20

Eran las ocho cuando aparcó frente al portal del subinspector Etxaide. Hizo una llamada perdida y esperó, mientras observaba lo animada que estaba la calle a aquella hora en comparación con Elizondo, donde a las ocho sólo se veían algunos rezagados que regresaban a casa.

Echaba de menos estar en Pamplona. Las luces, la gente, su casa en el casco viejo, pero James parecía encantado en Baztán y más desde que habían decidido quedarse con Juanitaenea. Sabía que él adoraba Elizondo y aquella casa, pero no estaba del todo segura de que a pesar de que cada vez se sentía más a gusto allí, pudiese nunca sentir la libertad que le daba vivir en Pamplona. Se preguntó si se habría precipitado al aceptar comprar la casa.

En cuanto vio salir a Jonan del portal, se deslizó al asiento del acompañante. Tenía mucho en que pensar y a Jonan le gustaba conducir. Él echó su grueso plumífero a los asientos traseros y encendió el motor.

—¿A Aínsa, entonces?

—Sí, pero antes pararemos en la gasolinera que hay a la salida de Pamplona. Hemos quedado allí con el juez Markina, que insistió en acompañarnos para garantizar que se observan los procedimientos.

Jonan no dijo nada, pero a Amaia no le pasó inadvertido el gesto de extrañeza que intentó disimular con su habitual corrección. Permaneció silencioso hasta que llegaron a la gasolinera, aparcó y bajaron al ver las luces que les avisaban desde otro coche.

Markina salió y caminó hacia ellos; vestido con vaqueros y un grueso jersey azul, apenas aparentaba treinta años. Amaia notó cómo Jonan observaba su reacción.

—Buenas noches, inspectora Salazar —dijo el juez, tendiéndole la mano.

Ella se la estrechó, ofreciéndole tan sólo la punta de sus dedos ateridos y evitando mirarle a la cara.

—Señoría, éste es mi ayudante, el subinspector Etxaide.

El juez le saludó del mismo modo.

—Podemos ir en mi coche, si quieren.

Amaia vio cómo Jonan miraba apreciativamente el BMW del juez, mientras ella negaba con la cabeza.

—Siempre voy en mi coche, es por si hay un aviso —explicó—. No puedo exponerme a depender de que alguien me lleve.

—Lo comprendo —dijo el juez—, pero si el subinspector lleva su coche usted puede acompañarme en el mío.

Amaia miró a Jonan y de nuevo a Markina, desconcertada.

—Es que… El subinspector y yo tenemos trabajo pendiente y aprovecharemos durante el viaje para ir solventándolo. Ya sabe.

El juez la miró a los ojos y ella supo que él sabía que mentía.

—Querría que de camino a Aínsa me pusiera al día de cómo va la investigación. Si como usted cree los resultados son positivos, se abrirá oficialmente este caso y debo estar al tanto de los pormenores.

Amaia asintió, bajando la mirada.

—Está bien —claudicó, molesta—. Jonan, te seguiremos.

Subió al coche del juez y se sintió incómoda mientras esperaba a que él se abrochase el cinturón. Estar en aquel espacio tan reducido con él la violentaba de un modo que rayaba en lo ridículo. Disimuló su desconcierto revisando los mensajes de su móvil, incluso releyó alguno, resuelta a mostrarse indiferente a su cercanía, al modo en que sus manos rodeaban el volante, al gesto suave con el que cambiaba las marchas o a las miradas cortas e intensas que le dedicaba, como si fuese la primera vez que la veía, mientras golpeaba rítmicamente el volante con el índice, al ritmo de la música. Disfrutaba del viaje, se notaba en el modo en que apoyaba la espalda y en la leve y constante sonrisa que se dibujaba en su rostro. Condujo en silencio durante una hora. Al principio, ella se había sentido aliviada al no tener que hablar, pero el silencio prolongado entre ellos establecía un nivel de intimidad que la asustaba.

Después de pensárselo dijo:

—Creía que quería que hablásemos del caso.

Él la miró durante un segundo antes de volver a poner los ojos en la carretera.

—Mentí —admitió—, sólo quería estar con usted.

—Pero… —protestó ella, desconcertada.

—No tiene que hablar si no quiere, sólo déjeme disfrutar de su compañía.

