Condujo intentando contener el impulso de acelerar y concentrando la poca atención que el juez le había dejado intacta en no salirse en una curva. La carretera aparecía cubierta de una película blanca de escarcha, que era hielo negro en algunas zonas, haciendo la conducción nocturna más pesada y peligrosa. Los habitantes de la comarca del Sobrarbe lo sabían bien y evitaban conducir de noche; incluso los colegios comenzaban las clases a media mañana para evitar el traicionero hielo en las carreteras de montaña. Cuando llegó al enlace con la autopista echó el coche a un lado y llamó a Iriarte.
—Informe —dijo, cuando contestó.
—Sobre las tres de la madrugada algunos vecinos oyeron el estruendo del choque de la Bobcat contra el muro de la iglesia, se asomaron pero no vieron a nadie. Cuando llegamos, encontramos el boquete abierto y en el interior, sobre el altar…
—Los restos óseos —atajó Amaia.
—Sí, los restos óseos.
—Ha tenido que costarles bastante derribar el muro de la iglesia.
—No por donde lo hicieron: la elevadora se lanzó exactamente sobre el lugar donde estaba la puerta de los agotes, la entrada que ellos debían utilizar y que había sido clausurada. En esa zona, el muro es de ladrillo, y las «uñas» de la carretilla lo han traspasado de lado a lado.
—¿Y la patrulla que debía vigilar la iglesia?
—Quince minutos antes había recibido en el 112 un aviso de incendio en el palacio de Ursua. La patrulla de la iglesia era, por supuesto, la más cercana, y los mandaron allí.
—¿Un incendio?
—Realmente poca cosa, un poco de gasolina sobre la puerta de entrada del palacio, pero era de madera y ardió como yesca. La patrulla la apagó con los extintores del coche.
—El palacio de Ursua también está ligado a la historia de los agotes.
—Sí. Hay una teoría al respecto de que fue el señor de Ursua el que trajo a los agotes como mano de obra y servidumbre.
Colgó el teléfono y buscó bajo el asiento la sirena portátil que rara vez utilizaba, abrió la ventanilla y la pegó al techo. En cuanto entró en la autopista accionó la sirena y aceleró, recuperando de pronto una sensación de velocidad que no experimentaba desde sus tiempos en la academia. El velocímetro marcaba más de ciento ochenta kilómetros por hora y condujo así durante un rato, adelantando a los escasos vehículos que encontró a aquella hora. Pensó en Iriarte, uno de los policías más correctos que conocía. Era impecable en su aspecto y meticuloso en sus informes, quizás un poco corporativista. Siempre sereno y sin salidas de tono. Arraigado a Elizondo, lo mismo que le aportaba equilibrio constituía su punto débil. Recordaba que en una ocasión, al hallar el cuerpo sin vida de una adolescente del pueblo, había perdido el control durante un instante, y ahora esa forma de decirlo, «el bracito»… De pronto se sorprendió pensando en su propio hijo. Miró de nuevo el cuentakilómetros, que marcaba casi ciento noventa, y sin pensarlo soltó el pie del acelerador. «Ser padre no es fácil», le había dicho una vez Iriarte, y no es que no fuera fácil, es que era una maldita responsabilidad. ¿Hasta qué punto ser padre o madre incidía sobre sus acciones? Siempre había tenido cuidado, ¡qué hostias!, era policía, claro que tenía cuidado, pero la responsabilidad hacia Ibai, la responsabilidad de no dejarle solo, viviendo una infancia sin madre, ¿iba eso a limitar su vida, su trabajo, lo mucho o poco que pisara el acelerador? Otro pensamiento se unió al primero, trayendo una visión recreada de los pequeños huesos que alguien había dejado sobre el altar de la iglesia, los huesos de su familia, huesos que llevaban dentro la misma esencia que los suyos, la misma esencia que los de su hijo, unos huesos que eran su raíz y su legado.
—La ama tendrá cuidado —susurró, mientras aceleraba y el coche volaba por la autopista hacia Pamplona.
