41

La tormenta parecía instalada sobre el valle. Aunque la lluvia no era tan intensa ahora, no había cesado en todo el día, y el retumbar de los truenos apenas se alejaba para dar paso a otra andanada aún más potente. Elizondo sin luz parecía totalmente devorado por el monte, y sólo el fugaz resplandor de los rayos y el baile frenético de las linternas permitían reconocer que seguía allí.

Ros corría por las calles, con una de aquellas lámparas, con el pelo pegado a la cabeza por la lluvia. El corazón latía en su oído interno como un enorme tambor que no le impedía oír los pasos de Ernesto corriendo tras ella. Llegó a la entrada de la casa y vio que la puerta estaba entornada. Toda la energía que la había sostenido mientras iba hacia allí la abandonó de golpe, haciendo que sus rodillas se doblaran. Agarró el quicio de la puerta, y al tocar la piedra fría y rugosa tuvo la seguridad de que algo terrible había ocurrido, de que aquel lugar que había sido el refugio contra todo mal, contra el frío, la lluvia, la soledad, el dolor y los gaueko, los espíritus nocturnos del Baztán, había sido finalmente mancillado.

Ernesto la alcanzó, le arrebató la linterna y entró. La casa seguía estando templada a pesar de la puerta abierta. Completamente a oscuras, flotaba en el aire el olor acre que producen las velas recién apagadas. El leve resplandor anaranjado de las brasas de la chimenea permitía vislumbrar el desorden. Ernesto barrió el salón con el haz de la linterna. Había una silla volcada junto a la mesa, y los restos del jarrón de flores frescas que Engrasi siempre tenía sobre ella estaban desperdigados por el suelo; uno de los sillones de orejas estaba volcado hacia la chimenea, de forma que de haber habido un fuego más alto habría ardido.

—Tía —llamó Ros, y al hacerlo no reconoció su voz.

La linterna alumbró las piernas de la anciana tendida en el suelo, que habían quedado expuestas al desplazarse la bata hacia arriba. La parte superior del cuerpo estaba oculta por el sillón orejero. Ernesto se acercó hasta ella y apartó el mueble.

—¡Oh, Dios mío! —Ernesto dio un paso atrás al verla.

Ros no quiso hacerlo. Desde que entró en la casa lo había sabido, la tía estaba muerta.

—Está muerta —dijo—, está muerta, ¿verdad?

Ernesto se inclinó sobre ella.

—Está viva, pero tiene un golpe enorme en la cabeza, Ros, hay que llamar a un médico.

Sonó el teléfono en el bolsillo de su abrigo. Temblando, lo cogió y miró la pantalla aunque no pudo ver nada. El llanto había cegado sus ojos pero aun así supo quién era.

—Amaia, la tía… —rompió a llorar amargamente—. Casi la ha matado, le ha roto la cabeza, se está desangrando y Ernesto está llamando a la ambulancia, pero todas están fuera con el desbordamiento. Ni siquiera los bomberos saben si podrán llegar —casi gritó, mientras recorría el salón incapaz de contener su pánico—, la casa está destrozada, ha luchado como una leona, pero Ibai no está, se lo han llevado, se han llevado al niño —gritó completamente fuera de sí.

«Sabes que es un infarto porque sientes que vas a morir».

Todo su organismo se colapsó. Amaia sentía la presión de un océano sobre el pecho, la conciencia del latido que no se ha producido, la certeza de que iba a morir, y el alivio de saber que será un segundo, que después cesará el dolor.

Tomó aire, con el intenso olor a ozono de la tormenta, entrando a raudales, insuflado, quizá, por un inguma benévolo, por una criatura invisible sobre su boca y su nariz, rescatándola de aquel mar quieto y espeso que casi había aceptado.

Tomó aire, una y otra vez, jadeando.

—Para el coche —gritó a Jonan.

Lo echó a un lado y Amaia casi bajó antes de que llegase a detenerlo del todo. Fue hasta la parte delantera del vehículo, y apoyándose en sus propias rodillas se inclinó sin dejar de jadear, hiperventilando, mientras miraba a la negrura del bosque e intentaba calmarse y pensar.