Permanecieron en silencio el resto del viaje, él conduciendo con su elegante indolencia y dedicándole aquellas miradas lo suficientemente breves como para no intimidarla, lo suficientemente intensas para hacerlo. Mientras, el enfado de Amaia crecía en su interior, obligándola a concentrarse en repasar mentalmente los pasos del caso, intentaba infructuosamente atisbar algo más allá de los bordes de la carretera en la negrura de la noche. Las calles en Aínsa parecían animadas, seguramente por la cercanía del fin de semana, y a pesar de que los termómetros de los comercios anunciaban dos grados bajo cero, nada más cruzar el puente podían verse grupos de gente frente a los bares y algunas tiendas abiertas, que habían alargado su horario alentadas por la presencia de los turistas. Jonan condujo hasta la empinada cuesta que bordeaba la colina donde se erigía el casco medieval de Aínsa. El juez lo siguió, mientras miraba asombrado las casas, que suspendidas de la ladera parecían retar al vacío.

—Nunca había estado aquí, tengo que decir que es sorprendente.

—Pues espere a llegar arriba —contestó ella, al ver su expresión.

Aínsa era un túnel temporal, y al llegar a su plaza, a pesar de los coches aparcados y las luces de los restaurantes, se experimenta un viaje al pasado que hace contener el aliento durante un segundo. Markina no fue la excepción; siguió a Jonan hasta el lugar donde aparcaron, sin dejar de sonreír.

—Es extraordinario —dijo.

Amaia le miró, divertida. Recordaba sus propias sensaciones la primera vez que estuvo allí.

Al bajar del coche comprobaron que, unida a la baja temperatura propia de los 580 metros a los que se encontraba, la humedad de los ríos Cinca y Ara que confluían allí había contribuido a cubrir el empedrado de la plaza con una capa de hielo escarchado que brillaba como nácar con la romántica luz de las farolas de la plaza.

Jonan se acercó, agitando los brazos para entrar en calor.

—Y creíamos que en Elizondo hacía frío… —dijo, risueño.

Amaia se abrochó el abrigo y sacó del bolsillo un gorro de lana.

A Markina, sin embargo, no parecía afectarle la baja temperatura. Salió del coche y sin ponerse el abrigo miró alrededor, encantado.

—Este lugar es increíble…

Jonan tomó del maletero el contenedor con las muestras, y junto a Amaia echó a andar hacia el paredón de la fortaleza, donde se ubicaba el centro de interpretación de la naturaleza y el laboratorio de Estudios Plantígrados del Pirineo, que dirigían los doctores. El juez aceleró el paso hasta alcanzarlos casi en la entrada, y Amaia observó su sorpresa cuando, tras recorrer en compañía del bedel las amplias salas donde las aves heridas se recuperaban, llegaron a la discreta puerta del laboratorio. El doctor González les salió al encuentro, abrazó a Jonan, sonriendo, y tendió la mano a Amaia. La doctora, unos pasos más atrás, saludó cortés.

—Buenas noches, inspectora, me alegro de verla.

Amaia sonrió ante su ya habitual comedimiento.

—Doctores, quiero presentarles a su señoría, el juez Markina.

El doctor González extendió una mano, mientras Takchenko se acercaba alzando una ceja y sin dejar de mirar a Amaia.

—Espero que no les moleste mi presencia —dijo Markina a modo de saludo—. El resultado de estos análisis podría abrir un caso muy importante y es necesario tomar todas las medidas para garantizar que no se rompe la custodia.

La doctora le tendió la mano mientras le observaba de cerca, y después, giró sobre sus talones, haciendo gala de su natural disposición al trabajo.

—Vamos, vamos, las muestras.

Formando un grupo, la siguieron atravesando las tres salas de las que se componía el laboratorio. Al fondo, la doctora se situó tras un mostrador e indicó la superficie. Jonan colocó sobre la misma el maletín, que abrió mientras Takchenko se enfundaba unos guantes.

—Déjeme ver —dijo, inclinándose para tomar las muestras—. Bien, saliva… —dijo tomando el envoltorio que contenía el hisopo con la muestra.

—Hay que ponerla en digestión con proteínas —dijo, dirigiéndose a su marido—. Nos llevará toda la noche, después añadiremos fenol-cloroformo para extraer el ADN, precipitar, secar y precipitar en agua. La muestra estará lista para analizar mañana por la mañana. El termociclador PCR tarda entre tres y ocho horas, luego dos más con el gel de agarosa para la electroforesis que nos permite ver el resultado. Calculo que a mediodía estará listo.

