30

Tras despedirse de sus tíos subió al coche y dejó que Jonan condujera.

—No está todo perdido, jefa.

Ella suspiró.

—Sí que lo está.

—Bueno, el hecho de que el cuerpo no aparezca también podría significar que está viva.

—No, Jonan, está muerta.

—No puede saberlo. —Ella guardó silencio—. Quizá sea uno de esos niños robados de los que habla la prensa; por lo visto hubo muchos casos.

—A mi madre no le robaron a su hija.

—Perdóneme, pero podría proceder de una relación extramatrimonial, o pudo ser por dinero; la gente paga fortunas por un recién nacido.

—¿Un recién nacido sin un brazo?

—Quizá la dio en adopción por eso, por tener un defecto físico.

Amaia lo pensó. ¿Habría aceptado Rosario a una niña con una tara, o le habría resultado vergonzoso que su hija tuviese una minusvalía? No le parecía tan descabellado.

—¿Qué sugieres?

—Me parece que lo más rápido es empezar por lo que ya sabemos, que le falta un brazo, por lo tanto llevaría una prótesis. Existe un registro nacional en la Seguridad Social con los nombres de todas las personas que llevan prótesis y los números de serie de éstas; tenemos la edad y hasta la fecha de nacimiento.

—Pero si la idea hubiera sido darla en adopción, no existiría un certificado de defunción.

—Puede ser falso, si contaba con la cooperación del médico que lo firmó.

Amaia recordó el rostro de Fina Hidalgo mientras le decía: «Así que es usted una de ésas».

—Sí, puede ser —admitió.

Si las cosas eran como Jonan sugería, el único objetivo de todo aquello habría sido engañar a su padre. «Ay, aita, cómo pudiste estar tan ciego».

Anochecía rápidamente mientras atravesaban la autovía sobre el valle de Leitzaran. La luz se esfumaba fundiéndose a negro con un último fulgor plateado que parecía flotar sobre los árboles extendiéndose hasta el horizonte, como si la tarde se resistiese a dejar paso a la oscuridad, rebelándose en aquel último acto de luz y belleza que sólo contribuyó a entristecer más a Amaia.

El teléfono la sacó de su ensimismamiento.

—Hola, inspectora —saludó, alegre, el doctor San Martín.

Y por su tono supo que tenía buenas noticias.

—Tenemos los resultados de los análisis de metales… y… —dijo conteniendo la información; Amaia odiaba que hiciese aquello—… el bisturí que enviaron desde el sanatorio de Estella es en efecto antiguo, concretamente del siglo XVII, tal como le dije. La datación se basa en las aleaciones que se utilizaban en aquel tiempo y en el modo de fundir y fraguar los metales que le proporciona una identidad inconfundible. Y aquí viene lo que le va a sorprender.

En su tono Amaia notaba que sonreía mientras hablaba.

—El diente de metal incrustado en el hueso de Lucía Aguirre y el metal del bisturí presentan la misma aleación y forja.

Amaia se irguió, interesada. San Martín había conseguido toda su atención.

—Y sólo hay una explicación, y es que hubiesen sido forjados a la vez. Estaríamos hablando de un trabajo totalmente artesanal, probablemente de un encargo, lo que me lleva a pensar en un mismo juego de herramientas médicas elaboradas para un cirujano.

—¿Me dice que el bisturí y el diente de metal son del mismo juego?

—Sí, señora, y ahora que sé esto, puedo suponer que el diente pertenecía a una antigua sierra de amputar, de las que utilizaban los cirujanos, una herramienta que se usaba mucho. Tenga en cuenta que ante una gran infección y sin antibióticos, la amputación era la solución más socorrida.

—¿Fue lo que usaron para cortar el brazo a Lucía?

—Probablemente… Como le expliqué, tendríamos que usar el diente para hacer un molde con el que probarlo pero estoy casi seguro; además, es la única razón que explica su presencia incrustado en el hueso.

—¿Y podría ser la misma sierra con la que se amputó a Johana?

—Tengo que recrear el molde…

—Pero ¿podría ser?

