Cuando los gemelos dejaron a Scarlett de pie en el porche de Tara y se hubo extinguido el último eco de los rápidos cascos, ella volvió a su asiento como una sonámbula. Sentía su rostro como rígido por el dolor, y su boca verdaderamente dolorida de tanto dilatarla a disgusto en sonrisas forzadas para evitar que los gemelos se enterasen de su secreto. Se sentó abrumada, en descuidada postura, con el corazón rebosante de amargura, como si no le cupiera en el pecho. Le latía con extrañas y leves sacudidas; sus manos estaban frías, y se sentía oprimida por la sensación de un desastre. Había dolor y asombro en su expresión, el asombro de una niña mimada que siempre ha tenido todo cuanto quiere y que ahora, por primera vez, se ve en contacto con la parte desagradable de la vida.
¡Casarse Ashley con Melanie Hamilton!
¡Oh, no podía ser verdad! ¡Los gemelos estaban equivocados! ¡Le habían gastado una de sus bromas! Ashley no podía estar enamorado de ella. Nadie podía estarlo de una personilla tan ratonil como Melanie. Scarlett recordó con disgusto la delgada figura infantil, la cara seria en forma de corazón e inexpresiva casi hasta la fealdad. Y Ashley llevaba varios meses sin verla. Él no había estado en Atlanta más de dos veces desde la recepción que había dado el año anterior en Doce Robles. No, Ashley no podía estar enamorado de Melanie porque —¡oh, era imposible que se equivocase!—, ¡porque estaba enamorado de ella! Era a ella, a Scarlett, a quien él amaba. ¡Lo sabía, sí!
Scarlett oyó los pesados pasos de Mamita que hacían retemblar el piso del vestíbulo, se apresuró a adoptar una postura natural y procuró dar a su rostro una expresión más apacible. No quería que nadie sospechase que algo no marchaba bien. Mamita creía poseer a los O’Hara en cuerpo y alma, y que sus secretos eran los suyos; y el menor asomo de secreto bastaba para ponerla sobre la pista, implacable como un sabueso.
Scarlett lo sabía por experiencia; si la curiosidad de Mamita no quedaba satisfecha, pondría en seguida al corriente del asunto a Ellen, y entonces Scarlett no tendría más remedio que contárselo todo a su madre o inventar alguna mentira aceptable.
Mamita llegó del vestíbulo. Era una mujer enorme, con ojillos penetrantes de elefante. Una negra reluciente, africana pura, devota de los O’Hara hasta dar por ellos la última gota de su sangre; la mano derecha de Ellen, la desesperación de sus tres hijas y el terror de los demás criados de la casa. Mamita era negra, pero su regla de conducta y su orgullo eran tan elevados como los de sus amos. Se había criado con Solange Robillard, la madre de Ellen, una francesa distinguida, fría, estirada, que no perdonaba ni a sus hijos ni a sus criados el justo castigo por la menor ofensa al decoro. Había sido nodriza de Ellen, viniéndose con ella de Savannah a las tierras altas cuando se casó. Mamita castigaba a quienes quería. Y como a Scarlett la quería muchísimo y estaba enormemente orgullosa de ella, la serie de castigos no tenía fin.
—¿Se han marchado esos señores? ¿Cómo no los ha convidado a cenar, señorita Scarlett? Le dije a Poke que pusiera plato para ellos. ¿Es ésa su educación?
—¡Oh! Estaba tan cansada de oírlos hablar de la guerra que no hubiera podido soportarlo la comida entera, y menos con papá vociferando sobre el señor Lincoln.
—No tiene usted mejores maneras que cualquiera de las criadas. ¡Después de lo que la señora Ellen y yo hemos luchado con usted! ¿Y está usted aquí sin un chai? ¡Con el relente que hace! ¿No le he dicho y repetido que se cogen fiebres por estar sentada al relente de la noche sin nada sobre los hombros? ¡Métase en casa, señorita Scarlett!
—No; quiero estar sentada aquí contemplando la puesta de sol. ¡Es tan hermosa! Por favor, corre y tráeme un chai, Mamita. Estaré aquí sentada hasta que llegue papá.
—Me parece, por la voz, que está usted resfriándose —dijo Mamita, recelosa.
—Pues no es verdad —replicó Scarlett, impaciente—. Anda, tráeme mi chai.
Mamita volvió al vestíbulo, con sus andares de pato, y Scarlett la oyó llamar en voz baja desde el pie de la escalera a una de las criadas del piso de arriba.
—¡Tú, Rose, échame el chai de la señorita Scarlett! —Y luego más alto—: ¡Dichosas negras! Nunca están donde deben. Ahora voy a tener que subir yo a buscarlo.
Scarlett oyó crujir los peldaños y se levantó sin hacer ruido. Cuando Mamita volviese, reanudaría su sermón sobre la falta de hospitalidad de Scarlett, y ésta sentía que no podría aguantar la charla sobre un asunto tan trivial cuando le estallaba el corazón. Mientras permanecía en pie, vacilante, pensando dónde podría esconderse hasta que el dolor de su pecho se hubiera calmado algo, se le ocurrió una idea que fue como un rayo de esperanza. Su padre había ido aquella tarde a caballo a Doce Robles, la plantación de Wilkes, para proponerle la compra de Dilcey, la obesa esposa de su criado Pork. Dilcey era el ama de llaves y mujer de confianza de Doce Robles, y desde que, hacía seis meses, se había casado con Pork, éste había mareado a su amo día y noche para que comprase a Dilcey, y que pudieran así vivir los dos en la misma plantación. Y, esa tarde, Gerald, agotada ya su resistencia, salió a proponer una oferta por Dilcey.
