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23 de junio de 1980

No podía dejar de llorar. Hacía rato que las convulsiones del llanto intenso, los estertores y ahogos habían cedido paso a una calma que clamaba desde su estómago como un siniestro abismo donde habían ido a parar la desesperación y el horror inicial.

Sentado en el salón de su casa, la casa que había sido su hogar y el de su esposa hasta aquel día, sostenía entre sus brazos a su hija recién nacida, mientras lloraba inconsolablemente, como si alguien hubiera abierto el grifo de todos los llantos, allá dentro, en alguna parte, donde nunca habría imaginado que tenía tanto.

El doctor Manuel Hidalgo, con el rostro pálido y demudado, se sentaba frente a él, repartiendo miradas entre la pequeña, que ahora dormía en los brazos de su amigo, y las lágrimas que resbalaban por su rostro y caían sobre la mantita que abrigaba al bebé.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? —acertó a decir Juan.

—Ha sido por mi culpa, Juan, ya te dije que estaba deprimida, que Rosario lo estaba pasando mal, pero no hice lo suficiente. Debí insistir en que fuese a dar a luz a un hospital cuando ella dijo que no; soy su médico.

—¿Y ahora qué, Manuel? ¿Qué vas a hacer ahora?

—No lo sé —respondió el médico, aturdido.

La hermana del médico, que había permanecido de pie apoyada en la pared, intervino.

—Lo cierto es que no sabemos bien lo que ha pasado.

Juan se irguió como si hubiese recibido una descarga.

—¿Cómo puedes decir eso, Fina? Vosotros visteis como yo lo que Rosario estaba haciendo cuando entramos en la habitación.

—Lo que crees que estaba haciendo… Yo sólo vi a una mujer que podía estar tratando de poner un cojín bajo la cabecita de la niña.

—Fina, el cojín estaba sobre su cara, no bajo su cabeza.

—Pudo caérsele cuando tú la empujaste…

Juan negó con la cabeza, pero fue Manuel el que intervino.

—Fina, ¿adónde quieres llegar?

—He examinado el cadáver y no presenta signos de violencia. Es cierto que parece que se ha asfixiado, pero podría ser muerte de cuna, es muy común en los recién nacidos. Y las primeras horas tras el nacimiento es cuando se producen la mayoría.

—Fina, no es muerte de cuna —rebatió su hermano.

—¿Y qué queréis? —preguntó ella, alzando la voz—. ¿Llamar a la policía? ¿Montar un escándalo que salga en los periódicos? ¿Encerrar a una mujer que es una buena madre y que está sufriendo porque tú, hermano mío, cometiste el error de no tratar los síntomas que viste? ¿Le dirás eso a la policía? ¿Que podrías haber evitado esto con un tratamiento? Destrozarás a esta familia y tu carrera, ¿lo has pensado?

El doctor Hidalgo cerró los ojos y pareció hundirse más en el sofá.

—¿Es verdad eso? —preguntó Juan—. ¿Rosario podría estar normal con unas pastillas?

—No estoy seguro, Juan, pero desde luego podría estar mejor.

Juan había dejado de llorar.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

El doctor se puso en pie y se dirigió a la cocina. Fina se había mostrado extraordinariamente eficaz. El cuerpecillo amortajado y envuelto descansaba sobre la mesa de la cocina cubierto con un paño que ocultaba su rostro. Se acercó hasta él pensando en cómo le recordaba al modo en que su madre dejaba reposar la masa del pan mientras fermentaba con la levadura.

Retiró el paño y estudió el rostro. Pequeño e inmóvil, presentaba el color amoratado característico de la asfixia, que no era suficiente para ocultar la rojez en la pequeña nariz, señal inequívoca de haber recibido presión.

Abrió su maletín y arrojó sobre la mesa una libreta de formularios en la que rezaba «Certificados de defunción». Dobló con cuidado la primera hoja y con su pulcra letra escribió «Síndrome de muerte súbita del lactante (muerte de cuna)». Lo firmó. Miró de nuevo el rostro de la niña muerta y sólo tuvo tiempo de volverse para vomitar en el fregadero.