El reloj marcaba las cuatro y media cuando James la despertó, depositando docenas de pequeños besos en su cabeza. Ella sonrió al reconocer el aroma del café que le traía siempre a la cama.
—Despierta, bella durmiente, ya no tienes fiebre. ¿Cómo te encuentras?
Se lo pensó. Notaba los labios secos y acartonados y el pelo pegado a la cabeza como si aún estuviese mojado, las piernas todavía le hormigueaban un poco, pero por lo demás se sentía bien. Dio mentalmente las gracias por un sueño vacío del que no se había traído ningún recuerdo y sonrió.
—Estoy bien, ya te dije que sólo era cansancio.
James la miró considerándolo y se contuvo; sabía que no debía decir nada, ella odiaba que le pidiera más cuidado, más descanso, más horas de sueño. Suspiró, paciente, y le tendió el café.
—Ha llamado Jonan.
—¿Qué? ¿Por qué no me has despertado?
—¡Lo acabo de hacer! Ha dicho que llamará en diez minutos.
Se sentó en la cama apoyando la espalda en el cabecero de madera, que se le clavó en la espalda a pesar de los almohadones que utilizó para ello. Tomó el vaso de café que él le tendía y bebió un sorbo mientras buscaba en su teléfono el número de su ayudante.
—Jefa, le paso con la doctora —dijo en cuanto descolgó.
—Inspectora Salazar, hemos obtenido coincidencia del pelo y la saliva con las muestras seis y once de la Guardia Civil. En el caso de la seis, la coincidencia es del cien por cien, por lo que puedo afirmar que el pelo y el hueso pertenecieron a la misma persona. En el caso de la muestra número once, la coincidencia apunta a que el hueso y la saliva pertenecen a dos hermanos, por la cantidad de alelos en común. Esperamos haberle servido de ayuda —dijo, y sin darle tiempo a contestar, pasó el teléfono de nuevo a Jonan.
—Jefa, ya lo ha oído, tenemos coincidencia. El juez ya está llamando al comisario general para informarle. Voy a Pamplona con él. Imagino que en cuanto cuelgue la llamará a usted.
—Buen trabajo, Jonan. Nos vemos en Pamplona… —dijo mientras oía la señal de estar recibiendo otra llamada.
—Señor.
—Inspectora, el juez acaba de informarme de su descubrimiento. Hemos quedado en comisaría en cuanto Markina llegue a Pamplona dentro de unas dos horas y media.
—Allí estaré.
—Inspectora… Hay un asunto que quisiera tratar con usted, ¿podría venir antes?
—Claro, estaré ahí en una hora.
Repasó mentalmente los datos que poseía, ya que imaginaba que el comisario general querría estar preparado antes de que el juez Markina le comunicase su intención de abrir oficialmente el caso. El resultado de los análisis arrojaba una nueva luz sobre el caso: dos nuevas mujeres asesinadas por sus maridos, en crímenes de corte machista y aparentemente sin conexión; ambas habían sufrido una amputación idéntica y los huesos de las dos habían aparecido limpios y descarnados en una cueva de Arri Zahar. Ambos agresores habían muerto; de hecho, ellos mismos habían acabado con sus vidas tras asesinarlas, como solía ser frecuente. Alguien se había llevado aquellos miembros amputados de los dos escenarios, alguien que había dejado rastros de dientes en alguno de ellos, como en el caso de Johana Márquez; alguien también que apilaba los restos de sus víctimas en la puerta de una cueva, como un monstruo de leyenda, y no tenía reparo en firmar con su nombre y con la sangre de las víctimas que sus servidores sacrificaban para él. «Tarttalo», clamaba desde las paredes, impúdico y descarado. Su osadía había llegado hasta el punto de enviarles un mensaje con un emisario como Medina, o a forzar a Quiralte a esperar su regreso de la baja para confesar dónde estaba el cuerpo de Lucía Aguirre. Y en un último paso más arriesgado y provocativo, se había acercado hasta su madre. Imaginarlos juntos la hizo estremecerse. ¿Hablaban? No estaba segura de que Rosario pudiera comunicarse con fluidez, aunque sí lo suficiente para poder desarrollar una lista de visitas deseadas, o para pedir aquella visita en particular. Lo pensó y se dio cuenta de que el visitante debía de conocerla de antes de ingresar en Santa María de las Nieves, porque desde que por orden judicial ingresó en aquel centro hacía siete años, no había tenido relación con nadie que no perteneciese al equipo médico de la clínica o que no estuviese ingresado allí.
