Ellen O’Hara tenía treinta y dos años y, para la mentalidad de la época era una mujer madura; tuvo seis hijos, tres de los cuales se le habían muerto. Era alta (su pequeño y fogoso marido no le llegaba más arriba de los hombros), pero se movía con una gracia tan reposada en su ondeante saya de volantes, que su estatura no llamaba la atención. Su cuello, surgiendo del ceñido corpino de tafetán negro, era redondo y fino, de piel blanquísima, y parecía doblarse ligeramente hacia atrás por el peso de su espléndida cabellera, recogida en una redecilla sobre la nuca.
Había heredado los ojos oscuros, algo oblicuos, sombreados por largas pestañas, y el negro cabello de su madre, una francesa cuyos padres se habían refugiado en Haití durante la Revolución de 1791; de su padre, soldado de Napoleón, procedían su larga nariz recta y las mandíbulas cuadradas que rectificaba la curva suave de las mejillas. Sólo el transcurrir de la vida había podido dar al rostro de Ellen aquella expresión de orgullo sin altanería, su gracia, su melancolía y su carencia absoluta de sentido del humor.
Hubiera sido una mujer de notable belleza de haber tenido más brillo en sus ojos, más color en su sonrisa, más espontaneidad en su voz que sonaba como dulce melodía en los oídos de sus familiares y de sus sirvientes. Hablaba con el suave acento de los georgianos de la costa, líquido en las vocales y dulce en las consonantes con un lejano vestigio del acento francés. Era una voz que no se alzaba jamás para dar órdenes a un criado o para reprochar la travesura de un niño; sin embargo, todos la obedecían en Tara, mientras que los gritos de su marido eran silenciosamente desacatados.
Hasta donde Scarlett podía recordar, su madre siempre había sido la misma; su voz suave y dulce, tanto para reprochar como para alabar; sus modales tranquilos y dignos a pesar de las cotidianas necesidades del turbulento dueño de la casa, su carácter siempre sereno y su temple firme, aun cuando había perdido tres de sus hijos.
Scarlett no había visto jamás a su madre apoyarse en el respaldo de la silla ni sentarse sin una labor de costura entre sus manos, a excepción de las horas de las comidas, cuando asistía a los enfermos o se ocupaba de la contabilidad de la plantación. Si había visitas se enfrascaba en un bordado delicado; otras veces, sus manos se ocupaban de las camisas plisadas de Gerald, de los vestidos de los niños o de la ropa de los esclavos. Scarlett no acertaba a imaginarse las manos de su madre sin el dedal de oro ni su figura altiva sin la compañía de la negrita, que no tenía otra ocupación en su vida que la de poner o quitar la mesa y llevar de aposento en aposento la caja encarnada de las labores, cuando Ellen se ajetreaba de acá para allá en la casa, vigilando la cocina, la limpieza y los trabajos de costura para los trajes de los plantadores.
Jamás había visto a su madre abandonar su austera placidez o faltar a ninguna de sus obligaciones, tanto si era de día como de noche. Cuando Ellen se vestía para asistir a un baile, para recibir a los invitados o bien para ir a cualquiera de las reuniones en Jonesboro, tenía frecuentemente necesidad de disponer de dos horas, de dos criadas y de Mamita para sentirse completamente satisfecha; aunque, en casos necesarios, sus rápidos tocados eran asombrosos.
Scarlett, cuya habitación se hallaba situada frente a la de su madre, al otro lado del vestíbulo, conocía desde su infancia el sordo rozar de los pies descalzos de los negros que correteaban por el pavimento de madera desde el alba; las urgentes llamadas en la puerta de su madre y las voces aterradas y roncas de los negros que gemían enfermos, de los que nacían y morían en la hilera de cabanas blanqueadas de sus alojamientos.
De niña, se deslizaba hasta la puerta y, atisbando a través de las rendijas, había visto a Ellen salir a oscuras de su habitación (donde los ronquidos de Gerald proseguían rítmicos e ininterrumpidos) a la tenue luz de una vela sostenida en alto, con la caja de las medicinas bajo el brazo, los cabellos pulcramente alisados y ni un solo botón de su vestido desabrochado.
Era siempre muy grato para Scarlett oír a su madre murmurar compasivamente, pero con firmeza, mientras atravesaba el vestíbulo de puntillas: «Chist…, chist…, no tan fuerte. Despertaréis al señor O’Hara. No están tan mal como para morirse.»
Sí, era grato volver al lecho y saber que Ellen estaba fuera, en la noche, y que todo marchaba bien.
Por las mañanas, después de las sesiones siempre nocturnas de natalicios o de muertes, cuando el viejo doctor Fontaine y su joven hijo, también doctor, se disponían a hacer sus visitas y no podían ir a ayudarla, Ellen presidía la mesa en el desayuno, como siempre, con sus ojos negros ojerosos, pero sin que su voz ni sus gestos revelasen el menor cansancio.
Bajo su firme dulzura había una tenacidad de acero que inspiraba respeto a la casa entera, lo mismo a Gerald que a sus hijas, aunque él hubiera preferido morir antes que admitirlo.
A veces, cuando iba por la noche de puntillas a besar las mejillas de su madre, Scarlett miraba su boca, de labios tiernos y delicados, una boca demasiado vulnerable ante el mundo, y se preguntaba si ésta se habría arqueado alguna vez con las risas inocentes de la infancia o si habría murmurado secretos a las amigas íntimas durante las largas noches estivales. Pero no, no era posible. Su madre había sido siempre así, una columna de fortaleza, una fuente de sabiduría, la única persona que tenía respuestas para todo.
No obstante, Scarlett no tenía razón, porque algunos años antes Ellen Robillard, de Savannah, había reído en la linda ciudad costera, del mismo modo inexplicable que se ríe a los quince años, y cuchicheado con sus amigas durante largas noches, cambiando confidencias y contando todos sus secretos, menos uno. Era el año en el cual Gerald O’Hara, que le llevaba veintiocho años, había entrado en su vida…, el año en que aquel primo suyo de ojos negros, Philippe Robillard, había partido. Y cuando éste, con sus ojos ardientes y sus maneras fogosas, abandonó Savannah para siempre, se llevó consigo el ardor que había en el corazón de Ellen, dejando para el pequeño irlandés de piernas cortas que se había casado con ella sólo una graciosa concha vacía.
Pero esto bastaba a Gerald, oprimido por la increíble felicidad de hacerla realmente su esposa. Y, si algo faltaba en ella, no lo echaba nunca de menos. Perspicaz como era, se daba cuenta de que era un milagro que un irlandés, sin bienes de fortuna y sin parentela, conquistase a la hija de una de las más ricas y altivas familias de la costa. Gerald era un hombre que se lo debía todo a sí mismo.
