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Cuando colgó, vio que en efecto aparecía en su teléfono el aviso de un correo entrante, y a pesar de la urgente necesidad de ver lo que el experto y su novedoso programa habían podido hacer con el rostro del visitante de Santa María de las Nieves, contuvo su curiosidad; al fin y al cabo, en el teléfono no tendría la calidad de imagen del ordenador. Se puso el abrigo y sólo cuando tuvo la puerta del obrador abierta apagó las luces y cerró. El aparcamiento resultó ahora más oscuro, en contraste con las brillantes luces del interior. Esperó unos segundos inmóvil mientras se abrochaba el abrigo y sepultaba de nuevo la llave en su bolsillo. Salió hacia Braulio Iriarte. Al pasar frente a la puerta del Trinkete vio que aún había luz en el interior, aunque el bar se veía vacío y parecía cerrado; seguramente un par de parejas jugaban a pala en el frontón. La afición en Baztán no decaía y las nuevas generaciones parecían seguir la tradición. Aunque algunos no opinaban así. En una ocasión, el pelotari Oskar Lasa, Lasa III, le había dicho que «la mano» ya no volvería a ser lo que había sido, porque los jóvenes ahora no tenían cultura del dolor. «He intentado enseñar a muchos jóvenes, algunos bastante buenos, pero en cuanto les duele se rajan como damiselas. “Me duele mucho”, dicen y yo les digo: “Si no duele, no lo estás haciendo bien”».

Cultura del dolor, aceptar que dolerá, saber que la mano se hinchará hasta que los dedos parezcan salchichas, que el dolor, ese ardor salvaje con que la mano parece asarse entre brasas, trepará por el brazo como veneno hasta el hombro, que la piel en la palma de la mano se cuarteará con el próximo golpe y comenzarás a sangrar, no mucho. Aunque a veces uno de esos terribles golpes contra la pelota producía la ruptura de una vena que sangraba sin salida, formando un cúmulo duro y terriblemente doloroso que no drenaría la sangre ni pinchándolo y que habría que operar por su peligrosidad.

Cultura del dolor, saber que dolería, y sin embargo… Pensó en Dupree y en lo que Johnson le había dicho: «El silencio aquí es una condena».

—También aquí —susurró.

Percibió las volutas azules de humo de su cigarrillo antes de verle, y le reconoció por sus zapatos de firma, incluso antes de que diera un paso adelante saliendo de la oscuridad, pues mientras esperó apoyado en el muro, había ocultado su rostro.

—Hola, Salazar —dijo Montes.

Había bebido un poco. No estaba borracho, pero el brillo en sus ojos y el modo en que sostuvo su mirada le hicieron estar segura.

—¿Qué hace aquí? —Fue su respuesta.

—La esperaba.

—¿En el camino a mi casa? —contestó ella, mirando alrededor para poner de manifiesto lo inadecuado de sus actos.

—No me ha dejado más remedio, lleva días evitándome.

—Llevo días esperando que siga el procedimiento y pida una cita en mi despacho.

Él ladeó un poco el rostro en una mueca.

—Joder, Amaia, pensaba que éramos amigos.

Ella le miró incrédula, casi sonriendo.

—No puedo creerlo —dijo, y siguió caminando hacia la casa de la tía.

Montes tiró el cigarrillo al suelo y la siguió hasta ponerse a su altura.

—Sé que aquello no estuvo bien, pero debe comprender que era un momento muy difícil en mi vida, supongo que no reaccioné bien.

—Me sobra saberlo —cortó ella.

Él la adelantó y se detuvo ante ella, forzándola a detenerse.

—Pasado mañana es la vista para mi reincorporación, ¿qué va a decir?

—Pida una cita y venga a verme a mi despacho. —Le rodeó y continuó su camino.

—Usted me conoce.

—¿Ve?, en eso me equivocaba, yo pensaba que le conocía, pero la verdad es que no sé quién es usted.

Él se quedó parado en el mismo lugar y se volvió hacia ella.

—Vas a joderme, ¿verdad?

Ella no contestó.

