Fontaine, que eructaba francamente por el privilegio de su edad, hasta la jovencita de diecisiete años Alíce Munroe, que luchaba contra las náuseas de su primer embarazo, el grupo de cabezas se juntaba en interminables discusiones genealógicas y de obstetricia, que hacían aquellas charlas tan agradables e instructivas.

Dirigiendo miradas desdeñosas a aquel grupo, Scarlett pensaba que parecían una bandada de gordos cuervos. Las señoras casadas no tenían nunca la menor diversión. No se le ocurría que si se casaba con Ashley quedaría automáticamente relegada como ellas a los cenadores y a los salones principales, con graves matronas vestidas de seda negra, tan seria como ellas, sin tomar ya parte en los pasatiempos y diversiones. Como a muchas muchachas, su imaginación la llevaba hasta el altar y ni un paso más allá. Además, sentíase ahora demasiado desgraciada para seguir una abstracción.

Bajó los ojos al plato y mordisqueó delicadamente un bizcochito, con una elegancia y una falta de apetito que hubieran obtenido el aplauso de Mamita. Pues, aunque nunca había tenido mayor abundancia de cortejadores, en su vida se había sentido más desdichada. No lograba comprender cómo sus planes de la noche anterior habían fracasado tan miserablemente en lo que a Ashley se refería. Había atraído a docenas de muchachos, pero no a Ashley, y todos los temores de la tarde anterior volvían a invadirla, haciendo latir su corazón precipitada o lentamente, y sus mejillas pasaban del rubor a la palidez.

Ashley no había intentado unirse al círculo que la rodeaba, y desde que llegó no había cambiado ni una palabra a solas con él, después del primer saludo. Ashley se adelantó a saludarla cuando ella llegó al jardín posterior; pero daba el brazo a Melanie, que le llegaba apenas al hombro.

Era ésta una muchacha pequeña y frágil, que tenía el aspecto de una niña disfrazada con las enormas faldas de su madre, ilusión que aumentaba por la expresión tímida, casi asombrada, de sus ojos negros demasiado grandes. Tenía un pelo rizoso y castaño tan prensado en la redecilla que no se le salía ni un cabello; aquella masa oscura que enmarcaba su rostro formando un pico en la frente acentuaba la forma triangular de los pómulos, demasiado señalados, y de la barbilla, muy puntiaguda. Era un rostro dulce y tímido, pero inexpresivo, sin trucos femeninos que hiciesen olvidar a los observadores su escasa belleza. Melanie parecía, y lo era, tan sencilla como la tierra, tan buena como el pan y tan transparente como el agua de primavera. Pero, no obstante sus facciones poco agraciadas y su estatura insuficiente, sus movimientos le daban una tranquila dignidad que era extrañamente conmovedora e impropia de sus diecisiete años. Su vestido de organdí gris, con el cinturón de raso color guinda, disimulaba entre sus pliegues y frunces el desarrollo infantil de su cuerpo; y el sombrero amarillo con largas cintas, color guinda también, aclaraba su piel lechosa. Pesados zarcillos de oro con largos flecos colgaban bajo los cabellos recogidos y se balanceaban muy cerca de los oscuros ojos, que tenían el tranquilo resplandor de un lago del bosque, en invierno, cuando las hojas negras se reflejan en el agua tranquila.

Sonrió tímidamente al saludar a Scarlett, elogiando su traje verde, y Scarlett tardó en responder amablemente, tan vehemente era su deseo de hablar a solas con Ashley. Desde entonces, Ashley estuvo sentado en un banco a los pies de Melanie, lejos de los otros invitados, hablando tranquilamente con ella y sonriendo con aquella sonrisa un poco indolente que tanto le gustaba a Scarlett. Lo que empeoraba la situación era que, bajo aquella sonrisa, los ojos de Melanie se habían animado un poco y hasta Scarlett tuvo que reconocer que estaba casi bonita. Cuando Melanie miraba a Ashley, su rostro se iluminaba como con una llama interna, pues si alguna vez se reflejó en un semblante un corazón enamorado era en el de Melanie Hamilton.

Scarlett intentó apartar sus ojos de aquella pareja, pero no pudo; y después de cada mirada su alegría aumentaba con sus pretendientes, y reía, decía cosas chocantes, charlaba, inclinando la cabeza a sus galanterías y haciendo bailar sus zarcillos. Exclamó repetidamente: «¡Tonterías!», afirmando que ninguno era sincero y jurando que no creía nada de cuanto le decían aquellos caballeros. Pero Ashley no parecía darse cuenta de nada. Alzaba la vista hacia Melanie y le hablaba, y Melanie bajaba los ojos y le contestaba con una expresión que irradiaba la certeza de que le pertenecía.

Y, por eso, Scarlett se sentía desgraciada.

Para unos ojos extraños, jamás una muchacha había tenido menos motivo de serlo. Indudablemente era la más bella de la barbacoa, el centro de la atención. En cualquier otra ocasión, el entusiasmo de los hombres y los celos de las otras muchachas le habrían proporcionado un enorme placer. Charles Hamilton, seducido por su advertencia, se había plantado a su derecha, negándose a moverse de allí a pesar de los esfuerzos combinados de los gemelos Tnrleton. Tenía en una mano el abanico de Scarlett y en la otra su plato de cochinillo y trataba tenazmente de evitar los ojos de Honey, que parecía estar a punto de estallar en llanto. Cade estaba graciosamente echado a la izquierda de Scarlett tirándole a cada momento de la falda para atraer su atención y mirando a Stuart con ojos furibundos. Entre él y los gemelos, el aire estaba cargado de electricidad, y ya habían cambiado palabras fuertes. Frank Kennedy bullía alrededor como una gallina con un pollito, corriendo delante y detrás del umbroso roble hasta las mesas para coger golosinas que ofrecía a Scarlett, como si no hubiese una docena de criados que lo hicieran. Como resultado de ello, el hondo resentimiento de Suellen había sobrepasado el límite del aguante femenil secreto y clavaba sus ojos en Scarlett. La pequeña Carreen habría llorado de buena gana, porque, a pesar de las palabras alentadoras de Scarlett aquella mañana, Brent se había limitado a decirle «Hola, pequeña» y a tirarle de la cinta del pelo, antes de volverse y prestar toda su atención a Scarlett. Acostumbraba a ser tan bueno y la trataba con tan cariñosa deferencia que le daba la impresión de ser una persona mayor y soñaba secretamente con el día en que pudiera hacerse moño, ponerse de largo y recibirle como a un verdadero galán. Y ahora parecía que Scarlett se lo llevaba. Las chicas Munroe disimulaban su pena por el alejamiento de los morenos Fontaine, pero las molestaba ver cómo Tony y Alex permanecían alrededor del círculo, esperando poder ocupar un sitio cerca de Scarlett en cuanto se levantase cualquiera de los otros galanteadores.

Telegrafiaban su desaprobación a Hetty por la conducta de Scarlett, arqueando delicadamente las cejas. La única palabra adecuada para definirla era «descarada». Simultáneamente, las tres muchachas abrieron sus quitasoles de blonda, dijeron que ya habían comido bastante, dieron las gracias y, tocando ligeramente con los dedos el brazo del hombre que tenían más cerca, expusieron dulcemente el deseo de ver la rosaleda y el pabellón de primavera y el de verano. Esta retirada estratégica en buen orden no pasó inadvertida a las mujeres presentes y no fue notada por ningún hombre.

Scarlett rió para sí viendo a tres hombres escaparse de su radio de seducción para visitar parajes familiares a las muchachas desde su infancia y lanzó una mirada penetrante hacia Ashley para ver si se había dado cuenta. Pero él estaba entretenido jugueteando con la banda del cinturón de Melanie y sonriéndole. Un intenso dolor le contrajo el corazón. Sintió que sería capaz de arañar con alegría la piel de marfil de Melanie hasta hacerle sangre. Al apartar sus ojos de ésta, chocó con la mirada fija de Rhett Butler, que no se había mezclado con los grupos y conversaba aparte con John Wilkes.

La estaba observando y al mirarle ella se echó a reír abiertamente.

Scarlett tuvo la penosa sensación de que aquel hombre a quien nadie recibía era el único allí presente que sabía lo que se ocultaba bajo su fingida alegría y que esto le procuraba una sardónica diversión. Le hubiera arañado también con gran complacencia.

«Si logro soportar esta barbacoa hasta la tarde —pensó—, todas las muchachas subirán a descansar un poco para estar animadas a la noche y yo me quedaré aquí y conseguiré hablar con Ashley. Habrá notado, seguramente, lo festejada que soy.» Calmó su corazón con otra esperanza: «Naturalmente, tiene que estar atento con Melanie, porque, al fin, es su prima y nadie la corteja, y, si no fuera por él, se quedaría de plantón en el baile.»

