Amaia entró en su dormitorio. La suave luz de la lamparita iluminaba a James, que dormía boca arriba.
—Hola, mi amor —susurró.
Ella se inclinó para besarle y para ver a Ibai, que dormía ladeado con el chupete puesto por primera vez, pues nunca lo quiso mientras tomaba leche materna.
James hizo un gesto hacia el bebé:
—Es muy bueno, no sabes lo bien que se porta. Y claro, a falta de teta, chupete —dijo sonriendo—; estoy por comprarme un par para mí —dijo poniendo las manos sobre sus pechos.
—Pues no es mala idea —dijo ella, apartándole—, aún tengo que trabajar un rato.
—¿Mucho?
—No, mucho no.
—Te esperaré despierto.
Ella sonrió, cogió su portátil y salió de la habitación.
En el correo aparecían al menos cuatro mensajes del doctor Franz. Aquello comenzaba a resultarle pesado, pero no se decidía ni a contestar sus mensajes ni a tirarlos a la papelera sin leer, pues aunque a primera vista sugerían la mera rabieta del rechazo, había en ellos un fondo razonable que le hacía pensar. Los dejó para después y abrió el correo de Johnson.
Que el FBI contaba con el mejor programa de identificación facial del mundo no era un secreto. Realizaban la más precisa verificación biométrica multimodal, que incluía zonas de certidumbre e incertidumbre del rostro. Sus avances se habían adaptado a nuevos programas similares al Indra que se utilizaba en los aeropuertos europeos, pero que tenía la pega de que sólo funcionaba con rostros reales o imágenes muy claras.
El gobierno estadounidense había invertido más de mil millones de dólares en el desarrollo de un programa que podía identificar rostros por la calle, en un campo de fútbol o en las grabaciones de cualquier cámara media de seguridad. Acompañando a la nota del agente Johnson, que decía que tras pasarlo por su sistema no habían obtenido identificación alguna, aparecía un exhaustivo informe del experto lleno de matices, consideraciones y una minuciosa explicación del procedimiento a base de capas de luz. Concluyendo, que se habían conseguido iluminar y aclarar zonas de incertidumbre en la foto que evidenciaban un trabajado disfraz. Eso impedía ser más precisos en la reconstrucción, y apuntaba también a que la lente de la cámara debía de estar dañada o bien un elemento extraño se había colado en la exposición. Adjuntaba dos imágenes, una con lo que el experto llamó la «araña» y otra en que se había procedido al borrado de forma digital.
Abrió los archivos fotográficos y se encontró ante un rostro caucásico, joven y de facciones equilibradas. La gorra, la barba y las gafas habían sido eliminadas por el programa, y la recreación de mirada vacía no le transmitía la más mínima información. Abrió la de la «araña» y miró sorprendida la imagen. En ésta, aún sin tratar, se veía el rostro con gorra, gafas y barba, y en mitad de la frente aparecía un ojo oscuro de largas pestañas que el experto había llamado «araña» para curarse en salud. Estudió atentamente la imagen durante unos segundos y después reenvió el mensaje a Jonan y a Iriarte.
Los correos del director de Santa María de las Nieves eran justo lo que esperaba. Una suerte de lamentos que iban desde el ruego hasta el puro lloriqueo por su amada clínica, pero en los dos últimos, añadía además acusaciones sin fundamento contra Sarasola del tipo: «Ese hombre oculta algo, no es trigo limpio, aún no tengo pruebas». No, claro que no las tenía. Adjuntaba por otro lado sendos informes de otros médicos (del centro) y varios artículos extraídos de prestigiosas revistas médicas que corroboraban su convicción de que era imposible que la paciente hubiese podido aparentar normalidad sin estar sometida a tratamiento. Amaia los ojeó por encima admitiendo que la jerga médica le resultaba agotadora. Comprobó la hora, cerró su portátil y se preguntó si James la estaría esperando, como había prometido. Sonrió mientras subía la escalera: James siempre cumplía sus promesas.