—Sí, vas a joderme, maldita zorra de mierda. Como todas las zorras de tu familia, no podéis resistiros ante el placer de destruir a un hombre, atándolo a una silla de ruedas o volándole la cabeza, qué más da. Me pregunto cuánto tardarás en destruir a ese calzonazos de James.

Amaia se detuvo en seco mientras escuchaba el veneno que desde el interior de Montes brotaba denso y oscuro. Hizo una llamada a la prudencia porque entendía que el objeto de todo aquello era tan sólo provocarla, pero una voz en su interior contestó «Sí, lo sé, sé lo que intenta hacer, pero ¿por qué no darle lo que pide?».

Desanduvo el camino con paso decidido y se detuvo a escasos centímetros de Montes. Podía oler la cerveza en su aliento y el perfume de marca que era su seña de identidad.

—No necesito mover un dedo, Montes, no necesito hacer nada contra ti —le tuteó dejando a un lado los formalismos—. Es verdad que estás jodido, pero te has jodido tú solito. Te saltaste las normas y los procedimientos, abandonaste una investigación en curso, con la falta de respeto que eso supone para tus compañeros, las víctimas y sus familias. Desobedeciste órdenes directas, comprometiste la investigación sacando pruebas de comisaría y, además, usaste tu arma apuntando a un civil y por último estuviste a punto de volarte los pocos sesos que tienes. Y si Iriarte y yo no lo hubiésemos impedido, a estas horas llevarías un año pudriéndote en un nicho al que nadie llevaría flores. Dime, ¿qué ha cambiado en este año?

—Tengo informes psiquiátricos positivos recomendando mi reincorporación.

—¿Y cómo los obtuviste, Montes? Nada, no ha cambiado nada, habría dado lo mismo que hubieras muerto, te has convertido en una especie de zombi, un muerto viviente. No has avanzado un paso desde aquel día. No has ido a terapia, sigues sin reconocer mi autoridad, y sigues siendo un capullo en el que no se puede confiar y que sólo pretende justificarse: «Oh, es que era un momento muy difícil para mí» —dijo burlándose con voz de niña—, «El profe me tiene manía», «Nadie me quiere».

El rostro de Montes había ido adquiriendo una tonalidad grisácea. Mientras ella hablaba, él apretó los labios como si en lugar de boca hubiese allí un tajo recto y oscuro.

—¡Por el amor de Dios, es usted un policía! Apriétese los machos, haga lo que tiene que hacer y deje de gimotear como una niña, me pone enferma.

Sujetándola de pronto por la pechera del abrigo, Montes elevó la mano cerrada en un puño. Ella se asustó, estuvo segura de que la golpearía, pero aun así no se contuvo:

—¿Va a pegarme, Montes?, ¿le apetece cerrarme la boca para no escuchar la verdad?

La miraba a los ojos y Amaia pudo ver la intensa ira que había en ellos; sin embargo, de pronto sonrió, aflojando la presión sobre su ropa y abriendo la mano que había mantenido alzada.

—No, claro que no —dijo parodiando una especie de sonrisa insana—. Sé lo que pretende. Sabe Dios que le partiría la cara bien a gusto, pero no lo haré, no lo haré, inspectora, usted lleva placa y pistola. Sería cavar mi propia tumba. No le seguiré el juego.

Ella le miró negando con la cabeza.

—Montes, estás peor de lo que pensaba, ¿es eso lo que opinas de mí? Sigues con tu teoría del mundo entero conspira contra mí…

Amaia se abrió la cremallera del abrigo y sacó su placa y su pistola, rebasó a Montes y penetró en el callejón entre dos casas al que no daban ventanas y en el que había un viejo barril, un cabecero de cama antiguo que cualquier anticuario se habría llevado y un viejo arado. Puso su placa y su arma sobre el barril y se quedó allí parada, mirando a Montes.

Él se acercó sonriendo, y esta vez su sonrisa era auténtica, pero al llegar a la entrada del callejón se detuvo.

—¿Sin represalias? ¿Sin consecuencias? —preguntó.

—Te doy mi palabra, y sabes que la mía vale.