—Viendo la precisión que se logró en el corte realizado al hueso de Lucía… Sí, podría ser, ya le dije que la similitud era visible a simple vista.

Colgó y se quedó mirando a Jonan, que conducía apretando tanto las manos sobre el volante que sus nudillos se veían blancos.

—Bueno, esto prueba que tal y como pensábamos el tarttalo es la persona que visitaba a su madre, y que él y el profanador de Arizkun podrían ser la misma persona, puesto que dispuso para usted los huesos de los mairus de su propia familia, lo que nos acerca a alguien de Elizondo que supiese que alrededor de la casa de su abuela existían esos enterramientos. Estoy casi seguro de que el hecho de que dejase para usted los huesos del brazo de su hermana establece, más allá de toda duda, la relación con la única persona que podía saber dónde estaban… No olvide que en este caso no estaban en la tierra como los otros. Para recuperarlos tuvo que tener acceso a esa información, una información que sólo tenía su madre. Lo que nos lleva a que el profanador y el tarttalo son la misma persona.

Amaia resopló, aturdida, como si fuese incapaz de asimilar todo aquello. Después de unos segundos susurró:

—Entonces, las profanaciones habrían tenido el único objetivo de llamar mi atención sobre ¿qué?, ¿los crímenes del tarttalo?… ¿Qué es lo que quiere decirnos? ¿Qué tiene que ver mi hermana con todo esto? ¿Fue una víctima del tarttalo? —Se detuvo un instante antes de comenzar a reírse—. ¿Es mi madre el tarttalo? —dijo, cansadamente.

Jonan sonrió divertido ante la sugerencia.

—Jefa, su madre no es el tarttalo. No puede serlo. Algunos de los huesos hallados en la cueva llevan allí más de diez años, y creo que hace diez años su madre ya estaba bastante enferma, incluso quizás ingresada. ¿Cuánto hace? Pero otros, sin duda, fueron abandonados cuando ella ya estaba en la clínica.

—No, aún no estaba ingresada, pero sí suficientemente impedida como para poder participar de nada semejante… Pero ella le conoce.

—Eso sí —admitió Jonan—, aunque es probable que no sepa ni quién es, ni desde luego a qué se dedica.

Amaia se quedó pensativa.

—Tenemos una buena baza con el marido de Nuria, el tío de los dedos cortados.

—Sí, pero estaba en prisión cuando mataron a Johana —respondió ella.

—Y sin embargo, es el profanador que ha identificado el chaval de Arizkun.

—Joder, la cabeza me va estallar —dijo ella de pronto—. Necesito pensar todo esto con calma. Lo necesito…

Había anochecido por completo cuando llegaron a Elizondo.

—Déjame aquí —dijo Amaia cuando entraron en la calle Santiago—, me vendrá bien un poco de aire.

Él echó el coche a un lado y lo detuvo.

Amaia descendió del vehículo y se entretuvo unos segundos con la puerta abierta mientras se ponía los guantes y se subía la cremallera del abrigo. La lluvia caída por la tarde había dejado una huella húmeda en el suelo, pero ahora el cielo despejado permitía ver alguna temblorosa estrella. Una vez perdidas de vista las luces del coche de Jonan, la calle Santiago quedó silenciosa y vacía. Amaia caminó tranquilamente mientras pensaba en la fuerza del silencio que imperaba en la noche baztanesa, un silencio sólo posible allí y que resultaba a la vez plácido y ensordecedor, con su mensaje de soledad y vacío que le hizo añorar Pamplona y la calle de Mercaderes donde vivían, una calle rara vez silenciosa, poblada y viva, que no engañaba a nadie.

Aquel silencio de Elizondo proclamaba una paz que no existía, una calma que hervía bajo su superficie, como si un río subterráneo de lava candente lo recorriese, a la par que el río Baztán, transmitiendo a los pobladores de aquel lugar una energía telúrica y emergente, llegada desde el mismo averno.