Amaia resopló.

—¿Le parece mucho? Pues el pelo nos llevará más —anunció la doctora—. Las posibilidades de obtener ADN de la saliva son de un noventa y nueve por ciento, mientras que con el pelo se reducen a un sesenta y seis por ciento —dijo, tomando la trenza de cabello de María Abásolo—, aunque aquí hay buenas muestras.

Amaia se sobrecogió al ver de nuevo los extremos blanquecinos de los cabellos que habían sido arrancados de la cabeza.

—Y éstas son las de hueso —dijo la doctora—. ¡Dios mío! ¿Cuántas me dijo que eran?

—Hay doce diferentes.

—Lo que he dicho, mañana a mediodía. Yo me pondré ahora mismo con esto. ¿Doctor? —dijo, dirigiéndose a su marido—, ¿me ayuda?

—Por supuesto —respondió él, solícito.

—Ustedes pónganse cómodos, pueden dejar los abrigos en los colgadores del office y, bueno, hay taburetes por todo el laboratorio, sírvanse.

Amaia miró la hora en su reloj y se dirigió al subinspector Etxaide.

—Son más de las diez; vete a cenar, después iré yo.

—¿Alguien se apunta? —preguntó Jonan.

—Nosotros ya hemos cenado —contestó el doctor González—. Cuando ustedes regresen tomaremos un café.

—Yo le acompañaré, si a usted no le importa —dijo Markina, dirigiéndose a Amaia.

Ella asintió y ambos se encaminaron a la salida.

Amaia se sentó en un taburete y durante la siguiente media hora observó las idas y venidas de los doctores, que, concentrados, apenas hablaron, esmerados en verificar los pasos y repasar el procedimiento.

—Ya imagino que no puede decirme en qué andan ahora… —lanzó al aire la doctora.

—No tengo inconveniente en contárselo. Tratamos de establecer la relación entre estas muestras y las de hueso, que ya procesó la Guardia Civil. Si hay coincidencia, estaremos estableciendo una serie de crímenes que se han prolongado en el tiempo y se han extendido por la geografía de todo el norte del estado. Huelga decir que esta información es reservada.

Ambos asintieron.

—Por supuesto. ¿Tiene algo que ver con los huesos que aparecieron en aquella cueva de Baztán?

—Así es.

—En su momento nos enviaron fotos de los restos y por el modo en que estaban dispuestos, descartamos inmediatamente la participación de depredadores: ningún animal amontona los restos de sus presas de ese modo, parecían como… colocados adrede para obtener un efecto.

—Estoy de acuerdo —dijo Amaia, pensativa.

Permanecieron unos minutos en silencio, concentrados en su trabajo, repasando una y otra vez la lista del procedimiento, y al fin dieron por concluida aquella fase.

—Ahora toca esperar —anunció Takchenko.

Su esposo se quitó los guantes y los arrojó a un contenedor, sin dejar de mirar a Amaia con un gesto que delataba la intensa actividad de su mente y que la inspectora conocía bien.

—Lo he pensado muchas veces, ¿sabe? La doctora y yo lo hemos hablado y coincidimos en ello. Es lamentable lo que ocurre en su valle.

—¿Mi valle? —respondió Amaia, sonriendo con una mezcla de confusión y disimulo.

—Sí, ya sabe a lo que me refiero. Usted nació allí, hay un vínculo de pertenencia. Es uno de los lugares más bellos que conozco, uno de esos sitios en los que se puede sentir la comunión entre la naturaleza y el ser humano, un lugar donde encontrar razones de peso para recuperar cierta fe. —Al decir esto último alzó la mirada hasta los ojos de Amaia, que supo de inmediato a qué se refería, y asintió—… Y sin embargo, o quizá por eso mismo, pareciera que algo obsceno se refugia allí, algo sucio y maligno.

Amaia lo escuchaba sin perderse detalle.

—Hay lugares —añadió Takchenko— en los que ocurre esto, como si fueran espejos o puertas entre dos mundos, o quizá como amplificadores de energía; casi parece que el universo debiera compensar tanta perfección. Conozco un par de sitios así, incluso alguna ciudad; Jerusalén es un buen ejemplo de lo que intento decir. Podría decirse que algo desniveló los equilibrios de su valle y ahora suceden allí demasiadas cosas, horribles, y también maravillosas, ¿no cree? No parece casual.

