La sala de seguridad de Santa María de las Nieves no desentonaría en cualquier penal del país. Había pantallas que controlaban el interior, los pasillos, los ascensores, todas las zonas comunes, algunas habitaciones, los controles de enfermería y los despachos. El jefe de seguridad era un hombre de unos cincuenta años que les mostró, casi con orgullo de propietario, todo el sistema.
—¿Hay cámaras en la habitación de los pacientes? —quiso saber Ayegui.
—No —contestó a su espalda el director—, los pacientes de seguridad moderada tienen derecho a su intimidad en los dormitorios. Las puertas tienen unas mirillas desde donde se controla que estén bien; sólo a los del área azul se les graba las veinticuatro horas, pero todos permanecen cerrados en sus respectivas habitaciones, con excepción del tiempo de rehabilitación, el de terapia y el de jardín. En el caso de Rosario, siempre en solitario.
Amaia echó una ojeada a las pantallas, en las que apenas se observaba algún movimiento.
—Es muy tarde —explicó el director—, la mayoría están durmiendo, y los que no, están inmovilizados en sus camas.
El jefe de seguridad les indicó una pantalla.
—He reunido todo el material que tengo en el que aparece el visitante. Ha sido fácil; con mirar el registro, tengo el día y la hora exactos; eso sí, sólo se remontan a cuarenta días atrás. Excepto las grabaciones de pacientes que se conservan para su valoración psiquiátrica, las demás, según la rutina de seguridad, se borran automáticamente a los cuarenta días, si no ha habido ninguna incidencia; y eso no ha sucedido en los doce años que llevo aquí, jamás en relación con visitantes o intentos de penetrar desde el exterior por la fuerza. Con los pacientes es otra cosa, como supondrá. —Y bajando el tono de su voz para que el director no pudiera oírle añadió—: No puede imaginarse las cosas que llegan a hacer.
Amaia asintió, mientras un escalofrío recorría su espalda. Sí, sí que podía imaginarlo.
—Empezaremos por las más antiguas, unos cuarenta días atrás, por si ven algo que les interese antes de que se borren.
—Ya les adelanto que no deben borrar ninguna grabación en la que aparezca ese tipo —dijo Ayegui.
El vigilante miró al director, que se apoyaba en la pared, como si fuese a desplomarse en cualquier momento, y que desde las sombras susurró:
—Por supuesto.
Ayegui atendió una llamada brevemente y tras colgar el móvil, explicó:
—Me confirman que el DNI que utilizó es falso. No me sorprende, hay mafias que por un precio ajustado consiguen desde un DNI falso hasta una nueva identidad completa. Es relativamente fácil.
Desde las sombras del cuarto de cámaras, el director resopló resignado.
—Veamos esas imágenes.
Era evidente que las cámaras estaban colocadas con el fin de obtener una visión amplia de la clínica. Planos muy abiertos, grandes enfoques y mucha zona por cubrir. Las cámaras de las entradas estaban destinadas a vigilar que nadie saliera. Era lógico que nunca tuviesen incidencias de seguridad desde el exterior, ¿quién querría entrar en un lugar con una placa que reza «Centro Psiquiátrico de Alta Seguridad»? En la pantalla, un varón joven, de no más de cuarenta años, delgado, con vaqueros y jersey de cuello alto, gafas, gorra y perilla, aparecía en la entrada, pasando por el arco detector, en el control principal, entregando su documentación falsa y recorriendo junto al celador el pasillo con sus tres puertas de seguridad hasta la habitación de Rosario. Había un total de tres visitas grabadas, en todas idéntico atuendo, en todas había evitado levantar la cabeza hacia las cámaras, excepto en la más reciente, la de aquella misma mañana, en la que en el último control, antes de la salida, se había quitado la gorra durante unos segundos, antes de volver a colocársela.
—Parece que nos enseñe la cara aposta —dijo Ayegui.
—No servirá de mucho —se lamentó el vigilante—, es una de las cámaras del aparcamiento, está colocada muy alta, ya que su cometido no es vigilar personas, así que me temo que la calidad no es muy buena: la imagen ya está aumentada al máximo y no se distingue gran cosa.
