5

Eran las diez de la mañana de un templado día de abril y el dorado sol entraba a torrentes en la habitación de Scarlett a través de las cortinas azules del balcón. Las paredes color crema relucían y los muebles de caoba brillaban con un rojo de vino, mientras el pavimento resplandecía como si fuese de cristal en los sitios donde las alfombras no lo cubrían con sus deslumbrantes y alegres colores.

El verano se sentía ya en el aire, el primer anuncio del verano en Georgia, cuando la primavera cede el paso a un calor intenso. Una perfumada tibieza penetraba en la habitación, cargada de suaves fragancias de flores y de tierra recién arada. Por la abierta ventana, Scarlett veía la doble hilera de narcisos a lo largo de la avenida enarenada y la masa de oro de los jazmines amarillos, que acariciaban el terreno con sus ramas floridas como amplias crinolinas.

Los mirlos y las urracas, en eterno litigio por la posesión del feudo, representado por el magnolio que había bajo su balcón, chillaban sin descanso; las urracas, ásperas y estridentes, los mirlos, dulces y quejumbrosos. Generalmente, aquellas mañanas tan espléndidas atraían a Scarlett al balcón para respirar a pleno pulmón los perfumes de Tara. Hoy no prestaba atención al sol ni al cielo azul, sino a este solo pensamiento: «Gracias a Dios, no llueve.»

Sobre la cama estaba el vestido de baile verde manzana, de seda, con sus festones de encaje crema, cuidadosamente doblado en una gran caja de cartón. Estaba listo para ser llevado a Doce Robles, donde se lo pondría cuando empezase el baile; pero Scarlett, al verlo, se encogió de hombros. Si su plan salía bien, no se lo pondría por la noche. Mucho antes de que empezara el baile, ella y Ashley estarían camino de Jonesboro para casarse.

Ahora, el problema más importante era otro: ¿qué vestido debía ponerse para la barbacoa? ¿Qué vestido le sentaría mejor y la haría más irresistible a los ojos de Ashley? Hasta las ocho, no había hecho más que probarse vestidos y desecharlos, y ahora, acongojada y molesta, estaba delante del espejo con sus largos calzones de encaje, su cubrecorsé de lino y sus tres enaguas de batista y encaje. A su alrededor, los vestidos rechazados yacían por el suelo, sobre la cama y las sillas, formando alegres mezclas de colores, de cintas y lazos.

Aquel vestido de organdí rosa, con el largo lazo color fresa, le estaba bien; pero lo había llevado ya el verano pasado, cuando Melanie fue a Doce Robles; y, seguramente, ésta lo recordaría. Y era capaz de decirlo. Aquél de fina lana negra, de mangas anchas y cuello principesco de encaje, sentaba admirablemente a su blanca piel, pero la hacía quizás aparecer un poco mayor. Scarlett examinó ansiosamente en el espejo su rostro juvenil, casi como si temiera descubrir en él arrugas o una papada. No quería parecer mayor ni menos lozana que la dulce y juvenil Melanie. Aquel otro de muselina listada era bonito con sus amplias incrustaciones de tul, pero no se adaptó nunca a su tipo. Sentaría bien al delicado perfil de Carreen y a su ingenua expresión; pero Scarlett sabía que, a ella, aquel vestido le daba un aire de colegiala. Y no quería aparecer demasiado infantil junto a la tranquila seguridad de Melanie. El de tafetán verde a cuadros, todo de volantes, adornado con un cinturón de terciopelo verde, le gustaba mucho y era, realmente, su vestido favorito porque daba a sus ojos un oscuro reflejo esmeralda; pero desgraciadamente tenía en la parte delantera una inconfundible mancha de grasa. Hubiera podido disimularla con un broche, pero Melanie tenía muy buena vista. Quedaban otros vestidos de algodón. Y, además, los vestidos de baile y el verde que había llevado el día anterior. Pero éste era un vestido de tarde, inadecuado para una barbacoa, pues tenía cortas manguitas abullonadas y un escote demasiado exagerado. Tendría, sin embargo, que ponerse aquél. Después de todo no se avergonzaba de su cuello, de sus brazos y de su pecho, aunque no era correcto exhibirlos por la mañana. Mirándose en el espejo y girando para verse de perfil, se dijo que en su figura no había nada de que pudiera avergonzarse. Su cuello era corto pero bien formado, sus brazos redondos y seductores; su seno, levantado por el corsé, era verdaderamente hermoso. Nunca había tenido necesidad de coser nada en el forro de sus corsés, como otras muchachas de dieciséis años, para dar a su figura las deseadas curvas. Le satisfacía haber heredado las blancas manos y los piececitos de Ellen, y hubiera querido tener también su estatura. Sin embargo, su altura no le desagradaba. «¡Qué lástima no poder enseñar las piernas!», pensó, levantándose la falda y observándolas, tan bien formadas bajo los pantalones de encajes. ¡Tenía las piernas tan bonitas! En cuanto a su talle, no había en Fayetteville, en Jonesboro, ni en los tres condados quien pudiera vanagloriarse de tenerlo más esbelto.

La idea de su talle la llevó a cosas más prácticas; el vestido de muselina verde tenía cuarenta centímetros de cintura y Mamita le había arreglado el corsé para el vestido de lana negro, que era tres centímetros más ancho. Era necesario, pues, que Mamita lo estrechase un poco. Abrió la puerta y oyó el pesado paso de Mamita en el vestíbulo. La llamó, impaciente, sabiendo que Mamita podía alzar la voz con impunidad ya que Ellen estaba en la despensa repartiendo la comida.