Gerald había llegado a Estados Unidos desde Irlanda a los veinte años. Vino precipitadamente, como vinieron antes o después tantos otros irlandeses mejores o peores que él, y sólo traía la ropa puesta, dos chelines, además del importe del pasaje y su cabeza puesta a un precio que le parecía mayor de lo que su delito merecía. En efecto, no existía un orangista[3] que valiese cien libras esterlinas para el Gobierno inglés o para el demonio en persona; pero el Gobierno tomó tan en serio la muerte de un inglés, administrador de un hacendado, que Gerald vio que había llegado el momento de partir, y de partir a toda prisa. Verdad era que al mencionado agente le había llamado «bastardo orangista», pero esto, según la manera de pensar de Gerald, no daba derecho a aquel hombre a insultarle silbando los primeros compases de la canción El agua del Boyne[4].
La batalla del Boyne se había librado más de cien años atrás, pero para los O’Hara y sus vecinos era como si hubiese sucedido ayer, ya que sus sueños y sus esperanzas, así como sus tierras y riquezas, habían desaparecido envueltas en la misma nube de polvo que arrastró al príncipe Estuardo, espantado y huido, dejando que Guillermo de Orange y sus odiosos soldados con sus escarapelas anaranjadas aplastaran a los irlandeses adictos a los Estuardo.
Por ésta y otras razones, la familia de Gerald no estaba dispuesta a considerar el fatal resultado de su reyerta como cosa muy seria, salvo en el caso de que acarrease graves consecuencias. Durante muchos años, los O’Hara habían permanecido en malas relaciones con los alguaciles ingleses, debido a su sospechosa actividad contra el Gobierno, no siendo Gerald el primero de su familia que ponía pies en polvorosa dejando Irlanda de la noche a la mañana.
Recordaba vagamente a sus dos hermanos mayores, James y Andrew, dos jóvenes taciturnos que iban y venían a ciertas horas de la noche por misteriosas razones o desaparecían durante semanas, con gran disgusto y ansiedad de su madre. Marcharon a Estados Unidos hacía ya varios años, a raíz del descubrimiento de un pequeño arsenal de fusiles enterrados en el corral de los O’Hara. Eran ahora ricos comerciantes de Savannah. «Sólo Dios sabe el lugar de su paradero», decía la madre siempre que hablaba de sus dos hijos mayores; y el joven Gerald fue enviado junto a ellos.
Abandonó la casa con un beso de su madre en las mejillas, su ferviente bendición católica y la amonestación de su padre: «Recuerda quién eres y no quites nada a nadie.» Sus cinco hermanos, más altos que él, le dijeron adiós con sonrisas de admiración, pero ligeramente protectoras, porque Gerald era el más joven y el más bajo de su familia fornida.
Sus cinco hermanos y el padre eran altos, sobrepasaban el metro ochenta y cinco y eran además robustos en proporción; pero Gerald, el pequeño, a los veintiún años, sabía que el Señor, en su sabiduría, no le había concedido más que un metro y sesenta centímetros. Pero Gerald nunca perdió el tiempo en lamentarse por su estatura, ni pensó jamás que esto fuese un obstáculo para obtener cualquier cosa que desease. Más bien fue su sólida pequenez la que le hizo ser lo que era, ya que aprendió en buena hora que la gente pequeña ha de ser resistente para sobrevivir entre la de gran tamaño. Y Gerald era resistente.
Sus hermanos, altos de estatura, eran torvos y silenciosos; en ellos, la tradición familiar de las glorias pasadas, perdidas para siempre, enconábase en virtud de un odio contenido que estallaba en amargo sarcasmo. Si Gerald hubiese sido musculoso, habría sido como los otros O’Hara y actuado oscura y silenciosamente entre los rebeldes contra el Gobierno. Pero Gerald era «alborotador y testarudo», como decía su madre cariñosamente; impulsivo, pronto a hacer uso de los puños, con una susceptibilidad muy evidente. Se pavoneaba entre los altos O’Hara como un orgulloso gallito de pelea en un corral con gigantescos gallos domésticos; ellos le querían, le hacían rabiar para oírle alborotar y le golpeaban con sus grandes puños, solamente lo necesario para mantener al benjamín en su justo lugar.
Si la educación que Gerald había llevado a Estados Unidos era insuficiente, él lo ignoró siempre. Y si se lo hubiesen dicho no le habría importado. Su madre le enseñó a leer y escribir con claridad. Le gustaban las cuentas. Y aquí terminaban sus conocimientos. El único latín que conocía era el de las respuestas de la misa, y la sola Historia, la de las múltiples injusticias cometidas con Irlanda. No conocía más poesía que la de Moore ni más música que las canciones irlandesas que le habían transmitido a través de los años. Aunque sentía un gran respeto por quienes tenían más conocimientos intelectuales que él, no los echaba nunca de menos. ¿Qué necesidad habría tenido de estas cosas en un país nuevo, donde los más ignorantes irlandeses habían hecho fortuna? En aquel país sólo se exigía a los hombres que fuesen fuertes y no tuviesen miedo al trabajo.
Tampoco James y Andrew, que le acogieron en su almacén de Savannah, lamentaron su falta de cultura. Su clara caligrafía, sus cálculos exactos y su habilidad para el regateo le conquistaron su respeto, mientras que si el joven Gerald hubiese poseído conocimientos de literatura o un refinado gusto musical no hubiera suscitado en ellos más que bufidos desdeñosos. Estados Unidos, en los primeros años del siglo, había sido bondadoso con los irlandeses. James y Andrew, que empezaron transportando mercancías en carros cubiertos desde Savannah a las ciudades interiores de Georgia, habían prosperado hasta tener un almacén propio, y Gerald prosperó con ellos.
Le agradaba el Sur y pronto llegó a ser, en opinión suya, un sudista. En los Estados del Sur y en sus habitantes había muchas cosas que no comprendería nunca; pero, con la cordialidad innata en su carácter, adoptó sus ideas y costumbres tal como las entendía: poker y carreras de caballos, política ardiente y código caballeresco, derechos de los Estados y maldiciones a todos los yanquis, devoción al rey Algodón, desprecio a los blancos míseros y exagerada cortesía con las mujeres. Aprendió incluso a masticar tabaco. No le fue necesario adquirir la facilidad de beber whisky, porque la poseía de nacimiento.
Gerald seguía siendo el Gerald de siempre. Sus hábitos de vida y sus ideas cambiaron, pero él no quiso variar sus modales, aunque hubiese sido capaz de ello. Admiraba la elegancia afectada de los ricos plantadores de arroz y de algodón, artículos que transportaban a Savannah desde sus reinos pantanosos en caballos de pura sangre, seguidos de los carruajes de sus señoras, igualmente elegantes, y de las carretas de sus esclavos. Pero Gerald no consiguió nunca ser elegante. Aquel modo de hablar perezoso y confuso sonaba agradablemente en sus oídos; pero su propio acento vivo adheríase a su lengua. Le agradaba la gracia indolente con que realizaban negocios importantes, arriesgando una fortuna, una plantación o un esclavo a una carta y escribiendo sus pérdidas con indiferente buen humor y sin darle mayor importancia que a la calderilla que arrojaban a los negritos. Pero Gerald había conocido la pobreza y jamás pudo aprender a perder el dinero alegremente y de buen grado. Era una raza simpática la de aquellos georgianos de la costa, con su voz dulce, sus iras repentinas y sus deliciosas contradicciones que tanto agradaban a Gerald. Pero en el joven irlandés, recién llegado de un país donde el viento soplaba húmedo y fresco y en donde la fiebre no acechaba en los neblinosos pantanos, había una vitalidad ardiente e inquieta que lo hacía diferente de aquellos individuos indolentes, producto del clima semitropical y de los pantanos, focos de malaria.