—Nosotros contamos con más medios —dijo Ayegui—, veremos qué se puede hacer. —Se volvió hacia el director—: Dígame, ¿necesitaré una orden judicial para llevarme esto?
—No, por supuesto que no —contestó, abatido.
Flora esperaba en pie, en medio del amplio despacho, y abordó al director en cuanto entraron.
—Dígame, ¿dónde está mi madre ahora?
—Oh, no tiene que preocuparse de eso. Rosario está perfectamente, la hemos sedado y en estos momentos descansa. Está en máxima seguridad y por supuesto no puede recibir visitas hasta que la evaluemos de nuevo y reiniciemos el tratamiento.
Flora pareció satisfecha, se estiró la chaqueta, sonrió levemente y miró al director. Amaia supo que se preparaba para atacar.
—Doctor Franz, prepárelo todo para trasladar a mi madre. Dadas las circunstancias, no permanecerá ni un minuto más de lo necesario en esta institución, y sepa que, en cuanto concluya la investigación, exigiré que se depuren responsabilidades: pienso demandarle a usted y a Santa María de las Nieves.
El director enrojeció.
—Por favor, no puede… —balbuceó—… Es un error trasladarla ahora, la puede desequilibrar gravemente.
—¿Ah, sí? ¿Más que estar sin tratamiento durante semanas? ¿Más que recibir visitas de desconocidos que ponen armas en su mano? No lo creo, doctor.
—Lamento mucho lo que ha ocurrido, pero deben entender que fuimos engañados. Creímos que era su hermano; la policía lo ha dicho, la documentación era falsa. Ella pidió la visita y se mostraba feliz cuando él la visitaba. ¿Cómo íbamos a sospechar?
—¿Me está diciendo que el criterio por el que se rigen es el de una mujer con sus facultades mentales perturbadas? —respondió Flora—. ¿Y qué me dice del hecho de que no se tomase la medicación?
—Eso no puedo explicarlo —reconoció—. Es médicamente imposible que pudiese controlarse…, a menos…, —El director pareció pensar algo que descartó por ridículo y volvió a la carga con sus ruegos—. Por Dios, no la trasladen, van a causar un terrible daño a Santa María de las Nieves —dijo, temblando levemente.
Amaia sintió lástima por el hombre, completamente sobrepasado, perdiendo todo control sobre la situación: parecía que en cualquier momento le podía dar un ataque de apoplejía. Miró a sus hermanas y se volvió hacia los demás.
—¿Podrían dejarnos a solas un momento?
—Por supuesto —dijeron el doctor Franz y Ayegui, encaminándose hacia el pasillo.
—Sólo la familia —dijo Amaia, dirigiéndose al sacerdote, que no se había movido de su lugar próximo a la ventana.
Cuando hubieron salido, Amaia se sentó junto a sus hermanas.
—Estoy de acuerdo en trasladarla, Flora.
Su hermana pareció sorprendida, como si hubiera esperado que Amaia le llevase la contraria.
—Pero antes quiero que me expliques adónde, aunque ya lo supongo, y qué hace el padre Sarasola aquí.
—Por supuesto —concedió Flora—. Se puso en contacto conmigo hace cosa de tres meses. El padre Sarasola es médico y una autoridad en psiquiatría, uno de los mejores del mundo, según tengo entendido. Me dijo que conocía la circunstancia de nuestra madre porque su caso se ponía como ejemplo en muchos congresos de psiquiatría. Que estaba muy interesado en su evolución y que tenía algunas ideas novedosas para su tratamiento. Me ofreció el traslado y atención gratuita en su clínica del Opus Dei, en Pamplona. Ni que decir tiene que esa clínica es carísima pero eso no fue suficiente para convencerme. Me pareció interesante, y hasta quizás una oportunidad para la ama, el empleo de nuevas técnicas, nuevos avances, pero ella parecía muy feliz aquí y para mí eso es lo primero, o lo era hasta ahora, en que por supuesto su seguridad pasa a ser lo primero. Si cualquiera puede entrar aquí y ni siquiera se tomaba la medicación, ya me diréis.
