25

Era casi mediodía. Condujo tranquilamente hasta la casa de la tía, agradeciendo los tímidos rayos de sol que se colaban entre las nubes y que en el interior del coche proporcionaban una agradable temperatura.

—Aquí está Amaia —oyó decir a su hermana, nada más cruzar la puerta.

Se sentó en las escaleras para quitarse las botas y caminó en calcetines al encuentro de James, que de pie en medio del salón sostenía a Ibai, apoyándolo en su hombro, meciéndolo como si bailaran. Amaia se acercó y besó al niño dormido.

—James, eres un bailarín maravilloso, has conseguido aburrir a tu hijo hasta dormirlo.

Él sonrió.

—Bueno, porque nos has pillado en un momento tranquilo, pero también bailamos salsa, samba y hasta tangos.

La tía Engrasi, que salía de la cocina llevando una barra de pan, asintió.

—Puedo dar fe, estos chicos te han salido bailones.

De pronto recordó algo y siguió a la tía hasta la cocina.

—Tía, ¿recuerdas al hombre que se encarga del huerto de Juanitaenea, ese tal Esteban?… Me dijiste que hablarías con él respecto a si podría seguir encargándose de su cuidado.

—Y lo hice. Se quedó más tranquilo.

—Pues el otro día, al verme, se medio escondió entre los arbustos y me miró como a un bicho. Casi lo había olvidado porque fue el día en que regresé con fiebre, pero la verdad es que no parecía nada amigable.

—Bueno, me temo que en ese aspecto no puede hacerse nada, hija, él es un hombre huraño y de trato difícil. Antes no era así, pero la vida le ha dado duro. Su mujer estuvo muchos años enferma, con depresiones, apenas salía de casa. Un día, cuando él regresó de trabajar la encontró muerta. Parece ser que lo hizo delante del hijo que tenían, que entonces debía de tener once o doce años. Decían que el chaval estaba muy unido a la madre y que eso le dejó hecho polvo. Se lo llevaron a un colegio, creo que a Suiza. Se sacrificó un montón para darle estudios, y el chaval, en cuanto salió del pueblo, ya no volvió. Al principio hablaba mucho de él, que era un superdotado, que estaba en Estados Unidos, que era un fuera de serie, pero con el tiempo también dejó de hablar del hijo. Ahora ya casi no habla de nada, sólo de lo que da el huerto. Incluso eso, si puede, lo evita. Creo que es probable que él mismo sufra depresión, como tanta gente por estos lares.

James dejó a Ibai en su cunita y se dispusieron a comer.

—Da gusto teneros a todos a la mesa —dijo Engrasi, mientras se sentaban.

Amaia puso cara de circunstancias.

—Ya sabéis cómo es el trabajo… De hecho, esta tarde me voy a San Sebastián.

James no ocultó su decepción.

—¿Volverás a dormir?

—Si encuentro lo que espero, puede que no.

Él no dijo nada, pero permaneció inusualmente silencioso el resto de la comida.

—A San Sebastián… —repitió la tía, pensativa.

—Volveré en cuanto me sea posible.

—Dentro de unos días tengo lo de la exposición en el Guggenheim, espero que entonces puedas venir.

—Todavía falta para eso —respondió ella.

—¿Esta vez también te acompaña el juez? —preguntó James, mirándola fijamente.

La tía y Ros dejaron de comer y la miraron.

—No, James, esta vez no me acompaña, aunque quizá me vendría bien. Voy a buscar el cadáver de un bebé a un cementerio, seguramente tendré que pedir una orden para exhumarlo y va a ser todo muy bonito y agradable, así que un juez entra perfectamente en mis planes —dijo, sarcástica.

Él bajó la mirada, arrepentido, mientras ella sentía crecer el enfado que sabía que en el fondo era un mecanismo de defensa contra sus sospechas ¿justificadas? Su teléfono vibró sobre la mesa, con un desagradable ruido de insecto moribundo. Contestó sin dejar de mirar a James.

—Salazar —respondió bruscamente.

Si Iriarte percibió su enfado, lo disimuló perfectamente.

—Jefa, tenemos disparos en un domicilio, una casa baja cerca de Giltxaurdi.

—¿Hay muertos, heridos?

—No; una mujer asegura que disparó contra un intruso.

Amaia iba a replicar que ellos podrían encargarse de eso perfectamente.

—Jonan opina que es mejor que venga usted, es un caso de violencia machista un poco peculiar.

La casa de una sola planta estaba rodeada de un jardín descuidado en el que alguien había cortado todos los arbustos y plantas a ras del suelo, dándole el aspecto desolado de un campo de batalla. Traspasó la cerca metálica y se quedó mirando el patio y el camino empedrado, en el que se veían varias gotas de sangre.

—No son buenos con la jardinería —comentó Iriarte.