Por primera vez en muchos días despertó plácidamente cuando James le colocó a Ibai a su lado. Dedicó los siguientes minutos a besar la cabecita y las manos del niño, que se despertaba con una dulzura y una sonrisa que le alegraban el corazón de un modo que nunca había podido imaginar antes. Tomando las pequeñas manos entre las suyas, pensó en Iriarte y en el modo en que había dicho «un bracito», y de inmediato vinieron a su mente las imágenes de aquel pequeño cráneo con las fontanelas aún abiertas y las tumbas de los mairu que había en torno a Juanitaenea. «Supongo que es usted una de ésas». «Los muertos hacen lo que pueden».
James entró trayendo el biberón para Ibai y el café para ella. Al abrir los portillos de las ventanas se la quedó mirando.
—Amaia, ¿qué te ha pasado?
Recordó el puñetazo y al tocarse la cara sintió un agudo dolor. Salió de la cama y estudió su rostro frente al espejo. No se veía especialmente hinchado, pero desde el pómulo hasta la oreja se extendía un cardenal azulado que tomaría distintas tonalidades de marrón, negro y amarillo en los próximos días. Aplicó una capa de maquillaje que sólo consiguió que le escociese terriblemente. Al fin se rindió mientras resonaba en su cabeza la voz de Zabalza diciendo que Beñat Zaldúa no iba al instituto cuando tenía morados en la cara.
—Vale, yo tampoco iré hoy al instituto —le dijo a su imagen en el espejo.
Dedicó el resto de la mañana a hacer llamadas que le produjeron la sensación de no ir a ninguna parte. No había rastro del paradero del marido de Nuria. Tenían un coche frente a la casa y otro frente a la iglesia y no se habían producido más profanaciones, aunque ¿para qué? El tarttalo ya tenía toda su atención, y toda aquella puesta en escena parecía tan sólo fuegos de artificio destinados a obtenerla; ahora que ya la había captado, no tenía sentido seguir por ese camino.
Aunque había revisado el correo por la noche, volvió a hacerlo y mantuvo una conversación telefónica con Etxaide e Iriarte a propósito de los resultados de la foto.
Según Iriarte, era evidente que la lente o la grabación estaban dañadas, hasta era probable que una araña auténtica se hubiese colado en la lente de la cámara que estaba en el exterior de Santa María de las Nieves y que fuese eso lo que se veía. O cabía la posibilidad más remota, apuntó Jonan, de que fuese lo que parecía, un ojo, un aderezo extra que el visitante se añadía para completar la imagen que quería mostrar; al fin y al cabo, el tarttalo era un cíclope de un solo ojo. En todas las grabaciones durante semanas sólo habían podido ver la parte superior de la cabeza del individuo, pero el último día elevó el rostro hacia la cámara y lo mantuvo así el tiempo suficiente como para poder obtener una imagen de su rostro.
—No creo que fuera casual —dijo Etxaide.
Ella tampoco lo creía.
—A mediodía esperamos que lleguen los resultados que establecen con más precisión la fecha de fabricación de las herramientas médicas, y de momento los registros hospitalarios de personas amputadas o con prótesis no han arrojado ninguna luz, aunque aún nos queda mucho por mirar…
Antes de colgar, Jonan le avisó.
—Ah, jefa, ha llegado otro de esos correos. Se lo envío.
Aún no había colgado cuando lo vio aparecer en su bandeja de entrada. Breve y exigente como los anteriores. «La dama espera su ofrenda». El sello con la lamia aparecía abajo, a la derecha. De pronto se sintió exasperada por aquel maldito juego. Se cubrió el rostro con las manos y las mantuvo sobre él como si así pudiese arrancarse el hastío. Sólo consiguió levantar la piel del pómulo y sentirse más enfadada. Volvió a llamar a Jonan.
—Imagino que no habrás tenido tiempo, pero, por casualidad, ¿no tendrás algo más del origen de esos correos?
—Bueno, pues la verdad es que sí, aunque no hayamos obtenido un gran resultado. Los correos se han recibido desde una cuenta gratuita, no aparece nombre alguno y en su lugar se usa un apelativo: servidorasdeladama@hotmail.com. Analizando las cabeceras de los correos, se ve que son remitidos desde una IP dinámica, y rastreando esa IP y tirando del hilo conexión por conexión, se llega a la conclusión de que fueron enviados desde un punto gratuito de Internet de los que a veces hay en aeropuertos o estaciones de autobuses… Es prácticamente imposible dar con la persona que envía los correos… Se podría rastrear únicamente mientras estuviera conectado; ya se ha hecho en algún caso de terrorismo internacional, pero… Bueno, yo de momento sigo buscando, pero es probable que para cuando demos con el origen, allí ya no haya ni rastro de quien lo envió…
—Ya, no te preocupes, gracias. —Colgó.