Ros asintió.
—Estoy de acuerdo, eso sin mencionar que casi mata a ese pobre hombre…
—Bueno, eso también —concedió Flora.
Amaia se puso en pie.
—Está bien, pero antes de aceptar quiero hablar con el padre Sarasola.
Consiguió que el doctor Franz les dejase un despacho en el que hablar. El padre Sarasola no pareció en absoluto sorprendido ante su petición y hasta hizo un comentario al respecto mientras ella cerraba la puerta.
—Inspectora Salazar, sabía que con usted las cosas no serían tan sencillas como con sus hermanas y esperaba ansioso que llegara este momento.
—¿Y por qué? —se interesó ella.
—Porque a usted no le valen las explicaciones, usted quiere la verdad.
—Pues no me decepcione y démela. ¿Por qué quiere llevarse a mi madre?
—Podría hablarle durante horas del interés clínico que tiene un caso como el de su madre, pero ésa no es toda la verdad. Creo que hay que sacarla de aquí para alejarla del mal que vino a por ella.
Amaia abrió la boca asombrada y sonrió levemente.
—Veo que cumple su palabra.
—Creo que es urgente apartarla de su camino, mantenerla aislada, impedir que lleve a cabo su cometido.
Amaia no salía de su asombro.
—Ya hace algún tiempo que estamos interesados en el caso de su madre, un comportamiento muy peculiar que se da en casos muy concretos, el tipo de casos que nos interesan por su matiz especial, y el caso de su madre lo tiene.
—¿Y cuál es?
—El matiz que diferencia su caso de otros de trastorno mental es el mal.
—El mal —repitió ella.
—La Iglesia católica lleva siglos investigando el origen del mal. En los últimos tiempos, la psiquiatría ha realizado grandes avances en materia de trastornos del comportamiento, pero hay un grupo de enfermedades que apenas han experimentado progresos desde el Medievo, que es cuando aparecen las primeras documentaciones. No es una novedad para usted que existen personas malvadas; no locos, ni trastornados, sólo personas crueles, despiadadas, que disfrutan causando dolor a sus semejantes. El mal influye en estas personas y su comportamiento, y sus enfermedades mentales no son tan sólo enfermedades como en los demás, sino el caldo de cultivo perfecto para el mal. En estos individuos es el mal lo que causa la enfermedad mental y no al revés.
Amaia le había escuchado con atención y sacudió la cabeza como para salir de un sueño. El doctor Sarasola estaba verbalizando una doctrina en la que había creído desde siempre, sin atreverse a ponerle nombre, sin atreverse a llamarla por el nombre que él no tenía reparos en utilizar. Desde que era muy pequeña, había sabido que había algo que no iba del todo bien en la cabeza de Rosario, del mismo modo que sabía que su madre lo controlaba lo suficiente como para mantener la distancia con aquella tierra de nadie que las separaba y que únicamente rebasaba durante la noche, cuando se inclinaba sobre su lecho, tan loca como para amenazarla con comérsela, tan malvada como para disfrutar de su pánico, tan cuerda como para hacerlo cuando nadie la veía.
—No puedo estar de acuerdo con usted —mintió, con intención de ver hasta dónde llegaba Sarasola—. Sé que el ser humano es capaz de muchas cosas, es verdad que algunos hombres llevan a cabo los peores horrores, pero el mal… Puede ser la educación, la falta de afecto, la enfermedad mental, las drogas o las malas compañías…, pero me niego a que los individuos sean influenciados desde fuera por el mal. Creo que ustedes hablan de libre albedrío, ¿no es así? Simplemente es la naturaleza humana, ¿cómo explica si no la bondad?