De ellos aprendió lo que le pareció útil, prescindiendo del resto. Encontró que el poker era la más útil de las costumbres sudistas; el poker y el aguantar el whisky; fue su natural actitud ante las cartas y los licores lo que facilitó a Gerald dos de sus tres bienes más preciados: su criado y su plantación. El tercero era su mujer; y ésta la atribuía únicamente a la misteriosa bondad de Dios.
El criado, llamado Pork, un negro lustroso, digno y práctico en todas las artes de la elegancia indumentaria, era el resultado de una noche entera de poker con un plantador de la isla de Saint Simón, cuyo denuedo en la baladronada igualaba al de Gerald, pero que no tenía su misma resistencia para el ron de Nueva Orleans. Aunque el propietario de Pork ofreció después para recobrarlo el doble de su valor, Gerald rehusó obstinadamente, porque la posesión de aquel primer esclavo (y por añadidura «el mejor maldito criado de la costa») constituía el primer paso hacia el cumplimiento de lo que ansiaba su corazón. Gerald deseaba ser propietario de esclavos y terrateniente.
Acariciaba el pensamiento de no pasarse todos los días de su vida comprando y vendiendo como James y Andrew, o todas las noches comprobando columnas de cifras a la luz de una vela. Sentía ardientemente lo que sus hermanos no sentían, el estigma social adscrito a los pertenecientes al comercio. Gerald quería ser un plantador. Con la profunda codicia de un irlandés que ha sido arrendatario de las tierras que un tiempo fueron de la familia, deseaba ver sus propias hectáreas extenderse verdes ante sus ojos. Con una despiadada sinceridad de propósitos deseaba tener su propia casa, su propia plantación, sus caballos y sus esclavos. Y aquí, en este nuevo país, libre de los dos peligros de la tierra que había dejado (los impuestos que devoraban las cosechas y la continua amenaza de una confiscación imprevista), pensaba tenerlos. Pero, con el transcurso del tiempo, se dio cuenta de que tener aquella ambición y conseguir realizarla eran dos cosas distintas. La costa georgiana estaba sostenida tan firmemente por una aristocracia atrincherada en sus reductos que era muy difícil que él pudiera nunca esperar conseguir el puesto que se proponía. Entonces, la mano del destino y la del poker, conjuntamente, le dieron la plantación, que más tarde denominó Tara, y al mismo tiempo le sacaron de la costa y le establecieron en la meseta de Georgia.
Ocurrió en un salón de Savannah en una cálida noche de primavera, cuando la casual conversación de un desconocido sentado a su lado hizo que Gerald aguzase el oído. El forastero, un nativo de Savannah, había regresado después de doce años de ausencia en el interior. Era uno de los agraciados de la lotería agrícola organizada por el Gobierno para dividir el amplio espacio de la Georgia central, cedida por los indios el año antes de la llegada de Gerald a Estados Unidos. El desconocido marchó allá y estableció una plantación; pero ahora que su casa se había incendiado no quería permanecer más tiempo en aquel «maldito lugar» y se sentiría encantado de poder abandonarlo.
Gerald, siempre con el pensamiento de poseer una plantación propia, buscó la manera de serle presentado; y su interés aumentó cuando el extranjero le dijo que la parte septentrional del Estado se estaba poblando de personas procedentes de Carolina y Virginia. Gerald había vivido lo suficiente en Savannah para adquirir la opinión de los habitantes de la costa: que el resto del país era bosque salvaje y que en cada matorral había escondido un indio. Haciendo negocios para sus hermanos, había tenido que pasar por Augusta, ciudad situada a ciento sesenta kilómetros al norte del río Savannah, y viajado por el interior visitando las viejas ciudades al oeste de aquélla. Sabía que esa parte estaba tan poblada como la costa; pero, por la descripción del forastero, su plantación debía encontrarse a más de cuatrocientos kilómetros hacia el interior, al noroeste de Savannah, a poca distancia del río Chattahoochee. Gerald sabía que, al norte y al otro lado del río, el territorio estaba aún en poder de los indios iroqueses: por este motivo oyó con estupor al forastero burlarse de los temores acerca de las desavenencias con los indios y contar cómo en el nuevo país se extendían las ciudades y prosperaban las plantaciones.
Una hora después, cuando la conversación empezó a languidecer, Gerald, con una astucia que hacía creer en la inocencia de sus brillantes ojos azules, propuso una partida. A medida que avanzaba la noche y las bebidas se sucedían, los demás jugadores fueron abandonando la partida, dejando que contendiesen Gerald y el forastero. Este apostó todas sus fichas y puso a continuación la escritura de propiedad de la plantación. Gerald empujó todas sus fichas y apostó por añadidura su cartera. Que el dinero que contenía fuera casualmente de la razón social O’Hara Hermanos, no inquietaba su conciencia hasta el punto de confesarlo antes de la misa de la mañana siguiente. Sabía lo que quería, y cuando Gerald quería algo lo conquistaba por el camino más corto. Además tenía tal fe en su destino y en los cuatro doses que ni por un momento se preguntó cómo restituiría el dinero si se echaran sobre la mesa cartas mejores.
—No es negocio su ganancia; y me alegro de no tener que pagar más contribuciones allá —suspiró el poseedor de un trío de ases pidiendo pluma y tintero—. La casa grande se incendió hace un año y en los campos crecen malezas y pinos. Pero ya son suyos…
—No mezcles nunca las cartas con el whisky, como no hayas sido destetado con aguardiente irlandés —dijo gravemente aquella noche Gerald a Pork, mientras éste le ayudaba a acostarse. Y el criado, que había empezado a chapurrear el dialecto irlandés por admiración a su amo, le respondió en una extraña combinación de jerga negra y de dialecto del condado de Meath que hubiera confundido a cualquiera excepto a ellos dos.