A las seis de la madrugada, el cielo de Arizkun aún estaba muy lejos de vislumbrar siquiera el amanecer. La iglesia se veía iluminada desde el interior; y fuera, dos coches patrulla y media docena de coches particulares rodeaban su perímetro, bordeado por un muro de medio metro que impedía que los vehículos llegasen a la puerta.
La carretilla eléctrica empotrada en la pared lateral, una pequeña Bobcat, había entrado a duras penas por el hueco que se abría en el muro circundante, abriendo un boquete irregular de un metro de alto por lo mismo de ancho. Los dientes de la pala se veían incrustados en la piedra y cubiertos de escombro oscuro. Amaia rodeó toda la iglesia, inspeccionando la valla del jardín trasero y el pequeño sendero de atrás, antes de entrar.
Iriarte y Zabalza la seguían con sendas linternas.
—Ya hemos revisado todo el perímetro —le recordó Zabalza.
—Pues lo revisamos de nuevo —contestó ella, cortante.
El doctor San Martín les esperaba en el interior.
—Hola, Salazar —dijo mirándola a ella y al pequeño bulto que, cubierto con una manta metálica, aparecía sobre el altar. Se adelantó y descubrió los huesos.
Amaia fue consciente de que tanto Iriarte como San Martín no miraban los restos sino a ella, e hizo todos los esfuerzos por permanecer impasible mientras observaba con detenimiento.
—Tienen un aspecto diferente a los anteriores, ¿verdad, doctor?
—En efecto, éstos no han sido quemados por el extremo y la articulación se distingue perfectamente, pero sobre todo es por el color: éstos están mucho más blancos, y la razón es que no han estado en contacto con la tierra, sino en el interior de un ataúd, bien cerrado y con unas condiciones de humedad mínimas; hasta las falanges de los dedos están perfectamente conservadas.
Amaia miró unos segundos más aquellos huesos con los que tal vez tenía un vínculo y los cubrió, quizá con demasiado cuidado, como si los arropase. Se dirigió a San Martín para hacer la pregunta que flotaba entre los dos desde que había entrado.
—¿Cree que…?
—No puedo saberlo, inspectora. Puedo decirle, eso sí, que no proceden del mismo lugar; es fácil viendo el estado en que se encuentran. Yo los llevaré, me ocuparé personalmente. En veinticuatro horas, quizás algo menos, tendremos una respuesta.
Ella asintió, se dio la vuelta y se dirigió al lugar en el que la máquina había derribado parte del muro. Desde el interior, los daños parecían mayores; a través de la pared podían verse las uñas metálicas de la carretilla asomando entre el escombro.
—¿Éste es el lugar donde estaba la antigua puerta de los agotes?
—Sí —contestó Zabalza a su espalda—, eso nos ha dicho el párroco.
—Por cierto, ¿dónde está?
—Les mandamos a casa, a él y al capellán; estaban bastante afectados.
—Ha hecho bien. Supongo que ya habrán tomado huellas —dijo, señalando la excavadora.
—Sí.
—¿De dónde la sacaron?
—De un almacén de bebidas que hay aquí al lado; la usan para mover los palés.
Consultó la hora y caminó al encuentro de Iriarte, seguida por Zabalza.
—Nos vemos en comisaría, vamos a repasar todo lo que tenemos sobre las profanaciones, y traigan cuanto antes al chico del blog, quiero hablar con él.
—¿Ahora? —preguntó alarmado Zabalza dejando traslucir su incredulidad.
—Sí, ahora. ¿Algún problema, subinspector?
—Ya interrogamos a ese chaval y llegamos a la conclusión de que no tenía nada que ver.
—A la vista de los nuevos acontecimientos estimo necesario volver a interrogarle. Estoy segura por más de una razón de que la persona o personas que están haciendo esto están ligadas al valle, y me inclino por más de uno. No creo que un chico solo pudiera hacerlo todo, abrir el boquete, disponer los huesos; alguien tuvo que ayudarle —explicó ella caminando hacia la entrada.