Oyó un rumor de música y se volvió a mirar. Un par de parejas de los fieles parroquianos del Saioa entraban en el bar. La calle volvió a su estado en cuanto se cerró la puerta. Hacía frío, pero la ausencia de viento hacía que la noche fuese casi agradable. Descendió hacia Muniartea dejando que el rumor atronador de la presa rompiera la quietud, y quitándose un guante apoyó la mano en la piedra helada, donde estaba labrado el nombre del puente.

—Muniartea.

Leyó como lo hizo un millón de veces en su infancia. La voz, apenas un susurro, quedó silenciada por el constante murmullo y la brisa suave que allí sí corría cabalgando el río. Añoró de pronto las noches de verano en que las luces que iluminaban la presa solían estar encendidas, proporcionándole el aspecto casi idílico de postal que se veía en las fotos turísticas. Pero en las noches de invierno, la oscuridad llegaba a Baztán con todo su poder, y los vecinos del valle apenas se atrevían a arrebatarle su espacio en los estrechos límites que ocupaban sus casas. Retrocedió un paso mirando la negrura del agua que se deslizaba bajo sus pies, en dirección a un mar furioso que lo aguardaba muchos kilómetros abajo. Se puso de nuevo el guante y mientras se internaba en Txokoto las gruesas paredes de las casas amortiguaron el rumor de la presa, que llegaba como un recuerdo, colándose por el acceso de los huertos de la señora Nati.

La luz naranja de las farolas iluminaba apenas las esquinas donde estaban ubicadas, derramando su influencia en pequeños círculos que casi no se tocaban, lo que confería a Txokoto un aspecto muy parecido al que debió de tener en la época medieval, cuando aquellas casas de vigas vistas se levantaron construyendo uno de los primeros barrios de Elizondo. Rebasó los portones de madera que durante la noche cubrían las cristaleras de Mantecadas Salazar y giró a la izquierda. El aparcamiento estaba vacío y oscuro, y echó de menos una linterna para poder admirar la blancura de la fachada que, a pesar de la escasa luz, se percibía limpia de pintadas. No la necesitaba para nada más, como tantas veces en su infancia encontraría la cerradura sin necesidad de luz. Se quitó los guantes y apretó con furia la llave que llevaba en el bolsillo del abrigo y de la que aún colgaba el cordel que su padre había puesto para que pudiera llevarla al cuello. Buscó con el dedo la hendidura en la cerradura e introdujo la llave, que giró en su interior con suavidad. Empujó la puerta y accionó el interruptor a su derecha antes de cerrarla a su espalda. El obrador olía a almíbar; era un aroma fresco y dulce que le traía recuerdos de los días buenos. Le gustaba aquel olor que conseguía aplacar el vegetal y crudo de la harina. Cerró los ojos un instante mientras anulaba las imágenes que, llamadas por la poderosa memoria olfativa, acudían como congregadas a una pesadilla. Volvió hasta el panel de interruptores y encendió todas las luces. La potente iluminación consiguió alejar a los fantasmas del pasado, que huyeron a los ángulos oscuros, donde la luz no llegaba con tanta fuerza. La última hornada de la tarde había contribuido a caldear el obrador y la temperatura aún era muy agradable. Amaia se quitó el abrigo y lo dobló, colocándolo cuidadosamente sobre una mesa de acero, se apoyó en ella y alzándose se sentó en su superficie.