El fangoso río Flint, que corría silencioso entre murallas de pinos y encinas cubiertas de retorcidas vides silvestres, rodeaba la nueva tierra de Gerald como un brazo curvado. Erguido en la pequeña cima sobre la cual había estado en un tiempo la casa, veía aquella gran barrera verde que representaba la agradable evidencia de su posesión, como si fuese una cerca construida por él mismo para señalar su propiedad. Firme sobre los cimientos ennegrecidos de la casa quemada, contemplaba la gran avenida de árboles que conducía al camino y juraba ruidosamente con una alegría demasiado profunda para permitirle una plegaria de acción de gracias. Aquellas dos líneas paralelas de árboles frondosos eran suyas, suyo aquel prado abandonado, invadido por la cizaña que crecía sin trabas bajo los jóvenes magnolios. Los campos incultos tachonados de pinos y de malezas espinosas, que a los cuatro lados extendían, lejana, su quebrada superficie de arcilla rojiza, pertenecían a Gerald O’Hara…, eran todos suyos, porque él poseía un obstinado cerebro irlandés, y el valor de apostarlo todo en una jugada de cartas. Gerald cerró los ojos y, en el silencio de aquellos eriales, sintió que había llegado al hogar. Allí, bajo sus pies, surgiría una casa de ladrillos enjalbegados. Al otro lado del camino se harían nuevas cercas que encerrarían rollizo ganado y caballos de raza; y la rojiza tierra que descendía desde la ladera de la colina a la fértil orilla del río resplandecería al sol como un edredón: ¡algodón, hectáreas y hectáreas de algodón! La fortuna de los O’Hara volvería a surgir.
Con una pequeña cantidad que sus hermanos le prestaron con escaso entusiasmo y con una bonita suma obtenida por la hipoteca del terreno, Gerald adquirió los primeros braceros y se fue a vivir a Tara en soledad de soltero en la casita de cuatro aposentos del mayoral, hasta el día en que se levantaron los blancos muros de Tara.
Desbrozó los campos, plantó algodón y volvió a pedir un préstamo a James y a Andrew para comprar más esclavos.
Los O’Hara eran como una tribu unida, ligada en la prosperidad y en el infortunio, no por excesiva afección familiar, sino porque habían aprendido durante los años dolorosos que una familia debe, para poder sobrevivir, presentar al mundo un frente compacto. Prestaron el dinero a Gerald y, en los años siguientes, aquel dinero volvió a ellos con intereses. Gradualmente, la plantación se ensanchó, porque Gerald compró más hectáreas situadas en las cercanías; y con el tiempo la casa blanca llegó a ser una realidad en vez de un sueño.
Los esclavos construyeron un edificio pesado y amplio, que coronaba la cima herbosa dominando la verde pendiente que descendía hasta el río; a Gerald le agradaba mucho porque aun siendo nuevo tenía un aspecto añejo. Las vetustas encinas que habían visto pasar bajo su follaje a los indios circundaban la casa con sus gruesos troncos y elevaban sus ramas sobre la techumbre con densa umbría. En el prado, limpio de cizaña, crecieron tréboles y una hierba para pasto que Gerald procuró fuese bien cuidada. Desde la avenida de los cedros que conducía a las blancas cabanas del barrio de los esclavos, todo el contorno de Tara tenía un aspecto de solidez y estabilidad, y cuando Gerald galopaba por la curva de la carretera y veía entre las ramas verdes el tejado de su casa, su corazón se henchía de orgullo como si lo viese por primera vez.
Todo era obra suya, del pequeño, terco y tumultuoso Gerald. Estaba en magníficas relaciones con todos sus vecinos del condado menos con los Macintosh, cuyas tierras confinaban con las suyas a la izquierda, y con los Slattery, cuya hectárea de terreno se extendía a la derecha junto a los pantanos, entre el río y la plantación de John Wilkes.
Los Macintosh eran escoceses, irlandeses y orangistas; y, aunque hubiesen poseído toda la santidad del calendario católico, su linaje estaba maldito para siempre a los ojos de Gerald. Verdad era que vivían en Georgia desde hacía setenta años o más y, anteriormente, habían vivido durante una generación en las dos Carolinas; pero el primero de la familia que había puesto el pie en las costas americanas procedía del Ulster, y esto era suficiente para Gerald.
Era una familia taciturna y altanera, cuyos miembros vivían estrictamente para ellos mismos, casándose con parientes suyos de Carolina; y Gerald no era el único que sentía antipatía por ellos, porque la gente del condado era cortés y sociable pero poco tolerante con quienes no poseían esas mismas cualidades. Los rumores que corrían sobre sus simpatías abolicionistas no aumentaban la popularidad de los Macintosh. El viejo Angus no había libertado jamás ni a un solo esclavo y había cometido la imperdonable infracción social de vender alguno de sus negros a los mercaderes de esclavos, de paso hacia los campos de caña de Luisiana; pero los rumores persistían.
—Es un abolicionista, no hay duda —hizo observar Gerald a John Wilkes—. Pero en un orangista, cuando un principio es contrario a la avaricia escocesa, se viene abajo.
Los Slattery eran cosa diferente. Pertenecientes a los blancos pobres, no se les concedía siquiera el envidioso respeto que la independencia de Angus Macintosh conseguía forzadamente de las familias vecinas. El viejo Slattery, que permanecía desesperadamente aferrado a sus escasas hectáreas de terreno, a pesar de las constantes ofertas de Gerald y de John Wilkes, era inútil y quejumbroso. Su esposa, una mujer desgreñada de aspecto enfermizo y pálido, era la madre de una prole de chicos ceñudos y conejiles que aumentaba cada año. Tom Slattery no poseía esclavos; él y sus dos hijos mayores cultivaban a ratos sus pocas hectáreas de algodón, mientras la mujer y los hijos menores atendían lo que se suponía una huerta. Pero de todos modos el algodón se malograba siempre y la huerta, a causa de los constantes embarazos de la señora Slattery, no producía lo suficiente para nutrir su rebaño.
El ver a Tom Slattery haraganeando ante los porches de sus vecinos, mendigando semillas de algodón o un trozo de tocino «para salir adelante», era cosa frecuente. Slattery odiaba a sus vecinos con toda la poca energía que poseía, percibiendo su desprecio bajo la cortesía aparente. Y odiaba especialmente a los «negros engreídos de los ricos». Los esclavos negros del condado se consideraban superiores a los pobretones blancos y su visible desprecio le hería, así como su más segura posición en la vida excitaba su envidia. En contraste con su propia existencia miserable, ellos estaban bien alimentados, bien vestidos y cuidados cuando eran viejos o estaban enfermos. Se sentían orgullosos del buen nombre de sus amos y, la mayor parte de ellos, de pertenecer a gente de calidad, mientras que él era despreciado por todos. Tom Slattery podía haber vendido su granja por el triple de su valor a cualquier plantador del condado. Éstos hubieran considerado bien gastado el dinero que librase a la comunidad de un indeseable; pero él prefería quedarse y vivir miserablemente del provecho de una bala de algodón, y de la caridad de sus vecinos.
Con el resto del condado Gerald mantenía relaciones de amistad, y con algunos de sus vecinos, de intimidad. Los Wilkes, los Calvert, los Tarleton, los Fontaine, todos sonreían cuando la figurilla del irlandés sobre el gran caballo blanco galopaba por sus carreteras y le hacían señas para que vaciase grandes copas en las que echaban una buena cantidad de aguardiente de maíz sobre una cucharadita de azúcar y una ramita de menta picada. Gerald era simpático y los vecinos se enteraban con el tiempo de lo que los niños, los negros y los perros descubrían a primera vista, esto es, que detrás de su voz retumbante y de sus modales truculentos se escondía un buen corazón, un oído acogedor y servicial y una cartera abierta a todos.