Le hizo recobrar valor este pensamiento y redobló sus coqueteos con Charles, cuyos negros ojos la contemplaban ávidamente. Era un día magnífico para Charles, un día de ensueño; se había enamorado de Scarlett sin el menor esfuerzo. Ante esta nueva emoción, Honey desapareció tras una densa niebla. Honey era un gorrión estridente, y Scarlett, un centelleante colibrí. Le embromaba con sus zalamerías, haciéndole preguntas que ella misma contestaba, de modo que Charles parecía muy inteligente sin necesidad de decir una palabra. Los otros jóvenes estaban perplejos y muy enojados ante aquel evidente interés de Scarlett por él, pues sabían que Charles era demasiado tímido para decir dos palabras seguidas, y ponían a dura prueba su propia educación para disimular su creciente rabia. Todos ardían de amor por ella, y, de no haber sido por Ashley, Scarlett hubiera logrado un auténtico triunfo.

Cuando acabaron el último bocado de cochinillo, de pollo y de cordero, Scarlett creyó que había llegado el momento de que India se levantase para decir a las señoras que podían entrar en la casa. Eran las dos y el sol abrasaba; pero India, cansada por los tres días de preparativos para la fiesta, estaba muy satisfecha de poder estar sentada un poco, bajo los árboles, hablándole a gritos a un viejo caballero sordo de Fayetteville.

Una perezosa soñolencia descendía sobre los grupos. Los negros holgazaneaban alrededor, quitando las largas mesas sobre las que habían servido las viandas. Las risas y las conversaciones decayeron y, aquí o allá, algunos grupos estaban silenciosos. Todos esperaban de los anfitriones la señal de que habían terminado los festejos matinales. Los abanicos de palma se agitaban más lentamente y algunos ancianos cabeceaban a causa del sueño y de los estómagos repletos. La barbacoa había terminado y todos sentían deseos de descansar mientras el sol se hallara tan alto.

En aquel intervalo entre la reunión matinal y el baile de la noche parecían un grupo plácido y tranquilo. Sólo los jóvenes conservaban la incansable energía que hasta poco antes había animado a todos. Yendo de grupo en grupo arrastrando sus voces quedas, eran hermosos como sementales de raza, y tan peligrosos como éstos. La languidez del mediodía pesaba sobre la reunión; pero bajo aquella calma escondíanse temperamentos que podían en un momento ascender a alturas enormes y desplomarse después con la misma rapidez. Hombres y mujeres eran hermosos y salvajes, todos algo violentos bajo sus agradables modales, y sólo ligeramente domados.

Pasó otro rato, el sol era más abrasador y Scarlett y otros invitados miraban a India.

Iba decayendo la conversación y, en la calma, todos oyeron entre la arboleda la voz de Gerald alzarse furibunda. A poca distancia de las mesas, estaba en el punto culminante de una discusión con John Wilkes.

—¡Por la camisa de San Peter, hombre! ¿Rezar por un acuerdo pacífico con los yanquis? ¿Después de que hemos disparado contra esos bribones de Fort Sumter? ¿Pacífico? ¡El Sur demostrará con las armas que no puede ser insultado y que no se separa de la Unión por bondad de ésta, sino por su propia fuerza!

«¡Oh, Dios mío, ya está con su tema! —pensó Scarlett—. Ahora todos estaremos aquí sentados hasta medianoche.»

En un momento, la soñolencia desapareció de los grupos, y algo eléctrico agitó el aire. Los hombres se levantaron de los bancos y de las sillas, agitando los brazos y elevando la voz para acallar las de los demás. No se había hablado en toda la mañana de política ni de guerra, a ruegos del señor Wilkes, que no quería que se molestase a las señoras. Pero Gerald había pronunciado las palabras «Fort Sumter» y todos los presentes olvidaron la advertencia de su anfitrión.

«Claro que combatiremos…» «¡Yanquis ladrones…!» «Los haremos polvo en un mes…» «¿Es que uno del Sur no puede deshacer a veinte yanquis?» «Darles una lección que no olvidarán.» «¿Pacífico? Pero si son ellos los que no nos dejan en paz…» «¿Habéis visto cómo ha insultado el señor Lincoln a nuestros comisarios?…» «¡Sí! ¡Los ha engañado durante muchas semanas, jurando que evacuarían Fort Sumter…!» «Quieren guerra; pues se hartarán de guerra…» Y sobre todas las voces tronaba la de Gerald. Todo lo que Scarlett lograba oír era: «¡Derechos de los Estados!», gritado una vez y otra. Gerald pasaba un rato feliz, pero no así su hija.

Secesión… Guerra… Estas palabras tan repetidas hastiaban a Scarlett, pero ahora las odiaba hasta en su sonido, porque significaban que los hombres seguirían allí horas enteras discurseando y ella no tendría posibilidad de monopolizar a Ashley. Claro era que no habría guerra y los hombres lo sabían. Les gustaba hablar de ello sólo por oírse hablar a sí mismos.

Hamilton no se unió a los otros. Encontrándose relativamente solo con la muchacha, se le acercó y, con la audacia nacida del nuevo amor, le musitó su confesión:

—Señorita O’Hara…, yo…, yo he decidido que, si vamos a la guerra, me marcharé a Carolina del Sur, a unirme allí con la tropa. Se dice que el señor Wade Hampton[7] está organizando un escuadrón de caballería y, naturalmente, yo quiero ir con él. Es un gran hombre y el mejor amigo de mi padre.

Scarlett pensó: «¿Qué quiere que yo haga…? ¿Que dé tres vivas?», porque la expresión de Charles demostraba estarle revelando los secretos de su corazón. Ella no supo qué decirle y se limitó a mirarle, maravillándose de que los hombres fuesen tan tontos que creyesen que a las mujeres les interesan tales asuntos. Él tomó su gesto por una pasmada aprobación y continuó rápida y audazmente:

—Si me marchase… ¿lo sentiría usted, señorita O’Hara?

—Lloraré todas las noches sobre mi almohada —respondió Scarlett, intentado ser graciosa; pero él tomó aquella frase al pie de la letra y enrojeció de alegría. La mano de ella estaba escondida entre los pliegues de su vestido; él la buscó con cautela y se la apretó, asombrado de su propia osadía y de la aquiescencia de ella.

—¿Rezará por mí?

«¡Qué tonto!», pensó amargamente Scarlett mirando disimuladamente a su alrededor, con la esperanza de que alguien la librase de aquella conversación.

—¿Lo hará?

—¡Oh! ¡Claro que sí, señor Hamilton! ¡Lo menos tres rosarios cada noche!

Charles miró rápidamente a su alrededor y contrayendo los músculos del estómago contuvo la respiración. Estaban realmente solos y no podría tener nunca una oportunidad parecida. Y, si se le presentaba otra bendita ocasión, le faltaría valor.

—Señorita O’Hara…, tengo que decirle algo… ¡Yo… la amo!

—¿Eh…? —dijo Scarlett, distraída, tratando de ver, a través de los grupos de hombres que peroraban, si Ashley estaba aún sentado a los pies de Melanie.

—¡Sí! —susurró Charles, arrobado, al ver que ella no reía, ni gritaba, ni se había desmayado, como siempre imaginó él que hacían las muchachas en semejantes circunstancias—. ¡La amo! Es usted la más… la más… —y por primera vez en su vida no le faltaron palabras—, la más bella muchacha que he conocido nunca, la más adorable y gentil, y yo la amo con todo mi corazón. No puedo creer que otro la quiera como yo, pero si usted, mi querida señorita O’Hara, quisiera darme alguna esperanza, lo haré todo en el mundo para que usted me ame. Haré…

Se interrumpió porque no conseguía imaginar nada que fuese lo bastante difícil para convencer a Scarlett de la profundidad de sus sentimientos, y entonces dijo simplemente:

—Quiero casarme con usted.

Scarlett volvió a la realidad con un sobresalto, al sonido de la palabra «casarme». Estaba pensando en el matrimonio y en Ashley, y miró a Charles con mal disimulada irritación. ¿Por qué aquel cretino con cara de carnero venía a inmiscuirse en sus sentimientos, precisamente aquel día en que, de tan angustiada, estaba a punto de perder la cabeza? Miró sus ojos negros suplicantes y no vio en ellos nada de la belleza del primer amor de un muchacho tímido, ni de la adoración de un ideal hecho realidad, ni de la frenética felicidad y la ternura que ardían como una llama en aquella mirada.