Sabía que el caos se había desatado allí, que aquella noche en que su madre la esperó en el obrador y la golpeó para después enterrarla en la artesa, dándola por muerta, el infierno se había abierto bajo sus pies, pero aquél no había sido el principio. Miró con aprensión la artesa llena de harina y cubierta por una capa de metacrilato que permitía ver su interior, suave y blanco, como el de un ataúd, y se obligó a descartar aquel pensamiento. Miró alrededor buscando aquellas garrafas de esencias que ahora aparecían ordenadas en una estantería metálica. Había ido allí a buscar su dinero, el dinero que su padre le había regalado por su cumpleaños y que debía esconder para que la ama no lo supiera… Pero ella lo sabía todo. Presentía la presencia de Amaia aunque no estuviese en la misma habitación, y entonces, lanzaba hacia ella una soga invisible con la que la mantenía sujeta aunque nunca sometida. Una soga como la que había lanzado en el hospital, una tela que sólo ellas veían y que era el vínculo que unía a la araña con su presa. Desde que tenía uso de razón, podía recordar esa presencia como un segmento invisible interpuesto entre ambas, un segmento rígido que impedía a su madre tocarla, acariciarla o cuidar de ella. Era la razón por la que quienes la ayudaban a vestirse o a peinarse eran su padre o sus hermanas; la razón por la que era su padre quien la llevaba al médico o le tomaba la temperatura cuando estaba enferma; la razón por la que Rosario jamás la tocó o le dio la mano. Un segmento invisible que las mantenía separadas y unidas como dos potencias a los extremos de un cable, un segmento de perfecta distancia inapelable, que su madre traspasaba algunas noches mientras los demás dormían, y se inclinaba sobre su cama para recordarle…, ¿qué era? Amaia lo pensó mientras sus ojos reposaban de nuevo en la artesa… Para recordarle que sobre su cabeza pendía una sentencia de muerte, que ella no iba a dejar de repetírselo, como a los condenados se les recuerda no sólo que van a morir sino que cada nuevo día es uno menos en la cuenta atrás hacia la muerte «Duerme, pequeña zorra, la ama no te comerá hoy». «Pero lo hará —decía otra voz sin dueño—, pero lo hará». Amaia lo había sabido siempre. Por eso no dormía, por eso vigilaba hasta estar segura de que su verdugo descansaba, por eso se colaba con ruegos y promesas de servidumbre en las camas de sus hermanas, y aquella noche sólo había sido la noche en la que finalmente debió cumplirse su sentencia.

«Pero ¿cuándo comenzó, inspectora?». Volvía a oír la voz de Dupree. «Reset, inspectora».

«Si ésta era la sentencia, debió de haber una condena. ¿Cuándo me condenó? ¿Y por qué?».

Ella sabía que era desde siempre, y ahora empezaba a pensar que quizá desde el mismo instante en que nació junto a aquella otra niña idéntica a ella que lloraba en sus sueños desde que podía recordar. Jonan se equivocaba. Podía entender su fe, su esperanza y optimismo, que se negaba a aceptar lo sórdido y a pensar en lo peor. No habría luz sobre aquel caso, no encontraría en los registros de prótesis una mujer de su edad, había cosas que Iriarte y Jonan no sabían, y sin embargo comenzaban a percibir. No sabían que la amenaza de Rosario aumentaba según se aproximaba la fecha de su cumpleaños. Podía recordar cómo cada año la actitud habitualmente distante de su madre se tornaba hostil según se aproximaba el día. Sentía a su espalda las miradas con las que calculaba la resistencia de su presa y la distancia que las separaba, miradas que, aun sin verla, le erizaban los cabellos en la nuca y le transmitían la perentoria amenaza que en los días sucesivos la mantendría en vela toda la noche. Podía recordar cómo la inminencia de la sentencia que pendía sobre su cabeza cobraba fuerza, convirtiéndose en algo oscuro y palpable que se cernía en torno a ella, ahogándola con su inevitabilidad. Después, la fecha pasaba y la relación entre ambas regresaba a esa extraña forma de evitarse y vigilarse, en una calma tensa que había sido lo más parecido a la normalidad durante su infancia. Aquella fecha. Aquel cumpleaños que debía haber sido de celebración como para cualquier niño, como lo era para sus hermanas, era para ella el período más tenso del año, una fecha marcada en el calendario interno como fatídica. Se podía teorizar acerca de lo mucho que su madre habría sufrido con la muerte de aquella otra niña, y de cómo esto la habría traumatizado, un horrible recuerdo que el cumpleaños de Amaia le hacía revivir. Pero ella sabía que no, que no era el dolor de una madre ni el duelo lo que veía en Rosario, sino la determinación aplazada de cumplir con un designio que llegaba a su punto álgido en torno a la fecha del nacimiento de las dos niñas iguales. «Un mairu pertenece siempre a un niño muerto», ésa es su naturaleza.