«Seguramente —pensó Scarlett—, papá se enterará si es cierta esa horrible historia. Aunque realmente no oiga nada esta tarde, acaso note algo, tal vez perciba alguna agitación en la familia Wilkes. Si yo pudiera verle a solas antes de cenar, quizá conseguiría averiguar la verdad. Será una de las odiosas bromas de los gemelos.»
Era ya la hora de que volviese Gerald, y si quería verle a solas no tenía más remedio que esperar allí donde el sendero desembocaba en la carretera. Bajó despacio los escalones del porche, mirando con cuidado por encima de su hombro para estar segura de que Mamita no la estaba observando desde las ventanas del piso de arriba. Viendo que ningún rostro negro, tocado con cofia blanca como la nieve, atisbaba, inquisitivo, detrás de los descorridos visillos, se recogió valientemente las floreadas y verdes faldas y corrió camino abajo, hacia la carretera, tan velozmente como sus pequeñas y elegantes chinelas, atadas con cintas, se lo permitieron.
Los oscuros cedros que crecían a ambos lados del enarenado camino formaban un arco sobre su cabeza, convirtiendo la larga avenida en sombrío túnel. Tan pronto como estuvo debajo de los nudosos brazos de los cedros, comprendió que se hallaba a salvo de la curiosidad de los de la casa y aflojó su rápido paso. Estaba jadeante porque llevaba el corsé demasiado apretado para permitirle correr muy de prisa, pero caminaba rápidamente. Pronto llegó al final del camino y a la carretera, pero no se detuvo hasta dar vuelta a un recodo que dejaba un bosquecillo entre ella y la casa.
Sofocada, anhelante la respiración, se sentó en un tocón a esperar a su padre. Había pasado ya la hora de su regreso, pero Scarlett se alegraba de aquel retraso. La demora le daría tiempo a calmar su respiración y a tranquilizar su rostro para no despertar sospechas. A cada momento esperaba oír el ruido de los cascos de su caballo y verle aparecer galopando a la velocidad acostumbrada, como si quisiera romperse la cabeza. Pero se deslizaban los minutos sin que Gerald llegase. Miraba ella a lo lejos buscándole, sintiendo renacer la angustia de su corazón.
«¡Oh, no puede ser verdad! —pensó—. ¿Por qué no viene?»
Sus miradas seguían el sinuoso camino, de un rojo de sangre ahora, después de la lluvia matinal. Seguíale imaginariamente en su carrera mientras cabalgaba colina abajo hasta el perezoso río Flint, a través de los intrincados vados pantanosos y, luego, subiendo la colina inmediata a Doce Robles donde Ashley vivía. Éste era todo el camino que los separaba ahora, un camino que conducía a Ashley, a la hermosa casa de blancas columnas que como un templo griego coronaba la colina.
«¡Oh, Ashley, Ashley!», pensaba, y su corazón latía aceleradamente. Se había disipado en parte la fría sensación de catástrofe que la oprimiera desde que los gemelos Tarleton le habían contado sus murmuraciones, y en su lugar se insinuaba la fiebre que venía padeciendo desde hacía dos años.
Le parecía extraño ahora que, mientras se hacía mujer, Ashley no la atrajera nunca demasiado. En los días de su infancia le había visto ir y venir sin concederle nunca un pensamiento. Pero hacía tres años, Ashley, recién llegado a su casa de un gran viaje de tres años por Europa, había ido a visitarla, y desde aquel día le amaba. Era así de sencilla la cosa.
Estaba ella delante del porche, y él había llegado a caballo por la larga avenida, vestido de fino paño gris, con una corbata ancha que resaltaba a la perfección sobre su rizada camisa. Aun ahora, podía recordar Scarlett cada detalle de su indumentaria; lo relucientes que estaban sus botas, la cabeza de Medusa en camafeo de su alfiler de corbata, el ancho panamá que se quitó rápidamente al verla. Se apeó, entregó las riendas a un negrito y se quedó mirándola. Sus soñolientos ojos grises sonreían y el sol brillaba de tal modo sobre su rubio cabello que parecía un casco de reluciente plata. Y dijo: «¿De modo que ya estás hecha una mujer, Scarlett?» Y subiendo ligero los escalones, le había besado la mano. ¡Y su voz! Nunca podría olvidar el salto que dio su corazón cuando la oyó como si fuese por primera vez, lenta, sonora, musical.
Desde aquel mismo instante, él le había sido preciso, tan sencilla e irrazonablemente como le eran precisos la comida para alimentarse, los caballos para cabalgar y un suave lecho para su reposo.
Durante dos años habíala escoltado por toda la comarca, en bailes, fritadas, meriendas campestres y sesiones en la Audiencia; nunca con tanta frecuencia como los gemelos Tarleton o Cade Calvert, nunca tan pesado como los jóvenes Fontaine; pero, así y todo, no transcurría jamás una semana sin que Ashley fuera de visita a Tara.
Verdad es que nunca le había hecho la corte, ni sus claros ojos verdes habían brillado con el fulgor que tan bien conocía Scarlett en la mirada de otros hombres. Y, sin embargo…, sin embargo, ella sabía que él la amaba. No podía equivocarse en esto. Un instinto más fuerte que la razón y el conocimiento nacido de la experiencia le decían que él la quería. Con demasiada frecuencia le había sorprendido, cuando su mirada no era ni soñolienta ni lejana, contemplándola con un anhelo y una tristeza que la desconcertaban. Ella sabía que la amaba. ¿Por qué no se lo había dicho? No lo podía comprender; pero había en él tantas cosas que ella no comprendía…
Él era siempre cortés, pero lejano, distante. Nadie hubiera podido decir nunca en qué estaba pensando, y Scarlett menos que nadie. Y esto en un vecindario donde todos decían lo que pensaban no bien lo habían pensado. Resultaba exasperante lo reservado que era Ashley. Era tan diestro como cualquiera de los otros muchachos en las habituales diversiones del condado, caza, juego, baile y política, y el mejor jinete de todos ellos, pero difería de todos los demás en que esas gratas actividades no constituían el objetivo de su vida. Y sólo él sentía interés por los libros y la música y era aficionado a las musas.