Scarlett estaba acostumbrada a que los hombres se le declarasen, hombres más atrayentes que Charles Hamilton, hombres que tenían la delicadeza de no hacerlo en una barbacoa cuando su pensamiento estaba ocupado en otros asuntos más importantes. Vio sólo a un joven de veinte años, colorado como una remolacha y con cara de tonto. Sintió deseos de decirle lo tonto que parecía. Pero, automáticamente, le vinieron a los labios las palabras que Ellen le había enseñado a decir para casos semejantes y, bajando púdicamente los ojos, con la fuerza de una larga costumbre, murmuró:

—Señor Hamilton, no soy digna del honor que me hace pidiéndome por esposa, pero todo esto es para mí tan inesperado que no sé qué decirle.

Era un modo cortés de lisonjear la vanidad de un hombre y de quitárselo de encima, y Charles picó en el anzuelo como si éste fuese nuevo y él se lo tragase por primera vez.

—¡Esperaré siempre! No quiero que me conteste hasta que esté segura. ¡Por favor, dígame que puedo esperar, señorita O’Hara!

—¿Eh? —dijo distraídamente Scarlett cuyos ojos sagaces se fijaban en Ashley, que no se había levantado para tomar parte en la discusión bélica y seguía sonriendo a Melanie. Si aquel estúpido que trataba de obtener su mano se callase un momento, quizá conseguiría ella oír lo que se estaba diciendo. Tenía que oírlo. ¿Qué le diría Melanie para que los ojos de él brillasen con tanto interés?

Las palabras de Charles apagaban las voces que ella intentaba oír. —¡Oh, chist! —susurró, pellizcándole una mano y sin mirarle siquiera.

Atónito y avergonzado, Charles contuvo la respiración, y luego, viendo los ojos de ella fijos en su hermana, sonrió. Scarlett temía que alguien pudiese oír sus palabras. Era vergonzosa y tímida por naturaleza y la angustiaba la idea de que otros pudiesen oírle. Charles sintió un impulso de virilidad como jamás lo había experimentado, pues era la primera vez en su vida que había azorado a una muchacha. La emoción fue embriagadora. Dio a su rostro una expresión de natural indiferencia y prudentemente devolvió el pellizco a Scarlett, para mostrarle que era hombre de mundo y que comprendía y aceptaba su censura.

Ella apenas sintió el pellizco, porque en aquel momento oía claramente la dulce voz que constituía el mayor encanto de Melanie:

—No estoy de acuerdo contigo sobre Thackeray. Es un cínico. Y temo que no sea un caballero como Dickens.

«¡Qué cosas más tontas para ser dichas a un hombre! —pensó Scarlett, pronta a reír con satisfacción—. ¡No es más que una marisabidilla y todos saben lo que piensan los hombres de ellas…!» La manera de interesar a un hombre y de mantener su interés era hablarle de él, y, después, gradualmente, llevar la conversación hacia una misma… y sostenerla allí. Scarlett se hubiera podido alarmar si Melanie hubiese dicho: «¡Eres extraordinario!», o «¿Cómo puedes pensar esas cosas? ¡Mi reducido cerebro estallaría si yo intentase pensarlas también!» Pero allí estaba Melanie, con un hombre a sus pies y hablándole tan seriamente como si estuviese en la iglesia. La perspectiva se le apareció más brillante, tan brillante que volvió los ojos hacia Charles y sonrió de pura alegría. Entusiasmado por tal prueba de afecto, éste le cogió el abanico y la abanicó con tanto entusiasmo que su peinado empezó a alborotarse.

—Ashley no nos ha favorecido con su opinión —dijo James Tarleton, volviéndose desde el grupo de hombres vociferantes.

Ashley se disculpó y se puso en pie. No había ninguno tan guapo como él, pensó Scarlett, observando la gracia de su actitud negligente y cómo brillaba el sol en sus cabellos dorados y en su bigote. Hasta los señores viejos enmudecieron para escuchar sus palabras.

—Pues sí, señores míos, si Georgia va a la guerra, iré a ella. ¿Para qué otra cosa me hubiera incorporado a la Milicia? —dijo él. Sus ojos grises se abrieron y su soñolencia desapareció con una viveza que Scarlett no había visto nunca antes—. Pero, como mi padre, espero que los yanquis nos dejen en paz y que no haya lucha… —Levantó la mano, sonriendo, porque de los chicos Fontaine y de los Tarleton se elevaba una Babel de voces—. Sí, sí; sé que nos han insultado y que nos han mentido; pero, si hubiéramos estado en el pellejo de los yanquis y ellos hubiesen intentado separarse de la Unión, ¿cómo hubiéramos obrado? Probablemente de la misma manera. No nos habría gustado.

«Ya está con esto otra vez —pensó Scarlett—. Siempre colocándose en el lugar de los demás.» Para ella, toda discusión sólo presentaba un lado. A veces no comprendía a Ashley.

—No nos calentemos demasiado la cabeza y no habrá ninguna guerra. La mayor parte de la miseria del mundo ha sido causada por las guerras. Y cuando las guerras acaban nadie sabe lo que las motivó. Scarlett frunció la nariz. Por fortuna, Ashley tenía una inatacable fama de valiente, pues si no la cosa se hubiera puesto fea. Mientras pensaba esto, un clamor de voces disconformes, indignadas y fieras se alzó en torno a Ashley.

Bajo el árbol, el viejo señor sordo de Fayetteville tocó levemente a India.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿Qué dicen?

—¡Guerra! —le gritó India al oído haciendo bocina con las manos—. ¡Quieren combatir contra los yanquis!

—¿La guerra, eh? —gritó él a su vez, buscando su bastón y levantándose con más energía que la demostrada en muchos años—. Yo les hablaré de la guerra. He estado en ella. —No era frecuente que el señor MacRae tuviese ocasión de hablar de la guerra, porque su esposa se lo tenía prohibido.

Llegó rápidamente hasta el grupo, agitando el bastón y gritando, y, como no oía las voces de los demás, pronto fue dueño de la situación. —Escuchadme, jóvenes comedores de fuego. Vosotros no podéis querer la lucha. Yo he combatido y sé lo que es. Estuve en la guerra de los Seminólas y fui lo bastante loco para ir a la de México. Ninguno de vosotros sabe lo que es la guerra. Creéis que es únicamente montar en un hermoso caballo y que las muchachas os tiren flores al pasar, llamándoos héroes. ¡No es así, señores! Es padecer hambre y coger erupciones y pulmonías por dormir en la humedad. Y, si no son éstas, serán los intestinos. Sí señores; lo que la guerra da a los hombres es eso…, disentería y cosas por el estilo…

Las señoras estaban sofocadas. El señor MacRae era un recuerdo de una época más vulgar, como la abuela Fontaine con sus ruidosas flatulencias; época que todos hacían lo indecible para olvidar.

—Corre y trae a tu abuelo —susurró una de las hijas de aquel viejo señor a una niña que estaba a su lado—. Les aseguro —murmuró después a las señoras de su alrededor— que está cada día peor. ¿Querrán ustedes creer lo que esta mañana ha dicho a María, que sólo tiene dieciséis años? «Ahora, hijita…» —Y el resto de la frase se perdió en un susurro, mientras la nietecita corría a intentar convencer al abuelo de que volviera a su silla, a la sombra.

Entre todos los grupos reunidos alrededor de los árboles, muchachas que sonreían excitadas y hombres que hablaban apasionadamente, una sola persona parecía tranquila. Los ojos de Scarlett se volvieron hacia Rhett Butler, que estaba apoyado en un árbol con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Desde que John Wilkes se fue de su lado se había quedado solo, sin pronunciar una palabra mientras la conversación se acaloraba. Los rojos labios se arqueaban bajo el tupido bigote negro y en sus oscuros ojos brilló un divertido desprecio, como si escuchase fanfarronadas infantiles. «Una sonrisa muy desagradable», pensó Scarlett. Él continuó escuchando tranquilamente, hasta que Stuart Tarleton, con su rojo pelo enmarañado y los ojos centelleantes, gritó:

—¡Los desharemos en un mes! Los caballeros luchan siempre mejor que la chusma. Un mes…, sí, una batalla…

—Caballeros —dijo Rhett Butler, sin moverse de su sitio, arrastrando las palabras con un acento que revelaba su origen charlestoniano, sin separarse del árbol ni sacarse las manos de los bolsillos—, ¿puedo decir una palabra?

El grupo se volvió hacia él y le concedió la correcta acogida que se debe a un forastero.

—¿Ha pensado alguno de ustedes, señores, que no hay ni una fábrica de cañones al sur de la línea Mason-Dixon? ¿Y en las pocas fundiciones que hay en el Sur? ¿Y en las escasas fábricas de lana y algodón? ¿Han pensado ustedes que no tenemos ni un barco de guerra y que los yanquis pueden bloquear nuestros puertos en una semana, haciendo que no podamos vender nuestro algodón al extranjero? Pero… claro es que habrán pensado ustedes en estas cosas.