«La elección de la víctima nunca es casual».

No, no creía que la niña con la que soñaba fuese ahora una mujer, que viviera en otro lugar, con otra familia, con otro apellido; y a pesar del ataúd vacío y del certificado de defunción falso, no creía que su madre hubiese dado a la niña en adopción. Nadie parecía saber que junto a ella nació otro bebé, y si consiguió ocultarlo hasta el parto, podría haberla dado fácilmente en adopción sin fingir su muerte; al fin y al cabo tenía otra niña para mostrar al mundo. Nadie, excepto su padre, podía obviar el hecho de que había dos cunitas gemelas. Sin duda esperaban dos bebés que nacieron en casa, el certificado médico del parto lo demostraba; entonces, si la muerte se había producido de modo natural y contaba con un certificado firmado por un médico, ¿por qué toda aquella puesta en escena? Si montó toda aquella parafernalia de certificados falsos y de falso entierro fue porque había un cadáver, un cadáver real al que había que dar salida, un cadáver sin un brazo que no constaba en ningún registro hospitalario de la época, y que por lo menos a nivel óseo no presentaba malformaciones que pudieran justificar la amputación. Y si no había sido operada, entonces se le había amputado tras el fallecimiento, o el hueso había sido expoliado de una tumba, como la de los mairus que custodiaban Juanitaenea. De pronto, el recuerdo de algo que había soñado se hizo tan presente como una imagen real.

Una niña que era ella misma, encogida en un rincón, alzaba un brazo que era un muñón hacia ella y susurraba. Amaia corría escaleras abajo, apretando algo contra su pecho mientras media docena de niños pequeños y sucios de barro alzaban sus brazos amputados hacia ella. ¿Qué era lo que decían? No lograba recordarlo y la seguridad de que era importante la llevó a esforzarse, entrecerrando los ojos mientras trataba de atrapar el recuerdo de aquel sueño. Como la niebla, se deshilachaba en jirones cuanto más intentaba retenerlo, y un intenso dolor de cabeza comenzaba a martillear sus sienes. Sin dejar de mirar la artesa que parecía ejercer un poder hipnótico sobre ella, buscó a tientas el abrigo y extrajo el teléfono. Con la mirada fija en la blancura de la harina, se debatía entre llamar o no; al fin cerró los ojos y musitó:

—A la mierda.

Miró la hora, 00.03 horas, las seis de la tarde en Luisiana. Tan mala hora como cualquier otra. Buscó el número y apretó la tecla. Al principio no pasó nada; el auricular siguió tan silencioso como antes de marcar, tanto que al cabo de unos instantes retiró el teléfono para mirar la pantalla. El mensaje era inconfundible: «Agente especial Dupree, llamando». Volvió a elevarlo mientras escuchaba atentamente la línea, que seguía sin emitir señal alguna, hasta que oyó el chasquido, como el de una ramita seca al romperse.

—¿Agente Dupree? —preguntó insegura.

—¿Ya es de noche en Baztán, inspectora Salazar?

—Aloisius… —musitó.

—Contésteme, ¿ya es de noche?

—Sí.

—Siempre me llama de noche.

Permaneció en silencio; la observación le sonó tan extraña como probable. Es curiosa la sensación de saber que se habla con alguien, alguien a quien se conoce, saber con certeza quién es y a la vez no saberlo.

—¿Qué puedo hacer por usted, Salazar?

—Aloisius… —dijo con el tono del que trata de convencerse, de establecer contacto con la realidad difusa—, hay algo que necesito saber —susurró—; he buscado la solución y sólo he conseguido estar más confusa. He seguido el procedimiento, he buscado en el origen pero la respuesta me esquiva.

El silencio en la línea sólo aparecía alterado por un rumor constante como de agua corriendo. Amaia apretó los labios tratando de no pensar, tratando de evitar la imagen mental que sugería el sonido.

—Aloisius, he sabido que tuve una hermana, una niña que nació a la vez que yo.

Al otro lado de la línea, el agente Dupree pareció tomar aire, y el sonido fue como el de un sumidero atascado.