Oyó el coche de Iriarte, que se detenía tras el suyo y se acercaba corriendo.

—¿Se encuentra bien? —preguntó, dirigiéndose a Jonan.

—Casi ha matado a mi tía, y se han llevado a mi hijo.

Iriarte abrió la boca y negó, incapaz de decir nada, Markina se detuvo a su lado sin saber qué hacer. Jonan se llevó ambas manos a la cabeza, incluso Zabalza levantó una mano con la que se cubrió la boca. Sólo Montes habló.

—Por delante no pueden salir, si cerramos esta carretera lo tendrán difícil.

—Él es de aquí, conoce las carreteras, podrían estar ya en Francia.

—De eso nada —insistió Montes—. Voy a dar el aviso y llamaré también a Padua y a la Ertzaintza por si van hacia Irún, y a los gendarmes, por si como usted dice van hacia Francia, pero yo no lo creo, no han tenido tiempo, jefa; si es de aquí, como dice, no irá a ninguna parte con esta tormenta, se esconderá en un lugar conocido. Va con una anciana y un bebé, es lo más lógico.

—La casa del padre —respondió ella inmediatamente—, es hijo de… Esteban Yáñez, de Elizondo; si no está allí, mirad también en Juanitaenea, su padre tiene la llave —dijo, eufórica de pronto, mirando a Montes, agradecida por su entereza.

Volvieron al coche.

—Déjame conducir, Jonan —pidió a su ayudante.

—¿Está segura?

Se sentó tras el volante y permaneció unos segundos inmóvil mientras los otros coches les rebasaban y se perdían en la oscuridad. Puso el motor en marcha y dio media vuelta. Jonan la miraba, apretando los labios en un gesto de preocupación y control que ella conocía bien. Volvió a la carretera y unos metros más adelante tomó el desvío.

La presencia del río clamaba desde la margen derecha y a pesar de la intensa oscuridad su fuerza resultaba palpable como una criatura viva. Condujo a gran velocidad entre los jirones de niebla, que parecían dibujar otra carretera sobre la existente, como un camino para criaturas etéreas que siguiendo aquella senda se dirigían al mismo lugar que ella. Era una suerte que fuese de noche. Las ovejas y las pottokas estarían recogidas, porque si chocaba contra una a aquella velocidad se matarían seguro. Identificar un lugar del monte en plena noche es muy difícil, más cuando las referencias visuales están alteradas por una tormenta. Detuvo el coche en el camino y bajó iluminando el borde con su linterna. Todo parecía igual, pero al dirigir la luz a lo lejos pudo distinguir la pared del caserío cerrado en mitad del campo, al otro lado del río. Regresó al coche.

—Jonan, tengo que irme, no puedo pedirte que vengas porque me guía una corazonada. Si van donde creo que van, lo harán por la carretera y después por la pista, pero yo llegaré antes por aquí, es mi única oportunidad.

—Voy con usted —contestó él bajando del coche—. Por esto no quería que el juez viniera con nosotros, usted ya sabía que quizá tendría que hacer algo así.

Ella le miró, preguntándose cuánto de la conversación entre ella y Markina había escuchado. Decidió que no importaba; eso ahora daba igual.

La ladera resultaba bastante resbaladiza, pero la tierra reblandecida resultó de ayuda al permitirles hundir los pies hasta alcanzar la orilla del río. El agua pasaba suavemente por entre las herrumbrosas barandillas del puente, que se balanceaban a punto de caer. La construcción por debajo resultaba invisible y en el lado izquierdo, una gran cantidad de ramas y hojas se amontonaba contra el costado y la barandilla, formando una pequeña presa. Apuntaron hacia allí sus linternas, conscientes de que en cualquier momento cedería. Se miraron y echaron a correr. Llegar al otro lado no alivió la sensación de caminar en el agua. El río había penetrado casi un palmo en toda la pradera. Por suerte, el terreno había permanecido firme, debido a la hierba rala que lo tapizaba, pero, sin embargo, resultó extraordinariamente resbaladizo dificultando cada paso. Llegaron al caserío, y al rebasarlo vieron la linde del bosque. Amaia miró con una mezcla de aprensión y decisión, que era lo único que la dirigía. Y sin embargo, el bosque supuso un alivio. Las copas de los árboles habían actuado como un paraguas natural y el suelo apenas delataba las intensas lluvias de los últimos días. Corrieron entre la espesura apuntando sus linternas e intentando vislumbrar con los flashes de los relámpagos el final de aquel laberinto. Corrieron un buen rato escuchando tan sólo el crujir de la hojarasca y sus propias respiraciones, hasta que ella se detuvo de pronto; Jonan lo hizo a su lado, jadeando.