—Es cierto que el ser humano decide, es libre, pero hay una frontera, un límite, un momento en el que uno da el paso y se abandona al puro mal. No me refiero al hombre que comete un acto violento en un momento de acaloramiento. Cuando se calma y se da cuenta de lo que ha hecho, enloquece de dolor y arrepentimiento; hablo de comportamientos aberrantes, alguien que comete un acto abominable, como el hombre que llega a su casa de madrugada y destroza a martillazos el cráneo de su esposa, de dos niños gemelos de dos años y de su bebé de tres meses, mientras dormían. O la mujer que ahorcó a sus cuatro hijos con el cable del cargador de su móvil. Los mató uno por uno y le llevó más de una hora perpetrar todos los crímenes… Y, sí, estaba drogada, pero he conocido a miles de drogadictos que empujan a su madre para que les dé dinero y luego se mueren de pena por haberlo hecho, y nunca han cometido ni cometerán un acto tan repugnante. No voy a negar que en ciertas circunstancias o situaciones el consumo de drogas no termine actuando como la ola que rompe la compuerta, pero lo que entra por esa brecha es otro tema, y lo que uno permite que entre por ella también es otro tema. No necesito hablar mucho más, todo esto usted ya lo sabe.
Amaia le miró, alarmada, sintiéndose totalmente expuesta como sólo se había sentido con Dupree, que casualmente también sabía un par de cosas sobre el mal, el comportamiento aberrante y lo que no resulta tan evidente.
—El mal existe y está en el mundo, usted sabe distinguirlo del mismo modo en que lo hago yo. Es cierto que la sociedad en general se siente un poco confusa con este tema, y en buena parte su confusión procede de haberse alejado del camino de Dios y de la Iglesia.
Amaia puso cara de circunstancias.
—No me mire así. Hace un siglo, cualquier hombre o mujer sabía identificar los siete pecados capitales, como sabía el padrenuestro. Estos pecados tiene la particularidad de ser los que condenan al pecador, destruyendo su alma y también su cuerpo. La soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula y la pereza, siete pecados que siguen tan vigentes en el mundo como hace un siglo, aunque difícilmente encontraría hoy en la calle a un par de personas que supieran identificarlos. Soy psiquiatra, pero debo decir que la psiquiatría moderna, Freud con su psicoanálisis y todas esas tonterías, ha dejado a la sociedad confusa, perdida, convencida de que todos los males radican en no haber recibido amor maternal en la infancia, como si eso lo justificase todo. Y como consecuencia de esta incapacidad para distinguir el mal, le ponen la etiqueta de locura a cualquier aberración: «Tiene que estar loco para haber hecho algo así»…; he oído un millón de veces cómo la sociedad se erige en autoridad en psiquiatría y emite su diagnóstico exculpatorio. Pero el mal existe, está ahí y usted sabe como yo que su madre no está únicamente enferma en su mente.
Amaia lo miró, calibrando a aquel hombre cargado de razones que ella no se atrevía a verbalizar, y que a la vez le inspiraba una desconfianza instintiva. Tenía que tomar una decisión y tenía que hacerlo ya.
—¿Qué sugiere?
—Nosotros le proporcionaremos tratamiento para su enfermedad mental y tratamiento para su alma. Contamos con un equipo compuesto por los mejores expertos del mundo.
—¿No irán a practicarle un exorcismo? —preguntó.
El padre Sarasola rió, divertido.
—Me temo que no serviría de nada; su madre no está poseída. Es malvada, su alma es tan oscura como la noche.
Amaia perdió un latido y el pecho le oprimió mientras la angustia encerrada allí durante años se liberaba, escuchando a aquel sacerdote decir lo que ella sabía desde que tenía uso de razón.
—¿Cree que el mal la ha trastornado?
—No, creo que se mezcló con cosas que no debía y esas cosas siempre se cobran su precio.
Amaia pensó en las consecuencias de lo que iba a decir.
—El hombre que ha estado visitándola puede que indujera a otras personas a suicidarse.
—No creo que sea el caso de su madre. Ella no ha terminado el trabajo.
Amaia estaba casi mareada: aquel hombre estaba dotado de una clarividencia extraordinaria, leía en su mente como en un libro.
—No debe recibir visitas, no debe ver a nadie, ni siquiera a mis hermanas.
—Ése es nuestro protocolo. Dadas las circunstancias, es lo mejor para todos.
Reconoció a la joven técnica que se despojaba del mono blanco frente a la puerta de la habitación.
—Hola de nuevo —saludó, acercándose—. ¿Han terminado ya?