«¡Eso quiere decir que los muchachos son una partida de tontos!» pensó Scarlett, indignada, y sus mejillas se arrebolaron.

Evidentemente, no fue la única que tuvo aquel pensamiento, porque ya algunos muchachos empezaron a adelantar la barbilla. John Wilkes volvió, despreocupada pero rápidamente, a su sitio junto al que había hablado, como para recordar a todos los presentes que aquel hombre era su huésped y que, además, había señoras delante.

—Lo malo de la mayoría de nosotros, los del Sur —prosiguió Rhett Butler—, es que no viajamos bastante o que no sacamos el suficiente provecho de nuestros viajes. Todos ustedes naturalmente, han viajado. ¿Pero qué han visto? Europa, Nueva York, Filadèlfia, y las señoras, claro es, han estado en Saratoga[8] —Se inclinó ligeramente hacia el grupo que estaba en el cenador—. Han visto los hoteles y los museos, y los bailes, y las casas de juego. Y han vuelto a casa creyendo que no hay nada como el Sur. En cuanto a mí, he nacido en Charleston, pero he pasado estos últimos años en el Norte. —Con una sonrisa mostró sus blancos dientes, como si se diera cuenta de que todos los presentes sabían por qué no vivía ya en Charleston y no le importase nada que lo supieran—. He visto muchas cosas que ustedes no han visto. Los millares de emigrantes que lucharán gustosos con los yanquis, por la comida y unos dólares; las fábricas, las fundiciones, los astilleros, las minas de hierro y de carbón… y todo lo que nosotros no tenemos. Lo único que poseemos es algodón, esclavos y arrogancia… Nos aniquilarían en un mes.

Hubo un momento de silenciosa tensión. Rhett Butler sacó del bolsillo de su chaqueta un fino pañuelo de hilo y se sacudió distraídamente el polvo de una manga. Del grupo surgió un murmullo amenazador y del cenador llegó un rumor parecido al de una colmena alborotada. Aunque Scarlett sintiese aún en sus mejillas el ardor de la cólera, algo en su espíritu práctico le hizo comprender que aquel hombre tenía razón y que hablaba con sentido común. Sí, ella no había visto nunca una fábrica ni conocido a nadie que la hubiera visto. Pero aunque aquello fuese verdad, no era caballeroso hacer aquellas declaraciones…, y menos en una reunión donde todos estaban divirtiéndose.

Stuart Tarleton se adelantó con las cejas fruncidas, llevando a Brent pegado a sus talones. Los gemelos eran, naturalmente, unos muchachos bien educados y no iban a armar una escena en la barbacoa, aunque los provocasen gravemente. Al mismo tiempo, las señoras sentíanse agradablemente excitadas porque rara vez podían ver ahora un jaleo o una riña. Generalmente, las oían contar a terceras personas.

—¿Qué quiere usted decir, caballero? —dijo Stuart lentamente.

Rhett le miró con ojos corteses pero burlones.

—Quiero decir —respondió— lo que Napoleón… (¿quizás ha oído usted hablar de él?) hizo observar una vez: «¡Dios está al lado del ejército más fuerte!» —Y, volviéndose a John Wilkes, le dijo con una cortesía que no era fingida—: Me prometió usted mostrarme su biblioteca. ¿Quiere usted hacerme el gran favor de enseñármela ahora? Tengo que regresar a Jonesboro a primeras horas de la tarde, pues me reclaman allí unos pequeños negocios.

Se volvió de frente al grupo, hizo chocar sus tacones y se inclinó como un maestro de baile, con una reverencia graciosa en un hombre tan fuerte, y tan insolente como una bofetada. Cruzó el prado con John Wilkes, con la negra cabeza erguida, y el sonido de su risa mortificante llegó hasta el grupo que estaba junto a las mesas.

Hubo un silencio sorprendido, y luego volvió a elevarse el murmullo. India, cansada, se levantó de su silla en el cenador y se acercó al furibundo Stuart Tarleton, pero la expresión de sus ojos mientras contemplaba fijamente el alterado rostro del muchacho hizo sentir a Scarlett como un remordimiento de conciencia. Era la misma expresión que tenía Melanie cuando miraba a Ashley, pero Stuart no la notaba. Luego, India le amaba. Scarlett pensó que si ella no hubiese coqueteado tan descaradamente con Stuart el año anterior, en aquella reunión política, haría tiempo que él estaría casado con India. Pero luego desapareció aquel remordimiento, ante el consolador pensamiento de que no era culpa suya si las otras muchachas no sabían retener a sus galanes.

Finalmente, Stuart sonrió a India con una sonrisa forzada, asintiendo con la cabeza. Probablemente India le había rogado que no siguiera al señor Butler para no armar jaleo. Un comedido tumulto se oyó bajo los árboles, cuando los invitados se levantaron, sacudiéndose las migas de los trajes. Las señoras casadas llamaron a las ayas y a los niños, reuniéndolos para la partida, y grupos de muchachas se pusieron en marcha hacia la casa riendo y charlando, para subir a los dormitorios y chismorrear y hacer una siesta reparadora.

Todas las mujeres, excepto la señora Tarleton, salieron de la explanada dejando la sombra de los robles y el cenador a los hombres. La señora Tarleton se detuvo con Gerald, Calvert y otros que deseaban una respuesta acerca de los caballos para la tropa.

Ashley se encaminó hacia donde estaban sentados Scarlett y Charles, con una sonrisa pensativa y divertida en el rostro.

—Un maldito arrogante, ¿verdad? —observó, siguiendo con la mirada a Butler—. Parece un Borgia.

Scarlett pensó rápidamente, pero no pudo recordar ninguna familia del condado de Atlanta o de Savannah que se llamara así. —No los conozco. ¿Es pariente de ellos? ¿Quiénes son? Una extraña expresión se pintó en la cara de Charles. La incredulidad y la vergüenza luchaban con el amor. Triunfó éste al comprender que a una muchacha le bastaba con ser amable, cariñosa y bella aunque no fuera instruida, lo cual estorbaría a sus encantos, y contestó: —Los Borgia eran italianos.

—¡Oh! —dijo Scarlett, perdiendo interés—, ¡extranjeros! Devolvió a Ashley su preciosa sonrisa, pero por alguna razón éste no la miraba. Miraba a Charles y en su comprensivo rostro había una leve expresión de lástima.

Scarlett, asomada al rellano de la escalera, escudriñó cautelosamente desde la barandilla el vestíbulo inferior. Estaba vacío. Desde los dormitorios del piso de arriba, llegaba un incesante runrún de voces que aumentaba y disminuía, acompañadas de carcajadas y de «¡No es posible! ¿Qué te dijo entonces?». En las camas y en los divanes de las seis grandes alcobas, las muchachas descansaban, después de haberse quitado los vestidos y aflojado los corsés y con los cabellos sueltos a la espalda. La siesta de la tarde era una costumbre local y no resultaba nunca tan necesaria como en las reuniones que duraban todo el día, que empezaban por la mañana temprano y acababan con el baile. Durante media hora las muchachas charlaban y reían, y luego las criadas cerraban las persianas y en la semioscuridad las voces se convertían en susurros y al final cesaban y el silencio era interrumpido tan sólo por las respiraciones, suaves y regulares.

Antes de trasladarse al vestíbulo y de bajar las escaleras, Scarlett se aseguró de que Melanie estaba acostada en la cama junto a Honey y Hetty Tarleton. Desde la ventana del rellano pudo ver el grupo de los hombres sentados en el cenador bebiendo en grandes vasos y comprendió que permanecerían allá hasta el final de la tarde. Sus ojos rebuscaron en el grupo, pero Ashley no estaba entre ellos. Escuchó con atención y oyó su voz. Como esperaba, estaba aún en el camino principal, despidiendo a las señoras y a los niños.

Bajó rápidamente la escalera, con el corazón en la garganta. ¿Y si se hubiera encontrado con el señor Wilkes? ¿Qué disculpa le daría para rondar la casa, cuando todas las demás muchachas estaban durmiendo la siesta para mantener su belleza? Bueno, había que arriesgarse.

Al llegar al último escalón oyó a los criados que trajinaban en el comedor a las órdenes del mayordomo, quitando la mesa y las sillas, preparándolo todo para el baile. Al otro lado del amplio vestíbulo, la puerta de la biblioteca estaba abierta; se asomó y entró sin hacer ruido. Esperaría a que Ashley terminase sus despedidas y le llamaría entonces, cuando entrara en la casa.