—Puede ser, pero el chaval no tiene nada que ver.
Ella se detuvo y le observó. Iriarte se volvió a su vez y le miró, alarmado.
—¿Tiene otra teoría, subinspector? —preguntó Amaia, pausadamente—. ¿Por qué está tan seguro?
Su voz delataba la tensión cuando contestó:
—Lo sé.
—Zabalza —reconvino Iriarte—, quizá te estás adelantando.
—No —interrumpió ella—, deje que se explique, si tiene una visión distinta quiero escuchar su opinión. Para eso tenemos un equipo, para observar los hechos desde distintas perspectivas.
Zabalza se pasó una mano nerviosa por la cara, y como si no supiera qué hacer con ellas las enlazó primero y terminó por sepultarlas en los bolsillos de su plumífero.
—Ese chaval es una víctima, su padre le da unas palizas de pánico desde que la madre falleció. El chico es listo, saca muy buenas notas y el interés por la historia y los orígenes de su pueblo son lo que lo mantienen cuerdo en esa casa. Hablé con él, y créame, a pesar de lo brillante que es, tiene un serio problema de autoestima, ninguna seguridad en sí mismo, no la que se necesitaría para atreverse a hacer esto ni nada parecido. Está sometido por su padre y sufre mucho.
Amaia lo sopesó.
—Los adolescentes son capaces de una ira inusitada. El hecho de estar o mostrarse sometido podría alimentar una ira contenida a la que diese salida ocasionalmente con llamadas de atención de este tipo que, por otra parte, si no estuviese usted implicado emocionalmente, podría ver que casi llevan su firma.
—¿Qué? —dijo incrédulo, sacando las manos de los bolsillos y dirigiendo alternativamente la mirada de ella a Iriarte—. ¿Qué quiere decir eso?
—Quiero decir que creo que se siente identificado con el chico y eso le hace perder perspectiva.
Su rostro se encendió como si ardiese por dentro y el labio inferior le tembló un poco.
—¿Cómo se atreve?, poli estrella de los cojones —bramó.
—Tenga cuidado —avisó Iriarte.
—No me intimida —dijo ella, adelantándose hasta ponerse frente al subinspector—. No me intimida, pero será mejor que observe las normas mínimas de cortesía, como yo lo hago con usted, a pesar de que es desleal, a pesar de que fue usted el que le proporcionó a Montes el informe del laboratorio que le metió en el lío en el que está, a pesar de que es usted una rata que pone en riesgo su seguridad y la de sus compañeros hablando con civiles ajenos a la investigación, a pesar de que no es usted capaz de discernir los límites.
De los ojos de Zabalza saltaban chispas y su rostro se veía contraído por la rabia, pero aun así le sostuvo la mirada, retándola. Ella bajó el tono y le habló de nuevo.
—Si no está de acuerdo con mis exposiciones, puede hacer las suyas, pero no vuelva a hablarme así. Sentirse identificado con una víctima sólo habla de nuestra parte humana, eso que muchos creen que no tenemos por ser policías. Y la parte humana proporciona conocimiento y ayuda a obtener información que algunos individuos no nos darían voluntariamente. Pero sin abandonar la humanidad, un investigador debe tomar distancia para no involucrarse personalmente. Y ahora le reitero mi impresión de que se siente identificado con la víctima. Dígame, ¿es así?
El subinspector Zabalza bajó la mirada, pero contestó:
—Creo que no hay necesidad de sacarlo de la cama, son las seis de la mañana y es un menor.
—Si espera más tendrá que sacarlo del instituto, ¿no cree que eso será peor?
—Estará en casa, no va al instituto mientras tiene marcas en la cara.
Amaia permaneció dos segundos en silencio.
—De acuerdo, a las nueve en comisaría, corre de su cuenta.
Zabalza musitó algo inaudible y salió de la iglesia.