¡Oh! ¿Por qué era tan atractivamente rubio, tan cortésmente distraído, tan enloquecedoramente aburrido con su charla sobre Europa, los libros, la música, la poesía y otras cosas que a ella no le interesaban en absoluto, y era, sin embargo, tan deseable? Noche tras noche, cuando Scarlett se iba a acostar después de haber estado sentada con él en la penumbra del porche, permanecía sin dormirse durante horas enteras y sólo la consolaba la idea de que seguramente Ashley se declararía la próxima vez que le viera. Pero la próxima vez llegaba y pasaba, y el resultado era nulo, nulo salvo en que la fiebre que la atacaba se hacía cada vez más alta y más ardiente. Le quería y le necesitaba, pero no le comprendía. Ella era tan natural y sencilla como los vientos que soplaban sobre Tara, como el amarillo río que la surcaba, y hasta el fin de sus días sería incapaz de comprender nada complejo. Y ahora, por primera vez en su vida, se encontraba frente a una naturaleza compleja.
Porque Ashley provenía de un linaje de hombres que entretenían sus ocios en pensar, no en obrar, en tener brillantes y coloridos sueños sin un ápice de realidad. Se movía en un mundo interior que era más hermoso que Georgia, y le costaba trabajo volver a la realidad. Miraba a la gente, y ni le gustaba ni le disgustaba. Miraba a la vida, y ni le alegraba ni le entristecía. Aceptaba el universo y su puesto en él tales como eran, y, encogiéndose de hombros volvía a su música, a sus libros y a su mundo mejor.
¿Cómo podía haber cautivado a Scarlett con una mente tan distinta de la suya? Ella no lo sabía. Aquel mismo misterio excitaba su curiosidad como una puerta que no tiene llave ni cerradura. Lo que tenía él de incomprensible acrecía en ella su amor, y la extraña y comedida corte que le hacía servía únicamente para aumentar su decisión de hacerlo suyo. No dudó nunca de que se declararía algún día, pues era ella demasiado joven y demasiado mimada para conocer la derrota. Y ahora, como un trueno, había llegado aquella horrible noticia. ¡Casarse Ashley con Melanie! ¡No podía ser cierto!
¡Pero si todavía la semana anterior, cuando regresaban a caballo de Fairhill, al anochecer, él había dicho: «Scarlett, tengo algo tan importante que decirte que apenas sé cómo expresarlo»!
Ella había bajado los ojos recatadamente, mientras el corazón le palpitaba con salvaje alegría pensando que llegaba el feliz momento. Entonces, él había dicho: «Ahora, no. Estamos cerca de casa y no hay tiempo. ¡Oh, Scarlett, qué cobarde soy!» Y picando espuelas a su caballo, había subido al galope la colina hasta Tara.
Sentada en el tocón, Scarlett pensó en aquellas palabras que la habían hecho tan feliz, y de repente tomaron éstas otro sentido, un sentido horrible. ¿Y si era la noticia de sus esponsales lo que había intentado decirle?
—¡Oh, si al menos llegara papá!
Scarlett no podía soportar la duda un momento más. Miró otra vez con impaciencia hacia el camino, y de nuevo se sintió defraudada.
El sol estaba ahora bajo en el horizonte y en el límite de la tierra el rojo resplandor se difuminaba en tonos rosados. Y, encima, el firmamento iba cambiando lentamente su color celeste por un delicado azul verdoso de exquisitas tonalidades. La mágica quietud del crepúsculo en el campo la envolvía calladamente. La tenebrosa oscuridad de la noche se cernía sobre los campos. Los rojos surcos y la bermeja herida del camino perdían su mágico color de sangre y recobraban la parda uniformidad de la tierra. Al otro lado del camino, en los pastos, el ganado, asomando la cabeza por encima de la barrera, esperaba pacientemente que lo condujesen a los establos y al pienso. Atemorizados por la negra sombra de la espesura que bordeaba los pastos, los animales parecían mover sus orejas con satisfacción al ver a Scarlett, como si apreciasen la compañía de un ser humano.
En la extraña media luz, los altos pinos del pantanoso río, que tan verdes parecían iluminados por el sol, resaltaban cual negras siluetas sobre el azul pastel del cielo en hilera de oscuros gigantes y hundían sus raíces en la mansa y amarillenta corriente. En la colina, al otro lado del río, las altas chimeneas blancas de la casa de los Wilkes se borraban gradualmente en la oscuridad de los espesos robles que las rodeaban y sólo, más lejanos, los puntitos de luz de las lámparas encendidas para la cena revelaban que allí había una casa. El aire embalsamado de la primavera se confundía con los húmedos efluvios de los campos recién arados y con la agradable frescura de los verdes prados.
Para Scarlett no eran espectáculo milagroso ni la puesta del sol, ni la primavera, ni el verdor de los campos. Aceptaba su belleza como cosa natural, como el aire que respiraba y el agua que bebía; porque nunca había admirado conscientemente la belleza, más que en las mujeres hermosas, en caballos, trajes de seda, en cosas tangibles. Sin embargo, la serena media luz sobre los bien cuidados campos de Tara actuó como un sedante sobre sus excitados nervios. ¡Amaba tanto aquella tierra sin saber que la amaba! Le gustaba lo mismo que amaba el rostro de su madre rezando a la luz de la lámpara.