Tras el desayuno y el juego de la mañana, Ibai comenzaba a estar adormilado y James se ocupó de él. Amaia los besó, se despidió de la tía y cogiendo su plumífero salió de la casa. Se metió en el coche, accionó el contacto y recordando algo de pronto, lo paró. Salió del coche y regresó a la entrada de la casa, donde dedicó unos segundos a observar con detenimiento el empedrado hasta que localizó en uno de los bordes dos o tres cantos rodados que parecían sueltos. Tomó uno, se lo metió en el bolsillo y regresó al coche.
Intentó concentrarse en la conducción, mientras salía de Elizondo. Cuando estuvo en la carretera, suspiró de pronto dejando salir el aire de sus pulmones mientras se daba cuenta de lo tensa que estaba. Las manos crispadas sobre el volante blanqueaban los nudillos y a pesar de la baja temperatura de ese invierno que, como todos en Baztán, parecía eternizarse, sus manos transpiraban. Se las frotó alternativamente en las perneras de los pantalones. Maldita sea. Tenía miedo y eso no le gustaba nada. No era una necia, sabía que el miedo mantenía vivos, vigilantes y prudentes a los policías, pero el que sentía no era de esa clase que acelera el corazón cuando se detiene a alguien armado; era el otro, el miedo antiguo e íntimo, el que huele a orina y sudor, el viejo miedo en el alma que durante el último año había podido mantener a raya y que ahora reclamaba su territorio. El territorio del miedo. Ya había pasado por esto, ya sabía desde el principio que no se lo puede ganar, y que lo único que nos mantiene cuerdos es plantarle cara, una y otra vez. La certeza de que la brecha de luz que había conseguido abrir volvía a cerrarse la entristecía profundamente, por ella y por la otra niña. La furia creció en su interior como una marea viva. ¿Por qué debería soportar aquello? No lo iba a hacer: puede que en el pasado, cuando eran unas niñas, todas las fuerzas del universo se hubieran conjurado contra ellas; puede que el miedo hubiera vivido en su pecho durante años; pero no estaba dispuesta a seguir en el juego, ahora ya no era una niña y no permitiría que siguieran manejándola. Condujo durante kilómetros por una carretera vecinal que parecía en buen estado, hasta que se topó con una manada de hermosas pottokas, los caballos y yeguas que pastan libres por Baztán. Detuvo el coche a un lado y esperó. Las habitualmente tímidas pottokas no se movieron del camino y durante un rato se dedicó sólo a observarlas. Una pequeña yegua se acercó, curiosa, y Amaia le ofreció su mano abierta, que el animal olisqueó, indagador. En vista de que las yeguas no tenían intención de moverse, Amaia se dirigió a la trasera del coche y se calzó las botas de goma, que siempre llevaba por si acaso. Cogió también una linterna y descendió el primer tramo de la ladera, colocándose de lado para no resbalar en la hierba alta y mojada que bordeaba la inclinación, y que se volvía rala, como cortada por una máquina, en las dos márgenes del río que corría encajonado en aquel tramo casi silencioso. Lo siguió hasta llegar a un puente de cemento con barandillas de hierro que evitó tocar, pues aparecía oxidado en la base, donde las varillas se hundían en la piedra. En el otro extremo, rebasó una valla rudimentaria, sin duda pensada para impedir el paso a los animales, cerciorándose de volver a dejarla bien cerrada, y caminó campo a través hacia un gran caserío que parecía abandonado, aunque en buen estado, y perfectamente cerrado con contraventanas de madera que se veían clavadas a los marcos. Al acercarse, captó el olor inconfundible de un rebaño y de las numerosas bolitas oscuras que explicaban el perfecto corte y mantenimiento de la hierba de aquel prado. Tras rodear la casa, comenzó a reconocer la zona: si caminaba unos metros más llegaría a la linde del bosque, donde aparcó en la ocasión anterior. Comprobó la cobertura del móvil y observó cómo la señal se debilitaba a medida que penetraba en la arboleda, mientras el corazón se le aceleraba y los latidos llegaban a su oído interno como rápidos latigazos. Zas, zas, zas. Tomó aire intentando tranquilizarse, aunque, inconscientemente, apuró el paso con la mirada puesta en el claro de luz que al fondo del sendero indicaba la salida del bosque. Caminó hacia allí intentando controlar el infantil impulso de echar a correr y la sensación paranoica de que alguien la seguía. Se llevó la mano al arma, mientras su voz, una voz burlona, le decía en su cabeza: «Claro, guapa, una pistola, ¿y eso de qué te servirá?».