Llevaba tan sólo diez minutos leyendo los informes relativos a las profanaciones y los ojos ya le ardían, como si los tuviese llenos de arena. Se giró en su silla y miró hacia el exterior en un intento de relajar la vista. Comenzaba a amanecer pero la fina lluvia empujada por el viento contra los cristales apenas le permitió mirar un poco más allá. Las horas sin dormir sumadas a la conducción nocturna comenzaban a pasarle factura. No tenía sueño, pero los ojos iban por libre. Se volvió de nuevo hacia la pantalla y abrió su bandeja de correo. Había dos entradas. La primera, un lacrimógeno correo del director del Santa María de las Nieves, aunque su técnica lastimera había virado desde el tremendo daño a la institución al tremendo daño a la paciente. Exponía de nuevo su teoría de la conspiración para dañar su imagen, y su hipótesis iba más allá, insinuando que el doctor Sarasola había estado demasiado dispuesto a trasladar a Rosario. Reiteraba además las dudas que en todo su equipo suscitaba el hecho de que la paciente hubiese podido controlarse sin tratamiento. Lo envió a la papelera.
El segundo le venía reenviado desde el correo de Jonan. Lo abrió con curiosidad. «La dama espera su ofrenda».
Lo seleccionó para borrarlo, pero en el último momento lo movió a una nueva carpeta que llamó «Dama».
Iriarte entró en la sala, empujando torpemente la puerta, y sujetando una taza de loza en cada mano se acercó a Amaia y le tendió una. Ella la miró sorprendida y leyó la inscripción: Zorionak, aita.
—Oh, muy bonitas —dijo ella, sonriendo.
—Son las únicas que tengo, pero al menos no es papel.
—Se lo agradezco, menuda diferencia —dijo, abarcándola con las dos manos.
—Zabalza ya viene hacia aquí con el chico y su padre.
Ella asintió.
—No es mal tipo, me refiero a Zabalza; yo llevo años trabajando con él y me lo ha demostrado.
Ella le miraba, escuchándole con interés mientras sorbía el café.
—Es verdad que lleva una temporada difícil, imagino que por asuntos privados, y no le justifico, y menos la salida de tono de esta mañana, pero…
—Inspector Iriarte —interrumpió ella—. ¿Está usted seguro de que no equivoca su vocación? En menos de cuarenta y ocho horas es la segunda vez que me expone un alegato de defensa para un compañero. Haría usted una excelente labor en el sindicato.
—No pretendía molestarla.
—Y no lo hace, pero deje que cada uno libre sus batallas. El pulso entre Zabalza y yo aún no ha terminado, es algo que a algunos les cuesta asumir, pero en este equipo, el macho alfa es una mujer.
Sonó el teléfono de Iriarte y se apresuró a cogerlo.
—Es Zabalza, está abajo con el chico y el padre.
—¿Dónde los tiene?
—En un despacho de la primera planta.
—Que los traslade a una sala de interrogatorios, que un policía de uniforme custodie la puerta desde el interior y que no les hable.
Iriarte transmitió las indicaciones y colgó.
—¿Vamos? —dijo, posando la taza sobre la mesa.
—Aún no —contestó ella—, creo que antes me tomaré otro café.
Tres cuartos de hora más tarde, Amaia entraba en la sala de interrogatorios evitando las fieras miradas de Zabalza, que esperaba en el exterior, visiblemente contrariado. Dentro olía a sudor y a nervios. La espera y la presencia del agente armado habían logrado el efecto deseado.
—Buenos días, soy la inspectora Salazar de homicidios de la Policía Foral —se presentó. Les mostró su placa y se sentó frente a ellos.
—Oiga… —comenzó el padre—, me parece un abuso que nos traigan aquí tan temprano para luego hacernos esperar casi una hora.
Amaia se fijó en sus legañas y un rastro blanquecino de baba seca que iba desde su boca hasta la oreja izquierda.
—Cállese —atajó ella—. He citado a su hijo porque es el principal sospechoso de un grave delito —dijo mirando al chico, que se irguió y miró a su padre—. Esperar una hora es el menor de sus problemas, créame, porque si no colabora, va a pasar mucho tiempo en lugares peores que éste, y si quiere que hablemos de abusos, podemos tener una conversación después, usted y yo. Voy a interrogar a su hijo; puede permanecer callado o llamar a un abogado, pero no vuelva a interrumpirme.