—¿Cree que yo puedo volar? —gruñó Mamita subiendo las escaleras. Entró resoplando como quien espera la batalla y está dispuesto a afrontarla. En sus grandes manos negras llevaba una bandeja sobre la cual humeaban dos grandes batatas cubiertas de manteca, un plato de bizcochos empapados en miel y una gran tajada de jamón que nadaba en salsa. Viendo lo que llevaba Mamita, la expresión de Scarlett cambió, pasando de la irritación a la beligerancia. En la excitada busca de vestidos había olvidado la férrea dictadura de Mamita, que, antes de que fuesen a cualquier fiesta, atiborraba de tal modo a las señoritas O’Hara que se quedaban demasiado hartas para comer nada fuera de casa.

—Es inútil. No como. Puedes llevártelo a la cocina.

Mamita colocó la bandeja sobre la mesa y se plantó con los brazos en jarras.

—Sí, señorita, ¡comerá usted! Me acuerdo muy bien de lo que pasó en la última merienda, cuando no pude traerle la comida antes de marcharse. Tiene usted que comer por lo menos un poco de esto.

—No lo como. Te he llamado para que me ciñas más el corsé, porque es tarde. He oído el coche, que está ya delante de casa.

El tono de Mamita se hizo más suave:

—Ande, señorita Scarlett, sea buena, coma un poquito. La señorita Carreen y la señorita Suellen se lo han comido todo.

—¡Se comprende! —exclamó Scarlett con desprecio—. ¡Tienen el cerebro de un conejo! Pero yo no quiero comer. Me acuerdo aún de aquella vez que lo comí todo antes de ir a casa de los Calvert, y sacaron a la mesa helados hechos con hielo comprado en Savannah, y no pude tomar más que una cucharada. Hoy quiero divertirme y comer cuanto me plazca.

Ante aquel desprecio, la frente de Mamita se arrugó de indignación. Lo que podía hacer una señorita y lo que no podía hacer estaba muy claro en la mente de Mamita. Suellen y Carreen eran pasta blanda en sus manos vigorosas, pero sostenía siempre discusiones con Scarlett, cuyos naturales impulsos no correspondían a los de una señorita. La victoria de Mamita sobre Scarlett estaba a medio ganar.

—Si a usted no le importa lo que diga la gente, a mí sí me importa —repuso Mamita—. Y yo no voy a soportar que luego la gente empiece a murmurar que come demasiado y que en casa le hacen pasar hambre. Usted sabe que se conoce a la mujer que es una señora porque come como un pajarito.

—Pues mamá es una señora y también come —rebatió Scarlett.

—Cuando usted esté casada, podrá comer también fuera —afirmó Mamita—. Cuando la señora Ellen tenía su edad, no comía nunca fuera de casa, ni su tía Pauline, ni su tía Eulalie. Y todas están casadas. Las señoritas que comen mucho delante de la gente no encuentran marido.

—No lo creo. En aquella merienda, cuando tú estabas mala y no comí antes de salir, Ashley Wilkes me dijo que le agradaba ver a una muchacha con buen apetito.

Mamita movió la cabeza, amenazadora.

—Lo que lo señores dicen y lo que piensan son cosas muy diferentes, y no sé que el señor Ashley le haya pedido a usted que se case con él.

Scarlett frunció las cejas e iba a responder ásperamente; pero se contuvo. Viendo la expresión de su cara, Mamita recogió la bandeja y, con la astucia de su raza, cambió de táctica. Se dirigió a la puerta suspirando:

—Está bien. La cocinera me dijo cuando estaba preparando la bandeja: «Llévatelo, pero la señorita no comerá», y yo le contesté: «No he visto nunca a una señora blanca comer menos que la señorita Melanie Hamilton la última vez que fue a ver al señor Ashley…, quiero decir a ver a la señorita India Wilkes.»

Scarlett le lanzó una mirada suspicaz, pero la ancha cara de Mamita tenía sólo una expresión de inocencia y de queja porque Scarlett no fuese como Melanie Hamilton.

—Pon ahí esa bandeja y ven a ajustarme más el corsé —ordenó la joven, irritada—. Trataré de comer un poquito, después; si como ahora, no me lo podrás apretar bastante.

Disimulando su triunfo, Mamita dejó la bandeja. —¿Cuál va a ponerse, mi ovejita?

—Este —respondió Scarlett, indicando el suave vestido de muselina verde con flores. Inmediatamente, Mamita reanudó su dictadura. —Éste no; no es de mañana. Usted no puede lucir el escote antes de las tres de la tarde y este vestido no tiene cuello ni mangas. Se llenará usted de pecas como cuando nació, y yo no quiero que vuelva usted a ponerse pecosa, después de toda la crema que le untamos durante el invierno para quitarle las que cogió en Savannah sobre la espalda. Ahora hablaré de esto con su mamá.

—Si le dices a mamá una palabra antes de que esté vestida, no probaré ni un bocado —respondió Scarlett fríamente—. Mamá no tendrá tiempo de hacerme cambiar de traje cuando ya esté vestida.

Mamita suspiró con resignación, sintiéndose derrotada. Puesta a elegir entre dos males, era preferible que Scarlett llevase en la barbacoa un vestido de tarde a que dejase de comer como un cebón. —Téngase usted firme, retenga el aliento —ordenó. Scarlett obedeció, cogiéndose a uno de los postes de la cama. Mamita tiró del cordón vigorosamente, y cuando las ballenas se cerraron aún más, rodeando la delgada circunferencia de la cintura, una expresión de orgullo afectuoso apareció en sus ojos.

—Nadie tiene el talle tan fino como mi angelito —dijo Mamita, satisfecha—. Cada vez que aprieto el de la señorita Suellen más de los cincuenta centímetros se desmaya.

—¡Uff! —hizo Scarlett, respirando con dificultad—. Yo no me he desmayado en mi vida.

—¡Bah! No es nada malo desmayarse de vez en cuando —prosiguió Mamita—. La verdad es que no queda bonito que usted soporte la vista de serpientes y ratones. Todavía, ahora en casa, pase: pero cuando está con gente… Le he dicho mil veces…

—¡Oh, basta! No hables tanto. Ya verás cómo encuentro marido sin necesidad de gritar ni de desmayarme. ¡Dios mío, qué apretado tengo el corsé! Abróchame el vestido.