Cuando tenía once años había jugado, como todos los niños de su edad, a entrar al cementerio cuando ya había oscurecido. Era un juego estúpido que consistía en colocar varios objetos sobre las tumbas de la parte más alta del camposanto, y en cuanto anochecía, sortear el orden en el que, de uno en uno, debían entrar a recuperarlos. Había que ir hasta el final y salir tranquilamente mientras los demás esperaban en la verja. A menudo, cuando estaban ya cerca de la salida, alguien gritaba: «¡Dios!, detrás de ti», y eso era suficiente para provocar que el valiente de turno corriese como si le persiguiese el mismo demonio. Pánico. Recordaba cómo casi siempre el miedo del que corría provocaba las risas de los otros, que, sin embargo, no dejaban de vigilar el camino, por si había otra razón para correr así que no fueran sus gritos… Y a pesar de que sabían que los chavales gritarían la próxima vez, todos corrían. Corrían por si acaso.
Alcanzó la linde y llegó a un claro que se extendía hasta la maravillosa regata de agua donde aquella joven la había abordado, y que ahora aparecía ocupada por un numeroso rebaño de ovejas. Caminó entre ellas por el desfiladero que los animales abrían a su paso. A lo lejos, sentado en una roca, divisó al pastor. Levantó una mano a modo de saludo y él le correspondió con el mismo gesto. Reconfortada por la presencia lejana del hombre que la observaba, cruzó el puentecillo que era apenas un promontorio sobre el riachuelo, y un escalofrío recorrió su espalda. Siguió su camino hacia la zona de helechos que bordeaba la colina y comenzó a ascender por la ladera, apoyándose en aquellas antiguas piedras que formando una escalera natural permitían llegar hasta el lugar al que se dirigía. Se detuvo primero en la tosca planicie donde James y su hermana la esperaron la primera vez, y observó que el sendero que continuaba ascendiendo parecía ahora aún más abierto, como si alguien acabase de pasar por allí. Aun así, había bastantes zarzas y árgomas como para dejarse la piel. Se metió las manos en los bolsillos y penetró en el sendero. La sensación de que alguien lo había transitado recientemente creció al encontrarlo más abierto según avanzaba hasta llegar al lugar. No había nadie allí y eso la sorprendió un poco y la alivió más. Dedicó unos segundos a reconocer el lugar. La entrada de la cueva, como una torva sonrisa de la montaña, abierta a ras de suelo; la magnífica roca «dama» erguida tres metros con sus voluptuosas formas femeninas que miraban al valle, y en la roca mesa, más de una docena de piedras pequeñas colocadas como las piezas de un damero primitivo. Se acercó y las observó.
No eran piedras del camino, alguien las había llevado hasta allí como ofrenda a la dama. Negó, incrédula, mientras se sorprendía al darse cuenta de que ella misma lo estaba haciendo. Sacó la piedra que había tomado de la puerta de la casa y la sostuvo en la mano, dudando: «Una piedra que deberás traer desde tu casa», «la dama prefiere que la traigas desde tu casa».
Se preguntó cuánta gente estaría recibiendo aquellos e-mails en todo el valle y si no sería más que una de esas cadenas de la suerte en las que debes reenviar los mensajes para atraer la fortuna o, en todo caso, verte libre de una maldición.