La biblioteca estaba en la penumbra, pues tenía echadas las persianas. La estancia oscura, de altas paredes completamente cubiertas de negros libros, la deprimió. No era aquél el lugar que hubiera escogido para una cita como la que esperaba. Los libros en gran cantidad siempre la deprimían, así como las personas aficionadas a leer mucho. Mejor dicho…, todas excepto Ashley. Los pesados muebles surgían en aquella media luz; las butacas de altos respaldos y hondos asientos, hechas para los gigantescos Wilkes: bajas y mullidas butaquitas de terciopelo con unas banquetas delante, tapizadas también de terciopelo, para las muchachas. En un extremo de la amplia habitación frente a la chimenea, había un sofá de dos metros (el sitio preferido de Ashley) que alzaba su macizo respaldo como un enorme animal dormido.

Entornó la puerta, dejando una rendija, y trató de calmar los latidos de su corazón. Se esforzó en recordar con precisión lo que la noche anterior había planeado decir a Ashley, pero no lo consiguió. ¿Había pensado decirle algo realmente o había planeado hacer hablar a Ashley? No lo recordaba; la invadió, de repente, un escalofrío de terror. Si su corazón dejase de latir de aquel modo tan rápido, quizá podría pensar serenamente, pero el rápido palpitar aumentó su velocidad, al oír a Ashley decir adiós a los últimos que se marchaban y entrar en el vestíbulo.

Sólo conseguía pensar que le amaba…, que amaba todo en él, desde la punta de sus cabellos dorados hasta sus elegantes botas oscuras; amaba su risa aunque la desconcertara a veces, y sus extraños silencios. ¡Oh, si entrase y la cogiese entre sus brazos, entonces no tendría necesidad de decirle nada! Seguramente la amaba. «Quizá, si rezase…» Cerró los ojos y empezó a murmurar «Dios te salve, María, llena eres de gracia…»

—¡Cómo! ¡Scarlett!

Era la voz de Ashley que interrumpía su oración, sumiéndola en la mayor de las confusiones. Se había detenido en el vestíbulo, mirándola desde la puerta entornada con una sonrisa enigmática.

—¿De quién te escondes? ¿De Charles o de los Tarleton? Ella se reprimió. ¡De modo que Ashley se había dado cuenta de los hombres que habían estado a su alrededor! ¡Qué admirable estaba con sus ojos tranquilos, sin notar lo más mínimo su turbación! No pudo pronunciar una sola palabra, pero le cogió de una mano y le hizo pasar a la habitación. Él entró, algo sorprendido pero interesado.

Había en ella una tensión y en sus ojos un fulgor que él nunca había visto antes, y en la semioscuridad percibió también el rubor que le había subido a las mejillas. Automáticamente, Ashley cerró la puerta y le cogió una mano.

—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.

Al contacto de su mano, ella empezó a temblar. Empezaba a suceder lo que había soñado. Mil pensamientos incoherentes bulleron en su mente, pero le fue imposible captar ni uno solo y expresarlo en palabras. Sólo pudo mover la cabeza y mirarle a la cara. ¿Por qué no hablaba él?

—¿Qué pasa? —repitió Ashley—. ¿Quieres decirme un secreto? De repente, Scarlett recobró el habla y, en el mismo instante, todos las enseñanzas de Ellen quedaron olvidadas y la fogosa sangre irlandesa de Gerald habló por boca de su hija. —Sí…, un secreto. Te amo. Por un momento hubo un silencio tan profundo que pareció que ninguno de los dos respiraba. Dejó ella de temblar y la invadió, en cambio, una oleada de felicidad y de orgullo. ¿Por qué no lo había hecho antes? ¡Cuánto más sencillo que todas las tonterías propias de una dama que le habían enseñado! Y sus ojos buscaron ávidamente los de Ashley.

Había en ellos consternación, incredulidad y… algo más… ¿Qué era? Sí; Gerald tenía la misma expresión el día en que su caballo favorito se rompió una pata y fue necesario rematarlo. ¿Por qué le venía ahora esto a la mente? ¡Qué pensamiento más estúpido! ¿Por qué Ashley la miraba tan extrañamente, sin decir nada? Algo como una máscara cortés apareció ahora en la cara del muchacho, que sonrió galantemente.

—¿No te basta con la colección de corazones de todos los demás hombres? —dijo con su voz acariciadora y burlona—. ¿Quieres conquistarlos a todos? Bien; sabes que has tenido siempre mi corazón, lo sabes y has probado tus dientes en él.

No…, no era aquello. No era así como ella se lo había imaginado. En el furioso remolino de ideas que se agitaban en su cabeza, una empezaba a tomar forma. Por alguna razón que ella ignoraba, Ashley fingía, como si ella estuviese coqueteando con él. Pero él sabía que no era eso. Estaba segura de que lo sabía.

—Ashley… Ashley…, dime…, tú debes… ¡Oh, por favor, no te burles ahora! ¿Tengo de verdad tu corazón? ¡Oh, querido, yo te a…!

—¡No debes decir eso, Scarlett! No debes. No lo piensas de verdad. Te odiarás a ti misma por haberlo dicho y me odiarás a mí por haberlo escuchado.

Ella volvió la cabeza, denegando. Una ola cálida corría velozmente por sus venas.

—No podré nunca odiarte. Te digo que te amo. Y sé que tú también me quieres, porque… —se interrumpió. No había visto jamás una expresión tan dolorosa en un rostro—. Ashley, me quieres…, ¿verdad?

—Sí —respondió él con voz opaca—. Te quiero.

Si le hubiese dicho que la odiaba, no la hubiera aterrado tanto. Le apretó la mano en silencio.

—Scarlett —replicó él—, ¿no podríamos marcharnos de aquí y olvidar lo que hemos hablado, como si no hubiera sucedido?

—No —susurró la joven—. No puedo. ¿Qué quieres decir con eso? ¿No quieres… casarte conmigo?

Él contestó:

—Me casaré con Melanie muy pronto.

Sin saber cómo, de repente, Scarlett se encontró sentada en la silla roja de terciopelo, y Ashley en la banqueta, a sus pies… Le tenía ambas manos fuertemente cogidas. Él le decía cosas…, cosas que no tenían sentido. La cabeza de la muchacha estaba vacía, completamente vacía de cuantos pensamientos se agolpaban allí un momento antes y las palabras de Ashley le causaban tan poca impresión como la lluvia en los cristales. Caían en oídos que no escuchaban, eran palabras tiernas y dulces, llenas de compasión como las de una madre que habla a una niña dolida.

El nombre de Melanie traspasó su aturdimiento y Scarlett miró los ojos grises, de cristal, del muchacho. Vio en ellos aquel aire distante que tanto la había atraído en otras ocasiones…, y también una expresión como de odio hacia sí mismo.

—Mi padre anunciará nuestro compromiso matrimonial esta noche. Nos casaremos pronto. Te lo debí haber dicho antes, pero creía que lo sabías ya. Creí que lo sabías todo… desde hace años. Nunca me imaginé que tú…, tú, que tienes tantos adoradores y galanes… Pensé que Stuart…

Ella recobraba ahora la vida, el sentimiento y la comprensión. —Pero acabas de decirme que me querías. Sus manos ardorosas la oprimían.

—Querida, ¿por qué tratas de obligarme a decir cosas que pueden herirte?

El silencio de ella le impulsó a proseguir:

—¿Cómo podré hacerte comprender estas cosas? ¡Eres tan joven e irreflexiva, que no sabes lo que significa el matrimonio! —Sé que te amo.

—El amor no basta para hacer un matrimonio feliz, y más cuando se trata de dos personas tan diferentes como nosotros. Tú, Scarlett, lo querrías todo de un hombre, el cuerpo, el corazón, el alma, los pensamientos. Y, si no los posees, serás desgraciada. Yo no desearía todo tu corazón y tu alma. Esto te ofendería y empezarías a odiarme…, ¡oh, amargamente! Odiarías los libros que leyera y la música que me gustase porque me apartarían de ti aunque sólo fuera por un momento, y yo…, quizá yo…

—¿Amas a Melanie?

—Ella es como yo, de mi sangre, y nos comprendemos mutuamente. ¡Scarlett! ¡Scarlett! ¿Cómo podré hacerte comprender que un matrimonio sólo puede ser feliz entre dos personas parecidas?

Alguien más lo había dicho: «Cada oveja con su pareja, pues de otro modo no serán felices.» ¿Quién lo había dicho? Parecíale a ella que había pasado un millón de años desde que oyera estas palabras. Pero tampoco la convencieron. —Tú has dicho que me querías. —No debía haberlo dicho. En el fondo del cerebro de Scarlett se encendió una pequeña llama y, convirtiéndose en ira, empezó a abrasarla.

—Sí, has sido lo bastante insensato para decirlo…

Él palideció.