Mamita abrochó cuidadosamente los doce metros de muselina verde floreada sobre el corpino y abotonó la espalda de la escotada basquina.

—Póngase el chai mientras haga sol; y no se quite el sombrero aunque tenga calor —impuso Mamita—. Si no, volverá a casa más morena que la vieja Slattery. Y ahora coma, tesoro, pero no muy de prisa.

Scarlett se sentó, obediente, ante la bandeja, pensando si le sería posible meter algo en el estómago y que le quedase aún el suficiente espacio para respirar. Mamita sacó del armario una gran servilleta y la anudó alrededor del cuello de la joven, estirándola hasta las rodillas. Scarlett empezó por el jamón, que era de su agrado, y lo engulló.

—Ojalá estuviera casada —dijo tristemente, mientras atacaba las batatas—. Estoy cansada de tener que fingir; harta de aparentar que como menos que un pájaro y de andar cuando tengo ganas de correr, y de decir que me da vueltas la cabeza al terminar un vals, cuando bailaría dos días seguidos sin cansarme. Estoy harta de decir «eres extraordinario» a unos imbéciles que no tienen ni la mitad de inteligencia que yo y de fingir que no sé nada para que los hombres puedan decirme majaderías y se crean importantes… Ya no puedo tragar un bocado más.

—Pruebe una tostadita caliente. —Mamita era inexorable.

—¿Por qué tendrá una muchacha que parecer tonta para encontrar marido?

—Creo que los jóvenes no saben lo que quieren. Saben sólo lo que creen querer. Y si les dan lo que creen querer, las señoritas se evitan una porción de malos ratos y el peligro de quedarse solteras. Ellos creen querer a señoritas estúpidas que tienen gustos de pajarillo. Yo pienso que un caballero no escogería por esposa a una mujer que tuviese más inteligencia que él.

—¿No crees que muchos hombres se quedan sorprendidos después de casados al darse cuenta de que sus mujeres son más listas que ellos?

—Entonces es demasiado tarde. Ya están casados.

—Un día voy a hacer y decir lo que me parezca; y si a la gente no le gusta me tendrá sin cuidado.

—No lo hará usted —dijo gravemente Mamita—. Al menos mientras yo viva. Cómase la tostada; mójela en la miel.

—No creo que las muchachas yanquis hagan tales tonterías. Cuando estuvimos en Saratoga, el año pasado, vi que muchas de ellas se portaban como si fuesen inteligentes, aun delante de los hombres.

Mamita soltó una risa burlona.

—¡Muchachas yanquis! Puede ser que hablen como usted dice, pero no sé que les hagan muchas proposiciones matrimoniales en Saratoga.

—Pero las yanquis se casan —argüyó Scarlett—. Se casan y tienen hijos. Hay muchas así.

—Los hombres se casan con ellas por el dinero —replicó Mamita resueltamente.

Scarlett mojó la tostada en la miel y se la llevó a la boca. Quizá llevara razón Mamita en lo que decía. Debía ser así, porque Ellen decía lo mismo, aunque con palabras distintas y más delicadas. En realidad, las madres de todas sus amigas inculcaban a sus hijas la necesidad de ser unas criaturas frágiles, mimosas, con ojos de cierva, y muchas cultivaban con cierta inteligencia semejante actitud. Quizás ella fuera demasiado impetuosa. En varias ocasiones había discutido con Ashley, sosteniendo con franqueza sus opiniones. Quizá la sana alegría que experimentaba paseando y montando a caballo le habían alejado de ella, haciéndole volver a la frágil Melanie. Quizá si cambiase de táctica. Pensó que si Ashley sucumbiera ante aquellas premeditadas artimañas femeninas, no le respetaría ya como le había respetado hasta ahora. Un hombre que se dejaba impresionar por una sonrisa tonta y seducir por un «¡oh, eres extraordinario!», no podía ser respetado. Aunque parecía que a todos les gustaba esto.

Si ella hubiera usado una táctica equivocada con Ashley, en el pasado… Bueno, lo pasado, pasado estaba. Hoy emplearía otra táctica, la buena. Le quería y tenía muy pocas horas para conseguirlo. Si desmayarse o fingir debilidad era el truco, entonces lo usaría. Si sonreír tontamente y coquetear demostrando poca cabeza eran cosas que le atraían, coquetearía complacida y sería tan alocada como Cathleen Calvert. Y si era necesario adoptar otras medidas, las tomaría. ¡Hoy era el día!

Nadie le había dicho a Scarlett que su personalidad, su aterradora vitalidad, eran más atrayentes que cualquier ficción que pudiese intentar. Si se lo hubiesen dicho, se habría sentido complacida, pero no lo hubiera creído, como tampoco lo hubiera creído la sociedad de que formaba parte, porque nunca antes o después de entonces la naturalidad femenina había sido tan poco apreciada.

Mientras el coche la llevaba por la rojiza carretera hacia la plantación de los Wilkes, Scarlett experimentó una sensación de alegría culpable, porque ni su madre ni Mamita asistirían a la reunión. En la barbacoa no habría nadie que, levantando delicadamente las cejas o sacando el labio inferior, se entrometiera en su plan de acción. Naturalmente, Suellen contaría mañana una porción de historias; pero, si todo salía según esperaba Scarlett, la excitación de la familia por su compromiso con Ashley o por su fuga compensaría su disgusto. Sí; estaba muy contenta de que Ellen hubiese tenido que quedarse en casa.