Ella no iba a reenviar nada, pero dejar una piedra allí no podía hacer daño a nadie. Miró alrededor como si esperase descubrir entre las ramas las cámaras de un reality show o a media docena de paparazzi que luego titularían: «Crédula inspectora recurre a rituales mágicos». Apretó el canto en la mano y trató, sin éxito, de quitar con la uña un resto de cemento que llevaba adherido, con el que estuvo sujeto en la puerta de la casa. Colocó la piedra completando una de las hileras y se volvió hacia la cueva. Caminó en línea recta y al llegar sacó la linterna, se inclinó e iluminó el interior. Un aroma dulce de flores brotaba de allí, pero no vio nada que pudiese producirlo. La cueva estaba vacía con excepción de una escudilla que contenía manzanas frescas y unas cuantas monedas que alguien había arrojado al interior. Apagó la linterna y comenzó el descenso. Al pasar junto a la roca mesa comprobó que las piedras seguían allí. «¿Y qué esperabas?», se dijo mientras penetraba en el sendero. Las botas de goma eran buenas para los campos húmedos y un poco reblandecidos, pero se le escapaban de los pies, dificultando el descenso por la escalera de roca. Atravesó el sotobosque y llegó a la idílica regata, que, como incrustada en la colina, se rompía en borbotones de agua, rocas verdes, helechos y espuma blanca. No vio al pastor, pero el rebaño seguía allí y su presencia pacífica contribuyó a resaltar la belleza del lugar y a disipar cualquier posibilidad de que una joven enigmática apareciese por allí. Miró de nuevo hacia la colina de Mari y sonrió un poco decepcionada. Pero ¿qué había esperado? Echó una última mirada al rebaño y en ese instante, los animales dejaron de beber y de pastar, y levantaron a la vez sus cabezas como si presintiesen un peligro o hubiesen oído algo que Amaia no oyó. Sorprendida por el extraño comportamiento de las ovejas, se quedó inmóvil escuchando; entonces, al unísono, todos los animales ladearon la cabeza haciendo sonar sus cencerros con un solo toque, que sonó como un gong inmenso, más sobrecogedor aún al ir seguido de un intenso silencio, sólo roto por el fuerte silbido que, como el silbato de un factor, cruzó el campo. Amaia abrió la boca y tomó tanto aire como pudo mientras miraba atónita a los animales, que parecían haber vuelto a su rutina de pasto y agua.
Sintió un intenso frío por la espalda, como si alguien hubiese pegado a su piel una sábana mojada. Lo había oído con toda claridad y también lo había visto. A su mente acudieron palabra por palabra las citas del antropólogo Barandiarán, al que había estudiado cuando investigaba el caso del basajaun un año atrás: «El basajaun delata a los humanos su presencia con fuertes silbidos que cruzan el valle, pero los animales no los necesitan; ellos saben que el señor del bosque ha hecho acto de presencia y los rebaños le saludan haciendo sonar sus cencerros al unísono y con un solo toque».
—¡Joder! —susurró.
Echó a correr entre los árboles, abandonada al pánico, mientras una voz en algún lugar de su cabeza le pedía que parase, que dejase de correr así, y contestaba que le daba igual, que, como cuando era niña y jugaba en el cementerio, corría porque era lo único que podía hacer. Atravesó el sendero por el bosque con el arma en la mano. Cuando llegó al otro extremo, cerca del caserío cerrado, miró atrás mientras todas las alarmas de la prudencia le decían que no lo hiciese. No había nadie. Escuchó y oyó tan sólo sus jadeos tras la alocada carrera. Tocó la frente mojada de sudor y al ver el arma en su mano pensó en la pinta de loca que tendría, por lo que abrió el plumífero y ocultó la mano en el interior, aún sin decidirse a guardarla. Atravesó el campo y cruzó por el puente mientras el susto iba cediendo espacio al enfado, que era monumental cuando llegó al coche.
Las pottokas habían desaparecido dejando humeantes montones de excrementos en la carretera. Subió al coche, arrancó y aceleró con el corazón aún alterado. Pero ¿qué cojones estaba pasando, qué era todo aquello, qué querían de ella…? Joder, no estaba loca. ¿Por qué tenía que pasar aquello? Tenía problemas de sobra en su vida privada, además era policía de homicidios, ¿quién cojones en el reparto de mierdas raras por persona había decidido que le tocasen tantas a ella?
—¡Joder!, ¡joder! —repitió, golpeando el volante.
Ella no era la persona adecuada para ese rollo místico. La tía Engrasi, Ros, lo habrían vivido como una verdadera bendición. Ella era policía, ¡por el amor de Dios!, una investigadora, una mente metódica cuya inteligencia práctica destacaba en las puntuaciones de los test. Una mente racional para resolver problemas de pura lógica y sentido común, no para hacer ofrendas a diosas de las tormentas ni hadas con pies de pato. No. Las ovejas no saludaban al señor del bosque y los huesos de los mairu no eran narcotizantes.