Su llegada tenía lugar siempre entre un tumulto de perros que ladraban y de negritos que gritaban, corriendo a su encuentro, disputándose el privilegio de sujetar su caballo y retorciéndose y gesticulando al oír sus afables insultos. Los niños blancos querían sentarse sobre sus rodillas para que les hiciese el caballito, mientras él denunciaba a los mayores la infamia de los políticos yanquis; las hijas de sus amigos le confiaban sus asuntos amorosos y los jovencitos de la vecindad, que temían confesar a sus padres sus deudas de honor, encontraban en él un amigo en la necesidad.
—¿Cómo tienes esa deuda desde hace un mes, bribón? —les gritaba—. ¡Por Dios! ¿Por qué no me has pedido el dinero antes?
Su ruda manera de hablar era demasiado conocida para que nadie se ofendiese; y el jovencito se limitaba a sonreír burlonamente, respondiendo avergonzado:
—Bueno, es que no quería molestarle, y mi padre…
—Tu padre es un buen hombre; generoso, pero un poco rígido; toma esto y que no te vuelva a ver por aquí.
Las mujeres de los plantadores fueron las últimas en capitular. Pero la señora Wilkes («una gran señora que posee el raro don del silencio», como la definía Gerald) dijo una tarde a su marido después de haber visto desaparecer entre los árboles el caballo de Gerald: «Tiene una manera ordinaria de hablar, pero es un caballero.» Gerald había triunfado definitivamente.
No se daba cuenta de que había tardado cerca de diez años en triunfar, pues jamás se le ocurrió que sus vecinos le hubieran mirado con recelo al principio. A su juicio era indudable que lo había logrado desde el primer momento en que puso los pies en Tara.
Cuando Gerald cumplió cuarenta y tres años (tan robusto de cuerpo y coloradote de cara que parecía uno de esos nobles cazadores que aparecen en los grabados deportivos) se le ocurrió que, por queridos que le fuesen Tara y la gente del condado, por abiertos que tuviesen el corazón y la casa para él, no era bastante. Necesitaba una mujer.
Tara reclamaba una dueña. El grueso cocinero, un negro del corral elevado a aquel puesto por necesidad, no tenía jamás a tiempo las comidas; y la criada, que antes trabajaba en el campo, dejaba que el polvo se acumulase sobre los muebles y no tenía nunca un paño de limpieza a mano, así que la llegada de huéspedes era siempre motivo de mucho jaleo y barahúnda. Pork, el único negro educado de la casa, tenía a su cargo la vigilancia general de los otros sirvientes, pero se había vuelto también perezoso y descuidado después de varios años de presenciar la manera de vivir descuidada de Gerald. Como criado tenía en orden el dormitorio de Gerald y como mayordomo servía a la mesa con dignidad y estilo; pero, aparte de esto, dejaba que las cosas siguiesen su curso. Con un infalible instinto africano, todos los negros habían descubierto que Gerald ladraba pero no mordía y se aprovechaban de ello vergonzosamente. Estaba siempre amenazando con vender los esclavos y con azotarlos terriblemente, pero jamás fue vendido un esclavo de Tara y sólo uno de ellos fue azotado, castigo que le administraron por no haber cepillado el caballo favorito de Gerald después de una larga jornada de caza.
Los ojos azules de Gerald observaban lo bien cuidadas que estaban las casas de sus vecinos y con qué facilidad dirigían a sus sirvientes las señoras de cabellos repeinados y de crujientes faldas. Él no sabía el trajín que tenían aquellas mujeres desde el alba hasta medianoche, consagradas a la vigilancia de la cocina, a la crianza, a la costura y al lavado. Veía únicamente los resultados exteriores y éstos le impresionaban.
La urgente necesidad de una esposa se le apareció claramente una mañana mientras se vestía para ir a caballo a la ciudad a asistir a una vista en la Audiencia. Pork sacó su camisa plisada preferida, tan torpemente zurcida por la doncella que sólo su criado hubiera podido ponérsela.
—Señor Gerald —dijo Pork, agradecido, doblando la camisa mientras Gerald se enfurecía—, lo que usted necesita es una esposa, una esposa que le traiga muchos negros a la casa.
Gerald regañó a Pork por su impertinencia, pero comprendió que tenía razón. Necesitaba una mujer y necesitaba hijos; y si no se apresuraba a tenerlos sería demasiado tarde. Pero no quería casarse con la primera que se presentase, como había hecho el señor Calvert, que había dado su mano a la institutriz inglesa de sus hijos, huérfanos de madre. Su mujer debía ser una señora, una verdadera señora, digna y elegante, como la señora Wilkes, y capaz de dirigir Tara como la señora Wilkes regía su propiedad.
Pero en las familias del condado se presentaban dos dificultades en el sistema matrimonial. La primera era la escasez de jóvenes casaderas. La segunda, más seria, era que Gerald era un «hombre nuevo», a pesar de sus diez anos de residencia, y además un extranjero. No se sabía nada de su familia. Aun siendo menos inexpugnable que la aristocracia de la costa, la sociedad de Georgia septentrional no habría admitido jamás que una de sus hijas se casase con un hombre cuyo abuelo era un desconocido.
Gerald sabía que a pesar de la simpatía sincera de los hombres del condado, con los que cazaba, bebía y hablaba de política, no habría podido casarse con la hija de ninguno de ellos. Y no quería que se pudiese murmurar durante la sobremesa de la cena acerca de que este o aquel padre había negado a Gerald O’Hara, lamentándolo mucho, permiso para hacer la corte a su hija. No por esto se sentía Gerald inferior a sus vecinos. Nada podría hacerle sentirse inferior a ninguno. Era sencillamente una costumbre inveterada en el condado que las hijas se casaran únicamente entre familias que llevaran viviendo en el Sur mucho más de veinte años y que durante todo aquel tiempo hubiesen sido propietarias de tierras y de esclavos, entregándose únicamente a los vicios elegantes de la sociedad.
—Prepara el equipaje. Nos vamos a Savannah —dijo a Pork—. Y si te oigo decir «¡Punto en boca!» o «¡Vaya!» una sola vez, te vendo, porque ésas son palabras que rara vez empleo.
James y Andrew habrían podido ciertamente darle algunos consejos sobre el asunto del matrimonio; y quizás entre sus viejos amigos podía haber alguna hija que reuniese las condiciones deseadas y que lo encontrase aceptable como marido. Sus hermanos escucharon pacientemente su historia, pero le dieron pocas esperanzas. No tenían en Savannah parientes a los que recurrir, porque ambos estaban ya casados cuando llegaron a Estados Unidos. Y las hijas de sus viejos amigos se habían casado hacía tiempo y tenían ya hijos.
—Tú no eres un hombre rico ni perteneces a una gran familia —dijo James.