—Hola, inspectora. Sí, tenemos todo lo que se puede extraer: huellas, fotos, muestras… Nosotros hemos terminado.
Amaia se asomó a la puerta y observó el rastro del paso de los técnicos. La cama, ahora en el medio de la habitación, tapaba parcialmente la mancha de sangre del suelo y aparecía completamente deshecha. La colcha, las sábanas, la funda de la almohada y la del colchón estaban cuidadosamente dobladas sobre una silla de cuero que desentonaba con la blancura de la habitación, y que evidentemente habían traído de un despacho. No había cortinas en la ventana, y tanto la mesilla como la silla que había a su lado estaban atornilladas a la pared y al suelo. En la pared opuesta, dos puertas cerradas. La almohada presentaba un corte longitudinal en la espuma, que evidenciaba el lugar donde se había ocultado el bisturí. Todas las superficies susceptibles de ser tocadas habían sido cubiertas por el graso polvo negro que se usaba para extraer huellas.
—¿Qué hay tras esas puertas? —preguntó a la joven.
—Un armario para la ropa y un servicio, tan sólo el váter, sin tapa, y un lavabo que se acciona con un pedal. Ya los hemos revisado. El armario permanece cerrado con llave y sólo se abre para sacar ropa limpia, poca cosa; los pacientes visten con el camisón, la bata y las zapatillas de la clínica.
Amaia revisó su bolso, buscando unos guantes que se puso mientras observaba la habitación desde la entrada, como si una barrera invisible le impidiese el paso.
—¿Podría dejarme uno de esos monos blancos?
—¡Oh, claro! —dijo la técnica, inclinándose sobre una bolsa de deporte de la que extrajo un buzo nuevo—. Pero no es necesario, la habitación ya está procesada, puede entrar tranquilamente.
Lo sabía, ya no había cuidado de contaminar el escenario pero aun así cogió el buzo.
—No quiero mancharme —respondió, rasgando el plástico que lo cubría.
La joven técnica hizo un gesto de extrañeza a su compañero.
—Nosotros ya nos vamos. ¿Necesita algo más?
—No, gracias.
Esperó hasta que las puertas del ascensor se cerraron para calzarse los escarpines sobre sus botas, se subió la capucha y la ajustó, sacó un pañuelo de papel de su bolso y lo dejó en el lugar que había ocupado el material de los técnicos, y aún permaneció unos segundos eternos frente a la puerta abierta, sin llegar a franquearla. Tragó saliva con dificultad y dio un paso hacia el interior de la estancia, mientras se cubría la nariz y la boca con el pañuelo.
Lo primero que percibió fue el olor de la sangre del pobre celador, mezclado con otro más sutil de heces y jugos intestinales. Casi agradeció la intensidad de aquellos efluvios que impedían que el otro olor se manifestase con más fuerza. Pero a medida que penetraba en la estancia, su aroma se iba haciendo más intenso, hasta concentrarse en la habitación como la esencia mareante del miedo. No hay memoria tan precisa, tan vívida y evocadora como la que se recupera a través del olfato, y va tan unida a las sensaciones que se experimentaron junto al olor, que es sobrecogedor lo que se llega a recordar, incitada la mente por unas pocas notas de aroma.
La olió, y una sacudida recorrió su cuerpo, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas que reprimió obligándose a respirar profundamente. Las memorias sobreviven porque los axones de las neuronas olfativas siempre van al mismo lugar, al mismo archivo, para guardar el mismo olor. «El olor de tu asesina debe ocupar un lugar de honor en tu registro», se dijo, medio histérica, casi con rabia. Intentaba controlar el pánico que se adueñaba de ella de fuera hacia dentro, oscureciendo los límites de su visión y dejándola casi a oscuras, como la protagonista de una siniestra obra de teatro que tirita bajo un poderoso foco central, mientras el resto del mundo se sume en las tinieblas.
«No —se dijo—. No». Y apretó los ojos con fuerza para no ver la ola de negrura que se abalanzaba sobre ella y la haría caer en un abismo que conocía bien.