No se divisaban aún señales de Gerald en la sinuosa y tranquila carretera. Si tenía que esperar mucho, Mamita vendría seguramente en su busca y la obligaría a entrar en casa. Pero, cuando esforzaba su mirada hacia el oscuro camino, oyó el golpear de los cascos de un caballo y vio al ganado dispersarse espantado. Gerald O’Hara volvía a casa, a campo traviesa y a toda marcha, Llegó colina arriba galopando en su caballo de caza, de patas tan largas que, a distancia, parecía un niño montado sobre una cabalgadura demasiado grande para él. Sus largos cabellos blancos flotaban al viento sobre su espalda y animaba al caballo con el látigo y con sus gritos.
Aunque embargada por sus preocupaciones, Scarlett le contempló con cariñoso orgullo, porque Gerald era un magnífico jinete.
«Me sorprende ese empeño suyo en saltar siempre obstáculos cuando está algo bebido —pensó—. Y más, después de aquella caída que tuvo precisamente aquí, el año pasado, cuando se rompió la rodilla. Creímos que le serviría de lección; sobre todo cuando prometió a mamá no volver a saltar.»
Scarlett no tenía miedo a su padre; le sentía como más contemporáneo suyo que sus hermanas; saltar vallas y setos, sin que se enterara su mujer, le producía un orgullo infantil y una culpable alegría que corrían parejas con la de ganar en listeza a Mamita. Scarlett se levantó de su asiento para verle.
El gigantesco bruto llegó al cercado, recogió sus patas y se alzó por encima del obstáculo tan ligero como un pájaro, mientras el jinete gritaba entusiasmado azotando el aire con su fusta, y sus blancos rizos golpeaban su nuca. Gerald no vio a su hija en la sombra de los árboles y tiró de las riendas al llegar al camino, acariciando el cuello del caballo en señal de aprobación.
—No hay otro en el condado que pueda comparársele, ni en el Estado —dijo orgulloso de su montura; y, a pesar de los treinta y nueve años pasados en Estados Unidos, su palabra tenía un marcado acento irlandés.
Se alisó apresuradamente el cabello, arreglando la arrugada camisa y la corbata, que se le había torcido al saltar. Scarlett conocía aquellos precipitados arreglos, hechos a fin de presentarse ante su mujer con el aspecto de un caballero que llega tranquilamente a su casa de visitar a un vecino. Comprendió también que aparecía ante él en el momento más oportuno para entablar conversación sin revelar su verdadero propósito.
Se echó a reír ruidosamente y, como era su intención, consiguió sobresaltar a su padre; luego, éste la reconoció y una expresión tímida y desconfiada a la vez apareció en su colorado rostro. Se apeó con dificultad, porque su rodilla estaba rígida, y, con las riendas en el brazo, caminó a su lado cojeando.
—Bien, señorita —dijo, pellizcándole la mejilla—. ¿De modo que estabas espiándome como tu hermana Suellen la semana pasada? Y, ahora, ¿se lo irás a contar a tu madre?
En su ronca voz había indignación, pero también una nota de cariñoso afecto. Scarlett chascó la lengua y, mimosa, se empinó para colocarle bien la corbata. El aliento de Gerald olía a whisky, mezclado con una ligera fragancia de menta. También se mezclaban a aquel olor otros a tabaco de mascar, a cuero engrasado y a caballos, una combinación de olores que Scarlett asociaba siempre a su padre y que, instintivamente, le gustaba en los demás hombres.
—No, papá, yo no soy una chismosa como Suellen —dijo, tranquilizadora, separándose un poco para contemplar con mirada crítica el rápido arreglo de su atavío.
Gerald era un hombre bajito, de poco más de metro sesenta, pero tan fuerte de cintura para arriba y de cuello tan desarrollado que su apariencia, cuando estaba sentado, le hacía parecer mucho más grandote. Unas piernas cortas y gruesas, que acostumbraba a llevar muy separadas, como un mozo fanfarrón, sostenían aquel macizo torso. La mayoría de las personas bajas que se toman a sí mismas en serio resultan un poco ridiculas; pero Gerald, como el gallito del corral, era el amo del cotarro. Y nadie hubiera cometido la temeridad de pensar siquiera que Gerald O’Hara tenía una figurilla ridicula.
Contaba sesenta años, su cabello crespo y rizado era de un blanco de plata, pero su astuto rostro no mostraba una arruga, y los duros ojillos azules eran jóvenes, con la tranquila juventud de quien no ha agobiado nunca su mente con más problemas abstractos que el saber cuántas cartas hay que pedir en una jugada de poker… Era el tipo más irlandés que podía imaginarse, aun llevando ya tanto tiempo separado de su patria y a tanta distancia de ella, rollizo, colorado, chato, de boca grande y muy pendenciero.
Tras su furibunda apariencia, Gerald tenía el corazón más tierno que cabe imaginar. No podía ver a un esclavo enfurruñado por una reprimenda, por merecida que ésta fuera, ni oír maullar a un gato, ni llorar a un niño; pero le horrorizaba que le descubriesen esta debilidad. No sabía que bastaba estar cinco minutos con él para darse cuenta de la bondad de su corazón; de haberlo sabido, su vanidad hubiese sufrido mucho, pues le gustaba creer que cuando gritaba sus órdenes con voz atronadora todo el mundo temblaba y obedecía. No se le había ocurrido nunca que sólo una voz era obedecida en la plantación: la suave voz de Ellen, su mujer. Era éste un secreto que nunca descubriría, ya que todos, desde Ellen al último bracero, conspiraban tácita y bondadosamente para dejarle en la creencia de que su palabra era ley.
Scarlett se dejaba impresionar menos todavía que los demás por el mal genio y los gritos de su padre. Era la mayor de las hijas, y, ahora que Gerald sabía que ya no vendrían más hijos a sustituir los tres varones que yacían en el panteón de la familia, había tomado la costumbre de tratarla como a un camarada, cosa que a Scarlett le resultaba muy agradable. Se parecía a él más que sus hermanas, pues Carreen (por su nombre de pila Caroline Irene) era delicada y soñadora, y Suellen (bautizada con el de Susan Elinor) no pensaba más que en la elegancia de sus trajes y en la corrección de sus modales.