—He llegado a ser rico y podré formar una gran familia. Y no quiero casarme con una cualquiera.
—Vuelas muy alto —replicó Andrew secamente.
Pero hicieron lo que pudieron por Gerald. Eran viejos y estaban bien situados. Tenían muchos amigos y durante un mes llevaron a Gerald de casa en casa, a cenas, bailes y meriendas.
—Sólo hay una que me agrada —dijo finalmente Gerald—. Y ésa no había nacido aún cuando desembarqué aquí.
—¿Y quién es?
—La señorita Ellen de Robillard —dijo Gerald, aparentando indiferencia, porque los ojos negros y ligeramente oblicuos de Ellen de Robillard habían despertado algo más que su atención. A pesar de sus modales de una desconcertante apatía, tan extraña en una muchacha de quince años, le había fascinado. Por otra parte, Ellen tenía generalmente un aspecto de desesperación que le llegaba al corazón y le hacía ser más amable con ella de lo que lo había sido en toda su vida con nadie.
—¡Pero si podrías ser su padre!
—¡Estoy en la flor de la vida! —exclamó Gerald, picado.
James habló con calma:
—Escúchame, Jerry[5], no hay muchacha en todo Savannah con la que puedas tener menos probabilidades de casarte. Su padre es un Robillard; y estos franceses son orgullosos como Lucifer. Y su madre, ¡Dios la tenga en la gloria!, era lo que se dice una verdadera gran señora.
—No me importa —se obstinó Gerald—. Además, su madre ha muerto y el viejo Robillard me aprecia.
—Como hombre, sí; pero como yerno, no.
—Y la muchacha no te aceptará, de todas maneras —intervino Andrew—. Hace ahora un año estuvo enamorada de ese pollo alocado, primo suyo, Philippe de Robillard, a pesar de que su familia ha estado día y noche detrás de ella para hacerla desistir.
—Se marchó el mes pasado a Luisiana.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé —contestó Gerald, quien no deseaba descubrir que Pork le había proporcionado aquella valiosa información ni que Philippe se había marchado al Oeste por expreso deseo de su familia—. Además, no creo que esté tan enamorada como para no poder olvidarle. Quince años son muy poco para saber mucho de amor.
—Preferirán para ella a ese impetuoso primo, antes que a ti.
Por eso James y Andrew se quedaron tan admirados como todos cuando les llegó la noticia de que la hija de Pierre de Robillard iba a casarse con el pequeño irlandés que no era del país. Savannah murmuró de puertas adentro, haciendo comentarios acerca de Philippe de Robillard, que había marchado al Oeste; pero los chismes no obtuvieron respuesta. Fue siempre para todos un misterio el que la hija más bonita de los Robillard se casara con aquel turbulento hombrecillo de rostro colorado que apenas le llegaba al hombro.
El propio Gerald no supo nunca del todo cómo ocurrió el hecho. Sólo supo que se había operado un milagro. Y por única vez en su vida se sintió humilde cuando Ellen, palidísima pero tranquila, le puso su blanca mano sobre el brazo y le dijo: «Me casaré con usted, señor O’Hara.»
Los Robillard, estupefactos, se enteraron en parte de la respuesta; pero sólo Ellen y su Mamita supieron toda la historia de aquella noche en que la joven sollozó hasta el amanecer como una niña con el corazón destrozado, levantándose por la mañana con el ánimo sereno.
Con un presentimiento, Mamita llevó a su joven señora un paquetito enviado desde Nueva Orleans, con la dirección escrita con letra desconocida; el paquetito contenía una miniatura de Ellen, que ella dejó caer al suelo con un grito; cuatro cartas escritas de su puño y letra a Philippe de Robillard y otra breve de un sacerdote de Nueva Orleans, anunciándole la muerte de su primo en una riña de taberna.
—Le hicieron marcharse mi padre, Pauline y Eulalie. Le hicieron marcharse, sí. Los odio, los odio a todos. No quiero verlos más. Quiero irme. Quiero irme adonde no pueda verlos más, ni a ellos ni esta ciudad, ni nada que me recuerde… a él.
Y, cuando acababa la noche, Mamita, que también había llorado inclinada sobre la cabeza morena de su ama, dijo a modo de protesta:
—¡Pero tú no puedes hacer eso, tesoro!
—Lo haré. Es un hombre bueno. Lo haré o entraré en el convento de Charleston.
Fue la amenaza del convento lo que hizo finalmente ceder a Pierre de Robillard, trastornado y afligido. Era un fiel presbiteriano, aunque su familia fuese católica, y la idea de que su hija se hiciese monja le resultaba más penosa que su casamiento con Gerald O’Hara. Después de todo, contra éste no tenía nada, como no fuese su falta de familia.
Así, Ellen, que ya no era Robillard, volvió la espalda a Savannah para no regresar nunca más y viajó hacia Tara con un marido de mediana edad, Mamita y veinte «negros de la casa».
Al siguiente año nació su primera hija, a la que bautizaron con el nombre de Katie Scarlett, como la madre de Gerald. Éste se desilusionó, porque esperaba un hijo; aunque, sin embargo, le agradó su morena hijita lo suficiente para servir ron a todos los esclavos de Tara y beber él también con ruidosa alegría.
Nadie supo jamás si Ellen lamentó alguna vez su decisión de casarse con él, y menos que nadie Gerald, que reventaba casi de orgullo cada vez que la miraba. Ella había borrado de su mente a Savannah y sus recuerdos cuando abandonó aquella graciosa y acogedora ciudad y, desde el momento en que llegó al condado, Georgia del Norte se convirtió en su patria.
Cuando salió para siempre de casa de su padre, dejó una mansión de líneas tan bellas y esbeltas como las de un cuerpo de mujer, como las de un navio a toda vela; una casa pintada con un rosado estuco, construida al estilo colonial francés, que se levantaba con delicada traza, y accesible por unas escaleras de caracol con barandillas de hierro forjado tan finas como encaje; una casa rica y graciosa, pero algo altiva.
Había abandonado no sólo la airosa morada, sino también toda la civilización que existía dentoro de aquel edificio; se encontraba en un mundo tan extraño y distinto como si hubiera arribado a otro continente.
La Georgia septentrional era una región escarpada, habitada por gentes ásperas. Desde lo alto de la meseta, al pie de la cordillera de las Blue Ridge Mountains, veía hacia dondequiera que mirase colinas rojizas, con enormes picos de granito y esbeltos pinos que se alzaban umbrosos por doquier. Todo parecía selvático y bravio a sus ojos acostumbrados a la costa y a la tranquila belleza de las islas tapizadas de musgo gris y verde, con las blancas fajas de sus playas abrasadas bajo el sol semitropical y las vastas perspectivas de tierra arenosa tachonada de palmeras.
Era aquella de Georgia una región que conocía lo mismo el frío invernal que el calor del verano; y en la gente había un vigor y una energía que la sorprendían, Eran personas buenas, corteses, generosas, de carácter afable, pero resueltas, viriles y propensas a la ira.