La voz de la niña le llegó con claridad. Padrenuestroqueestasenloscielossantificadoseatunombre… La niña tenía tanto miedo, y era tan pequeña…
—Ya no soy una niña —susurró, mientras se llevaba la mano a la cintura instintivamente. Palpó la suavidad de la Glock bajo el buzo aséptico y la luz volvió a iluminar la habitación. Permaneció inmóvil, mientras se tomaba unos segundos para calmarse. Cerró los ojos y cuando los volvió a abrir tan sólo vio un escenario procesado por los técnicos de la científica. Abrió la puerta del pequeño servicio y comprobó la del armario. Tocó las barras metálicas de la cama y sintió el frío del metal a través de los guantes. Acercándose hasta la silla que formaba parte del mobiliario de la habitación, la estudió como si conservase una impronta invisible, que sin embargo fuera palpable. Lo pensó un instante y descartó sentarse allí. Retiró la ropa de cama doblada sobre la silla de despacho que habían traído los técnicos y la colocó sobre la cama, procurando mantenerla lo más alejada posible de sí, mientras con la otra mano mantenía el pañuelo apretado contra la boca y la nariz, resuelta a no respirar su aroma, a no dejar que el olor del miedo entrase de nuevo en ella. Con una sola mano, arrastró la silla hasta colocarla frente a la pared, donde la sangre aún brillaba bajo la luz blanca del fluorescente que iluminaba la cabecera de la cama.
Se sentó y observó la obra que clamaba desde la pared como lo habría hecho en un museo, un macabro museo de los horrores en el que los artistas, invitados por un mecenas demoníaco, expusieran sus obras con un único tema central. Era un tema dedicado a ella, un tema que con esta última obra establecía inequívocamente una relación entre una panda de asesinos caóticos, y en teoría inconexos al servicio de un monstruo inductor que amputaba y coleccionaba brazos de mujeres, y… su madre. Se rió con este último pensamiento, con tanta fuerza que su risa resonó en la habitación, y al oírla se asustó, porque no era risa, era un aullido gutural e histérico, que le llevó a pensar que, después de todo, en aquel ambiente no desentonaba nada. ¿Era de locos?
«Hasta los locos tienen un perfil de comportamiento». Casi pudo oír la voz de su agente instructor en Quantico. Pero… no creía que éste estuviera loco, no podía estarlo para dominar el comportamiento de tantos individuos. De todas las clases de asesinos que catalogaba la unidad de estudios de la conducta, el más misterioso, el más novedoso y del que menos se sabía era, con mucho, el asesino inductor.
El control de sus propias necesidades y el control implacable que era capaz de ejercer sobre sus servidores era propio de un dios. Y en eso consistía su juego, en dejarse adorar y servir, como una deidad benefactora para sus adeptos, y tan cruel y vengativo que nadie se atrevía a provocar su ira. Dejándose amar, pidiendo como si otorgara, sometiendo como si cuidara, dominando desde la sombra y ejerciendo una omnipotencia invisible sobre sus criaturas. Para los investigadores de perfiles constituía un desafío el análisis de cómo elegía a sus servidores, cómo lograba seducirlos y convencerlos hasta crear en ellos la necesidad de servirle.
De que era una persona paciente no cabía la menor duda: sabía por Padua que algunos de los huesos hallados en la cueva tenían varios años, tantos como los que llevaba actuando, tantos como víctimas, tantos como servidores. Hacía cuatro años del asesinato de Zuriñe Zabaleta en Bilbao; casi tres del de Izaskun López, la mujer de Logroño; dos y medio desde que el marido de María Abásolo los mató, a su perro y a ella, con pocos días de margen; algo más de un año desde el caso de Johana Márquez; y calculaba unos seis meses del de Lucía Aguirre, contando el tiempo que se dio por desaparecida y los cuatro meses que transcurrieron hasta que Amaia se reincorporó al trabajo y Quiralte le dijo dónde estaba su cadáver. En todos los casos, los maridos o parejas fueron los asesinos; en todos los casos, se suicidaron después de cometer el acto o en prisión; en todos dejaron el mismo mensaje; a todas las víctimas les amputaron un brazo desde el codo, post mórtem, y con una precisión que sus asesinos no habían mostrado en el resto de sus modus operandi. En ningún caso se localizó el paradero del miembro amputado. Excepto en el de Johana Márquez, dado que el hallazgo de los huesos en la cueva de Arri Zahar permitió comparar su ADN con los restos, y se obtuvo coincidencia, pero con los demás había sido imposible. España contaba con un registro de ADN poco menos que en pañales. En él aparecían los miembros de fuerzas y cuerpos de seguridad, militares, personal médico, unos pocos delincuentes y un puñado de víctimas, pero era insuficiente para resultar útil; por eso se accedía al CODIS internacional, que había dado muy buenos resultados comparando ADN recogido en crímenes pasados, y permitiendo detener a asesinos que durante años habían estado libres, como el célebre caso de Toni King. Pero, una vez más, el tema de las competencias entre cuerpos de policía dificultaba las cosas.