Un empleado o exempleado de la clínica quedaría prácticamente descartado; era imposible que alguien, otro trabajador del centro, no le hubiese reconocido con un disfraz que no iba destinado a procurar un gran cambio, tan sólo a dificultar una identificación. No, tenía que ser alguien ajeno a la institución o no se habría arriesgado tanto, alguien que conocía a Rosario desde antes. Pero ¿desde cuánto antes? ¿Desde que Rosario enfermó y comenzó su periplo por los hospitales? ¿Desde antes? ¿Desde Baztán? La elección de la cueva delataba conocimiento de la zona, pero había cientos de excursionistas que recorrían los bosques cada verano; cualquiera pudo haber dado con la cueva por casualidad, o incluso guiados por las docenas de rutas señalizadas que aparecían en distintas webs del valle y hasta del Ayuntamiento de Baztán.
Sin embargo, había algo en su puesta en escena, en la firma de sus crímenes, en la elección de su nombre, que hablaba de una enfermiza cercanía con el valle. Al principio había pensado como Padua, que «tarttalo» era solamente una manera de llamar la atención sobre sus prácticas, al nombrarse a sí mismo como otro ser mitológico siguiendo la estela del basajaun. Se incomodó al pensar en que nunca comprendería por qué los periodistas bautizaban a los asesinos con aquellos nombres absurdos, que además en el caso del basajaun no podía haber sido menos acertado; e imaginaba que lo mismo pensarían de los policías por cómo bautizaban los casos policiales. Pero es que basajaun no sólo era inadecuado, era un error. El bosque vino a su mente con una claridad y una fuerza que casi le permitían volver a sentir la presencia serena y majestuosa de su guardián. Sonrió. Siempre lo hacía cuando evocaba esa imagen; siempre conseguía devolverle la paz.
Saludó a un par de conocidos en la entrada y subió directamente al despacho del comisario general. Esperó un segundo mientras un policía de uniforme la anunciaba y le daba paso. Como en su última visita a aquellas dependencias, el doctor San Martín acompañaba al jefe, y su presencia, que esta vez no esperaba, hizo que las alarmas se disparasen en la cabeza de la inspectora. Saludó a su superior, estrechó la mano del doctor y se sentó donde le indicó el comisario.
—Inspectora, estamos a la espera de que llegue el juez Markina para exponer lo que ya sabemos, que los análisis establecen que los huesos hallados en aquella cueva de Baztán pertenecen a dos de las víctimas de crímenes machistas, en los que apareció la misma firma. —El comisario se puso unas gafas y se inclinó para leer—: «TARTTALO». El juez me ha comunicado por teléfono que tiene intención de abrir el caso. La felicito, ha sido un trabajo brillante, más teniendo en cuenta las limitaciones que entraña investigar casos cerrados sin provocar desavenencias.
Hizo una pausa y Amaia pensó «Pero…». Era la pausa que precedía, un «pero», estaba segura, aunque por más que pensaba no podía imaginar qué podía ser. Como había dicho el comisario, el juez iba a abrir el caso, ella era la jefa de homicidios, así que nadie podía apartarla de la investigación, y las pruebas tenían la suficiente relevancia e importancia, de hecho eran abrumadoras. Las familias querrían justicia, «pero…».
—Inspectora… —El comisario dudó—. Hay otra cosa, otro aspecto ajeno al caso.
—¿Ajeno? —esperó, impaciente.
San Martín carraspeó y lo entendió de pronto.
—¿Es relativo a los huesos hallados en las profanaciones de Arizkun?
—Sí —contestó San Martín.
—¿Los últimos también pertenecen a mi familia? —preguntó, mientras a su cabeza acudía la imagen de los pequeños agujeros con la superficie revuelta.
—Inspectora, antes de nada, quiero señalar que dadas las circunstancias del anterior grupo de huesos, la analítica de los presentes la he realizado yo personalmente; he sido riguroso y respetuoso en el procedimiento.
Amaia asintió, agradecida.
—¿Pertenecen a mi familia?
San Martín miró al comisario antes de continuar.
—Inspectora, ¿usted está familiarizada con los porcentajes de ADN que establecen por ejemplo nuestra pertenencia a una familia y en qué grado, quiero decir, si el familiar lo es en primer, segundo o tercer grado?
Ella se encogió de hombros.
—Sí, bueno, creo que sí, los alelos comunes van al cincuenta por ciento con los padres, al veinticinco con los abuelos y así sucesivamente…
San Martín asintió.
—Así es, y cada ser humano es único en su ADN. Aunque los ADN consanguíneos resultan genéticamente muy parecidos, hay muchos aspectos que nos definen como individuos.