Los habitantes de la costa que ella había abandonado se vanagloriaban de tomar todos sus asuntos, incluso los duelos y contiendas, con actitud indolente, pero estos de Georgia del Norte tenían una veta de violencia. En la costa, la vida se había suavizado; aquí era juvenil, vigorosa y nueva.
Todas las personas que Ellen había conocido en Savannah estaban cortadas por el mismo patrón; eran parecidísimos sus puntos de vista y sus tradiciones; aquí, la gente era de una gran variedad. Los colonos de Georgia del Norte venían de lugares muy diversos: de otras partes de Georgia, de las Carolinas, de Virginia, de Europa y del Norte. Algunos, como Gerald, eran gente nueva en busca de fortuna. Otros, como Ellen, eran miembros de viejas familias que encontraron la vida insoportable en sus antiguos hogares y habían buscado refugio en tierras distantes. Muchos se habían trasladado sin otra razón que la sangre inquieta de sus padres exploradores, que corría aún, vivificante, por sus venas.
Esta gente, llegada de lugares muy diversos y de muy distintos ambientes, daba a la vida entera del condado una falta de formulismo que para Ellen era completamente nueva y a la que no consiguió nunca acostumbrarse por completo. Sabía instintivamente cómo hubiera obrado la gente de la costa en cualquier circunstancia. Allí no consiguió nunca descubrir lo que habría hecho un georgiano del Norte.
Todos los negocios de la región prosperaban rápidamente, en una ola que rodaba hacia el Sur. Todo el mundo pedía algodón y la tierra nueva de la comarca, fértil y lozana, lo producía en abundancia. El algodón era el latir del corazón de la comarca; la siembra y la recolección eran la sístole y la diàstole de la rojiza tierra. De los surcos sinuosos brotaba la riqueza y también la arrogancia creada por las verdes matas y las hectáreas de blanco vellón. Si éste los había hecho ricos en una generación, ¡cuánto más lo haría en la próxima!
La seguridad del mañana daba placer y entusiasmo por la vida; y la gente del condado gozaba de la existencia con una sinceridad que Ellen no comprendió jamás. Tenían dinero bastante y los suficientes esclavos para que les quedase tiempo de divertirse; y les gustaba el juego. Parecían no estar nunca ocupados; no dejaban de asistir a una partida de pesca o de caza o a una carrera de caballos; y no pasaba apenas una semana sin barbacoa o baile.
Ellen no quiso nunca, o no pudo, llegar a ser por completo como ellos (había dejado en Savannah mucho de sí misma), pero los respetaba, y con el tiempo aprendió a admirar la franqueza y la rectitud de aquella gente, muy poco reticente y que valoraba a un hombre por lo que era.
Llegó a ser la vecina más querida del condado. Era un ama de casa ahorrativa y afable, una buena madre y una esposa fiel. El dolor egoísta que habría dedicado a la Iglesia lo consagró, en lugar de a ella, al servicio de sus hijos, de su casa y del hombre que la había arrancado de Savannah y de sus recuerdos sin hacerle jamás una pregunta.
Cuando Scarlett tuvo un año (más sana y fuerte de lo que una niña tiene derecho a ser, según Mamita) nació la segunda hija de Ellen, bautizada con los nombres de Susan Elinor, pero a la que llamaban siempre Suellen; y a su debido tiempo vino Carreen, inscrita en la Biblia familiar como Caroline Irene. Las siguieron tres muchachos, que murieron antes de haber aprendido a andar; tres niños que ahora yacían bajo los retorcidos cedros, en el cementerio, a cien metros de la casa, bajo tres lápidas, cada una de las cuales llevaba el nombre de «Gerald O’Hara Jr.».
Desde el día en que Ellen llegó a Tara, el lugar había ido transformándose. Aunque ella sólo tenía quince años, estaba no obstante preparada para las responsabilidades de una dueña de plantación. Antes del matrimonio, las muchachas tenían que ser, sobre todo, dulces, amables, bellas y decorativas; pero después de casadas debían regir una casa con cien personas o más, entre blancos y negros; y con vistas a esto eran educadas.
Ellen había recibido la preparación para el matrimonio que se da a toda señorita de buena familia; y además tenía a Mamita, que con su energía era capaz de galvanizar al negro más holgazán. Pronto impuso orden, dignidad y gracia en la casa de Gerald y dio a Tara una belleza que antes no había tenido nunca.
La casa fue construida sin seguir ningún género de plan arquitectónico, y le añadían cuartos donde y cuando iban siendo necesarios; pero, con el cuidado y la atención de Ellen, adquirió un encanto especial que provenía, justamente, de su falta de diseño. La avenida de cedros que conducía del camino principal a la casa, aquella avenida sin la que ninguna casa de plantadores georgianos hubiera estado completa, tenía una sombra densa y fresca que daba mayor viveza y esplendor, por contraste, al verde de los otros árboles. La enredadera que caía sobre las terrazas resaltaba brillante sobre los ladrillos enjalbegados; y se unía con las rosadas y retorcidas ramas del mirto junto a la puerta y con las blancas flores de los magnolios, en la explanada, disimulando en parte las feas líneas de la casa.
En primavera y verano, el trébol y el pasto del prado se tornaban de un color esmeralda, de un esmeralda tan seductor que representaba una tentación irresistible para las bandadas de pavos y de gansos que debían vagar únicamente por la parte trasera de la casa. Los más viejos de la bandada se desviaban continuamente en clandestinos avances hacia la explanada delantera, atraídos por el verde de la hierba y la sabrosa promesa de los capullos y de los macizos sembrados. Contra sus latrocinios se había instalado bajo el pórtico delantero un pequeño centinela negro. Armado con una toalla andrajosa, el negrito, sentado en los escalones, formaba parte del cuadro de Tara; y era muy desgraciado, porque le estaba prohibido tirar a las aves y debía limitarse solamente a agitar la toalla y a gritar «¡Sos!» para espantarlas.
Ellen adiestró en aquella tarea a docenas de negritos; era el primer puesto de responsabilidad que desempeñaba un esclavo en Tara. Cuando cumplían diez años, eran enviados al viejo Daddy, el zapatero de la plantación, para aprender su oficio; o a Amos, el carpintero y carrero; o a Philippe, el vaquero; o a Cuffee, el mozo de muías. Si no mostraban aptitudes para ninguno de estos oficios, trabajaban en el campo, y, en opinión de los negros, habían perdido sus derechos a cualquier posición social.
La vida de Ellen no era fácil ni feliz; pero ella no había esperado que fuese fácil, y, en cuanto a la felicidad, era aquél su destino de mujer. El mundo pertenecía a los hombres, y ella lo aceptaba así. El hombre era el dueño de la prosperidad, y la mujer la dirigía. El hombre se llevaba el mérito de la gerencia y la mujer encomiaba su talento. El hombre mugía como un toro cuando se clavaba una astilla en un dedo y la mujer sofocaba sus gemidos en el parto por temor a molestarle. Los hombres eran ásperos al hablar y se emborrachaban con frecuencia. Las mujeres ignoraban las brusquedades de expresión y metían en la cama a los borrachos, sin decir palabras agrias. Los hombres eran rudos y francos, y las mujeres, siempre buenas, afables e inclinadas al perdón.