Gerald, repleto de coñac, había despedido a Jonnas Wilkerson aquella mañana, y Ellen se quedó en Tara repasando las cuentas de la plantación antes de la partida del mayordomo. Scarlett besó a su madre para despedirse en el despachito donde estaba sentada ante la gran mesa de escritorio con sus casillas llenas de papeles. Junto a ella estaba Jonnas Wilkerson, con el sombrero en la mano; su rostro pálido y flaco disimulaba a duras penas la ira y el odio que le invadían, viéndose despedido, sin ceremonia, del mejor empleo de mayordomo del condado. Y todo a causa de un amorío insignificante. Había dicho y repetido a Gerald que el niño de Emmy Slattery podía haber sido adjudicado a una docena de hombres con la misma facilidad que a él (en lo que Gerald estaba de acuerdo); pero esto, según Ellen, no modificaba su caso. Jonnas odiaba a todos los sudistas. Odiaba su glacial cortesía con él y su desprecio por su condición social, mal disimulada bajo esa urbanidad. Odiaba sobre todo a Ellen O’Hara, porque ella era el compendio de todo cuanto él odiaba en los sudistas.

Mamita, como mujer más importante de la plantación, se quedó para ayudar a Ellen; y fue Dilcey la que se sentó en el pescante junto a Toby, llevando la gran caja con los vestidos de baile de las señoritas. Gerald cabalgaba junto al coche en su caballo de caza, acalorado por el coñac y satisfecho de sí mismo por haber liquidado tan rápidamente el desagradable asunto de Wilkerson. Había echado la responsabilidad sobre Ellen, sin pensar para nada en la desilusión de ella por tener que renunciar a la barbacoa y a la conversación con sus amigas; era un hermoso día de primavera, y sus campos estaban hermosos; los pájaros cantaban y él se sentía demasiado joven y jocoso para pensar en otra cosa. De vez en cuando se ponía a entonar cualquier alegre canción irlandesa o la lúgubre endecha de Robert Emmet: «Ella está lejos de la tierra donde reposa su juvenil amante.»

Era feliz, sentíase gratamente excitado ante la idea de pasar el día hablando mal de los yanquis y acerca de la guerra, y orgulloso de sus tres lindas hijas en sus deslumbrantes crinolinas bajo los graciosos y minúsculos quitasoles de encaje. No pensaba ya en su conversación del día anterior con Scarlett, pues se le había borrado por completo de la memoria. Pensaba sólo en que su hija era preciosa y que se le parecía, en que hoy sus ojos eran verdes como las praderas de Irlanda. Este último pensamiento le dio una mejor idea de sí mismo, y entonces regaló a las muchachas con una interpretación a toda voz de la canción La verde Erín.

Scarlett lo miraba con el afectuoso desprecio que sienten las madres por sus niños jactanciosos, sabiendo que al anochecer estaría completamente borracho. Al regresar a casa, en la oscuridad, intentaría, como siempre, saltar todos los obstáculos entre Doce Robles y Tara, y Scarlett esperaba que, gracias a la providencia y al buen sentido de su caballo, se libraría sin romperse la crisma. Desdeñaría el puente, atravesaría el río haciendo nadar al caballo y llegaría a casa alborotando para que Pork lo acostase en el sofá del despacho; el criado, en tales casos, lo esperaba siempre con una lámpara en el vestíbulo principal.

Echaría a perder su nuevo traje gris, lo cual le haría vociferar de un modo terrible a la mañana siguiente, y contaría a Ellen que, en la oscuridad, su caballo se había caído desde el puente; mentira manifiesta que ni un tonto creería, pero que todos admitirían, haciéndole sentirse listísimo.

«Papá es un ser egoísta e irresponsable, pero encantador», pensó Scarlett, con una oleada de ternura hacia él. Se sentía tan feliz y excitada que incluía en su afecto a todo el mundo, igual que a Gerald. Era bonita y lo sabía; conquistaría a Ashley antes de que el día terminase; el sol era cálido y la gloriosa primavera georgiana se desplegaba ante sus ojos. A los lados del camino, las zarzamoras ocultaban con su verde suave las tremendas torrenteras producidas por las lluvias invernales, y los pulidos cantos de granito que salpicaban la tierra bermeja estaban tapizados por las ramas de los rosales silvestres y rodeados de violetas salvajes de un pálido matiz purpúreo. Sobre las colinas pobladas de árboles, al otro lado del río, las flores de los cornejos resplandecían candidas, como si entre el verde permaneciese aún la nieve. Los manzanos silvestres eran una explosión de corolas, que iban de un blanco delicado a un rosa vivo, y bajo los árboles, donde los rayos del sol moteaban de amarillo el tapiz de agujas de pino, las madreselvas formaban una abigarrada alfombra Scarlett, rosa y naranja. Había en el aire una leve y selvática fragancia de arbustos y el mundo olía ricamente como si fuera algo comestible.

«Recordaré mientras viva la belleza de este día —pensó Scarlett—. ¡Quizá sea éste el día de mi boda!»

Y, con el corazón agitado, pensó en ella misma y en Ashley, huyendo al caer la tarde a través de aquel esplendor de flores y de verde, o en la noche, bajo la luz de la luna, hacia Jonesboro en busca de un sacerdote. Naturalmente, el casamiento debería efectuarse nuevamente por un cura de Atlanta; pero en esto pensarían más tarde Ellen y Gerald.

Se sobresaltó un momento pensando que su madre palidecería de mortificación al enterarse de que su hija se fugaba con el novio de otra muchacha; pero sabía que Ellen la perdonaría viendo su felicidad. Y Gerald refunfuñaría y gritaría; pero, a pesar de todo lo que había dicho ayer de que Ashley no le gustaba para marido de ella, se alegraría de una alianza entre su familia y los Wilkes.

«Pero de esto habrá que preocuparse después de que me haya casado», se dijo, tratando de alejar aquel pensamiento.

Era imposible experimentar otra cosa que no fuese una alegría palpitante con aquel sol primaveral, cuando las chimeneas de Doce Robles empezaron a asomar sobre la colina, al otro lado del río.

«Pasaré ahí toda mi vida y veré cincuenta primaveras como ésta o quizá más, y diré a mis hijos y a mis nietos lo hermosa que era esta primavera, más bella que las que ellos podrán ver.» La hizo tan feliz este último pensamiento, que se unió al coro que cantaba la estrofa final de La verde Erín, obteniendo la entusiasta aprobación de Gerald.