Miró al chico; en efecto, tenía un golpe bastante feo en un pómulo y un par más que ya amarilleaban en la mandíbula. Se sentaba erguido y la ropa le colgaba de un cuerpo escuálido.
—Beñat, Beñat Zaldúa, ¿verdad?
El chico asintió, y un mechón del flequillo cayó sobre su frente. Amaia lo observó. Estaba preocupado, se mordía el labio inferior y tenía los brazos cruzados sobre el pecho a modo de defensa; de vez en cuando, se pasaba una mano nerviosa por la boca, como si la limpiase. Sí, estaba en actitud de defensa, pero la verdad le pesaba y sus gestos delataban la necesidad de ahogar con las manos las palabras que pugnaban por salir de su boca, para liberarse de la carga. Quería hablar, tenía miedo, y ella tenía que resolverle ambas cosas.
—Beñat, aunque aún eres menor, tienes edad suficiente como para tener responsabilidad civil. Hablaré con el juez para que sea compasivo con tu situación —dijo, mirando brevemente al padre—. Yo quiero ayudarte, y puedo hacerlo, pero para eso tienes que ser sincero conmigo. Si me mientes o me ocultas algo, te dejaré a tu suerte, y tu suerte no es buena. —Dejó que sus palabras calaran en el chico durante unos segundos—. ¿Dejarás que te ayude, Beñat?
Él asintió vehemente.
El interrogatorio fue más bien una declaración compulsiva del chaval en la que explicaba cómo aquel hombre se había puesto en contacto con él a través del blog; cómo al principio estuvo seguro de haber encontrado a alguien que pensaba y defendía las mismas teorías que él; cómo, con cada nuevo ataque a la iglesia, las cosas habían comenzado a írsele de las manos, sobre todo cuando supo que junto al altar se abandonaban huesos humanos. Eso no tenía nada que ver con las teorías que él defendía. Dio una descripción del hombre al que sólo había visto cara a cara durante las profanaciones: se hacía llamar «Cagot» y le faltaban la mitad de los dedos de la mano derecha. Cuando terminó de hablar, suspiró tan profundamente que Amaia no pudo evitar sonreír.
—Mucho mejor, ¿a que sí?
Amaia salió de la sala y se dirigió a Zabalza, que esperaba junto a la puerta.
—Dé un aviso con la descripción del fulano ese de los dedos.
Él asintió, bajando la cabeza. Iriarte se le acercó.
—Ha llamado su marido. Dice que le llame enseguida, que es urgente.
Se alarmó, era la primera vez que James le dejaba un mensaje en comisaría y tenía que ser realmente grave para que no pudiese esperar a que su teléfono silenciado durante el interrogatorio estuviese operativo de nuevo. Subió las escaleras de dos en dos para dirigirse a la sala que usaba como despacho.
—¿James?
—Amaia, Jonan me dijo que ya estabas en Elizondo.
—Sí, no he tenido tiempo de llamarte. ¿Qué pasa?
—Amaia, creo que deberías venir ahora mismo.
—Es Ibai, ¿le pasa algo?
—No, Amaia, Ibai está bien, todos estamos bien, no te preocupes, pero ven enseguida.
—¡Oh, James, por Dios, dímelo ya, voy a volverme loca!
—Esta mañana ha venido Manolo Azpiroz, el arquitecto, y mientras yo terminaba de preparar a Ibai, le he dado la llave y él se ha adelantado a Juanitaenea. Al cabo de un rato me ha llamado y me ha dicho que no era una buena idea comenzar con los trabajos en el jardín porque con la obra y los materiales todo lo que hiciésemos se iba a dañar. Le he asegurado que no estamos haciendo nada en el jardín y me ha dicho que la tierra estaba excavada y removida en varios puntos alrededor de la casa, como si se hubiese plantado algo allí. Amaia, ahora estoy en la casa. El arquitecto tiene razón. En efecto, hay agujeros y hay algo dentro, hay algo aquí…
—¿Qué es?