Amaia suspiró: ¿adónde quería ir a parar?
—Salazar, el resultado de la analítica de ADN realizada a los huesos hallados ayer en Arizkun coinciden al cien por cien con usted.
Ella se le quedó mirando, sorprendida.
—Pero eso es imposible —pensó rápidamente—. No pude contaminar las muestras, ni siquiera las toqué.
—No estoy hablando de ADN transferido, Salazar, estoy hablando de la esencia misma de los huesos.
—Tiene que ser un error, alguien se ha equivocado.
—Ya le he dicho que yo mismo hice la analítica y la repetí a la vista de los resultados con idéntico resultado. Es su ADN.
—Pero… —Amaia sonrió, incrédula—. Es evidente que ese brazo no es mío —dijo, casi divertida.
—¿Sabe si tuvo antes una hermana?
—Tengo dos hermanas y a ninguna le falta un brazo. Pero además acaba de decirme que cada individuo es único, puede ser que se pareciese a mí, pero no sería como yo.
—Únicamente si fuese su hermana gemela.
Amaia fue a replicar pero se detuvo a la mitad; luego, muy lentamente, dijo:
—No tengo ninguna hermana gemela.
Y mientras lo decía, notó cómo todo a su alrededor se licuaba hasta convertirse en denso aceite negro que resbaló por las paredes, se comió la luz y cubriendo todas las superficies cayó desde sus ojos a sus manos, abiertas en el regazo. Una niña que lloraba.
Una niña que lloraba lágrimas densas de miedo y levantaba un brazo amputado desde el hombro mientras decía «No dejes que mamá te coma». La cuna idéntica en Juanitaenea, la niña sin brazo que la mecía, la niña que nunca dejaba de llorar.
A su mente acudieron mil recuerdos que se había traído de los sueños, en los que la niña, que siempre había creído que era ella misma, permanecía silenciosa a su lado, idéntica como un reflejo en el espejo oscuro de lo onírico. Una versión de ella misma más triste que la real, porque en Amaia, bajo la capa gris del dolor, pugnaba la supervivencia, y una rebeldía contra el destino que brillaba como una luna de invierno en el fondo de sus ojos azules. En la otra niña, no. En sus ojos, el único brillo procedía del llanto constante, tan negro que se derramaba a su alrededor como un fascinante charco de azabache. Casi siempre, su visión era descorazonadora por la desolación y la aceptada condena que transmitía su muda pasividad, pero el llanto se redoblaba a veces desesperado y entonces, parecía incapaz de poder soportarlo más. En una ocasión, la niña lloraba con convulsos suspiros que brotaban desde lo más hondo de su cuerpecillo, y en el regazo, sostenía la Glock de Amaia, su pistola reglamentaria, su ancla a la seguridad. La elevó apuntando a su propia cabeza, como si morir fuese una suerte de liberación. «No lo hagas», le había gritado a la niña que creía que era ella misma, y el fantasma que llevaba en sus huesos había levantado su brazo amputado, mostrándoselo: «No puedo dejar que mamá me coma».
Tomó conciencia del despacho, de la presencia de los dos hombres que la observaban, y durante un segundo le preocupó haberse mostrado afectada, que todo aquello que rondaba su mente hubiera tenido reflejo en su rostro. Recuperó de inmediato el hilo de la conversación del doctor San Martín, que apuntaba con un bolígrafo a un gráfico sobre la mesa.
—No hay lugar a error. Como ve, todos los puntos se han analizados dos veces, y a petición del comisario, se ha enviado de nuevo a Nasertic. Tendremos los resultados mañana, pero es un puro trámite para corroborarlo; no arrojarán resultados distintos, se lo garantizo.
—Inspectora, que usted no conociese el hecho de haber tenido una hermana que falleciese al nacer, no significa nada: quizá fue un hecho tan doloroso para sus padres que decidieron no mencionarlo, o quizá no querían trastornarla con la idea de que su hermana gemela hubiese muerto. Por otro lado, hasta 1979 no se estableció la obligatoriedad de registrar los fallecimientos de los nonatos, y teniendo en cuenta que los asientos de los cementerios se hacían a mano, la mayoría de las veces aparecen con la alusión «Criatura abortiva», sin especificar sexo ni edad estimada del feto. En algunos cementerios, y en más de una parroquia, el hecho de que la criatura no estuviese bautizada era un impedimento que solía soslayarse con un entierro privado y una buena propina al enterrador. Es obvio que el individuo que está haciendo esto la conoce a usted y a su familia, y que tiene información de primera mano. Como le ha dicho el doctor, el estado de los huesos apunta a que no estuvieron en contacto directo con la tierra y es probable que provengan de un lugar estanco y seco. Debería usted indicarnos en qué cementerio o cementerios están enterrados los miembros de su familia, para que podamos avanzar con esto.