—No sé por qué estás alegre esta mañana —dijo Suellen con enojo, atormentada aún por el pensamiento de que el vestido verde de baile de Scarlett le habría estado mucho mejor que el suyo. ¿Y por qué era Scarlett siempre tan egoísta cuando se trataba de prestar sus vestidos y sus cofias? ¿Por qué su madre la apoyaba siempre diciendo que el verde no sentaba bien a Suellen?—. Sé, tan bien como tú, que esta noche se anunciará el compromiso matrimonial de Ashley. Lo ha dicho papá esta mañana. Y sé que hace muchos meses que coqueteas con él.

—¿Esto es todo lo que sabes? —respondió Scarlett, sacándole la lengua y no queriendo perder su buen humor. ¡Qué sorprendida se quedaría mañana a aquellas horas la señorita Suellen!

—Sabes muy bien que no es así, Suellen —protestó Carreen, irritada—. A Scarlett le interesa Brent.

Scarlett volvió los ojos, sonriendo a su hermana menor, admirada de aquella simpatía. Toda la familia sabía que el corazón de trece años de Carreen palpitaba por Brent Tarleton, quien sólo pensaba en ella como hermana menor de Scarlett. Cuando Ellen no estaba presente los O’Hara la hacían rabiar con él, hasta hacerla llorar.

—Rica mía, no me importa nada Brent —declaró Scarlett, lo bastante feliz para ser generosa—. Y a él no le importo yo tampoco. ¡Está esperando a que tú seas mayor!

La carita redonda de Carreen, se arreboló, mientras la alegría luchaba en ella con la incredulidad.

—¿De verdad, Scarlett?

—Scarlett, ya sabes que mamá ha dicho que Carreen es demasiado joven para pensar en pretendientes, y le estás metiendo esas ideas en la cabeza.

—Bueno, vete a decírselo a mamá y verás —replicó Scarlett—. Tú quieres que Carreen no crezca, porque sabes que dentro de un año será más guapa que tú.

—Quietecitas las lenguas, si no queréis probar mi fusta —amonestó Gerald—. ¡Silencio, ahora! ¿No se siente ruido en la carretera? Deben de ser los Tarleton o los Fontaine.

Mientras se acercaban al cruce del camino, que desembocaba en las pobladas colinas de Mimosa y de Fairhill, el ruido de cascos y ruedas se hizo más fuerte y un clamor de voces femeninas que discutían alegremente resonó detrás de los árboles. Gerald, adelantando el coche, hizo trotar a su caballo, haciendo señas a Toby de que parase el vehículo en el cruce.

—Son los Tarleton —anunció a sus hijas alegremente, porque, exceptuando a Ellen, ninguna señora del condado le agradaba tanto como la pelirroja señora Tarleton—. Y es ella misma la que guía. ¡Ah, tiene buenas manos para conducir un caballo! Tiene unas manos ligeras como plumas, fuertes para las riendas y lo bastante bonitas para besárselas. Lástima que ninguna de vosotras tenga unas manos así —añadió, con una mirada cariñosa pero reprobatoria a las muchachas—. Carreen tiene miedo de los pobres animales, Suellen unas manos que parecen de acero cuando coge las riendas, y tú…

—Bueno, de todos modos, a mí nunca me ha tirado el caballo —exclamó Scarlett, indignada—, y la señora Tarleton sale despedida cada vez que va de caza.

—Y se porta como un hombre —replicó Gerald—. Sin desmayos e historias. Silencio ahora, que se acercan.

Poniéndose en pie sobre los estribos, se quitó el sombrero, agitándolo apenas vio apuntar el coche rebosante de muchachas con vestidos claros, quitasoles y velos flotantes, y con la señora Tarleton en el pescante, como Gerald había anunciado. Con sus cuatro hijas, su doncella y los vestidos de baile en largas cajas de cartón que llenaban el carruaje, no quedaba sitio para el cochero. Además, Beatrice Tarleton no permitía nunca que nadie, blanco o negro, llevase las riendas teniendo ellas las manos libres. Frágil, delgada y tan blanca de piel que sus cabellos resplandecientes parecían haber absorbido en su masa ardiente todo el color de su rostro, estaba, sin embargo, dotada de una salud exuberante y de una energía inagotable. Había traído al mundo ocho hijos, tan pelirrojos y llenos de vida como ella, y los había criado (se decía) muy bien, porque empleaba con ellos la misma disciplina severa y afectuosa que usaba con sus potros.

—Domarlos, pero sin quitarles el coraje —era el lema de la señora Tarleton.

Le gustaban los caballos y hablaba de ellos continuamente. Los entendía y sabía tratarlos mejor que cualquier hombre del condado. Los potros corrían por el césped frente a la casa, como sus ocho hijos corrían por la intrincada mansión de la colina; y potros, hijos e hijas y perros de caza la seguían de cerca cuando iba a la plantación. Atribuía a sus caballos, especialmente a su yegua Nellie, inteligencia humana; y, si los cuidados de la casa le impedían salir a la hora que acostumbraba dar su galope diario, entregaba el azucarero a un negrito y le decía: «Dale un puñado a Nellie y dile que saldré en seguida.»

Salvo en raras ocasiones, acostumbraba a llevar traje de amazona, pues esperaba siempre de un momento a otro poder montar a caballo, y con este pensamiento se ponía el traje apenas levantada. Cada mañana, con lluvia o con sol, Nellie era ensillada y paseaba de aquí para allí, ante la casa, esperando el momento en que la señora Tarleton pudiese robar una hora a sus deberes. Pero Fairhill era una plantación difícil de dirigir y rara vez había posibilidad de encontrar un rato libre; la mayoría de las veces, Nellie paseaba durante varias horas sin jinete, mientras Beatrice Tarleton hacía sus faenas con la falda recogida al brazo, enseñando por delante quince centímetros de lustrosas botas.