—Creo que son huesos.
Cogió su maletín de campo y bajó las escaleras sin esperar al ascensor. En el pasillo, al fondo en la planta baja, Iriarte y Zabalza hablaban en voz baja, pero por sus gestos adivinó que discutían.
—Inspector Iriarte, acompáñeme, por favor.
Iriarte tardó un minuto en coger su abrigo y salió a su lado sin preguntar nada. Recorrieron en el coche la corta distancia desde la comisaría a Juanitaenea, mientras un millón de reproches resonaban en la cabeza de Amaia. Debería haberse dado cuenta antes. Ninguna tumba, ningún osario. Los niños muertos sin bautizar en Baztán no se enterraban junto a los cruceros, ni junto al muro del cementerio; tenían un lugar destinado. Se enterraban en el itxusuria, el corredor de las almas, el espacio del suelo que delimitaba el tejado de la casa donde goteaba el alero, definiendo una línea entre lo de dentro y lo de fuera de la casa. ¿Por qué había estado tan ciega? Su familia había vivido siempre en Baztán. ¿Por qué no había pensado que la suya, al igual que tantas familias del valle, había enterrado a sus niños allí mismo?
James la esperaba con el carrito de Ibai en el borde del huerto, y en su actitud inusualmente seria había un tinte de agravio cercano a la ofensa que sorprendió a Amaia. Su James, con su concepto limpio y plácido de la vida, se sentía insultado cuando la sordidez le llegaba por sorpresa. Amaia besó en una mano a Ibai, que dormía relajado, y se apartó a un lado para hablar con James.
—Es… Es… Vaya, no sé si es horrible o sorprendente. No sé siquiera si son humanos, puede que sean mascotas.
Ella le miró con ternura.
—Yo me ocupo, James. Llévate al niño a casa y no les digas nada a Ros ni a mi tía hasta que sepamos algo más. —Se acercó un paso, besó a su marido y se volvió hacia Iriarte, que la esperaba en el camino de entrada sosteniendo el paraguas.
Se acercaron hasta las puertas de las cuadras y dejaron el maletín en la escalera que adornaba la fachada. Se puso un par de guantes y le tendió otro a Iriarte. La lluvia suave y lenta de las últimas horas había ablandado la tierra, que se pegaba a las suelas planas de sus botas dificultándole el caminar; recordó lo mucho que se había resbalado en los adoquines de Aínsa y decidió que las tiraría en cuanto se las quitase. Recorrió el perímetro de la casa, observando los montículos de tierra removida que eran visibles a simple vista. Se detuvo ante el más cercano e indicó a Iriarte el perfil de una huella de bota cuyos bordes comenzaban a desdibujarse por efecto de la lluvia. Iriarte se agachó y cubrió el montículo con el paraguas para poder fotografiar las huellas, tras colocar al lado una referencia. Avanzaron hasta el siguiente montículo; la superficie se veía abierta como si desde el interior una enorme semilla hubiese eclosionado, desgajando los terrones. Fotografiaron la superficie y después Amaia comenzó a separar montones húmedos que mancharon sus guantes con la oscura tierra de Baztán. Usando sus dedos como pala, separó la tierra a los lados hasta descubrir un cráneo no más grande que una manzana pequeña. Unos metros más allá, había otro agujero rellenado con prisas en el que no hallaron nada, y justo en el extremo de la casa donde la esquina del alero dejaba su rastro en el suelo, estaba el enterramiento al que se refería James y del que asomaban entre el barro unos huesecillos oscuros, que a primera vista y debido al color podrían pasar por raíces. Se incorporó para dejar que Iriarte lo fotografiase todo, extendió su mirada hacia la parte trasera de la casa y comprobó que sólo en aquel tramo había al menos nueve catas y otras tantas en el otro lado.