—Visión despejada, se ha eliminado cualquier lugar donde un merodeador pudiera ocultarse. Algo paranoico, pero efectivo —apuntó Jonan.

Una mujer rubia de aspecto decidido les abrió la puerta.

—Pasen por aquí —dijo llevándoles a la cocina.

—Soy Ana Otaño, y la que ha disparado es mi hermana Nuria, pero antes de que hablen con ella creo que hay algunas cosas que deberían saber.

—Está bien, díganos —dijo Amaia haciendo un gesto a Jonan, que salió de la cocina hacia el salón.

—Ésta es la casa de nuestros padres; la ama murió, el aita está en la residencia. Aquí vive mi hermana desde que volvió a casa y el tío contra el que ha disparado es su exmarido. Se llama Antonio Garrido y tiene una orden de alejamiento contra él. Nos cayó mal desde la primera vez que lo vimos, pero ella estaba como loca con él, y a los pocos meses de casarse, la convenció para ir a vivir a Murcia con la excusa del trabajo. Las llamadas se fueron distanciando y cuando hablábamos con ella siempre estaba rara.

»Poco a poco consiguió que nos enfadásemos y rompieron toda relación con la familia. Estuvimos dos años sin saber nada de ella. Todo ese tiempo la tuvo encerrada en su casa, encadenada como un animal hasta que un día logró huir y pedir ayuda. Pesaba cuarenta kilos y cojeaba a causa de una fractura que le provocó, y que tuvo que soldarse sola porque no la llevó al hospital. La piel seca, el pelo como estopa, y la cabeza llena de calvas. Pasó cuatro meses en el hospital y cuando salió me la traje aquí. Padece agorafobia, no puede salir más allá del cercado del jardín, pero se está recuperando: comienzan a brillarle los ojos y bajo ese gorro de lana que siempre lleva, el pelo vuelve a crecer, como el de un niño. Entonces, hace un mes, ese cerdo salió de la cárcel porque un juez le concedió un permiso, y lo primero que hizo fue llamarla por teléfono para decirle que vendría a por ella.

Hizo una pausa y suspiró.

—Pasé horas llamando por teléfono y a la puerta; al final forzamos una ventana de atrás y entré. La busqué por toda la casa, llamándola sin respuesta. Yo sabía que no podía salir, apenas logro sacarla de casa para ir al médico, y la puerta estaba cerrada por dentro. Registré de nuevo toda la casa, y ¿saben dónde la encontré? Encogida, hecha un ovillo dentro de la secadora. Todavía no me lo creo, estaba allí sorbiéndose los mocos y conteniendo el llanto. Cuando la encontré, comenzó a chillar como una rata y se meó encima. Me costó más de un cuarto de hora convencerla para que saliera de allí. Le di un baño, la vestí y la metí a empujones en el coche. Ambas sabíamos que este día llegaría y que el cabrón ese vendría a por ella, pero también sabía que no podía hacer nada más por mi hermana. Yo me había jurado que si me cruzaba a ese desgraciado uno de los dos acabaría en la cárcel, pero Nuria acabaría en el cementerio, seguro, y el día que la saqué de la secadora sabía que, o hacía algo, o no tardarían en enterrar a mi hermana. Todo el camino en coche chillaba «Me va a matar, no se puede hacer nada, me va a matar». Así que primero la llevé a la funeraria, entramos y le dije: «Elige un ataúd; si ya has decidido morir, al menos que te guste». Se quedó mirando las cajas y dejó de llorar. «No quiero morir», me dijo. La volví a meter en el coche y la llevé al bosque. La tuve allí disparando hasta que se nos acabó la munición. Al principio gimoteaba y temblaba tanto que no le habría acertado a un colchón de matrimonio a medio metro, pero volvimos al día siguiente y al otro, y al otro, y al otro… Disparó contra todo tipo de botes, latas y botellas. Durante el último mes hemos disparado contra todo el reciclaje de mi casa. Y a medida que iban pasando los días, Nuria ha ido acertando y mejorando su puntería, y también ha comenzado a cambiar su actitud. Por primera vez en toda su vida la he visto fuerte, y quiero decir en toda su vida, porque Nuria siempre había actuado así, como si fuese una marioneta, una muñequita frágil y desmadejada siempre a punto de saltar por los aires. A pesar de que insistí para que se viniera a casa, ella quiso quedarse aquí y yo pensé que al fin y al cabo lo importante era que se sintiera capaz. —Suspiró profundamente—. Y ahora, si quieren, pueden hablar con Nuria.

Un reguero de sangre marcaba el camino hasta el salón. Una salpicadura que manchaba la puerta en abanico, y en el suelo, un policía judicial se inclinaba sobre un resto sanguinolento.