Amaia sopesó sus palabras. No, ella no creía en casualidades. Los crímenes cometidos contra las niñas en las orillas del río Baztán poseían el grado de obscenidad y sacrilegio propios de una profanación. Pensó en lo que había ocurrido recientemente en Arizkun y en la historia pasada del valle, en el esfuerzo que había supuesto para los primeros pobladores establecerse allí, la dureza de la vida, la lucha para vencer enfermedades, plagas, las cosechas arruinadas, el clima hostil y, además, la brujería, y la Inquisición procesando a cientos de temerosos vecinos que se autoinculpaban a cambio de piedad. Y también pensó en aquel otro Salazar, el inquisidor que durante un año había viajado por Baztán, estableciéndose entre la población para investigar si había o no algo demoníaco en aquel valle. Un inquisidor que de motu proprio había decidido desentrañar el misterio de aquel lugar y que obtuvo, sin presión ni tortura, más de mil confesiones voluntarias en las que se admitían hechos de brujería, y otras tres mil denuncias contra los vecinos por prácticas maléficas. El inquisidor Salazar era un moderno detective, un hombre brillante y con la mente tan abierta que, con todo el material que había recabado durante un año, regresó a Logroño y explicó a los miembros del Santo Oficio que no había encontrado pruebas de que hubiese brujos en Baztán, que lo que ocurría allí era de una naturaleza distinta. El sagaz inquisidor Salazar se había dado cuenta, y el doctor tenía razón, que Baztán se prestaba a lo prodigioso, para bien y para mal.

Quizá sí que era uno de esos lugares que el universo no puede dejar en paz.

Jonan regresó media hora después, satisfecho y con algo más de calor en las mejillas.

—Ha resultado que su señoría es todo un gourmet; ha encontrado sin salir de la plaza un restaurante buenísimo y ha insistido en pagar la cuenta. La espera allí. Está justo en el segundo edificio, según se sale de la fortificación, a la derecha.

Amaia tomó su abrigo y salió al frío de Aínsa. El viento del norte le golpeó el rostro nada más atravesar la explanada que se extendía frente a la fortaleza, por lo que estiró las mangas del jersey en un intento de cubrir sus manos, mientras lamentaba haber olvidado los guantes. Pudo ver que el número de coches había aumentado, atraídos sin duda por los muchos bares que abrían sus puertas a la plaza. Localizó el restaurante y caminó entre los coches aparcados, maldiciendo la suela plana de sus botas, que resbalaba sobre el empedrado helado. El restaurante tenía una pequeña barra, bastante concurrida, desde la que se veía un comedor pequeño y acogedor, dispuesto en torno a un hogar central. El juez Markina le hizo una seña desde una mesa cerca del fuego.

—He pensado que ésta le gustaría —dijo, cuando ella llegó a su altura—. Es agradable sentarse junto al fuego.

Amaia no contestó pero reconoció que el juez tenía razón; la presencia del fuego y los aromas del comedor le hicieron sentir hambrienta de pronto. Se decidió por un entrecot con guarnición de setas, y se sorprendió al ver que él pedía lo mismo.

—Creía que había cenado con el subinspector Etxaide.

—No me concede usted muchas oportunidades de compartir una cena, no pensaría que iba a renunciar a ésta, aunque no sea como me habría gustado. ¿Tomará vino? —dijo, acercando la botella de excelente vino a su copa.

—Me temo que no; a los efectos estoy de servicio.

—Claro —estuvo de acuerdo él.

Amaia se apresuró en acabar y agradeció el silencio del juez, que apenas dijo nada durante la cena, aunque en varias ocasiones noto cómo la miraba de aquel modo sereno y curiosamente triste, a pesar de la leve sonrisa que se dibujaba en sus labios.

Cuando salieron, y en contraste con el calor del hogar, le pareció que el frío del exterior era más intenso. Se ajustó el gorro y el abrigo, y estiró las mangas de su jersey como había hecho antes.

—¿No tiene guantes? —preguntó Markina a su lado.

—Los he olvidado.

—Tome los míos, le irán grandes pero al menos…

Amaia suspiró acabando con su paciencia, y se volvió hacia él.

—Deje de hacer eso —dijo, firmemente.

—¿Que deje de hacer qué? —contestó él, confuso.