Necesitaba los resultados de las analíticas de ADN: si podía establecer que los huesos de la cueva correspondían a aquellas mujeres, tendría pista libre. Las cosas habían mejorado bastante desde que podían pedir los análisis a Nasertic, un laboratorio navarro que había agilizado los procesos al no tener que enviar las analíticas a Zaragoza o a San Sebastián; pero eso no iba a evitar que una analítica como aquélla, que no era urgente, tardase al menos quince días. Se abrió la cremallera del buzo y sacó su teléfono móvil, consultó la hora, buscó un número en su agenda, marcó y sin quitar los ojos de la pared, esperó.
—Buenas noches, inspectora. ¿Aún trabajando? —contestó al otro lado una mujer con un marcado acento ruso.
—Parece que igual que usted, doctora —replicó Amaia.
Fiel a su concepto de eficacia, la doctora Takchenko no se entretuvo en cortesías hueras.
—Ya sabe que prefiero la noche. ¿Qué puedo hacer por usted, inspectora?
—Mañana recibiré unas muestras de ADN extraídas de hueso, y procesadas por la Guardia Civil. Querría compararlas con otras dos, una de saliva y otra de cabello con el fin de establecer correspondencia.
—¿Cuántas muestras con las que comparar?
—Doce…
—Procuren llegar temprano, el análisis nos llevará unas ocho horas: con la saliva será más fácil, pero tardaremos bastante en extraer ADN del cabello. —Y colgó.
Permaneció quieta, en silencio, mirando la pintada en la pared durante unos minutos más. Estaba concentrada en una especie de vacío primigenio en el que se sumergía mientras vaciaba su mente de cualquier pensamiento, dejando entonces que los datos y las preguntas surgiesen en una tormenta de ideas. Eran el instinto y la percepción los que tomaban las riendas de la lógica para conseguir dar el primer paso y descubrir qué quería contar aquel asesino. Tarttalo. Firmando como el monstruoso cíclope de las leyendas, hablaba de su condición inhumana, cruel, caníbal, y tan osado que exponía los huesos que delataban su crimen en la puerta de su cueva; pero este tarttalo necesitaba firmar los crímenes de otros para que quedase constancia de quién era el auténtico protagonista del acto. La manipulación y el dominio que ejercía sobre sus servidores culminaban con la firma, en la que no importaba cuántas manos la escribiesen, pues había un único autor. Apuntó a la pintada en la pared e hizo una foto que envió a Jonan Etxaide. El teléfono tardó diez segundos en sonar. Escuchar la voz de Jonan en aquel ambiente le supuso un alivio que le hizo sonreír.
—¿Qué lugar es ése? —preguntó, en cuanto ella descolgó.
—Es la clínica donde estaba ingresada mi madre. Esta noche ha herido a un celador con una especie de punzón cortante que el sospechoso introdujo haciéndose pasar por su hijo. Hemos descubierto que le visitó en repetidas ocasiones durante los últimos meses.
—¿Ella está bien?, quiero decir que no…
—No, está bien… Jonan, he conseguido una orden del juez para que la Guardia Civil nos ceda muestras de los huesos hallados en Arri Zahar. Acabo de llamar a la doctora Takchenko y nos recibirá mañana por la noche. Prepárate.