Hoy, con un vestido de seda negro sobre un estrecho miriñaque pasado de moda, parecía aún vestida de amazona, porque el traje tenía un corte muy severo, según su costumbre, y el sombrerito negro con la larga pluma, echado sobre sus ojos castaños, brillantes y ardientes, era una copia del viejo sombrero que se ponía para ir de caza.

Agitó la fusta al ver a Gerald y contuvo al impaciente tronco rojizo, mientras las cuatro muchachas saltaban en el coche saludando a gritos con voces tan altas que los caballos se estremecieron espantados. Un observador casual hubiera creído que los Tarleton no veían a los O’Hara desde hacía años, en vez de hacer cosa de uno o dos días. Pero era una familia sociable y quería a sus vecinos, especialmente a las muchachas O’Hara. Es decir, querían a Suellen y a Carreen. Ninguna muchacha del condado, exceptuando quizá la insulsa Cathleen Calvert, quería realmente a Scarlett.

En verano había festejos y bailes en el condado casi todas las semanas; pero para las pelirrojas Tarleton, con su enorme capacidad de diversión, cada barbacoa y cada baile eran un acontecimiento, como si fuesen los primeros de su vida. Era un gracioso y animado cuarteto, tan apretado en el coche que las amplias faldas de volantes se hinchaban espumosas y los pequeños quitasoles chocaban unos con otros por encima de las anchas pamelas coronadas de rosas y adornadas con tiras de terciopelo negro. Todos los matices del pelo rojo estaban allí representados: los de Hetty eran de un rojo puro, los de Camilla color fresa, los de Randa de reflejos cobrizos y los de la pequeña Betsy color zanahoria.

—Encantadora prole, señora —dijo galantemente Gerald, poniendo su caballo al costado del coche—. Pero no podrán superar a su madre.

La señora Tarleton volvió sus negros ojos y se mordió el labio inferior en un burlesco agradecimiento, y las muchachas exclamaron:

—¡Mamá, deja de coquetear, o se lo diremos a papá! Le aseguramos, señor O’Hara, que no nos da ni una sola oportunidad en cuanto hay un buen mozo alrededor.

Scarlett rió con las demás esta broma; pero, como siempre, le extrañaba la libertad con que las Tarleton trataban a su madre. Lo hacían cual si fuera una joven como ellas y no tuviese más de dieciséis años. Para Scarlett, la sola idea de poder decir algo semejante a su madre le parecía un sacrilegio. Y, sin embargo…, sin embargo había algo muy agradable en las relaciones de las muchachas Tarleton con su madre, y la adoraban aunque la criticasen, la riñesen e incluso le gritasen.

No era que ella prefiriese una madre como la señora Tarleton, se apresuró a decirse lealmente a sí misma, pero debía ser más divertido bromear así con una madre. Sabía que este pensamiento era irrespetuoso para Ellen y se avergonzó. Estaba segura de que ningún pensamiento tan penoso había turbado nunca los cerebros de las cuatro pelirrojas del coche, y, como siempre, cuando se sentía diferente de sus vecinas la invadía una irritante confusión.

Por ágil que fuera su mente, no estaba hecha para el análisis; pero pudo darse cuenta de que si bien las muchachas Tarleton eran desordenadas como potros y turbulentas como jumentos en marzo; tenían un despreocupado atrevimiento que era hereditario. Tanto por parte de su padre como de su madre, eran georgianas del Norte, posteriores tan sólo en una generación a los colonizadores. Estaban seguras de sí mismas y de lo que las rodeaba. Sabían instintivamente lo que debían hacer, como los Wilkes, aunque de manera completamente distinta; en ellas no había aquellos conflictos que frecuentemente agitaban el sueño de Scarlett, en quien la sangre de una aristócrata de la costa se mezclaba con la de un campesino irlandés pequeño y rudo.

Scarlett quería respetar y adorar a su madre como a un ídolo, pero también le hubiera gustado revolverle el pelo y bromear con ella. Sabía que era necesario hacer una cosa u otra. Era el mismo conflicto emotivo que le hacía desear aparecer como una dama delicada y aristocrática ante los jóvenes y ser al mismo tiempo una descarada que no sintiese el menor escrúpulo ante un beso.

—¿Dónde está Ellen esta mañana? —preguntó la señora Tarleton.

—Hemos despedido a nuestro mayordomo y Ellen se ha quedado en casa para ajustar con él las cuentas. ¿Y su marido y los muchachos?

—¡Oh! Salieron a caballo para Doce Robles hace ya mucho tiempo, para probar el ponche y ver si está bastante fuerte, ¡como si no hubiera tiempo hasta mañana para eso! Rogaré a John Wilkes que les dé hospitalidad esta noche, aunque tenga que meterlos en la cuadra. Cinco hombres borrachos son demasiados para mí. Hasta tres lo llevo bien, pero…

Gerald la interrumpió rápidamente para cambiar de tema, Sentía murmurar a sus hijas a sus espaldas, recordando en qué condiciones había vuelto a su casa el otoño pasado de la barbacoa de los Wilkes.

—¿Cómo no viene usted hoy a caballo, señora Tarleton? No me parecía usted la misma sin Nellie. Usted es un esténtor…

—¡Un esténtor! ¡Qué ignorante es usted! —exclamó la señora Tarleton, remedando su acento—. Querrá usted decir un centauro. Esténtor era un hombre que tenía una voz como un batintín de bronce.

—Esténtor o centauro, es lo mismo —respondió Gerald, sin desconcertarse por su error—. Además, tiene usted también la voz como un batintín de bronce cuando llama a sus perros en las cacerías.

—Eso está bien, mamá —dijo Hetty—. Ya te he dicho que aullas como un comanche en cuanto ves un zorro.