Aun así dudó.

Pero Amaia no tenía dudas, ya no, estaba hasta los cojones de ese tío. Una parte de ella que le resultaba desconocida quería patearle, darle unas buenas hostias. Sonrió un poco al pensarlo, y a pesar de que Montes pesaba al menos cuarenta kilos más que ella, en ese momento le dio igual. Algunas se llevaría, eso seguro, pero él también. Lo miró y vio la indecisión en sus ojos. Casi se sintió decepcionada.

—Venga, niña llorona, ¿te vas a rajar ahora? ¿No querías partirme la cara? Pues venga, es tu oportunidad y no tendrás otra.

Causó efecto. Él entró en el callejón como un toro furioso; incluso cuando lo recordó más tarde pensó en un toro. La cabeza un poco inclinada hacia delante, con los puños crispados y los ojos entrecerrados queriendo hacer valer su fuerza. Ella le esperó hasta el último segundo y entonces se apartó lanzando a la vez un golpe lateral que alcanzó a Montes en un costado haciéndole variar el rumbo hacia la pared, donde se golpeó el hombro contrario.

—Maldita puta —bramó.

Ella sonrió; era un viejo chiste de chicas que solían contar las policías en la academia: «Cuando un idiota te llama puta es precisamente porque no te ha podido joder».

El hombro debía de dolerle bastante pero se irguió como el toro que era y dijo:

—Me gustaría saber qué pensaría su amigo el marica si supiera que usted insulta en femenino.

Ella sonrió a su vez con cara de «Oh, oh, te has equivocado de camino».

—El subinspector Etxaide te da mil vueltas como policía, pero además es más valiente, más honrado y más hombre de lo que serás tú en toda tu vida. Nenaza.

Él embistió de nuevo, pero esta vez no cerró los ojos; había menos distancia entre ellos que en el primer ataque, y eso era malo para Amaia. El puño de Montes vino hacia ella como un rayo y apenas le rozó en la mejilla, pero fue suficiente para volverle la cabeza hacia la pared golpeándose el cráneo. Durante un segundo, todo fue oscuridad pero el intenso dolor en el pómulo la trajo de vuelta a la realidad. Montes estaba casi encima y aprovechó para golpearle en el estómago con todas sus fuerzas; lo encontró más blando de lo que había esperado. Elevó la rodilla, que como en una perfecta coreografía fue al encuentro de la boca de Montes en el momento en que él se encogía sobre sí mismo, agarrándose el estómago. Sus labios resecos se agrietaron tiñéndose de rojo mientras la miraba, de nuevo sorprendido. Lo empujó, tocándole apenas en el hombro, y él quedó contra la pared. Estuvieron así unos segundos, mirándose y jadeando hasta que Montes dobló las rodillas y escurriéndose pegado a la pared, se sentó en el suelo. Ella hizo lo mismo.

Oyeron voces que se aproximaban. Los chicos que salían de jugar del Trinkete con bolsas de deporte avanzaban por la calle comentando el partido. Cuando hubieron rebasado el callejón, Amaia sacó un paquete de pañuelos de papel y se lo lanzó a Montes. Él usó unos cuantos para comprimir el corte en el labio y dijo:

—Pega usted como una chica. —Y comenzó a reírse.

—Bueno, usted también.

—Sí, pensaba que estaba en mejor forma —admitió Montes; bajó la mirada antes de continuar hablando—. Es verdad, fui un capullo, pero… Bueno, no quiero justificarme, sólo quiero explicárselo.

Ella asintió.

—Flora… Bueno, supongo que me enamoré… —Pareció pensarlo mejor—. ¡Qué cojones! La amaba. Nunca he conocido a nadie como ella, ¿y sabe qué es lo peor? Creo que a pesar de todo aún la amo.

Amaia suspiró. ¿El amor lo justificaba todo? Imaginaba que sí. A lo largo de su vida como policía había visto esa clase de amor podrido en más de una ocasión. Sabía que no era amor, un amor de muertos vivientes incapaces de entender que están muertos, «los muertos hacen lo que pueden». Se preguntó qué opinaría Lasa III de la cultura del dolor en el amor, quizás, el único marco en el que la sociedad seguía justificando el sufrimiento.