La línea marcaba el lugar. El lento goteo durante más de doscientos años había dibujado una hendidura en el suelo, y el profanador no había tenido más que seguirla. Buscó en sus bolsillos la llave que James le había dado, abrió el candado de la cuadra y llamó a Iriarte. Él entró, sacudiéndose el agua de la ropa.
—¿Ésta es la casa de su abuela?
—Sí, ha pertenecido a mi familia durante generaciones.
Él miró alrededor.
—Inspector, quiero que hablemos de lo que hay ahí fuera.
Iriarte asintió, muy serio.
—Creo que sabe lo que es, se trata de un itxusuria, el cementerio familiar tradicional de Baztán. Las criaturas enterradas aquí son miembros de mi familia. Éste es el modo en que sus madres los honraban, dejándolos en su hogar como centinelas que guardaban la casa. Si llamamos a San Martín, se instalará aquí con su equipo y desenterrarán todos los cuerpecillos. Usted es de Baztán y creo que entenderá lo que voy a pedirle. Éste es el cementerio de mi familia y quiero que continúe así. Un hallazgo de esta índole atraería a la prensa, reporteros, fotos. No quiero que esto se convierta en un circo. Porque además creo que el profanador de la iglesia de Arizkun, y no me refiero a ese pobre chico, ha estado expoliando estas tumbas, y hacerlo público lo espantaría. ¿Qué me dice?
—Que no dejaría que levantasen el cementerio de mi familia.
Ella asintió, conmovida, incapaz de decir nada. Se dirigió a la puerta mientras cubría de nuevo su pelo con la capucha.
—Ahora continuemos.
Retomó la inspección a partir del último agujero que había revisado y hallaron tres esqueletos más en dos de ellos. Los huesecillos aparecían rotos y muy deteriorados, apenas se distinguía su naturaleza, pero en el tercero asomaba una fibra deshilachada como estopa sucia. La visión de los restos de la mantita de cuna la conmocionó. Arrodillándose en la tierra mojada, apartó capas de barro hasta descubrir el hatillo amoroso que una madre había hecho para su bebé. Un paño encerado cubría el enterramiento, pero era la mantita lo que le rompía el corazón, en la que Amaia cifraba el dolor de la madre que había puesto a su niño a dormir en la tierra, sin olvidar cubrirlo para protegerlo. Sintió el frío del agua empapando sus vaqueros y los ojos se le nublaron con un llanto que resbaló, cayendo sobre los huesos de aquella criatura amada tal vez en el mismo lugar donde cayó, años atrás, el de una madre; ¿su bisabuela?
¿Tatarabuela? Una joven mujer rota de dolor que al anochecer acostó a su hijo en la tierra y lo arropó con una manta. Separó la tela por el lugar donde había sido rasgada, y los pequeños huesos, sorprendentemente enteros, clamaron desde su pequeña tumba, evidenciando el expolio del que habían sido víctimas. Cubrió el esqueleto con la mantita y cerró el hatillo, colocando tierra encima.
Iriarte, que había permanecido en silencio a su lado haciendo vanos intentos por resguardarla bajo el paraguas, le tendió una mano que ella aceptó para ponerse en pie. Retrocedieron hasta el costado de la casa y Amaia se volvió a mirar las pequeñas huellas de las tumbas removidas, que la lluvia contribuiría a igualar. Mirando los insignificantes montoncitos de tierra, sintió sobre sus hombros el dolor de generaciones de mujeres de su familia, las lágrimas que habían vertido sobre aquel pasillo de tierra reservado para ser corredor de almas, y traicionada por su imaginación, se vio a sí misma teniendo que acostar a Ibai entre el barro, y en ese instante todo el aire de sus pulmones salió despedido a la vez, mientras palidecía y sentía que las fuerzas la abandonaban.
—¿Jefa? ¿Se encuentra bien?
—Sí —dijo, avanzando mientras recuperaba el control—. Discúlpeme —musitó.
