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Odiaba llevar paraguas, pero la intensidad con que la lluvia caía la habría empapado en cuanto hubiese salido del coche. De mala gana lo abrió y esperó a que Iriarte rodease el vehículo antes de empezar a caminar hacia la pista. La borda resultaba invisible entre la vegetación; si un año atrás ya casi la ocultaba por completo, ahora la encerraba totalmente. Padua esperaba dentro del Patrol de la Guardia Civil con el que había avanzado por la pista casi hasta la puerta de la borda. Bajó del vehículo cuando los vio aproximarse y entraron juntos. La enredadera que hacía un año entraba tímidamente por el agujero en el techo, se había adueñado de las vigas, a las que llegaba más luz, contribuyendo en parte a crear un tejado natural que impedía que el agua entrase a mares por el boquete.

No había ni rastro del viejo sofá ni del colchón con el que se cubrió el cuerpo de Johana; también habían desaparecido la mesa y el banco corrido. Lamentó esto último. Las bordas son lugares amables, refugios sin cerradura pensados para que todos los puedan usar, lugares para que pastores, cazadores o senderistas puedan guarecerse de la lluvia, de la noche o simplemente detenerse a descansar. Pero la muerte de Johana había marcado aquel lugar y ya no era un refugio más que para los animales. El suelo se veía cubierto de pequeñas bolitas negras y en el rincón más alejado, un fardo de paja, además del inconfundible olor de las ovejas, delataba cuál era ahora el uso de la borda.

Amaia penetró hasta el fondo de la construcción y se detuvo a observar el sitio donde un año antes se encontrara el cuerpo de Johana, como si pudiera percibir de algún modo la huella de aquella vida segada.

—Gracias por venir, Padua —dijo volviéndose hacia él.

El guardia civil hizo un gesto como restándole importancia.

—¿Qué le ronda por la cabeza?

—¿Recuerda lo que Jasón Medina declaró cuando le detuvieron?

Él asintió.

—Sí, se derrumbó y confesó llorando lo que le había hecho a su hijastra.

—Es eso precisamente. Medina no tenía el perfil agresivo o de intensa frustración de los demás asesinos. Para la esposa, la razón de sospecha que tenía contra él era el modo vicioso con que le sorprendió mirando a la niña y el excesivo celo que en los últimos meses ponía en los horarios, las salidas y la ropa de la chiquilla. En la comisión del crimen no se diferenció de los demás excepto en la violación, pero eso tampoco es raro; muchos agresores de género agreden sexualmente a sus víctimas.

—Entonces, ¿qué es lo que no le cuadra? Yo vi las coincidencias enseguida.

—Y yo también, pero del mismo modo veo las diferencias. En los otros casos, las mujeres eran nacidas en el valle y por circunstancias no vivían aquí, ya fuera porque una generación anterior se había establecido en otra provincia, por matrimonio o, como en el caso de Nuria…, porque el mismo maltratador la alejó de su familia como parte de la estrategia de anulación que idean para sus víctimas. En todos los casos, los asesinos tenían antecedentes de violencia o violencia contenida, un tipo de temperamento que funciona como una olla a presión. Con Johana nos saltamos dos de estos aspectos; por un lado no sólo no había nacido aquí, sino que es la única que estaba viviendo en el valle en el momento de su muerte. El padre no tenía antecedentes de violencia y no encaja en el perfil. El tipo de pervertido sexual que era Jasón Medina sólo es capaz de desarrollar violencia durante el acto sexual, y sólo si la víctima se resiste, como nos consta que se resistió Johana.

—Bueno —explicó Padua—, imagino que usted también ha establecido que alguna relación con el valle tiene que tener el inductor.

—Sí, desde luego, pero hay algo más que lo diferencia de los demás; con Johana no firmó el crimen.

Padua lo pensó:

—Escribió «Tarttalo» en su celda y dejó una nota dirigida a usted.

—Pero no en el escenario del crimen, y bueno, esto podría ser secundario; en otros de los casos, la firma apareció sólo en las celdas, pero en todos ellos formaba parte de una estrategia visual. Además, Jasón Medina tardó casi un año en suicidarse en prisión cuando todos sus predecesores lo hicieron inmediatamente; y los cuatro meses que se demoró Quiralte fueron exactamente los que yo tardé en reincorporarme a la investigación. Muéstreselo, Iriarte —pidió.

El inspector abrió una carpeta que llevaba bajo el brazo y la sostuvo con ambas manos para que pudieran verla.

—Todos los asesinos mataron a las mujeres y se suicidaron, algunos en el propio escenario como el de Bilbao, ¿ve la firma? —dijo indicando la foto—. El de Burgos salió de la casa y se colgó de un árbol, aquí la firma. El de Logroño, en prisión, aquí la firma. Quiralte, en prisión, justo después de mostrarnos dónde estaba el cadáver de Lucía Aguirre, la firma…

—Y Medina, en prisión, con la firma —dijo Padua, observando la documentación.

—Sí, pero un año después.

—Podría ser debido a su carácter, era un poco… «flojo».