Ella escuchaba como anonadada. Lo pensó durante un par de segundos y después asintió lentamente.
Un policía de uniforme anunció la llegada del juez y como tomando una decisión silenciosa y tácita, el comisario y el doctor recogieron los informes que había sobre la mesa y le dieron paso. La reunión duró apenas quince minutos. Markina expuso los resultados de las analíticas, que por supuesto había que repetir por el canal oficial, y les mostró su intención de abrir el caso. Felicitó al comisario jefe por la discreción y el cuidado puestos en la investigación, y a una taciturna Amaia, que asintió por toda respuesta. Cuando la reunión se dio por terminada, Amaia salió apresuradamente agradeciendo que Markina no le hubiera dedicado una de aquellas miradas suyas. Jonan la esperaba en el pasillo y comenzó a hablar entusiasmado en cuanto la vio.
—Jefa, es una pasada, lo hemos logrado, van a abrir el caso…
Ella asintió un par de veces, distraída, y él detectó su preocupación.
—Ha ido todo bien ahí dentro, ¿verdad?
—Sí, no te preocupes, es otra cosa.
Él tardó unos segundos en contestar.
—¿Quiere que lo hablemos?
Llegaron junto al coche y ella se volvió a mirarle. Jonan era seguramente una de las mejores personas que conocía; su preocupación por ella era auténtica y trascendía al puro aspecto policial. Intentó sonreírle pero la mueca se quedó en su boca y no llegó a subir hasta los ojos.
—Primero tengo que pensar, Jonan, pero te lo contaré.
Él asintió.
—¿Quiere que la lleve a casa? No es necesario que hablemos si no le apetece, puedo quedarme en el hostal Trinkete, no creo que sea prudente que conduzca: ha estado nevando, y la carretera no está en buen estado a la altura del puerto de Belate.
—Gracias, Jonan, pero será mejor que te vayas a casa, tú también llevas muchas horas sin dormir. Tendré cuidado y conducir me vendrá bien.
Cuando salió del aparcamiento aún pudo ver a Jonan detenido en el mismo lugar.
La nieve se amontonaba a los lados en la carretera, justo hasta la entrada del túnel de Belate. Al otro lado, sólo oscuridad y el repiqueteo constante de la sal contra los bajos del coche. En su mente seguía la presencia de los montones de tierra removidos en torno a la casa, los restos de una mantita podrida, la cuna idéntica a la de Ibai y que estaba en la buhardilla de Juanitaenea, la blancura de aquellos huesos que llevaban su mismo ADN y que delataba que no habían estado en la tierra. ¿Cómo podía borrarse el rastro de una persona? ¿Cómo podía ser que jamás le hubiera llegado ni la más mínima mención de su existencia? El doctor hablaba de una recién nacida a término. ¿Había muerto al nacer? ¿Probaba el brazo su muerte? ¿Podía haber sido amputado por alguna enfermedad al nacer? ¿Podía estar viva? Tomó conciencia de que entraba en la calle Santiago y se dio cuenta de que había conducido como una autómata, de modo inconsciente. Redujo la velocidad para descender hacia el puente por las calles desiertas. Al llegar a Muniartea detuvo el coche, y escuchó el rumor atronador de la presa. La lluvia no había dejado de caer en todo el día, y una presencia húmeda, como una tumba de Baztán, se coló en el coche haciéndole sentir de pronto una rabia incontenible hacia aquel maldito lugar. El agua, el río, el empedrado medieval, y todo el dolor sobre el que se había edificado. Aparcó, y por una vez no reparó en la calidez de la bienvenida que la casa entera parecía ofrecerle cuando entraba, arropándola en su amoroso regazo.
Todos se habían acostado ya. Tomó su portátil y se concentró tecleando su clave. Durante varios minutos, consultó diferentes registros de datos, y al fin, cerró la pantalla con frustración, dejó el ordenador y subió las escaleras; al reparar en el ruido que sus botas hacían en la madera, volvió atrás, se descalzó y subió de nuevo. Dudó un instante ante la puerta del dormitorio de su tía pero finalmente llamó. La suave voz de Engrasi le contestó al otro lado.
—Tía, ¿puedes bajar? Necesito hablar contigo.
—Claro, hija —respondió preocupada—, ahora voy.
Dudó también ante la puerta del dormitorio de Ros, pero decidió que su hermana no debía de saber más que ella.