—Pero no tan fuerte como aullas tú cuando te lavo las orejas —rebatió la señora Tarleton—. ¡Y tienes dieciséis años! En cuanto a no montar hoy, es porque Nellie ha estado de parto esta mañana.

—¿De verdad? —exclamó Gerald, realmente interesado y brillantes los ojos, en su pasión irlandesa por los caballos.

Scarlett se sintió nuevamente extrañada, comparando a su madre con la señora Tarleton. Para Ellen, ni jumentos ni yeguas estaban nunca de parto. En realidad, apenas si las gallinas ponían huevos. Ellen silenciaba por completo aquellos asuntos. Pero la Tarleton no empleaba tales reticencias.

—¿Una potranca?

—No, un gracioso y futuro semental, con unas patas de dos metros de largo. Tiene que venir a verlo, señor O’Hara. Es un verdadero caballo Tarleton. Rojo como los rizos de Hetty.

—Y tiene también la mirada de Hetty —añadió Camilla; y desapareció gritando en medio de un remolino de faldas, corpinos y cabellos que se agitaban, mientras Hetty, enfadada, empezaba a pellizcarla.

—Mis potrancas están excitadas esta mañana —replicó la señora Tarleton—. Han empezado a ponerse impacientes desde que supimos la noticia del noviazgo de Ashley con esa primita suya de Atlanta. ¿Cómo se llama? ¿Melanie? Dios la bendiga, es una criatura preciosa, pero no consigo nunca acordarme de su nombre ni de su cara. Nuestra cocinera es la mujer del mayordomo de los Wilkes y ayer éste llevó a casa la noticia de que esta noche se anunciará el noviazgo; y la cocinera nos lo ha dicho esta mañana. Como le digo, las muchachas están muy excitadas; no comprendo por qué. Todos sabemos desde hace años que Ashley quería casarse con ella, si no se casaba con una de sus primas Burr, de Macón. Lo mismo que Honey Wilkes, que va a casarse con Charles, el hermano de Melanie. Dígame una cosa, señor O’Hara, ¿es ilegal para los Wilkes casarse fuera de su familia? Porque si…

Scarlett no oyó el resto de la frase y de las carcajadas. Por un breve momento tuvo la impresión de que el sol había desaparecido detrás de una densa nube, dejando al mundo en sombras y sin color a las cosas. El fresco follaje verde se volvió pálido y el manzano silvestre, de un rojo tan bello momentos antes, lúgubre y mortecino. Scarlett clavó las uñas en el cuero del asiento y su quitasol vaciló un instante. Una cosa era saber que Ashley estaba prometido y otra oír hablar de ello a la gente con tanta naturalidad. Sin embargo, pronto recobró su ánimo; el sol reapareció y el paisaje volvió a ser brillante y alegre. Sabía que Ashley la amaba. Esto era seguro. Sonrió al pensar en la sorpresa de la señora Tarleton, cuando por la noche no se anunciara ningún compromiso y, más aún, cuando anunciasen una fuga en su lugar. Cómo hablaría a sus vecinos del aire inocente con que Scarlett había escuchado los discursos sobre Melanie, cuando al mismo tiempo ella y Ashley… Hundióse nuevamente en sus pensamientos, y Hetty, que estaba observando con curiosidad el efecto de las palabras de su madre, se dejó caer sobre los almohadones con un mohín de leve perplejidad.

—No me importa lo que usted dice, señor O’Hara —prosiguió enfáticamente la señora Tarleton—. Estos matrimonios entre primos son una mala cosa. No es suficiente error que Ashley se case con la hija de Hamilton, sino que van a casar a Honey con ese Charles pálido y seco. —Honey no atrapará a ninguno si no se casa con Charles —dijo Randa, cruel y segura de su propia popularidad—. No ha tenido nunca ningún pretendiente. Y él no ha estado nunca enamorado de ella, aunque sean novios. ¿Te acuerdas, Scarlett, cómo te rondaba las últimas Navidades…?

—No seas charlatana, niña —dijo su madre—. Los primos no se deberían casar nunca entre ellos, ni aun los primos segundos. La sangre se debilita. No sucede como con los caballos. Podéis aparear una yegua con su hermano o un potro con su hermana y obtendréis bue nos resultados, si conocéis la raza, pero entre la gente la cosa es dis tinta. Se podrán obtener buenas apariencias, quizá, pero vigor no. —¡En esto, señora, no estoy de acuerdo con usted! ¿Podría citarme gente mejor que los Wilkes? Y se han casado siempre entre ellos desde que Brian Born era un chiquillo.

—Pues ya es hora de que cesen, porque empiezan a notarse los resultados. ¡Oh, no lo digo por Ashley, que es un guapo muchacho, aunque también él…! Pero mire a esas dos muchachas paliduchas. ¡Pobrecitas! Chicas monas, naturalmente, ¡pero tan pálidas! Mire también a la pequeña Melanie. Delgada como una caña y tan delicada que un soplo de aire se la llevaría, y sin pizca de gracia. No sabe nada de nada. «Sí señora», «¡No señora!» es todo lo que sabe decir. ¿Me comprenden ustedes? Esa familia necesita sangre nueva, sangre fina y vigorosa, como la de mis niñas o la de Scarlett. ¿Me comprenden? Los Wilkes son buenas gentes a su manera y ya saben que yo los aprecio, ¡pero seamos francos! Están demasiado educados y son también poco naturales, ¿no le parece? Tendrán buena figura a caballo en una carretera seca y limpia, pero fíjese en lo que digo: no creo que los Wilkes puedan galopar por un camino enfangado. Me parece que carecen de energía y sostengo que no son capaces de superar los obstáculos que puedan presentárseles. Animales que tienen necesidad del buen clima. ¡A mí denme un buen caballo que corra con cualquier tiempo! Sus matrimonios consanguíneos los han hecho diferentes de los que los rodean. ¡Siempre enredando en el piano o atiborrándose la cabeza de libros! Apuesto a que Ashley prefiere leer a cazar. ¡Sí, lo creo sinceramente, señor O’Hara! Y mire los huesos de esa gente. Demasiado endebles. Necesitan yeguas y sementales vigorosos…

—¡Ah…, ejem! —hizo improvisadamente Gerald, dándose cuenta de que esta conversación, que para él era adecuada e interesante, no le habría parecido así a Ellen. Realmente, ella no lo perdonaría nunca de haber sabido que exponía a sus hijas a unas conversaciones tan libres. Pero la señora Tarleton era, como de costumbre, sorda a cualquier otra idea cuando se engolfaba en su tema favorito: la crianza, ya fuese de hombres o de caballos.