—Lo que sea que hace. Todas esas miradas, esperarme para cenar, cuidar de mí, deje de hacerlo.

Él se adelantó un paso hasta quedar frente a ella. Durante dos segundos miró a un punto de la plaza a lo lejos para clavar de nuevo los ojos en ella. Todo atisbo de sonrisa había desaparecido de su rostro.

—No puede pedirme eso. Puede pedírmelo, sí, pero no puedo concedérselo. No puedo negar lo que siento y no lo haré porque no hay nada malo en ello. No volveré a mirarla, no cuidaré de usted si le molesta, pero eso no cambiará lo que hay.

Amaia cerró los ojos un segundo, tratando de encontrar argumentos para rebatir aquello. Encontró uno.

—¿Sabe que estoy casada? —dijo, y mientras lo decía supo que era un argumento débil.

—Lo sé —respondió él, paciente.

—¿Y eso no significa nada para usted?

Él se inclinó hacia Amaia, tomó una de sus manos y puso en ella los guantes.

—Significa lo mismo que signifique para usted.

Takchenko había dispuesto las muestras de hueso proporcionadas por la Guardia Civil en los pequeños tubitos Eppendorf, similares a balas huecas de plástico, que se agrupaban en el interior del termociclador.

—Bueno, al menos esto ya casi está. Una hora más aquí y otras dos para reposar.

—Creía que la Guardia Civil ya había realizado los análisis de ADN de los huesos —dijo el juez.

—Así es, vienen acompañados del informe correspondiente, pero contando con muestras suficientes, como es el caso, hemos preferido repetir todo el procedimiento para asegurarnos.

Markina asintió y se alejó hacia el otro extremo del laboratorio para unirse a Jonan y al doctor González, que le reclamaban para tomar café.

—Un hombre muy guapo —dijo Takchenko cuando se hubo alejado.

Amaia la miró sorprendida.

—Guapísimo —aseveró la doctora.

Amaia se volvió hacia donde estaba el juez, después miró a Takchenko y asintió.

—… Y toda una tentación. ¿Me equivoco, inspectora? —añadió la doctora.

Un poco alarmada, Amaia se puso a la defensiva.

—¿Por qué dice eso?

—Es evidente, a usted le tienta.

Amaia abrió la boca para rebatir aquello, pero por segunda vez en esa noche se quedó sin argumentos. Alarmada, se preguntó si algo en su actitud había dejado entrever su confusión.

La doctora la miró compasiva y sonrió.

—¡Pero por Dios! No es para tanto, inspectora, no se torture, todos nos sentimos tentados alguna vez.

Amaia puso cara de circunstancias.

—… Y cuando a la tentación le sientan tan bien los vaqueros, es normal dudar —añadió maliciosa.

—Es eso lo que me desconcierta —admitió Amaia—, la duda; el hecho de que la duda aparezca es suficiente para hacer que me replantee cosas, que surjan las preguntas.

—Pero las dudas son normales.

—Yo creía que no. Amo a mi marido. Soy feliz con él. No quiero estar con otro hombre.

La doctora sonrió.

—No sea ñoña, inspectora —dijo Takchenko deteniendo su trabajo y mirándola con una sonrisa pícara—. Amo a mi marido, pero ese juez tiene un revolcón, hasta puede que un par de ellos.

Amaia abrió los ojos sorprendida ante la salida de aquella mujer habitualmente comedida.

—¡Doctora, por Dios! —fingió escandalizarse—, un revolcón. Se ve que el trato con los osos la ha asalvajado. Un revolcón, yo creo que por lo menos hay para un par de días sin salir de la cama.

Ambas rieron provocando que los hombres se volvieran a mirarlas desde el otro lado del laboratorio.

—Ya veo que lo ha pensado —susurró la doctora sin dejar de mirar hacia el grupo.

Amaia bajó de su banqueta y se acercó más al mostrador que la separaba de la mujer.

—Quizá sí, pero pensar es una cosa y hacerlo otra muy distinta. No es lo que quiero.

—¿Está segura?

—Completamente, pero él no me lo pone nada fácil.

—Mitjail Kotch —dijo la doctora.

—¿Quién es?

—Fue mi compañero en la facultad de medicina y después trabajó en el mismo instituto que yo durante tres años. Era uno de esos hombres convencidos de que el que la sigue la consigue. Cada día en la universidad, y después cada día que trabajó conmigo, se me insinuó, me invitó a salir, me trajo flores o me dedicó una mirada subida de tono.