—He sido un insensato, puesto que estoy a punto de casarme con Melanie. Te he hecho daño a ti, y aún más, a Melanie. No debí haberlo dicho porque sé que no me comprenderás. ¿Cómo podría yo vivir contigo, contigo, que tienes toda la pasión por la vida que yo no tengo? Tú puedes amar y odiar con una violencia para mí imposible. Porque eres elemental como el fuego, el viento y las cosas salvajes, mientras que yo…

Ella pensó en Melanie y vio de repente sus tranquilos ojos castaños con su expresión distante, sus plácidas manitas en los ajustados mitones de encaje negro y sus apacibles silencios. Entonces su ira estalló, la misma ira que había hecho a Gerald matar a un hombre y a otros irlandeses a realizar actos que pagaron con su cabeza.

No había ahora, en ella, nada de los correctos y ponderados Robillard, que sabían dominar en silencio la situación más violenta.

—¿Por qué no lo dijiste, cobarde? ¡Tuviste miedo de casarte! Prefieres vivir con esa estúpida cretina que sólo sabe abrir la boca para decir «sí» y «no» y que criará una piara de niños tan memos e insulsos como ella. Porque…

—¡No debes hablar así de Melanie!

—¡Pues me da la gana! ¿Quién eres tú para decirme que no debo? ¡Cobarde, patán…! Me hiciste creer que te casarías conmigo y…

—¡Sé justa, por favor! —rogó Ashley—. ¿Cuándo te he dicho que…?

No quería ser justa aunque supiese que no decía la verdad, pero no quería callarse. Ashley no había traspasado nunca los límites de la amistad con ella, y, al recordar esto, una nueva cólera la invadió, la cólera del orgullo herido y de la vanidad femenina. Había perdido el tiempo creyendo que la quería. Prefería a una estúpida con la cara de mosquita muerta como Melanie. ¡Oh, cuánto mejor hubiera sido seguir los consejos de Ellen y de Mamita! Así no le hubiese revelado nunca que le amaba… ¡Cualquier cosa valía más que sufrir aquella vergüenza!

Se levantó con los puños apretados y él la imitó con la expresión de muda angustia de quien se ve forzado a afrontar unas realidades dolorosas.

—Te odiaré mientras viva, canalla…, estúpido…; sí, estúpido…

¿Qué otras palabras podía decir? No se le ocurrían otras peores.

—Scarlett…, por favor…

Extendió su mano hacia ella y, cuando lo hacía, Scarlett alzó la suya y lo abofeteó con toda su fuerza. En el silencio de la habitación, aquel ruido sonó como un latigazo. La rabia de Scarlett desapareció súbitamente dejándole el corazón desolado.

La marca roja de su mano resaltaba claramente sobre el rostro pálido y cansado de Ashley. Él no dijo nada; pero, cogiendo la mano de ella, la llevó a sus labios y la besó. Y luego, antes de que ella hubiese podido decir una palabra, salió cerrando suavemente la puerta.

Scarlett volvió a sentarse repentinamente, porque la reacción de su rabia le hizo doblar las rodillas. Se había ido de allí y el recuerdo de su rostro abofeteado la perseguiría hasta la muerte.

Oyó el suave rumor de sus pasos que se alejaban por el largo vestíbulo y se le apareció la evidente enormidad de sus actos. Lo había perdido para siempre. Ahora la odiaría cada vez que la viese, se acordaría de cómo le buscó, cuando él no la había alentado en absoluto.

«Soy tan mala como Honey Wilkes», pensó de improviso, y recordó que todos, y ella más que cualquiera, se habían reído desdeñosamente de la conducta descocada de Honey. Vio la torpe coquetería de Honey y oyó su necia risita cuando iba del brazo de cualquier muchacho y este pensamiento despertó en ella una nueva rabia, rabia contra ella misma, contra Ashley, contra todo el mundo. Porque, odiándose a sí misma, odiaba a todos con la furia de la humillación y el frustrado amor de sus dieciséis años. Sólo un átomo de verdadera ternura se mezclaba con aquel amor. La mayor parte se componía de vanidad y de complicada confianza en sus propios encantos. Ahora había perdido y más que su sentimiento de perder sentía el temor de haber dado un público espectáculo de sí misma. ¿Había sido tan descarada como Honey? ¿Se reirían de ella? Ante este pensamiento, empezó a temblar. Apoyó su mano sobre una mesita que había a su lado, tocando un florero de porcelana, en el que sonreían dos querubines. La habitación estaba tan silenciosa que casi sintió deseos de gritar para romper el silencio. Tenía que hacer algo o volverse loca. Cogió el florero y lo lanzó rabiosamente, atravesando el cuarto, contra la chimenea. Pasó rozando el alto respaldo del sofá y se hizo pedazos con leve estrépito contra la repisa de mármol.

—Esto —dijo una voz desde las profundidades del sofá— es ya demasiado.

Nada en su vida la había asustado tanto, y su boca quedó tan seca que no pudo emitir ni un sonido. Se asió al respaldo de la silla sintiendo que se le doblaban las rodillas, mientras Rhett Butler se incorporaba del sofá donde estaba tumbado y le hacía una reverencia de exagerada cortesía.

—Malo es que le perturben a uno la siesta con un episodio como el que me han obligado a escuchar, pero ¿por qué ha de peligrar mi vida? Era una realidad y no un fantasma. Pero ¡Dios mío, lo había oído todo! Scarlett reunió sus fuerzas para lograr una digna apariencia.

—Caballero, debía usted haber hecho notar su presencia.

—¿De verdad? —Los dientes blancos de él brillaron y sus audaces ojos oscuros rieron—. ¡Pero si los intrusos fueron ustedes! Yo tenía que esperar al señor Kennedy, y notando que era, quizá, persona «non grata» abajo, he sido lo suficientemente considerado para evitar mi presencia importuna y vine aquí pensando que no sería molestado. Pero ¡ay! —Y se encogió de hombros, riendo suavemente.

Empezaba ella a irritarse al pensar que aquel hombre grosero e impertinente lo había oído todo…, había oído cosas que prefería haber muerto antes que revelarlas.

—Los que escuchan escondidos… —comenzó furiosa.

—… oyen a veces cosas muy divertidas e instructivas —dijo él con burlona sonrisa—. Con una gran experiencia de escuchar escondido, yo…

—¡No es usted un caballero! —le interrumpió Scalett.

—Observación justísima —contestó él, sonriente—. Y usted, joven, no es una señora. —Parecía encontrar aquello muy divertido, porque volvió a reír suavemente—. Nadie puede seguir siendo una señora después de haber dicho y hecho lo que acabo de oír. Aunque las señoras presentan escaso atractivo para mí, en verdad. Sé lo que piensan; pero nunca tienen el valor o la falta de educación de decir lo que piensan. Y esto, con el tiempo, es un aburrimiento. Pero usted, mi querida señorita O’Hara, es una muchacha de valor, de singular energía, de un carácter realmente admirable, y yo me descubro ante usted. Comprendo muy bien los encantos que el elegante señor Wilkes puede hallar en una muchacha de su apasionada naturaleza. Debe dar gracias a Dios, postrarse ante una muchacha con su…, ¿cómo dijo…?, con su «pasión por la vida», pero siendo un pobre de espíritu…

—¡No es usted digno de limpiarle las botas! —gritó Scarlett rabiosamente.

—¿Y dice usted que va a odiarlo toda la vida? —Y Butler volvió a sentarse en el sofá mientras ella oía su risita.

Si hubiese podido matarlo, lo habría hecho. En lugar de eso, salió de la habitación con toda la dignidad que pudo conseguir, y cerró estrepitosamente la pesada puerta.

Subió las escaleras tan rápidamente que cuando llegó al rellano creyó que se iba a desmayar. Se detuvo y cogióse a la baranda, latiéndole el corazón con tal fuerza, por la cólera, la afrenta y el esfuerzo, que parecía salírsele del corpino. Intentó respirar profundamente, pero el corpino abrochado por Mamita era demasiado estrecho. Si se desvanecía y la encontraban en el rellano de la escalera, ¿qué pensarían? ¡Oh, pensarían Dios sabe qué cosa, Ashley, aquel abominable Butler y aquellas odiosas muchachas, tan celosas! ¡Por primera vez en su vida lamentó no llevar sales como las otras muchachas! Tampoco había llevado nunca una cajita de vinagre aromático. Se había vanagloriado siempre de no saber lo que era un vahído. ¡Imposible desmayarse ahora!