—Ya tendríamos que haber salido. Nos hemos perdido.

Jonan apuntó el haz de su linterna alrededor sin que el bosque les ofreciese una pista de hacia dónde se encontraba la salida. Amaia se volvió hacia la oscuridad.

—¡Ayúdame! —gritó a la oscuridad.

Jonan la miró, confuso.

—Creo que tiene que estar unos metros más allá…

—¡Ayúdame! —gritó de nuevo a la oscuridad, ignorando a su compañero.

Jonan no dijo nada. Permaneció en silencio mirándola mientras apuntaba su linterna al suelo. Ella permaneció inmóvil con los ojos cerrados como si rezase.

El silbido sonó tan fuerte, tan cerca, que el sobresalto hizo que Jonan perdiese la linterna. Se agachó a recogerla y cuando se irguió, ella había cambiado. La desesperación había desaparecido y la resolución la sustituía.

—Vamos —indicó, y emprendieron la marcha.

Un nuevo silbido un poco hacia la derecha les hizo variar el camino, y uno más largo y fuerte sonó frente a ellos cuando salieron del bosque. La llanura donde días atrás pastaban las ovejas estaba desaparecida bajo el agua, y enfrente, la pequeña regata de las lamias que se unía allí al río descendía por la ladera atronadora como una gran lengua de agua que impedía ver las rocas y los helechos que la formaban. Buscaron el pequeño puentecillo de cemento sobre el río furioso. Aun así era el mejor lugar para cruzar. Cogidos de la mano comenzaron a atravesarlo, y ya casi lo habían logrado cuando una gruesa rama de las muchas arrastradas por el río golpeó a Jonan en el tobillo haciéndole perder el equilibrio. Quedó de rodillas en el puente y el agua le pasó por encima. Amaia no le soltó. Afianzando su peso tiró de él, que se incorporó y salió del cauce.

—¿Estás bien?

—Sí —respondió—, pero he perdido la linterna.

—Ya estamos cerca —dijo ella corriendo hacia la ladera.

Atravesaron el sotobosque y comenzaron a subir por el costado de la montaña. Cuando Amaia notó que Jonan se rezagaba, se volvió a mirar y al apuntarle con su linterna vio la causa: el tronco que lo había derribado había abierto un profundo corte en su tobillo, los vaqueros estaban empapados de sangre que también cubría parte del zapato.

Volvió atrás.

—Oh, Jonan…

—Estoy bien, vamos —dijo él—. Siga, yo la alcanzaré.

Ella asintió. Odiaba la idea de dejarle atrás, herido, sin linterna y en pleno monte, pero siguió avanzando a toda prisa hasta que unos metros más adelante notó que él ya no estaba a su lado. No podía detenerse. Ambos lo sabían. Alcanzó la altura media de la ladera y rodeó la roca que tapaba la entrada de la cueva, y desde fuera percibió la luz. Sacó su Glock y apagó la linterna.

—Ayúdame, Dios —pidió en susurros—, y ayúdame tú también, maldita reina de las tormentas —dijo con rabia.