—Sé lo que digo, porque tengo varios primos casados entre ellos, y le aseguro que sus hijos nacieron todos con los ojos saltones como sapos. ¡Pobres criaturas! Y, cuando mi familia quiso que yo me casara con un primo segundo, me encabrité como un potro. Dije: «No, mamá. Eso no es para mí. Mis hijos habrán de tener cascos y buena alzada.» Mamá se desmayó oyéndome hablar de caballos, pero yo permanecí firme y mi abuela me sostuvo. Ella era muy ducha en la cria de caballos y dijo que tenía razón. ¡Me ayudó a huir con el señor Tarleton! ¡Y mire a mis hijos! Grandes y sanos, sin padecer nunca un constipado, aunque Boyd no mide más que un metro setenta y cinco. En cambio, los Wilkes…

—No es que quiera cambiar de tema, señora… —interrumpió Gerald, que había observado la mirada de asombro de Carreen y la ávida curiosidad que se pintaba en el rostro de Suellen, y temía que al volver a casa pudiesen hacer a Ellen preguntas embarazosas, que revelarían lo mal que él cuidaba de sus hijas. Notó, complacido, que su gatita parecía pensar en otra cosa, como correspondía a una señorita. Hetty vino en su ayuda.

—¡Por Dios, mamá, vamonos! —exclamó, impaciente—. Hace un sol que quema y siento que me están saliendo ya pecas en el cuello.

—Un momento, señora, antes de que se marche. ¿Qué ha decidido usted hacer sobre la venta de caballos que nos pidieron para la Milicia? La guerra puede estallar cualquier día y los muchachos quieren que el asunto se arregle. Es un escuadrón del condado de Clayton y queremos para ellos caballos también de Clayton. Pero usted, criatura obstinada, se niega a vender sus mejores bestias.

—Quizá no haya guerra —contemporizó la señora Tarleton, ya alejado por completo su pensamiento de las raras costumbres matrimoniales de los Wilkes.

—¡Pero señora, usted no puede…!

—Mamá —interrumpió nuevamente Hetty—, ¿no podéis, tú y el señor O’Hara, hablar de eso cuando estemos en Doce Robles?

—Es muy justo, señorita Hetty —dijo Gerald—; no los entretendré más que un minuto. Dentro de poco estaremos en Doce Robles, y todos, viejos y jóvenes, queremos saber lo que va a pasar con los caballos. ¡Se me parte el corazón viendo a una señora tan fina y preciosa como su mamá, tan avara de sus bestias! ¿Dónde está su patriotismo, señora Tarleton? ¿La Confederación no representa nada para usted?

—¡Mamá! —gritó la pequeña Betsy—. ¡Randa se ha sentado sobre mi vestido y me lo está arrugando todo!

—Bueno, empújala para que se levante y chitón. En cuanto a usted, Gerald O’Hara, escúcheme. —Y sus ojos se abrieron—. ¡No me eche en cara la Confederación! Significa mucho más para mí que para usted, máxime cuando tengo cuatro chicos en el escuadrón, mientras que usted no tiene ninguno. Pero mis hijos pueden cuidarse ellos mismos y mis caballos no. Daría de buena gana los caballos, y hasta gratis, si supiese que iban a montarlos muchachos que conozco, caballeros acostumbrados a los pura sangre. No, no dudaría ni un minuto. ¡Pero dejar mis tesoros a merced de gañanes y de blancos pobres acostumbrados a montar en mulo! ¡No señor! He tenido pesadillas pensando si los ensillarían y si los cuidarían como es debido. ¿Cree usted que voy a dejar que bárbaros ignorantes monten mis tesoros, ensangrentándoles la boca y pegándoles hasta rendirlos? ¡Se me pone la carne de gallina nada más que de pensarlo! No, señor O’Hara. Es usted muy galante pidiéndome mis caballos, pero es mejor que se vaya a Atlanta a comprar rocines viejos.

—¡Mamá, vamos, por favor! —exclamó Camilla, uniéndose al coro impaciente—. Sabes muy bien que acabarás cediendo tus tesoros. Cuando papá y los chicos te digan que la Confederación los necesita, te pondrás a llorar y se los darás.

La señora Tarleton sonrió, encogiéndose de hombros.

—No haré tal cosa —dijo, tocando los caballos con la punta del látigo. El coche arrancó velozmente.

—Es una excelente mujer —dijo Gerald, quitándose el sombrero y poniéndose al lado de su coche—. Arrea, Toby. Los encontraremos allí y seguiremos hablando de caballos. Naturalmente, tiene razón. Tiene razón. Si un hombre no es un caballero, no tiene nada que hacer sobre un caballo. Su puesto está en la infantería. Pero es lástima que no haya en el condado los suficientes hijos de plantadores para formar un escuadrón completo. ¿Qué dices, gatita?

—Papá, por favor, anda delante o detrás de nosotras. Levantas tal cantidad de polvo que nos ahogamos —dijo Scarlett, sintiendo que no podría soportar la conversación mucho tiempo. La distraía de sus pensamientos; y estaba deseando arreglar éstos lo mismo que su rostro, en forma agradable, antes de llegar a Doce Robles. Gerald, obediente, espoleó su caballo y se alejó entre una nube rojiza detrás del carruaje de los Tarleton, donde podría continuar su conversación caballar.