—Jonan me cae bien —dijo Montes de pronto—. No sé por qué he dicho eso, yo también creo que es un buen poli y además es buena persona… Hace dos meses coincidimos en un bar, yo estaba bastante en… Bueno, había bebido un poco. Me puse a hablar con él y es un tío que sabe escuchar, así que seguí bebiendo. Cuando salimos del bar, bueno, yo no podía conducir y acabé durmiendo en su sofá… Imagino que no le habrá dicho una palabra de esto.

—No, por supuesto que no, y luego le ve en comisaría y no es capaz ni de pagarle un café de la máquina.

—Joder, ya sabe cómo son esas cosas, él es… Bueno, y los demás tíos no se sienten cómodos.

—Debería revisar su agenda, Montes, algunos de los machotes con los que baila la danza de los guerreros en torno a la máquina del café también se irían con usted antes que conmigo.

Él abrió los ojos como platos.

—¿Iriarte?

Ella rompió a reír hasta las lágrimas, que bajaron por la ardiente piel que cubría el pómulo inflamado. Cuando pudo volver a hablar, dijo:

—Dejemos esta conversación, no le he dicho nada.

Él se puso en pie a duras penas y le tendió una mano que ella aceptó. Después, recogió su placa y su pistola de la superficie del barril y las guardó.

—Me encantaría seguir charlando con usted —dijo—, pero aún tengo trabajo al llegar a casa.

Salieron del callejón y caminaron hasta la entrada de la casa. Amaia sacó las llaves y se acercó a la puerta.

—Buenas noches, Montes —dijo, cansada.

—Jefa.

Ella se volvió, sorprendida. Montes, en posición de firmes, había elevado su mano hasta la frente, saludándola.

—Montes, esto no es necesario.

—Yo creo que sí lo es —contestó con convencimiento.

Y supo que aquello sería lo más parecido a una disculpa que recibiría de un hombre como Montes, así que lo aceptó. Se colocó frente a él y levantó su mano, saludándole.

Cuando cerró la puerta a su espalda, una sonrisa inmensa se dibujaba en su rostro.

Advirtió la presencia silenciosa de la tía Engrasi, que sentada frente al fuego la esperaba como cuando era una adolescente. Se descalzó junto a la puerta y entró en el salón, comprobando de inmediato que se había quedado dormida. Una oleada de intenso amor sacudió su pecho; se inclinó sobre ella y depositó un pequeño beso en su frente.

—¿Qué horas son éstas de llegar a casa, jovencita?

Amaia se apartó, sonriendo.

—Pensaba que dormías.

—El ansia no duerme, y mientras tú andes por ahí, yo no dormiré.

—Pero tía… —la riñó mientras se dejaba caer en el otro sillón.

—Lo digo en serio, Amaia. Sé que tu trabajo es difícil y que por alguna razón lo que te toca escapa a lo que algunos consideran normal, pero… Has vuelto a hacerlo.

Amaia bajó la mirada.

—Estás comprando problemas, Amaia Salazar.

—Sólo él puede ayudarme.

—No es verdad.

—Sí que lo es, tía, tú no lo entiendes. Fui a San Sebastián, la tumba está vacía, necesito saber.

—Y dime, Amaia, ¿te dijo algo que no supieras ya? Piénsalo —dijo, poniéndose en pie trabajosamente—. Ahora me voy a dormir, pero piénsalo.

Tras haber estado un largo rato sentada, sus pasos eran algo inseguros. Amaia la acompañó escaleras arriba hasta su habitación. Cuando Engrasi la besó en la mejilla advirtió el golpe.

—¿Qué se supone que te ha pasado?

—Me embistió un toro —dijo riendo.

—Bueno, si te ríes supongo que no es grave. Buenas noches, cariño.

Amaia dudó un instante.

—Tía, ¿los muertos…?

—¿Sí? —se interesó la tía.

—¿Ellos… pueden… hacer algo?

—Los muertos hacen lo que pueden.