—¿Y?

—Que Mitjail Kotch tampoco me lo puso fácil, pero ni una sola vez me planteé la posibilidad de darle un revolcón.

—Entonces, ¿cree que el mero hecho de que haya podido pensarlo, ya indica que algo no anda bien? ¿El hecho de que usted misma admita que tiene un revolcón indica que quiere ser infiel al doctor? —dijo haciendo un gesto hacia el grupo de hombres.

—¡Oh, Dios mío, parece usted rusa!, ¡qué absoluta es en todo! La tentación es eso, inspectora, ni ciegos ni invisibles.

Amaia la miró, demandando una explicación.

—Cuando uno decide que ama a otro tanto que renuncia a todos los demás no se queda ciego ni se vuelve invisible, sigue viendo y le siguen viendo. No tiene ningún mérito ser fiel cuando lo que vemos no nos tienta o cuando nadie nos mira. La verdadera prueba se presenta cuando aparece alguien de quien nos enamoraríamos de no tener pareja, alguien que sí da la talla, que nos gusta y nos atrae. Alguien que sería la persona perfecta de no ser porque ya hemos elegido a otra persona perfecta. Ésa es la fidelidad, inspectora. No se preocupe, lo está haciendo muy bien.

La madrugada les alcanzó lenta y destemplada. Repitieron la ronda de cafés y el doctor González sacó de alguna parte una baraja con la que los tres hombres se entretuvieron en una partida silenciosa. La doctora optó por leer uno de aquellos gruesos manuales técnicos que parecían resultarle de lo más distraído, y Amaia, sentada cerca de ella, repasó mentalmente su caso, dedicando largas miradas al termociclador, que ronroneaba sobre un mostrador de acero como un gato malcriado. El instinto le decía que sí, que en aquellas muestras se ocultaba la esencia misma de la vida robada por el tándem de monstruos más diabólicos que conocía. La mente fría y poderosa de un inductor y la obediencia de la bestialidad, ciegamente a su servicio. El PCR detuvo su ronroneo y emitió un largo pitido que sobresaltó a Amaia, casi al mismo tiempo que una señal de mensaje sonaba en el teléfono de Jonan y una llamada entraba en el de ella. Se miraron, alarmados, antes de responder a la llamada del inspector Iriarte.

—Jefa, se ha producido un nuevo ataque contra la iglesia de Arizkun.

Amaia se puso en pie y se dirigió al fondo del laboratorio.

—Explíquemelo —susurró.

—Bueno, han lanzado una carretilla elevadora contra la fachada, abriendo un boquete y… —titubeó.

—¿Han dejado restos?

—Sí… Otro bracito… Muy pequeño, un poco distinto, no está quemado…

Amaia percibió el modo en que aquello afectaba a Iriarte: había dicho «bracito». Él tenía niños pequeños, seguro que sus brazos no eran mucho más grandes.

—Está bien, inspector, ponga en marcha todo el procedimiento, avise a San Martín y no toquen nada hasta que yo llegue. Tardaré algo más de dos horas. Que todo el mundo espere fuera, cierre el perímetro y aguárdeme, salgo para allá. Le llamo desde el coche en un minuto.

Tomó su abrigo y se dirigió a la salida, donde Jonan ya esperaba.

—He recibido un aviso y debo irme —dijo, dirigiéndose a los demás—. Jonan, tú te quedas, te necesito aquí, esto es muy importante. Doctores, gracias por todo. Señoría, le llamaré por la mañana.

Él tomó su abrigo y la siguió en silencio. No dijo nada, mientras atravesaban la zona de las enormes pajareras ni mientras caminaban cruzando el patio de armas de la fortaleza.

Amaia accionó el mando del coche antes de llegar y él la retuvo junto a la puerta, tomándola por el brazo.

—Amaia…

Ella suspiró profundamente y dejó salir el aire con lentitud.

—Inspectora Salazar —contestó, armándose de paciencia.

—Está bien, como quiera, inspectora Salazar —admitió de mala gana. Se inclinó sobre ella, la besó brevemente en la mejilla y susurró—: conduzca con cuidado, inspectora, a mí me importa.

Ella retrocedió con el corazón acelerado y negando con la cabeza.

—No debe hacer esto, no debe hacerlo —dijo, metiéndose en el coche y encendiendo el motor.