—Joder. —Volvió a golpear el volante y lo repitió una y otra vez—: Joder, joder, joder.
Y toda la culpa la tenía aquel maldito lugar de mierda. Uno de esos lugares donde pasan las cosas. Uno de esos lugares que el puto universo con todas sus normas, vacíos y estrellas, no puede dejar en paz, haciendo que allí todo escociese como una puta úlcera.
—¡Joder! —gritó, esta vez manoteando el volante.
En algún lugar a mitad del camino había surgido una mujer con uno de esos abrigos marrones con capucha bordeada de pelo. Amaia frenó de golpe y el coche se deslizó unos metros antes de detenerse junto a la mujer, que se había vuelto en el último instante y la miró con ojos como platos y el rostro pálido. Bajó del coche y se dirigió a ella.
—¡Oh, Dios mío! ¿Se encuentra bien? —La mujer la miró y sonrió tímidamente.
—Sí, sí, no se preocupe, sólo ha sido el susto.
Amaia se acercó más para comprobarlo y vio que la mujer del abrigo de esquimal tenía un abultado vientre.
—¿Está usted embarazada?
La mujer rió, poniendo cara de circunstancias.
—Embarazadísima, diría yo…
—¡Oh, Dios mío! ¿Está segura de que se encuentra bien?
—Todo lo bien que una puede encontrarse a estas alturas.
Amaia seguía mirándola con una cara que delataba su preocupación. La otra pareció percibirlo.
—Sólo bromeo, me encuentro bien, en serio, sólo ha sido el susto y ha sido por mi culpa, no debería ir por el medio de la carretera y supongo que debería llevar reflectantes o algo así —dijo tocando las mangas de su abrigo marrón—. Con esto no es que se me distinga muy bien, pero voy tan cómoda con él…
Sabía de qué hablaba: en la última fase de su propio embarazo casi había llevado las mismas prendas todos los días.
—No, yo iba un poco despistada, pensaba en otras cosas, y lo siento. Deje al menos que la lleve. ¿Adónde va?
—Bueno, a ningún sitio en particular, sólo estaba paseando, me viene bien andar —dijo mirando el coche—, pero le acepto el ofrecimiento; la verdad es que hoy estoy especialmente cansada.
—Claro, por supuesto —dijo Amaia, satisfecha de poder hacer algo por ella.
La condujo hacia la puerta del acompañante y la abrió para ella mientras la chica se acomodaba. Observó que era muy joven, no le calculaba más de veinte años. Bajo el abrigo pardo, llevaba unas mallas marrones y un jersey largo del mismo tono. El cabello trenzado le caía por la espalda, y una diadema de carey contrastaba con la palidez de su rostro, que inicialmente había atribuido al susto. Jugueteaba con un objeto pequeño que sostenía en la mano; parecía haber recobrado la calma. Regresó a su lugar y emprendió de nuevo la marcha.
—¿Sale a caminar a menudo?
—Siempre que puedo, hacia el final del embarazo es el mejor ejercicio.
—Sí, lo sé, no hace tanto estaba como usted, tengo un bebé de cuatro meses y medio.
—¿Un niño o una niña?
—Pues iba a ser una niña hasta que en el momento del parto supe que era un niño —dijo, pensativa.
—¿Habría preferido una niña?
—No, no es eso, es sólo que fue un poco raro; desconcertante es la palabra.
—Si ha tenido un niño será porque tenía que ser así.
—Sí —dijo Amaia—. Imagino que así es como tenía que ser.
—¡Es maravilloso! —exclamó la chica mirándola—, usted ya tiene a su bebé, no sabe las ganas que tengo.
—Sí —admitió Amaia, sonriendo—, es maravilloso, pero tan complicado… A veces echo de menos el embarazo, ya sabe, tenerlo ahí, seguro y tranquilo, llevarlo conmigo… —dijo un poco melancólica.
—Ya la entiendo, pero yo estoy deseando verle la carita y acabar con esto —dijo tocándose la tripa—; estoy horrible.
—No es verdad —contestó Amaia.