Jonan se acercó y habló en susurros mientras deslizaba en las manos de Amaia la fotocopia borrosa de los antecedentes de un hombre de treinta y cinco años, para evitar que le oyese la mujer que se sentaba junto a la ventana. Extremadamente delgada, llevaba un chándal demasiado grande que aún parecía poner más de manifiesto su delgadez. Unos cabellos rizados y rubios escapaban del gorro de lana con el que se cubría la cabeza. Todo su aspecto era frágil, en contraste con la sonrisa serena y la mirada soñadora con la que observaba a los policías que trabajaban en el salón.

—El intruso forzó la ventana del dormitorio y llegó hasta aquí, llamándola. Ella le esperó justo donde está ahora y cuando él entró, le disparó. Le alcanzó en la oreja derecha. Lo del suelo es un trozo de cartílago, en la puerta se ve perfectamente la salpicadura de alta velocidad y el lugar del impacto; el cartucho está bajo el sofá. Sangró como un cerdo, ha dejado un rastro hasta la puerta y desde allí hasta el camino de acceso; imagino que tendría un vehículo.

Amaia e Iriarte miraron alrededor.

—Avisaremos a los hospitales, farmacias, puestos de socorro; en algún sitio tiene que curarse.

—Por no mencionar que tiene que estar sordo de ese oído.

—¿A qué huele? —dijo Amaia, arrugando la nariz.

—A heces, jefa —respondió Jonan, sonriendo—. El tío se lo hizo encima cuando ella le disparó, diarrea para ser más exactos; hay gotas por todo el recorrido.

—¿Lo has oído, Nuria? —dijo Ana, sentándose junto a su hermana—. Tenía tanto miedo que se lo ha hecho encima.

—Hola, Nuria —dijo Amaia poniéndose frente a ella—. ¿Te encuentras bien? ¿Podrás contestar a unas preguntas?

—Sí —respondió tranquila.

—¿Puedes contarnos lo que ha pasado?

—Yo estaba aquí, leyendo —dijo haciendo un gesto hacia un libro que estaba sobre la mesa—, y entonces oí ruido en la habitación y supe que era él.

—¿Cómo lo supiste?

—¿Quién más iba a entrar rompiendo la ventana? Ana sabe que la del baño tiene el cierre roto; además me llamó hace días para decirme que vendría, y me llamó por mi nombre cuando entró.

—¿Qué dijo?

—Dijo: «Nuria, estoy aquí, no te escondas».

—¿Qué hiciste tú?

—Intenté llamar por teléfono, pero no funciona.

Iriarte levantó el auricular sobre el mueble de la televisión.

—No hay línea, la cortaría desde fuera.

Amaia continuó.

—¿Qué pasó entonces?

—Cogí la escopeta y esperé.

—¿Tenías la escopeta aquí?

—Siempre la tengo a mi lado, hasta duermo con ella.

—Continúa.

—Él llegó a la puerta y se me quedó mirando. Me dijo algo de mandarme al hospital y comenzó a reírse, entonces yo le pedí que se fuera. «Vete», le dije, «o te dispararé». Él se rió y entró… y yo disparé.

—¿Te dijo que iba a mandarte al hospital?

—Sí, algo así…

—¿Cuántas veces disparaste?

—Una.

—Está bien. ¿Crees que podrías venir a comisaría a hacer una declaración?

La hermana comenzó a protestar, pero ella atajó:

—Sí, iré.

—No es necesario que sea hoy. Si no te encuentras bien, puedes hacerlo mañana, cuando te sientas mejor.

—Me encuentro muy bien.

—¿Vas a quedarte aquí o te irás con tu hermana?

—Estaré aquí, ésta es mi casa.

—Pondremos una patrulla en la puerta, pero sería mejor que fueses a casa de tu hermana.

—No se preocupe por mí, no va a volver, ahora sabe que no le tengo miedo.

Amaia miró a Iriarte y asintió.

—Bien, hemos terminado —dijo Amaia, poniéndose en pie y dirigiéndose a la salida.

—Inspectora —la detuvo Nuria—. ¿Es verdad que se lo hizo encima?

—Sí, eso parece —dijo Amaia mirando hacia las sospechosas gotas.

La mujer irguió la cabeza y los hombros, y abrió un poco la boca en un gesto lleno de encanto infantil, propio de una sorpresa de cumpleaños.

—Sólo una cosa más, Nuria: ¿tiene Antonio algún rasgo físico característico?

—Oh, sí —dijo, levantando una mano—, le faltan las tres primeras falanges de los dedos índice, anular y corazón de la mano derecha; los perdió con una guillotina metálica trabajando hace muchos años.

Estaban ya en la puerta cuando la mujer les alcanzó.

—«Voy a llevarte al hospital», eso es lo que dijo, «Voy a llevarte al hospital», estoy segura.

—¿«Voy a llevarte»? ¿No a «mandarte»?

—Estoy segura, eso fue lo que dijo.