—Podría ser, pero si hubiera sido captado como sus «primos», lo habría hecho igual, y el modo en que se suicidó denota una gran convicción, la convicción necesaria para cortarse el cuello; yo no lo llamaría flojo.

—¿Adónde quiere llegar? El brazo de Johana apareció en Arri Zahar junto a los demás…

—Sí, sí, en eso no tengo dudas. Estamos bastante seguros de que se utilizó el mismo objeto para amputar a todas.

—Entonces…

—No sé —dudó, mirando alrededor—. Usted interrogó a Medina; ¿cree que mentía?

—No, creo que el desgraciado decía la verdad.

Ella lo recordaba llorando todo el tiempo, dejando que las lágrimas y el moco le chorreasen por toda la cara. El patetismo puro. Confesó haber forzado a su hija, haberla matado estrangulándola con sus propias manos y haberla violado después de muerta, pero cuando le preguntaron por la amputación, por la razón por la que le había cortado un brazo al cadáver, se mostró perplejo, no sabía cómo había ocurrido. Después de matarla impulsivamente, regresó a su domicilio a buscar una cuerda para ponerla alrededor del cuello de la niña e imitar así uno de los crímenes del basajaun que había leído en la prensa. Cuando regresó a la borda, Johana ya no tenía el brazo.

—¿Recuerda lo que dijo sobre que sintió una presencia?

—Creía que alguien le observaba, hasta pensó que era el fantasma de Johana que le rondaba —dijo Padua, explicándoselo a Iriarte.

—Después de colocar el cordel se fue a casa a esperar a que su mujer regresase de trabajar y a fingir normalidad. Le pregunté si quizás había decidido amputar a la niña para dificultar su identificación y pareció que era la primera vez que una idea así circulaba por su cabeza, hasta explicó que creía que la había mordido un animal.

—El tío era un idiota, tendría que haber sido un depredador enorme para arrancar un brazo de cuajo.

—Eso es lo de menos. Lo que importa es por qué lo pensó, y lo hizo porque el brazo estaba mordido, faltaba un trozo de carne y hasta un imbécil como él lo identificó con un mordisco.

—Es cierto, había un mordisco en el tejido —admitió Padua.

—Eso también es único; en ninguno de los otros casos hay constancia de que los cuerpos presentasen desgarramientos por incisivos, y menos por incisivos humanos. Y luego está el tema de la borda; no está en el sendero, para llegar hasta ella hay que saber que está aquí, la conocen cazadores, pastores, los chavales que encontraron el cuerpo, gente de la zona.

—Sí; de hecho, si Jasón la conocía era porque había trabajado como pastor durante un tiempo.

—Además era febrero, y el año pasado llovió casi tanto como éste.

—Bueno, creo que este año haremos récord, pero sí, llovió mucho y los senderos estaban embarrados. Sólo vendría aquí alguien que conociese el lugar.

—Entonces, o fue casual que el tarttalo coincidiese con él, o siguió a Medina. Yo apuesto por lo segundo; puede que le vigilara.

—¿Cree que aún no se conocían?

—Creo que el tarttalo conocía a Jasón. De lo que tengo dudas es de que en aquel momento tuviese control sobre él; con este tipo tuvo que tenerlo bastante más difícil, todo su comportamiento se sale del perfil.

Iriarte intervino.

—¿Cree que lo conoció primero y lo captó después?

Ella levantó un dedo.

—Ésa es la discordancia —dijo—. Me parece que Jasón Medina cometió un crimen impulsado por sus deseos, obró atolondradamente y sin planearlo; la prueba es que tuvo que regresar a casa a por la cuerda para imitar los otros crímenes. El asesinato de Johana fue un crimen de oportunidad. Dijo que la niña le acompañaba a llevar el coche a un lavadero, y a mitad de camino tuvo el impulso de violarla. No lo pensó, ni la ocasión, ni la conveniencia, ni las consecuencias; obró poseído por sus deseos, y sólo cuando recuperó la calma después de hacerlo comenzó a planificar: la trajo aquí, regresó a casa a por la cuerda y después intentó convencer a su mujer de que la niña se había ido como otras veces. Incluso días después, aprovechando la ausencia de la mujer, escondió ropa, dinero y documentación de Johana, diciendo que la niña había vuelto a por sus cosas. Lo fue pensando sobre la marcha, no tenía un plan.

—… Ya, y eso nos lleva…

—A que si él no tenía un plan, si el crimen de Johana no estaba planificado, decidido, si obró impulsivamente, ¿cómo es que el tarttalo apareció en el momento exacto para llevarse el trofeo?

—Lo conocía. Para conseguir captar adeptos tiene que ser un experto en distinguir asesinos, un especialista en realizar perfiles criminales. Seguramente lo había conocido ya, pero Jasón era impredecible, por lo tanto sólo hay un modo de que hubiera podido estar aquí en el momento oportuno…

—Lo seguía.

—Lo seguía muy de cerca.

—Pues no es fácil seguir a alguien en el valle sin que se dé cuenta —opinó Iriarte.

—A menos que no desentones, que formes parte del paisaje habitual, que seas del valle.