Poco a poco el sufrimiento empezó a disminuir. Pronto se sentiría mejor, se deslizaría silenciosamente hacia el lavabo junto al dormitorio de India para aflojarse el corsé y después echarse en uno de los lechos junto a una muchacha dormida. Trató de calmar los latidos del corazón y de tranquilizar su rostro, porque suponía que debía tener el aspecto de una loca. Si alguna de las chicas se hubiera despertado, habría comprendido en seguida que se trataba de algo que no le había salido bien. Nadie debía saber lo que había ocurrido.

A través de la amplia ventana del rellano de la escalera vio a los hombres que aún permanecían bajo los frondosos árboles. ¡Cómo los envidiaba! ¡Qué cosa tan bella era ser hombre y no tener que sufrir las penas por las que había atravesado momentos antes! Mientras los miraba, con los ojos que le ardían y la cabeza que le giraba, oyó un veloz galopar en el camino principal, el crujir de la arena y el eco de una voz excitada que hacía una pregunta a los negros. La arena volvió a crujir y ella pudo ver la figura de un hombre a caballo que galopaba a través del prado verde hacia el grupo indolente que formaban los hombres. ¿Un invitado retrasado? Pero ¿por qué atravesaba a caballo el prado que era el orgullo de India? No le reconoció; pero, cuando el jinete bajó del caballo y cogió el brazo de John Wilkes, Scarlett distinguió sus excitadas facciones. Todos le rodearon rápidamente, abandonando en las mesas y en tierra los vasos y los abanicos de palma. A pesar de la distancia, oyó el clamor de las voces que interrogaban y llamaban y percibió en seguida la febril tensión de los hombres. Finalmente, por encima del vocerío confuso se oyó la voz de Stuart Tarleton en un grito exaltado: «¡Yee-eey-y!», como si estuviese de caza. Así, Scarlett oyó por primera vez el grito de los rebeldes.

Mientras miraba, los cuatro Tarleton, seguidos de los muchachos Fontaine, salieron del grupo gritando:

—¡Jeems! ¡Eh, Jeems! Ensilla los caballos.

«Se debe de haber incendiado la casa de alguien», pensó Scarlett. Fuese fuego o no, debía entrar en el dormitorio antes de ser descubierta.

Su corazón latía ahora menos violentamente. Subió de puntillas los escalones hasta el vestíbulo silencioso. Una templada somnolencia invadía toda la casa, como si ésta durmiese también, como las muchachas. Así permanecería hasta que llegase la noche, con toda su belleza de músicas y candelabros. Muy despacito, Scarlett abrió la puerta del lavabo y se deslizó dentro. Aún tenía la mano sobre el pestillo, cuando de la puerta de enfrente, entreabierta, y que daba a un dormitorio, le llegó la voz de Honey Wilkes, sumisa como un susurro.

—Me parece que Scarlett se ha portado hoy como una descarada. La muchacha sintió que su corazón empezaba de nuevo la loca danza anterior, e inconscientemente puso encima su mano, como para obligarle a que se detuviera. «Los que escuchan ocultos escuchan también cosas muy instructivas», le resonó en la memoria. ¿Debía salir nuevamente? ¿O debía hacerse ver y poner en evidencia a Honey como merecía? Pero la voz que oyó inmediatamente después la hizo detenerse. Ni un tronco de caballos hubiera podido moverla al oír la voz de Melanie.

—¡Oh, Honey, no seas mala! Es sólo vivaz, ingeniosa. A mí me parece simpatiquísima.

«¡Oh! —pensó Scarlett, clavándose las uñas en el corpino—. ¡Sentirse defendida por esa hipócrita!»

Era peor que la leve maledicencia de Honey. Scarlett no había tenido jamás confianza en ninguna mujer y no había atribuido a ninguna, con excepción de su madre, motivos que no fuesen netamente egoístas.

Melanie estaba segura de Ashley y por eso podía concederse el lujo de manifestar un espíritu cristiano. Scarlett pensó que de este modo Melanie presumía de su conquista y al mismo tiempo se procuraba la reputación de ser buena y dulce. Era un truco que ella había empleado muchas veces hablando de otras muchachas con los hombres, y había conseguido siempre convencerlos de aquel modo de su bondad y su altruismo.

—¿Qué dices, querida? —replicó Honey ásperamente y levantando la voz—. Cualquiera diría que estás ciega.

—Chist, Honey —susurró Sally Munroe—. ¡Se te va a oír en toda la casa!

Honey bajó la voz y continuó:

—¿No has visto cómo coqueteaba con todos? Hasta con el señor Kennedy, que es el pretendiente de su hermana. ¡No he visto nunca cosa igual! Y también ha tratado de atraer a Charles. —Honey sonrió con cierta petulancia—. Sabe muy bien que Charles y yo… —¿De verdad? —murmuraron algunas voces excitadas. —Sí, pero no lo digáis a nadie… ¡Todavía no! Hubo algunas risas y los muelles de la cama crujieron como si alguien hubiese pinchado a Honey. Melanie murmuró algunas palabras sobre lo feliz que la hacía tener a Honey por hermana.

—¡Ah, pues a mí no me gustaría que Scarlett fuese mi cuñada, porque es descarada como nadie! —añadió la voz afligida de Hetty Tarleton—. Casi se ha arreglado con Stuart. Brent dice que no le importa un comino, aunque en realidad está loco por ella.

—Si me preguntáis a mí —murmuró Honey con misteriosa importancia—, yo os diré quién es el que le interesa a ella: Ashley.

Los susurros se fueron elevando violentamente preguntando, interrumpiendo, y Scarlett se sintió helada por el temor y la humillación. Honey era una estúpida, una cretina, una simplona por lo que respecta a los hombres, pero tenía en lo concerniente a las mujeres un instinto femenino que Scarlett no había apreciado nunca. La mortificación y el orgullo ofendido, de los cuales había sufrido en la biblioteca con Ashley y después con Rhett Butler, no tenían importancia comparados con esto. Se podía tener confianza en que los hombres (incluso un individuo como el señor Butler) callarían, pero aquella charlatana de Honey Wilkes criticaba a diestra y siniestra; antes de las seis lo sabría toda la comarca. Y Gerald, la noche anterior había dicho que no quería que en el país se riese nadie de su hija. ¡Cómo se reirían todos ahora! Un sudor viscoso le bañó los costados, partiendo de las axilas.

La voz de Melanie, mesurada y tranquila, se levantó sobre las otras en son de queja.

—Sabes muy bien que no es eso, Honey, y no está bien que hables así…

—Es así, Melly, y, si tú no estuvieses siempre dispuesta a buscar la bondad en los que no la tienen, repararías en ello. Yo estoy contenta. Le está bien empleado. Scarlett O’Hara no ha hecho nunca otra cosa que enredar y tratar de llevarse los enamorados de otras chicas. Sabes muy bien que ha separado a Stuart de India, y hoy ha intentado atraerse al señor Kennedy, a Ashley, a Charles…

«¡Debo irme a casa! —pensó Scarlett—. ¡Debo irme a casa!» ¡Si hubiera podido por obra de magia ser transportada a Tara…! ¡Poder estar con Ellen, verla, esconder la cara en su regazo, llorar y contárselo todo! Si hubiese oído una palabra más se habría precipitado en la habitación y hubiera agarrado a Honey por los pálidos cabellos y habría escupido en la cara de Melanie Hamilton para enseñarle lo que pensaba de su caridad. Pero se había portado ya hoy de un modo bastante vulgar, tanto como una miserable cualquiera, y éste era su tormento. Apretó en sus manos las faldas para que no hiciesen ruido y retrocedió como un animal asustado. «A casa —pensaba al atravesar velozmente el vestíbulo, delante de las puertas cerradas y de las habitaciones silenciosas—, debo marcharme a casa.» Estaba ya en la puerta de la calle cuando le asaltó un nuevo pensamiento: ¡no podía irse a casa, no podía huir! Debía quedarse, soportar toda la malicia de las muchachas y la propia humillación de su corazón. Huir significaba darles mayor motivo.

Golpeó con el puño cerrado la gran columna que estaba a su lado, como si hubiese sido Sansón, y deseando hacer saltar Doce Robles destruyendo todo lo que había dentro. Los haría arrepentirse, les haría ver… No sabía aún cómo, pero lo haría. Los ofendería más que ellos la habían ofendido a ella.

Por el momento, Ashley, como tal Ashley, estaba olvidado. No era el joven soñador del que ella estaba enamorada; era una parte de los Wilkes, de Doce Robles, de la comarca; y Scarlett los odiaba a todos porque se reían de ella. La vanidad es más fuerte que el amor a los dieciséis años, y por eso en su corazón ardiente no había sitio para otra cosa sino para el odio.