Además, Scarlett y su padre estaban ligados por una complicidad mutua. Si Gerald sorprendía a su hija saltando una cerca en lugar de andar unos metros para llegar al portillo, o sentada, demasiado tarde, en los escalones del porche con un admirador, la reñía con gran violencia, pero no iba con el cuento a Ellen ni a Mamita. Y cuando le sorprendía a él saltando obstáculos, después de la solemne promesa a su mujer, o cuando se enteraba, como ocurría siempre por las habladurías de la gente, de la suma exacta a que ascendían sus pérdidas en el póker, se abstenía a su vez de mencionar el hecho a la hora de la comida, como hacía con mucha naturalidad la astuta Suellen. Scarlett y su padre se habían convencido mutuamente de que hacer llegar cosas a oídos de Ellen servía tan sólo para disgustarla; y ellos deseaban ante todo evitarle disgustos.
Scarlett miró a su padre a la débil luz del anochecer, y sin saber por qué se sintió reconfortada con su presencia. Había en él algo vital y fuerte que la animaba. Como no era nada psicòloga con la gente no se daba cuenta de que esto era debido a que ella poseía también en cierto grado aquellas mismas cualidades, pese a los esfuerzos que, desde hacía dieciséis años, venían haciendo Ellen y Mamita para destruirlas.
—Ahora te encuentras muy presentable —dijo— y no creo que nadie pueda adivinar que has estado haciendo travesuras, a no ser que a ti mismo se te ocurra contarlo. Aunque me parece que después de haberte roto la rodilla saltando esta misma barrera el año pasado…
—Bueno, pero ¿tú crees que voy a consentir que una hija mía me sermonee por si salto o no salto? —protestó él, pellizcándole de nuevo la mejilla—. Supongo que se trata de mi propia cabeza, ¿no es así? Y además, señorita, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí sin tu chai?
Viendo que él estaba empleando subterfugios para conseguir zafarse de una conversación desagradable, Scarlett deslizó su brazo bajo el de su padre, y le dijo:
—Estaba esperándote. No sabía que volverías tan tarde. Tenía curiosidad por saber si habías comprado a Dilcey.
—Sí, la he comprado, y el precio me ha arruinado. Los compré a ella y a su diablillo, Prissy. John Wilkes quería dármelas casi regaladas, pero no quiero que nadie pueda decir que Gerald O’Hara se aprovecha de la amistad para un negocio. Le he hecho admitir tres mil por los dos.
—¡Por Dios santo, papá! ¡Tres mil! ¡No tenías ninguna necesidad de comprar a Prissy!
—¡Vaya, es bonito que mis hijas se atrevan a criticarme! —protestó Gerald, enfáticamente—. Prissy es un diablillo muy simpático, y además…
—La conozco. Es una criatura tonta —repuso Scarlett tranquilamente, sin asustarse por los gritos de su padre—. Y la única razón para comprarla ha sido que te lo suplicó Dilcey.
Gerald se quedó apabullado y molesto, como siempre que lo cogían en una buena acción, y Scarlett rió, sin disimulo, de su ingenuidad.
—Bueno. ¿Y qué, si he hecho eso? ¿De qué nos iba a servir haber comprado a Dilcey si se pasaba el día llorando por su niña? No vuelvo a permitir que ningún negro de la plantación se case con alguien de fuera; me sale demasiado caro. Anda, gatita, vamos a cenar.
Las sombras eran cada vez más densas. El último tono verdoso había desaparecido del cielo y un airecillo frío había sucedido a la agradable serenidad del atardecer. Pero Scarlett remoloneaba, cavilando en cómo llevar la conversación a Ashley sin que Gerald pudiera presumir el motivo. Resultaba difícil, ya que Scarlett no sabía fingir; y Gerald se le parecía tanto que nunca dejaba de descubrir sus débiles subterfugios lo mismo que ella descubría los de él. Y generalmente no tenía mucho tacto al hacerlo.
—¿Cómo andan los de Doce Robles?
—Como siempre. Allí estaba Cade Calvert, y, después de arreglar lo de Dilcey, nos instalamos todos en la galería y estuvimos tomando unos ponches. Cade acababa de llegar de Atlanta y dice que allí está todo trastornado y que nadie habla más que de la guerra y…
Scarlett suspiró. Si Gerald la emprendía con el tema de la guerra y de la Secesión, pasarían horas antes de que lo dejase. Le interrumpió hablando de otra cosa.
—¿Dijeron algo de la barbacoa de mañana?
—Ahora que me acuerdo, sí, dijeron algo. La señorita… ¿Cómo se llama aquella muchachita tan mona que estuvo aquí el año pasado? ¿Sabes? La prima de Ashley… ¡Ah, sí! Se llama Melanie Hamilton. Ella y su hermano Charles acaban de llegar de Atlanta y…
—¡Oh! ¿De modo que ha venido?
—Sí, y es un encanto de muchacha, tan modosa, sin hablar nunca de ella misma, como debe ser una mujer. No te quedes atrás, hija. Tu madre debe estar buscándonos.
Scarlett sintió oprimírsele el corazón al oír la noticia. Había esperado contra toda esperanza que algo retuviese a Melanie en Atlanta, donde vivía, y el saber que hasta su padre aprobaba su suave carácter, tan distinto del suyo, la dejó anonadada.
—¿Estaba allí también Ashley?
—Sí, estaba. —Gerald soltó el brazo de su hija y se volvió, mirándola inquisitivamente a la cara—. ¿De modo que por eso has salido a esperarme? ¿Por qué no lo dijiste de una vez, sin dar tantos rodeos?