Y no lo era, a pesar de sus quejas de cansancio, su rostro no delataba el más mínimo rastro. Todo su aspecto era lozano y saludable, y en estos tiempos en que las mujeres retrasaban más y más su maternidad, una madre tan joven resultaba refrescante.
—No me malinterprete, soy feliz cada vez que veo a mi hijo, es sólo que la maternidad no es tan ideal como pueda parecerlo en las revistas especializadas.
—Oh, eso lo sé —afirmó la joven—. Éste no es el primero.
Amaia la miró sorprendida.
—No se engañe por mi aspecto, soy mayor de lo que parezco, y si hago memoria casi no recuerdo no estar embarazada.
Amaia evitó volver a mirarla para que no pudiese ver su asombro. Se le ocurrían docenas de preguntas y todas inadecuadas para una mujer a la que acababa de conocer tras casi atropellarla. Aun así lanzó una:
—¿Y cómo se las arregla para encajar maternidad y embarazo? Se lo pregunto porque a mí me está resultando muy difícil conjugar mi trabajo con ser una buena madre.
Notó cómo la chica la observaba con detenimiento.
—Ya veo, ¿así que es usted una de ésas?
Había escuchado aquella frase hacía muy poco, proveniente de aquella arpía que cultivaba flores, y le vino a la memoria su imagen decapitando con la uña los brotes tiernos de las plantas.
Se puso a la defensiva:
—No sé a qué se refiere.
—Pues a una de esas mujeres que dejan que otros decidan cómo se es madre. Antes ha nombrado una de esas revistas sobre maternidad. Mire, la maternidad es algo bastante más instintivo y natural, y a menudo tantas normas, controles y consejos sólo abruman a las madres.
—Es normal preocuparse por hacerlo bien —contestó.
—Claro, pero esa preocupación no quedará eliminada por más libros que lea. Hágame caso, Amaia, usted es la mejor madre para su pequeño y él es el hijo que usted debía tener —dijo ella manoseando el objeto que portaba en su mano como si lo amasase entre los dedos.
No recordaba haberle dicho su nombre, pero se centró en contestar.
—Pero tengo muchísimas dudas y no sé nada, no quisiera hacer algo que le perjudicase a corto o largo plazo.
—La única manera en la que una madre puede dañar a sus hijos es con su falta de amor. Ya puede darle todos los cuidados, nutrirle y vestirle, proporcionarle educación; si el pequeño no recibe amor, amor bueno y generoso de madre, crecerá emocionalmente disminuido y con un concepto del amor enfermizo que no le permitirá ser feliz.
Amaia pensó en su propia madre.
—Pero… —replicó— hay cosas que está comprobado que son mejores, como darle el pecho…
—Lo que es mejor es relacionarse con el niño sin normas ni tensiones. Si quiere darle el pecho, hágalo, si quiere darle el biberón, hágalo…
—¿Y si no se puede hacer lo que una quiere?
—Hay que adaptarse y vivirlo sin tensión, como no siempre es verano y no por eso el otoño es malo.
Amaia se quedó callada unos segundos.
—Parece que eres una experta.
—Lo soy —admitió ella sin sonrojo—, igual que tú. Creo que deberías hacer un montón con esos libros, vídeos y revistas y prenderles fuego. Te sentirás mejor y así podrás ocuparte de cumplir tu cometido. —Dijo la última frase como si hiciera referencia a una obligación concreta.
Amaia se volvió a mirarla, curiosa.
—Para aquí, por favor —dijo ella de pronto, indicando un lugar en la carretera que se bifurcaba hacia una pista forestal—. Seguiré caminando un rato más.
Detuvo el coche y la chica se bajó, después se inclinó para que Amaia pudiera verle la cara.
—Y no te preocupes tanto, lo estás haciendo muy bien.
Amaia iba a replicar, pero ella cerró la puerta y echó a andar por el camino de tierra. Cuando emprendió de nuevo la marcha, se percató de que la mujer había olvidado algo sobre el asiento y al mirarlo con atención lo reconoció, frenó el coche echándose a un lado y permaneció unos segundos mirando el objeto sin tocarlo. Incrédula, con dedos temblorosos, levantó el canto redondeado y le dio la vuelta para ver el resto de cemento que durante mucho tiempo mantuvo aquella piedra unida a la puerta de su casa.