Sinuosa, se deslizó por la pequeña ese que dibujaba la entrada y que actuaba como barrera natural. No se oía nada. Escuchó atenta y percibió el roce de ropa y pisadas sobre el suelo, y de pronto, uno de aquellos ruiditos adorables que hacía Ibai. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sentía tan agradecida de que su pequeño estuviese con vida, que habría caído de rodillas allí mismo ante el dios que velaba por los niños. Pero en lugar de eso se pasó una mano furiosa por la cara, arrastrando cualquier resto de llanto. Giró hacia el interior, apuntando con su arma, y lo que vio le heló la sangre. Ibai estaba tendido en el suelo, en el centro de un intrincado dibujo que parecía trazado con sal o cenizas blancas, y rodeado de velas que habían templado el ambiente, consiguiendo que el niño no llorase de frío a pesar de que sólo llevaba puesto el pañal.

A su lado vio una escudilla de madera y otro recipiente de cristal junto a un embudo metálico, y las escenas que Elena le había narrado vinieron a su mente con fuerza. Ajeno a todo, Ibai jugaba intentando coger sus propios pies. Rosario, de rodillas en el suelo, blandía un puñal sobre la tripita del niño como si trazase dibujos invisibles sobre él. Llevaba el mismo plumífero enorme ahora abierto, y bajo él pudo ver que se había vestido con un jersey negro, un pantalón del mismo color, unas deportivas, y el pelo recogido hacia atrás en un moño… El doctor Berasategui, aquí más tarttalo que nunca, inclinado a su lado, sonreía fascinado por el acto, mientras recitaba algo parecido a una canción que Amaia no reconoció.

El corazón le latía desbocado y sintió el sudor chorreando por sus manos hasta formar una gruesa gota que se deslizó por su muñeca, con un suave cosquilleo, cuando alzó el arma. Ya sabía que sentía miedo, lo sabía antes de entrar en la cueva, y que cuando estuviese ante ella el terror regresaría. Pero también sabía que continuaría, sin embargo.

Él la vio primero, la miró con interés, como si fuese un invitado inesperado, pero en absoluto desagradable.

Rosario alzó la mirada y cuando clavó sus ojos oscuros en ella, Amaia volvió a tener nueve años. Sintió cómo sin decir nada lanzaba hacia ella la soga, la tela de araña de su control, y durante un instante la dominó de nuevo, trasladándola a su cama de niña, hasta la artesa de la harina, hasta su tumba.

Ibai emitió un suave quejido, como si fuese a empezar a llorar, y eso fue suficiente para traerla de vuelta y para romper la esclusa que había contenido su furia. No había esperado la ira, bestial y racional a un tiempo, que tensó su cuerpo y clamó en su cerebro, con una sola orden que anulaba la alerta roja del miedo y que le rogaba: «Acaba con ella».

—Tira el cuchillo, y apártate de mi hijo —dijo con firmeza.

Rosario comenzó a sonreír, pero se detuvo en mitad del gesto como si algo hubiera llamado su atención.

—Continúa —instó Berasategui, ignorando la presencia de Amaia.

Pero Rosario ya se había detenido y miraba a Amaia con la atención que se presta a un enemigo antes de su próximo movimiento.

—Juro por Dios que os volaré la cabeza si no os apartáis del niño.

El rostro de Rosario se contrajo mientras todo el aire de sus pulmones escapaba en un quejido. Dejó el cuchillo en el suelo, a su lado, y se inclinó sobre el niño abriendo los adhesivos de su pañal.

—Arggggg —gimió al verlo.

Tendiendo una mano al doctor se apoyó en él para alzarse.

—¿Dónde está la niña? —gritó—. ¿Dónde está la niña? Me habéis engañado. —Clavó de nuevo sus ojos en Amaia y preguntó—: ¿Dónde está tu hija?

Ibai rompió a llorar, asustado por los gritos.

—Ibai es mi hijo —respondió ella con firmeza, y mientras lo hacía supo que aquella afirmación era toda una declaración de intenciones. Ibai, el niño del río, «el niño que iba a ser niña y cambió de opinión en el último momento», «si has tenido un niño, será porque tiene que ser así».

—Pero era una niña, Flora me lo dijo —protestó, confusa—. Tenía que ser una pequeña zorra, tenía que ser el Sacrificio.

Berasategui miró al niño con gesto de fastidio, y perdido todo interés, retrocedió hasta la pared.

—Como mi hermana…

Rosario pareció sorprendida un instante antes de responder.