Mientras esperaba a que su tía bajase, Amaia permanecía de pie, en medio del salón, con la mirada perdida en el interior de la chimenea, como si en ella ardiese un fuego que sólo ella podía ver, incapaz por una vez de rendirse a la ceremonia de encenderlo.
Esperó a que la tía se sentase a su espalda antes de volverse y hablar.
—Tía, ¿qué recuerdas de la época en que nací?
—Tengo muy buena memoria, pero respecto a Elizondo, no gran cosa. Yo vivía entonces en París y no mantenía apenas contacto con nadie de aquí. Cuando regresé, tú tenías unos cuatro años.
—Pero quizá la amatxi Juanita te contara algo de lo que había sucedido mientras estabas fuera.
—Sí, claro, me contó muchas cosas, la mayoría cotilleos del pueblo para ponerme al día de quién se había casado, quién había tenido hijos o quién había muerto.
—¿Cuántas hermanas tengo, tía?
Engrasi se encogió de hombros, haciendo un gesto de obviedad.
—Flora y Ros…
—¿Te contó la amatxi Juanita algo respecto a que hubiese nacido junto a otra niña?
—¿Una melliza?
—Una gemela.
—No, jamás me dijo nada, ¿por qué crees eso?
Amaia no contestó y siguió preguntando.
—¿Y de que quizá mi madre hubiese tenido un aborto, una criatura que naciera muerta?
—No lo sé, Amaia, pero tampoco me parecería raro. En aquellos tiempos, el aborto se trataba como algo casi vergonzoso y las mujeres lo ocultaban o no hablaban de ello, como si nunca hubiese pasado.
—¿Recuerdas la cuna idéntica a la de Ibai que está en Juanitaenea? Esa niña llegó a existir, tía, y murió al nacer o nació muerta.
—Amaia, no sé quién te ha dicho eso…
—Tía, tengo pruebas irrefutables. No puedo explicártelo todo porque pertenece a «lo que no puedo contar», pero sé que esa niña existió, que nació al mismo tiempo que yo, que era mi gemela y que algo le ocurrió.
Los ojos de la tía delataban sus dudas.
—No sé, Amaia, creo que si hubieses tenido una hermana, aunque naciese muerta, yo lo habría sabido, tu abuela lo habría sabido, porque no hablamos de un aborto sino de un recién nacido muerto, y eso supondría un certificado de defunción y un entierro.
—Es lo primero que he comprobado, pero no consta ningún certificado de defunción.
—Bueno, tú naciste en la casa de tus padres, como tus hermanas. Era lo normal en aquel tiempo, casi ninguna mujer iba al hospital, y todos los partos los atendía el médico del pueblo; seguro que le recuerdas, don Manuel Hidalgo, ya falleció. Solía ayudarle su hermana, que era enfermera y bastante más joven que él. Que yo sepa, aún vive aquí en el valle. Hace un par de meses la vi en la iglesia cuando se celebró el aniversario del coro. Cuando ella era joven cantaba bastante bien.
—¿Recuerdas cómo se llama?
—Sí. Fina, Fina Hidalgo.
Amaia suspiró y fue como si se pulverizasen en ese gesto los cimientos que la sostenían: cayó junto a su tía, agotada.
—Siempre he soñado con ella, tía, desde que era pequeña, y aún lo hago. Creía que esa niña era yo, pero ahora sé que es mi hermana, la niña con la que nací. Dicen que los gemelos son casi la misma persona, que están unidos por un vínculo especial que hasta les permite ver y sentir las mismas cosas; tía, yo llevo toda mi vida sintiendo su dolor.
—Oh, Amaia —exclamó Engrasi, cubriéndose la boca con las manos finas y arrugadas. Después las extendió hacia ella y Amaia se inclinó en su regazo, dejando que su cabeza descansase en las rodillas de su tía.
—Ella me habla, tía, habla en mis sueños, y me dice cosas terribles.
Engrasi acarició su cabeza pasando la mano por el pelo suave, como hizo tantas veces cuando era una niña. Un minuto después, se dio cuenta de que Amaia dormía, pero no dejó de acariciarla; siguió deslizando la mano por su cabello notando con la yema de los dedos la pequeña hendidura y el dibujo de la cicatriz que el cabello ocultaba pero que ella habría sido capaz de encontrar aunque estuviese ciega.
—¿Qué te han hecho? ¿Qué te han hecho, mi niña?
Y su voz se quebró una vez más con el dolor y la rabia, mientras las manos temblaban y los ojos se nublaban un poco más.