Ella había sido educada en las tradiciones de las grandes señoras, a quienes se les enseña a soportar su carga conservando su encanto; y pensaba que sus tres hijas llegarían a ser también grandes señoras. Con las dos más jóvenes lo había conseguido, porque Suellen ansiaba tanto ser atractiva que prestaba oídos atentos y obedientes a las enseñanzas de su madre, y Carreen era tímida y fácil de guiar. Pero Scarlett, verdadera hija de Gerald, encontró áspero el camino del señorío.
Ante la indignación de Mamita, prefería compañeros de juego que no fuesen sus formales hermanitas o las bien educadas niñas de los Wilkes, sino los negritos de la plantación y los chicos de la vecindad; y sabía trepar a un árbol o tirar una piedra tan bien como cualquiera de ellos. Mamita estaba muy disgustada con que una hija de Ellen manifestara tales inclinaciones, y con frecuencia la conjuraba a que «se portase como una señora». Pero Ellen tomaba el asunto con una actitud más tolerante y previsora. Sabía que los compañeros de infancia serían, años después, sus pretendientes, y el primer deber de una muchacha era casarse. Se decía a sí misma que la niña estaba simplemente llena de vida y que habría tiempo de enseñarle las artes y gracias precisas para resultar atractiva a los hombres.
A tal fin encaminaron Ellen y Mamita sus esfuerzos, y, cuando Scarlett creció, se hizo una buena alumna en esa materia; pero no aprendió casi ninguna otra cosa. A pesar de una serie de institutrices y de dos años en la cercana Academia Femenina de Fayetteville, su educación era muy incompleta; sin embargo ninguna muchacha del condado bailaba con más gracia que ella. Sabía ronreír haciendo resaltar los hoyuelos de su rostro; caminar anadeando para que las amplias faldas de su miriñaque oscilaran fascinantes; sabía mirar a un hombre a la cara y bajar después los ojos pestañeando rápidamente, de modo que pareciese el temblor de una dulce emoción. Pero sobre todo aprendió a ocultar a los hombres una inteligencia aguda bajo un rostro tan dulce y tierno como el de un niño.
Ellen, con amonestaciones en tono suave, y Mamita, con sus constantes censuras, trataban de inculcar en ella las cualidades que la habrían de hacer verdaderamente deseable como esposa.
—Debes ser más amable, querida, más sosegada —decía Ellen a su hija—. No debes interrumpir a los caballeros que te hablen, aunque creas saber más que ellos sobre el asunto de que traten. A los caballeros no les gustan las muchachas demasiado desenvueltas.
—Las señoritas tontas que presumen mucho y dicen «quiero esto, no quiero aquello» pueden dar por seguro que no encontrarán marido —profetizaba Mamita con enfado—. Las muchachas deben bajar los ojos y decir «Sí, señor», «Está muy bien lo que usted dice, señor».
Entre las dos le enseñaron todo lo que una señorita bien nacida debía saber, pero ella aprendió solamente los signos exteriores de la urbanidad. No aprendió nunca la gracia interior de la que esos signos deben brotar: no la aprendió nunca ni vio la necesidad de aprenderla. Con las apariencias bastaba, porque sus apariencias señoriles le atraían cortejadores, y ella no deseaba más. Gerald se jactaba de que su hija era la mayor beldad de los cinco condados, lo cual era, en parte, verdad, pues le habían hecho proposiciones matrimoniales casi todos los jóvenes de las cercanías y de muchos lugares tan lejanos como Atlanta y Savannah.
A los dieciséis años, gracias a Mamita y a Ellen, Scarlett parecía dulce, encantadora y vivaracha; pero era, en realidad, caprichosa, presumida y terca. Tenía las pasiones fácilmente excitables de su padre irlandés, y nada, excepto una tenue capa exterior, del carácter desinteresado e indulgente de su madre. Ellen no se dio jamás completamente cuenta de que era sólo una capa, pues Scarlett le ponía siempre su mejor cara a su madre, ocultando sus travesuras, refrenando su temperamento y mostrándose en presencia de Ellen lo más suave que podía, porque su madre sabía, con una sola mirada de reproche, hacerla llorar. Pero Mamita no se hacía ilusiones sobre ella, y estaba constantemente alerta a las grietas de aquella capa. Los ojos de Mamita eran más agudos que los de Ellen, y Scarlett no recordaba nunca haberla podido engañar por mucho tiempo.
No es que estas dos guías afectuosas deplorasen la alegría, la vivacidad y la fascinación y el hechizo de Scarlett. Éstos eran rasgos de los que las mujeres del Sur se enorgullecían. Era el carácter terco e impetuoso de Gerald lo que las preocupaba en ella, y a veces temían que no pudieran ocultarse sus cualidades nocivas antes de que hiciese un buen matrimonio.
Pero Scarlett se proponía casarse, y casarse con Ashley, y le interesaba aparecer recatada, dócil y frivola, si es que éstas eran las cualidades que atraían a los hombres. No sabía por qué les gustaban a los hombres. Sólo sabía que tales métodos eran los que tenían éxito. Nunca le interesó tanto aquello como para intentar buscar la razón que lo motivaba, porque ignoraba el interior de los seres humanos y, por tanto, el suyo propio. Sabía únicamente que si ella decía «esto es así», los hombres invariablemente respondían «así es». Era como una fórmula matemática y sin mayor dificultad, porque las matemáticas habían sido la única materia que le pareció fácil a Scarlett en su época de colegiala.
Si conocía poco la idiosincrasia masculina, conocía aún menos la femenina, pues las mujeres le interesaban poco. No había tenido jamás una amiga ni sentido su necesidad. Para ella, todas las mujeres, incluso sus dos hermanas, eran enemigas naturales que perseguían la misma presa: el hombre.
Todas las mujeres, excepto una: su madre.
Ellen O’Hara era diferente, y Scarlett la consideraba como algo sagrado, aparte del resto del género humano. De niña, confundía a su madre con la Virgen María, y ahora que era mayor no veía motivo para cambiar de opinión. Para ella, Ellen representaba esa completa seguridad que sólo el Cielo o una madre pueden dar. Sabía que su madre era la personificación de la justicia, de la verdad, de la ternura afectuosa y del profundo saber: una gran señora.
Scarlett deseaba vivamente ser como su madre. La única dificultad era que, siendo justa y sincera, tierna y desinteresada, una se perdía la mayor parte de los goces de la vida y, sin duda, muchos cortejadores. Y la vida era demasiado breve para renunciar a tantas cosas agradables. Algún día, cuando se hubiese casado con Ashley y fuese vieja, algún día, cuando tuviese tiempo, trataría de ser como Ellen. Pero hasta entonces…