«No iré a casa —pensó—, permaneceré aquí y los haré arrepentirse. No diré nada a mamá ni a nadie.» Hizo un esfuerzo para entrar de nuevo en la casa, subir las escaleras y entrar en un dormitorio. Al volverse, vio a Charles que entraba por la otra extremidad del amplio vestíbulo. Al verla, se dirigió a ella de prisa. Tenía los cabellos en desorden y la cara arrebolada por la excitación.

—¿Sabe usted lo que ha ocurrido? —gritó antes de haberse unido a ella—. ¿Ha oído? ¡Ha llegado ahora mismo Paul Wilson de Jonesboro con la noticia!

Hizo una pausa, sin aliento, llegando a su lado. Ella no se movió y le miró fijamente.

—Lincoln pide hombres, soldados (voluntarios, quiero decir), ¡setenta y cinco mil!

¡De nuevo el señor Lincoln! ¿Pero sería posible que los hombres no pensasen nunca en las cosas de importancia? He aquí que ese idiota esperaba que ella se excitase por los caprichos del señor Lincoln, mientras tenía el corazón deshecho y la reputación arruinada.

Charles la miró fijamente; el rostro de la joven estaba blanco como la cera y sus ojos verdes brillaban como si fuesen esmeraldas. No había visto un fuego parecido en la cara de ninguna muchacha, ni tal esplendor en los ojos de nadie.

—Soy un bruto —dijo—. Habría debido decirlo más suavemente. ¡He olvidado que las mujeres son muy delicadas! Siento haberla molestado. ¿No se siente mejor? ¿Puedo traerle un vaso de agua?

—No —respondió Scarlett, y esbozó una sonrisa forzada.

—¿Quiere ir a sentarse en un banco? —dijo el joven, cogiéndola por un brazo.

Ella asintió y Charles la ayudó cortésmente a descender los peldaños y la condujo a través de la hierba hasta el banco de hierro bajo la encina más majestuosa, en la glorieta situada delante de la casa. «¡Qué frágiles y tiernas son las mujeres! —pensó—. Basta nombrar la guerra para verlas desmayarse.»

Esta idea le hizo sentirse más hombre, y entonces redobló su amabilidad. La muchacha parecía tan extraña y en su rostro blanco había una belleza tan salvaje que le hacía latir el corazón con violencia. ¿Era posible que se hubiera asustado al pensar que él pudiese ir a la guerra? No; se trataba de una presunción excesiva. ¿Pero por qué le miraba de un modo tan raro? ¿Por qué sus manos temblaban mientras sacaba su pañuelito de seda? Sus espesas pestañas batían como las de aquella niña de la novela que había leído, con verdadera timidez y amor.

Charles se aclaró la voz tres veces para hablar, sin conseguirlo. Bajó los ojos, porque los verdes de ella eran tan penetrantes que casi parecía que le atravesaban.

«Tiene mucho dinero —pensó rápidamente Scarlett, mientras su cerebro formaba un nuevo plan—. Y no tiene padres que puedan molestarme, y, además, vive en Atlanta. Si me casara pronto, haría ver a Ashley que me importa un comino…, que sólo quería coquetear. Y para Honey sería la muerte. No encontrará nunca otro cortejador y todos se reirán de ella. Melanie sufrirá por ello, porque quiere mucho a Charles. También sufrirán Stuart y Brent…» No sabía precisamente por qué quería perjudiCharles a ellos, a no ser porque tenían hermanas antipáticas.

«Todos se sentirían despechados cuando yo volviese aquí de visita en un buen coche, con gran cantidad de vestidos y con casa propia. No podrán nunca, nunca, reírse de mí.»

—De seguro, habrá que luchar —dijo Charles después de algunas tentativas embarazosas—. Pero no se conmueva, señorita Scarlett: en un mes habrá terminado todo y oiremos cómo piden piedad. ¡Seguro que sí! No quisiera por nada del mundo dejar de oír eso. Temo que esta noche no haya baile, porque el Escuadrón debe reunirse en Jonesboro. Los Tarleton se han marchado a difundir la noticia. Sé que a las señoras las desgarrará.

Ella murmuró «¡Oh!», no sabiendo decir otra cosa; pero esto fue suficiente. Volvíale la sangre fría y su mente empezaba a ver claro. Sobre todas sus emociones se formaba una capa de hielo y pensó que ya jamás volvería a sentirse ardiente. ¿Por qué no casarse con aquel buen muchacho tímido? Valía tanto como los otros y a ella no le importaba nada ninguno. No, ya no querría a ninguno, aunque viviese hasta los noventa años.

—No puedo decidir ahora si iré con el señor Wade Hampton a la Legión de Carolina del Sur o con la Guardia de la ciudad de Atlanta. Ella volvió a decir «¡Oh!». Sus ojos se encontraron, y las pestañas de Scarlett, agitándose, fueron la perdición del joven.

—¿Me esperará, señorita Scarlett? Será…, será magnífico saber que me espera hasta que los hayamos vencido. —Y aguardó sin respirar las palabras de ella, observando los labios rojos que se plegaban en las comisuras de su boca, notando por primera vez la sombra de aquellas comisuras, pensando lo hermoso que sería besarla.

La mano de ella, con la palma húmeda de sudor, resbaló entre las suyas.

—No sé… —murmuró, y sus ojos se velaron. Sentado, apretándole la mano, él la miró fijamente con la boca abierta. Con los ojos bajos, Scarlett le observaba a través de sus pestañas, con la impresión de contemplar un sapo enorme.

Él hizo por hablar otra vez; no pudo, y volvió a enrojecer.

—¿Es posible que me ame?

Ella no respondió, pero bajó los ojos, y Charles fue nuevamente transportado a un éxtasis de turbación. Acaso un hombre no debía hacer tal pregunta a una mujer. Quizás ella encontrara inconveniente responderla. No habiendo tenido el valor, antes de ahora, de colocarse en una situación parecida, Charles no sabía cómo comportarse. Tenía deseos de gritar, de cantar y de besarla, de hacer cabriolas en el prado y, después, de correr a decir a todos, blancos y negros, que ella le amaba.

Pero se limitó a estrecharle la mano hasta clavarle los anillos en la carne.

—¿Quiere casarse pronto conmigo?

—¡Hum! ¡Yo…! —respondió ella, jugueteando con un pliegue del vestido.

—Podríamos celebrar un matrimonio doble con Mel…

—No —respondió ella rápidamente, y sus ojos fulgieron con un relámpago amenazador.

Charles comprendió que había cometido un nuevo error. Era natural que una muchacha desease una fiesta de bodas propia, no una gloría compartida. ¡Qué buena era al no hacer caso de sus desaciertos! ¡Si al menos estuviese oscuro, quizás él se envalentonaría con las tinieblas y se atrevería a besarle la mano diciéndole todo lo que anhelaba decirle!

—¿Cuándo puedo hablar con su padre?

—Cuanto antes mejor —respondió ella, esperando que él aflojase la dolorosa presión sobre los anillos sin verse obligada a decírselo.

Charles se puso en pie y, por un momento, Scarlett temió que hiciese una cabriola antes de que la dignidad le contuviese. La miró radiante a los ojos, con todo su sentido y noble corazón. Nadie la había mirado así hasta ahora y nadie más la miraría de aquel modo; y, sin embargo, ella pensaba que parecía un ternero.

—Voy a buscarle —dijo Charles con el rostro iluminado por una sonrisa—. No puedo esperar. ¿Quiere excusarme…, querida?

Pronunció esta palabra con esfuerzo; pero, habiéndole salido bien, la repitió con placer.

—Sí, le esperaré aquí. Hace fresco y se está bien. El atravesó el prado y desapareció detrás de la casa, dejando a Scarlett sola bajo la encina, cuyas hojas susurraban movidas por el viento. De las cuadras salían hombres a caballo; los siervos negros cabalgaban velozmente detrás de sus amos. Los Munroe pasaron a galope agitando sus sombreros; los Fontaine y los Calvert recorrieron el camino gritando. Los cuatro Tarleton atravesaron el prado y los adelantaron. Brent gritó:

—¡Mamá nos dará los caballos! ¡Yeeeyyy! Y desaparecieron, dejándola nuevamente sola. La casa blanca se levantaba delante de ella, con sus grandes columnas, y parecía que se retraía de ella, con dignidad. De ahora en adelante, ya no sería su casa. Ashley no le haría nunca traspasar aquel umbral como su esposa. ¡Oh, Ashley! ¿Qué he hecho? En lo profundo de su intimidad, bajo el orgullo feliz y el frío sentido práctico, algo se agitó haciéndola padecer. Había nacido en ella una emoción de adulta, más fuerte que su vanidad y que su obstinado orgullo. Ella amaba a Ashley. Sabía que le amaba, y no le había querido nunca tanto como en el momento en que vio a Charles desaparecer en el recodo del camino enarenado.