A Scarlett no se le ocurrió nada que contestar y notó con disgusto que se ruborizaba.
—¡Vamos, habla!
Pero Scarlett permaneció callada; en aquel momento sintió no poder darle un buen meneo a su padre y obligarle a callar.
—Estaba allí y me preguntó por ti con más interés que sus hermanas, y dijo que esperaba que nada te impediría ir mañana a la barbacoa. Respondo de que nada te lo impedirá —afirmó Gerald con marcada intención—. Y ahora, hija mía, dime: ¿qué hay entre Ashley y tú?
—No hay nada —dijo ella, arrastrándole por el brazo—. Vamos, papá.
—Vaya, ahora eres tú la que tienes prisa —observó él—. Pero no me moveré de aquí hasta que consiga entenderte. Pensándolo bien…, ya te notaba yo algo raro últimamente. ¿Ha estado jugando contigo? ¿Se te ha declarado?
—No —replicó ella secamente.
—Ni se te declarará —dijo Gerald.
Scarlett se sintió furiosa en su interior, pero su padre la aplacó con un ademán.
—¡No se ponga usted así, señorita! John Wilkes me lo ha dicho esta noche en la más estricta intimidad: Ashley se va a casar con Melanie. Lo anunciarán mañana.
Scarlett dejó caer bruscamente la mano.
¡Así, pues, era cierto!
El dolor se le clavaba en el corazón tan brutalmente como los colmillos de un fiero animal. Como a través de una niebla, sintió que los ojos de su padre la observaban con una mirada entre compasiva y enojada, por tener que enfrentarse con un problema al que no encontraba solución. Quería mucho a Scarlett, pero le resultaba desagradable verse obligado a buscar solución a los pueriles problemas de la muchacha. Ellen sabía todas las soluciones. Que Scarlett le confiase a ella sus problemas.
—¡De modo que nos has estado poniendo a todos en evidencia! —gritó, elevando la voz como le ocurría siempre que se excitaba—. ¡Perseguir a un hombre que no te quiere, cuando podrías esclavizar a tu gusto a cualquier petimetre del condado!
La cólera y el amor propio herido se sobrepusieron al dolor.
—No le he perseguido. Es, sencillamente, que me has cogido de sorpresa.
—¡Mientes! —replicó Gerald. Pero, al observar su apenado rostro, añadió en un arranque de bondad—: Lo siento, hija mía. Después de todo no eres más que una niña, y hay otros muchos galanes en el mundo.
—Mamá tenía quince años cuando se casó contigo, y yo tengo ya dieciséis.
—Tu madre era distinta —repuso Gerald—. Nunca fue una atolondrada como tú. Ahora ven, hija mía, anímate, y te llevaré a Charleston la semana que viene, a ver a tu tía Eulalie, y con todo el jaleo que hay allí, con lo del Fort Sumter, antes de una semana te habrás olvidado de Ashley.
«Cree que soy una niña —pensó Scarlett, afligida y rabiosa sobre toda ponderación—, y sólo se le ocurre darme un nuevo juguete para que olvide mis descalabros.»
—Vamos, no me pongas esa cara —dijo, regañón, Gerald—. Si tuvieras algo de sentido común te hubieras casado con Stuart o Brent Tarleton hace tiempo. Piénsalo, hija mía. Cásate con uno de los gemelos, juntaremos las plantaciones y Jim Tarleton y yo os construiremos una hermosa casa, precisamente en el gran pinar donde se unen, y…
—¿Quieres dejar de tratarme como a una niña? ¡No quiero ir a Charleston, ni tener una casa, ni casarme con los gemelos! Sólo quiero… —Se contuvo, pero era demasiado tarde.
La voz de Gerald era tranquila, y habló despacio, como si extrajese sus palabras de un lugar de su memoria al que rara vez acudiese.
—Sólo quieres a Ashley y no lo vas a tener. Y si él quisiera casarse contigo, te daría mi consentimiento temblando, a pesar de la excelente amistad que me une con su padre. —Al notar la mirada de asombro de Scarlett, explicó—: Yo deseo que mi hija sea feliz; y tú no serías feliz con él.
—¡Oh, lo sería! ¡Lo sería!
—No, hija mía. Sólo las parejas afines pueden ser felices en el matrimonio.
Scarlett sintió un súbito deseo de gritar: «¡Pues vosotros habéis sido felices, y mamá y tú no os parecéis en nada!», pero se contuvo, comprendiendo que se ganaría un tirón de orejas por su impertinencia.
—Nuestra gente es distinta de los Wilkes —continuó pausado, articulando torpemente las palabras—. Los Wilkes son distintos de todos nuestros vecinos, distintos de las demás familias que he conocido. Son seres raros, y es mejor que se casen dentro de su propia familia y guarden sus rarezas para ellos.
—Pero, papá, Ashley no es…
—¡Punto en boca, gatita! No digo nada en contra de ese muchacho, pues le tengo afecto. Al llamarle raro, no quiero decir que esté loco. No es su rareza como la de los Calvert, que se juegan a un caballo todo lo que tienen, o la de los Tarleton, entre quienes hay siempre uno o dos borrachínes en cada generación, o la de los Fontaine, fogosos como animalitos y que son capaces de matar a un hombre por el menor capricho. Esa clase de rarezas son fáciles de comprender, sin duda, y si no fuese por misericordia divina, ¡Gerald O’Hara tendría todos esos defectos! Y tampoco quiero decir que Ashley se escapase con otra mujer, si te casaras con él, ni que te pegase. Serías más feliz si tal hiciese, pues por lo menos podrías comprenderle. Pero es un raro de otro estilo y no hay quien lo entienda. Me resulta simpático, pero no encuentro pies ni cabeza a la mayor parte de lo que dice. Y ahora, gatita, dime la verdad, ¿entiendes tú sus desatinos sobre libros, música, poesía y pintura y otras tonterías por el estilo? —¡Oh, papá! ¡Si me caso con él, ya haré que cambie todo eso! —exclamó Scarlett con impaciencia.