—Y como tú misma… ¿O crees que he acabado contigo?

El llanto de Ibai se había redoblado y en el interior de la cueva resultaba ensordecedor, clavándose en sus tímpanos como una arista afilada. Rosario le dedicó una última mirada y avanzó en dirección a Amaia.

—Quieta —ordenó, sin dejar de apuntarla con su arma—. No te muevas.

Pero ella siguió avanzando mientras Amaia giraba a su vez como si protagonizasen un extraño baile de distancias que la llevaba hacia el interior de la cueva y la acercaba más al lugar donde estaba Ibai. La distancia que las separaba seguía intacta, como los imanes de idéntica carga, repeliéndolas, impidiendo que estuviesen más cerca. Continuó apuntándola con la pistola mientras vigilaba a Berasategui, que casi parecía divertido con todo aquello, hasta que la anciana llegó a la entrada de la cueva y desapareció. Amaia se volvió entonces hacia él, que sonrió, encantador, alzando las manos y dando un paso hacia la boca de la cueva.

—No te equivoques —dijo Amaia muy tranquila—. Contigo no me temblará la mano, da un paso y te mato.

Él se detuvo haciendo un gesto de resignación.

—Contra la pared —ordenó.

Sin dejar de apuntarle se acercó un poco y le lanzó las esposas.

—Póntelas.

Obedeció sin dejar de sonreír y después levantó ambas manos para demostrar que ya estaba.

—Al suelo, de rodillas.

Berasategui acató la nueva orden con un gesto parecido a la desgana, como si en lugar de estar deteniéndole le hubiese pedido algo más grato.

Ella se acercó entonces al niño y lo levantó del suelo derribando algunas velas que quedaron tumbadas en el suelo sin apagarse. Abrazó al niño pegándolo a su pecho mientras lo abrigaba entre su ropa y lo besaba comprobando que estaba bien.

—Inspectora —llamó Jonan desde fuera.

—Aquí, Jonan —gritó aliviada al oír su voz—. Aquí.

Ni por un instante se le pasó por la cabeza la posibilidad de salir a perseguirla bajo la tormenta. No iba a dejar a Jonan, herido, custodiando a un detenido, y por supuesto no iba a dejar a Ibai. Comprobó su teléfono y miró al subinspector.

—No tengo cobertura.

Él asintió.

—En la ladera sí que había, al menos eso sí lo he podido hacer. Ya vienen.

Ella, suspiró aliviada.

El operativo de búsqueda se puso en marcha de inmediato, y en él colaboraron tanto la Policía Foral como la Guardia Civil. Trajeron hasta una unidad con perros desde Zaragoza y tras veinticuatro horas de búsqueda y cuando unos voluntarios localizaron el plumífero de gorro de esquimal que llevaba Rosario enganchado en unas ramas casi dos kilómetros río abajo, Markina estudió durante unos segundos el estado de la prenda, que ponía de manifiesto los muchos golpes y arañazos recibidos, y dirigiéndose a los mandos canceló el operativo.

—Con la fuerza que lleva el agua, si cayó aquí ayer ya estará en el Cantábrico. Vamos a dar aviso a todos los pueblos y a las patrulleras de la costa, pero ayer vi bajar por el río troncos más gruesos que un cuerpo que el agua llevaba como si fueran palillos —dijo el voluntario de Protección Civil.

Amaia regresó a la casa que sin Engrasi sólo era una casa, y mientras veía a su hijo dormir se abrazó a James.

—Me da igual lo que digan, yo sé que Rosario no está muerta.

Él la estrechó sin contradecirla, sólo preguntó:

—¿Cómo lo sabes?

—Porque aún siento su amenaza, como una soga que nos ata, sé que está ahí fuera en alguna parte y sé que aún no ha terminado.

—Es mayor y está enferma. ¿De verdad crees que salió del bosque y llegó a algún lugar donde pudiera ponerse a salvo?

—Yo sé que mi depredador está ahí fuera, James. Jonan cree que pudo desprenderse del abrigo durante la huida.

—Amaia, déjalo por favor —y la abrazó aún más fuerte.