—Algunas pistas apuntan hacia la posibilidad de que esté viva…

Un acceso de tos gutural y mucosa llegó desde el otro lado de la línea.

—Oh, Aloisius —exclamó, mientras se llevaba la mano a la boca para contener la pregunta que afloraba en sus labios: «¿Estás bien?».

Al otro lado de la línea, los jadeos cesaron, dejando tan sólo el silencio ominoso que era señal de una línea vacía, o quizá de todo lo contrario.

Esperó.

—No hace la pregunta adecuada —dijo Dupree, recuperando la claridad que solía tener su voz.

Amaia casi sonrió al reconocer a su amigo.

—No es tan fácil —protestó ella.

—Sí que lo es, por eso me ha llamado.

Amaia tragó saliva mientras sus ojos se clavaban de nuevo en la artesa.

—Lo que quiero saber es si mi hermana…

—No —interrumpió él. Su voz sonó ahora como si se hallase en el fondo de una cueva húmeda.

Ella comenzó a llorar y continuó:

—… Si mi hermana está viva —terminó con la voz quebrada por el llanto.

Pasaron unos segundos antes de que él contestara.

—Está muerta.

Ella redobló el llanto.

—¿Cómo lo sabes?

—No, ¿cómo lo sabes tú? Porque sueñas con ella, porque sueñas con muertos, inspectora Salazar, y porque ya te lo ha dicho.

—Pero ¿cómo puedes saberlo tú?

—Ya sabes por qué, Salazar.

Apartó el aparato de su rostro y mientras abría los ojos desmesuradamente comprobó que el teléfono estaba apagado. No sólo no había ninguna luz en la pantalla, sino que al manipularlo comprobó que estaba apagado del todo. Apretó la tecla de encendido y sintió en las manos el zumbido con el que se activaba, el mensaje de inicio y la foto de Ibai que llenaba la pantalla. Retrocedió con las flechas buscando las llamadas realizadas y no encontró nada; la última era la que había hecho a Iriarte desde el coche. Tampoco en el registro general de todas las llamadas entrantes y salientes perdidas encontró ni rastro de la que acababa de mantener con Dupree. El teléfono sonó de pronto y el sobresalto hizo que se le escapara de las manos, yendo a parar bajo la mesa, con el consiguiente sonido plástico al desmontarse. La llamada cesó. Bajó de la mesa, se agachó para recuperar los tres trozos en los que había quedado, carcasa, pantalla y batería, y con dedos torpes lo montó de nuevo, encendiéndolo justo en el instante en que volvía a sonar. Miró la pantalla sin reconocer el número y contestó.

—¿Dupree?

—Inspectora Salazar —respondió una voz cauta al otro lado—. Soy el agente Johnson del FBI. Usted me llamó, ¿me recuerda?

—Claro, sí, agente Johnson —respondió, tratando de aparentar normalidad—. No he reconocido el número.

—Es que llamo desde mi teléfono particular. Tenemos los resultados de la imagen que me envió, parecía que era urgente.

—Sí, agente Johnson, gracias.

—Acabo de enviárselo en un correo electrónico, con los datos del informe del experto adjuntos. Le he echado una ojeada y parece que la imagen está parcialmente dañada; aun así, en el resto se ha obtenido un resultado notable. Revíselo y si puedo hacer algo más por usted no dude en pedírmelo, pero llame a este número. Aprecio personalmente al agente Dupree, pero desde su desaparición las cosas han ido cambiando por aquí. Al principio todo se gestionó según el procedimiento cuando un agente desaparece, pero días atrás la información ha cedido el paso al silencio. Esto es así, inspectora, aquí se puede pasar de ser un héroe a ser un bastardo sólo por un par de insinuaciones. Soy amigo de Aloisius Dupree; además es uno de los mejores agentes que he conocido y si actúa como lo hace, alguna razón tendrá. Sólo espero que aparezca para que todo esto se aclare, porque aquí el silencio es una condena. Mientras tanto, para cualquier cosa que necesite diríjase a mí; estoy a su disposición.