—¡Lo harás! ¿Lo cambias ahora? —dijo Gerald, impertinente, mirándola sagazmente—. Conoces muy poco a los hombres, Scarlett. No pienses en Ashley. No hay mujer que cambie a su marido en lo más mínimo: no lo olvides. Y en cuanto a cambiar un Wilkes… ¡Por Dios, hija mía! ¡Si toda esa familia es del mismo estilo, y lo ha sido siempre! Y, probablemente, siempre lo será. Te digo que han nacido raros. Tú fíjate cómo se largan a Nueva York para oír una ópera o ver una exposición de pintura. Y cómo encargan libros franceses y alemanes a los yanquis. Y se pasan las horas leyendo o soñando, sabe Dios qué, en lugar de pasarlas cazando o jugando al poker, como hacen las personas decentes.
—No hay nadie en el condado que monte como Ashley —dijo Scarlett, indignada por el estigma de afeminado que se arrojaba sobre él—. Nadie, excepto tal vez su padre. Y, en cuanto al poker, ¿no te ganó Ashley doscientos dólares en Jonesboro la semana pasada?
—Los chicos de Calvert han estado otra vez chismorreando —dijo Gerald, resignado—, pues de otro modo no sabrías la cantidad. Ashley puede montar a caballo con el mejor y jugar al poker con el mejor, ¡o sea, conmigo!, gatita. Y no te niego que si se pone a beber es capaz de dejar atrás a los mismos Tarleton. Puede hacer esas cosas, pero no pone corazón en ellas. Por eso digo que es un ser raro.
Scarlett, con el pecho oprimido, permaneció silenciosa. Sabía que Gerald tenía razón y no encontraba disculpa para su amado. Ashley no ponía nunca el corazón en ninguna de aquellas cosas tan agradables y que tan bien sabía hacer. No les dedicaba más que un interés cortés, en contraste con los demás, a quienes les interesaba vitalmente.
Interpretando certeramente su silencio, Gerald le acarició el brazo, y dijo triunfante:
—¡Scarlett! ¿Reconoces, entonces, que es verdad? ¿Qué ibas a hacer con un marido como Ashley? Todos los Wilkes son unos auténticos lunáticos.
Y luego, con acento mimoso, continuó:
—Aunque hace un momento mencioné a los Tarleton, no quiere esto decir que los ensalce. Son simpáticos muchachos, pero si prefieres a Cade Calvert, a mí lo mismo me da. Los Calvert son buena gente, todos ellos; aunque el viejo se haya casado con una yanqui. Y cuando yo desaparezca, ¡cállate, rica, y escúchame!, os dejaré Tara a ti y a Cade.
—¡No querría a Cade ni en bandeja de plata! —gritó Scarlett, exasperada—. Haz el favor de no decirle nada de mí. No quiero ni Tara ni ninguna otra antigua plantación. Las plantaciones no me importan nada cuando…
Iba a decir «cuando no tengo al hombre que quiero», pero Gerald, irritado por la desdeñosa actitud con que acogía su dadivosa oferta, lo que más quería en el mundo después de Ellen, exhaló un rugido:
—¿Eres capaz, tú, Scarlett O’Hara, de decirme a mí que esta tierra de Tara no te importa nada?
Scarlett movió la cabeza obstinadamente. Sentía demasiado dolorido su corazón para que la preocupase irritar a su padre.
—La tierra es la única cosa del mundo que tiene algún valor —murmuró él; haciendo con sus cortos y gruesos brazos amplios ademanes de indignación—, porque es la única que perdura. ¡No lo olvides! Es la única cosa que merece que trabajemos por ella, que luchemos por ella, que muramos por ella.
—¡Oh, papá! —protestó Scarlett, disgustada—. ¡Hablas como un irlandés!
—Nunca me he avergonzado de serlo; por el contrario, estoy orgulloso de ello. ¡No olvides que tú también eres medio irlandesa, señorita! Y para cualquiera que tenga en sus venas una gota de sangre irlandesa la tierra en que vive es como su madre. De ti sí que estoy avergonzado ahora. Te ofrezco la tierra más hermosa del mundo, exceptuando el condado de Meath, en el Viejo Continente, ¿y tú, qué haces? ¡La desprecias!
Gerald había empezado a excitarse, gritando de rabia, cuando algo en el desconsolado rostro de su hija le hizo interrumpirse.
—Bueno, eres joven aún. Ya sentirás después ese amor a la tierra. No podrás escapar de él, si tienes sangre irlandesa. Eres sencillamente una niña, preocupada por tus adoradores. Cuando seas vieja, ya verás lo que es eso. Y ahora, ¿quieres decidirte por Cade o por los gemelos o por uno de los chicos de Evan Munroe? ¡Ya verás el pago que te doy!
—¡Oh, papá!
En aquel momento estaba ya Gerald completamente harto de la conversación y aburridísimo de encontrarse aquel problema sobre sus hombros. Se sentía ofendido, además, al ver que Scarlett seguía estando desconsolada aun después de haberle ofrecido los mejores partidos del condado y Tara por añadidura. A Gerald le gustaba que sus regalos fuesen recibidos con palmitas y besos.
—¡Vaya! ¡No haga usted pucheros, señorita! No me importa con quién te cases con tal que piense como tú y sea un caballero, un hombre del Sur, y arrogante. Porque el amor de la mujer llega después del matrimonio.
—¡Por Dios, papá! ¡Ésa sí que es una teoría del Viejo Continente!