Iriarte colocó el maletín en el maletero y abrió para ella la puerta del acompañante. Por un instante, Amaia pensó en la posibilidad de caminar hasta la casa de su tía, ya que la calle Braulio Iriarte estaba al otro lado del Trinkete, pero reparó en sus pantalones sucios y mojados y el dolor que se extendía por sus miembros como si estuviese enferma, y subió al coche. Le pareció ver que entre los emparrados un rostro se ocultaba, y pudo reconocer la mirada hostil del hombre que cuidaba del huerto.
Al dar la curva junto a Txokoto vieron a Fermín Montes, que a pesar de la lluvia permanecía en el exterior del bar, fumando apenas cobijado por el alero del tejado. Iriarte respondió a su saludo, levantando un poco una mano, y continuó calle arriba hasta la casa de Engrasi.
Antes de bajar del coche, Amaia se volvió hacia Iriarte.
—¿Tengo su palabra?
—La tiene.
Ella le miró fijamente, sin sonreír, y asintió.
Apenas había puesto un pie fuera del coche cuando Fermín, que les había seguido a buen paso, se acercó a la puerta abierta, sosteniendo un paraguas.
—Inspectora Salazar, me gustaría hablar con usted.
Amaia le miró casi sin verle, presa de un agotamiento que a cada momento se hacía más evidente.
—Ahora no, Montes.
—Pero ¿por qué no? Podemos ir hasta el bar si quiere y hablar un momento.
—Ahora no… —repitió, mientras se inclinaba a recoger sus cosas del asiento.
—¿Hasta cuándo va a darme largas?
—Pida una cita —dijo sin mirarle.
—No entiendo por qué me hace esto… —protestó.
Iriarte se bajó del coche y, rodeándolo, caminó hacia él, interponiéndose entre ambos.
—Ahora no, inspector Montes —dijo con firmeza—, a-ho-ra-no —repitió vocalizando como si hablase a un niño pequeño.
Montes asintió, nada convencido.
Amaia se dirigió hacia la entrada y dejó a los dos hombres frente a frente bajo la lluvia.
Entró en la casa arrastrando los pies. Se sentía físicamente enferma, y en contraste con la humedad exterior, el calor seco y perfumado que se expandía desde la chimenea le provocó escalofríos tan fuertes que su cuerpo tembló visiblemente. James le dio el niño a la tía, alarmado por su estado.
—¡Cómo vienes! ¿Estás enferma, Amaia?
—Sólo cansada —replicó, sentándose en la escalera para quitarse las botas manchadas de barro.
James se inclinó para besarla y retrocedió, alarmado.
—De eso nada, tienes fiebre.
—No —protestó, sabiendo a la vez que era cierto; tenía fiebre.
—Sube a quitarte esa ropa mojada y date una ducha caliente —ordenó la tía, acostando al niño en su carrito—. En diez minutos subo a verte.
—Ibai —susurró Amaia, extendiendo una mano hacia el niño.
—Amaia, será mejor que no lo cojas hasta que sepamos qué te pasa, no querrás contagiarle.
James le ayudó a quitarse la ropa pegada al cuerpo por la lluvia y a meterse en la ducha. Al notar el chorro caliente sobre su piel, Amaia supo lo que le pasaba. Su cuerpo estaba reaccionando, hacía días que no amamantaba a Ibai en condiciones. La piel de su pecho aparecía tirante, caliente y muy dolorida. Salió de la ducha, se tomó dos antiinflamatorios, y buscó en su bolso la cajita con dos dosis de aquellas pastillas que acabarían definitivamente con la posibilidad de amamantar a su hijo, y que no había querido tomar días atrás. Se metió las dos en la boca y se las tragó junto a sus lágrimas de madre fracasada. Vencida y desorientada, se sentó en la cama y no supo ni que se dormía. James regresó con la botella de agua que ella ya no necesitaba y al verla así, desnuda y dormida, completamente agotada, se quedó parado, mirándola, mientras se preguntaba si había sido buena idea regresar a Baztán. La cubrió con un edredón, se tumbó a su lado y con mucho cuidado pasó un brazo por encima de su cuerpo, que ardía por la fiebre, sintiéndose como el polizón que se cuela en un crucero.