—Y una magnífica teoría. Todos los americanos tratan afanosos de casarse por amor, como los criados, como los yanquis. Los mejores matrimonios son aquellos que escogen los padres. ¿Cómo va a saber una chiquilla tonta, como tú, distinguir a un hombre bueno de un canalla? Fíjate, si no, en los Wilkes. ¿Qué es lo que les hace conservarse dignos y fuertes a través de todas las generaciones? Pues sencillamente el casarse con sus afines; entre primos, como quiere su familia que lo hagan.
—¡Dios mío! —gimió Scarlett, sintiendo renovado su dolor con las palabras de Gerald, que trajeron de nuevo a su mente la inevitable verdad. Su padre la miró y bajando la cabeza anduvo unos pasos indeciso.
—¿No estarás llorando? —le preguntó, acariciándole torpemente la barbilla e intentando levantarle là cabeza, compasivo.
—¡No! —exclamó ella con vehemencia, dando un respingo.
—Mintiendo es lo que estás, y me enorgullezco de ello. Me alegro de que seas orgullosa, gatita. Y deseo verte orgullosa mañana, en la barbacoa. No quiero que todo el condado cotillee y se ría de ti mañana porque hayas entregado tu corazón a un hombre que no ha pensado en ti más que como amiga de la familia.
«Sí que ha pensado —se dijo Scarlett, dolida—. ¡Ya lo creo que ha pensado! Estoy segura de que si hubiera tenido un poco más de tiempo se lo hubiera hecho confesar… ¡Ay, si no fuese porque los Wilkes se creen siempre obligados a casarse con sus primas!»
Gerald enlazó su brazo al de su hija.
—Y, ahora, entremos a cenar; que todo esto quede entre nosotros, para que tu madre no se preocupe y yo tampoco. Suénate, hija mía.
Scarlett se sonó con su arrugado pañuelito, y ambos echaron a andar por el sendero, cogidos del brazo, mientras el caballo los seguía lentamente. Al llegar a la casa, Scarlett se disponía a hablar de nuevo, cuando vio a su madre salir de la densa sombra del porche. Tenía puestos la toca, el chai y los mitones, y detrás de ella iba Mamita con cara de pocos amigos, asiendo el maletín de cuero negro en que Ellen O’Hara llevaba siempre los vendajes y medicinas que utilizaba en las curas de los esclavos. Mamita tenía una boca grande, de labios gruesos y colgantes que, cuando la negra se enfadaba, pendían más que de costumbre. En aquellos momentos los labios de Mamita tenían una longitud desmesurada, y Scarlett comprendió que Mamita estaba furiosa por algo que no aprobaba.
—Señor O’Hara —llamó Ellen, al ver a la pareja que avanzaba por el camino (Ellen pertenecía a una generación formalista, aun después de diecisiete años de matrimonio y de haber tenido seis hijos)—. Señor O’Hara, ha ocurrido una desgracia en casa de los Slattery. El hijo de Emmie ha nacido, se está muriendo y hay que bautizarlo. Voy allá con Mamita a ver qué puedo hacer.
Su voz se alzaba interrogante como si estuviera pendiente de la aprobación de su marido, mera formalidad, pero muy grata al corazón de Gerald.
—¡Por Dios santo! —gritó O’Hara—. ¿Cómo se atreven esos indecentes blancos a hacerte salir de casa precisamente cuando vas a cenar y cuando estoy deseando contarte todo lo que en Atlanta se dice de la guerra? Vete, señora O’Hara; no podrías dormir tranquila esta noche si supieras que ha ocurrido una desgracia y no has acudido a aliviarla.
—No podría dormir nunca tranquila si no hubiese ido antes a cuidar a los negros y a esos pelmas de los blancos, que bien podrían cuidarse a sí mismos —gruñó Mamita como rezando, mientras bajaba las escaleras dirigiéndose al coche que esperaba al borde del camino.
—Ocupa mi lugar en la mesa, querida —dijo Ellen a Scarlett, acariciándole la mejilla con su enguantada mano.
A pesar de sus lágrimas, Scarlett se estremeció al contacto realmente mágico de la mano de su madre y con la débil fragancia de verbena que exhalaba la crujiente seda de su traje. Para Scarlett había algo portentoso en Ellen O’Hara; era una maravilla que vivía en la casa con ella, a la que temía, pero que la hechizaba y la calmaba al mismo tiempo.
Gerald ayudó a su mujer a subir al coche y ordenó al cochero que condujese con cuidado. Toby, que manejaba los caballos de Tara desde hacía veinte años, hizo un gesto de muda indignación al oír que le daban consejos sobre la manera de efectuar su propia tarea. Al marchar con Mamita sentada a su lado era cada uno la perfecta imagen del africano ceñudo y gruñón.
—A mí tendrían que pagarme por lo mucho que hago en favor de esos inútiles de los Slattery —dijo Gerald, malhumorado—. Ya podían acceder a venderme sus escasos acres de mísero pantano y el condado se vería libre de ellos.
Luego añadió, satisfecho por anticipado con una de sus bromas habituales:
—Ven, hija mía, vamos a decirle a Pork que en vez de comprar a Dilcey le he vendido a él a John Wilkes.
Echando las riendas a un negrito que estaba por allí, subió rápidamente las escaleras. Se había olvidado ya del sufrimiento de Scarlett y sólo pensaba en mortificar a su criado. Scarlett le siguió lentamente, pues se sentía cansada. Pensó que, después de todo, una boda entre ella y Ashley no sería más rara que la de su padre con Ellen Robillard. Se preguntó, una vez más, cómo se las habría arreglado su áspero y estridente padre para casarse con una mujer como su madre, pues no hubo nunca dos personas tan opuestas en nacimiento, educación, costumbres y opiniones.