Jonan permaneció unos segundos en silencio.
—Jefa, esto lo cambia todo. Con la implicación de su madre, el caso toma un cariz personal de provocación y reto hacia usted que se ha visto pocas veces en la historia criminal. Ahora mismo se me ocurre Jack el destripador, que dirigía sus cartas al detective que llevaba el caso, y un par de asesinos como Ted Bundy o el asesino del zodíaco…, que mandaron cartas a algunos periódicos. Éste es más sutil, y sin embargo más directo: el hecho de que se haya acercado tanto a su madre es una clara muestra de su soberbia y arrogancia. Se hace pasar por su hermano, igualándose a usted. Le reta.
Amaia lo pensó. Sí que había una clara provocación. Repasó mentalmente el proceso que le había llevado hasta aquel punto. Un imitador que irrumpió durante la investigación del caso Basajaun. La nota dirigida a ella que Jasón Medina portaba en el momento de su muerte. El interés de Quiralte en que fuese ella y no otro quien le interrogase, hasta el punto de postergar durante toda su baja por maternidad el momento de confesar dónde estaba el cuerpo de Lucía Aguirre, y de esperar hasta entonces para suicidarse. El modo en que el teniente Padua le había introducido en el caso… Un proceso orquestado desde las sombras con un único fin, llamar su atención. Y ahora Rosario; acercarse a ella había sido la mayor de sus osadías y sin embargo había algo que no encajaba.
—Tengo que pensarlo —fue su respuesta.
—¿Informará al comisario?
—No, hasta que no tengamos los resultados de los análisis. En cuanto tengamos coincidencia le informaré y abriremos oficialmente la investigación. De momento, este episodio pertenece al ámbito de lo privado: una enferma mental que agrede a un celador y escribe algo sin sentido en la pared. Las imágenes del sospechoso con las que contamos son bastante malas, no sé si obtendremos algo, y el hecho de que se colase aquí sólo pone en evidencia la seguridad de la clínica.
—¿Y al juez?
—Al juez… —Odiaba la sola idea de tener que contárselo, pero sabía que se lo debía; al fin y al cabo era él quien firmaba las órdenes—. Esperaremos a mañana, cuando la orden para las muestras se haga efectiva.
Jonan percibió el cansancio en su voz.
—¿Dónde está esa clínica, jefa?, ¿quiere que vaya a recogerla?
—Gracias, Jonan, no será necesario. He venido en mi coche y aquí ya he terminado. Nos vemos mañana en comisaría.
Miró una vez más a su alrededor mientras se dirigía hacia la puerta, y la carga ominosa de la presencia ausente de su madre cobraba de nuevo cuerpo en torno a ella. Cruzó el umbral y la figura doliente del doctor Franz, que la esperaba, la sobresaltó.
Su rostro tenía el color de la ceniza, a juego con el elegante traje que vestía, que evidenciaba más su desespero en el modo en que la corbata y la camisa se habían retorcido y arrugado en torno a su cuello. Sin embargo, su voz había recuperado la calma, y el tono pausado y crítico del que razona.
—A usted tampoco le cuadra, ¿verdad?
Amaia lo miró, esperando a que siguiera: su lenguaje corporal le decía que quería contar algo.
—Lleva dándome vueltas en la cabeza desde el momento en que ocurrió o, mejor dicho, desde el momento en que supe en qué circunstancias ocurrió. La atención se centra sin duda en el ataque al celador, y de rebote en el hecho de que tuviese un arma y de que alguien haya podido hacerse pasar por un familiar con el fin de dársela; pero hay algo más importante, más relevante y que me desconcierta profundamente, y es el hecho de que durante semanas no tomase su medicación.
Amaia lo miraba, sin atreverse a moverse, de pie, con el mono blanco de la científica, que olía a miedo y que estaba deseando más que nada arrancarse de encima.
—Su madre fue diagnosticada hace años de esquizofrenia. Y lo cierto es que los episodios violentos y la obsesión que presentaba hacia usted en los momentos de mayor virulencia apuntaban claramente a este diagnóstico con el que todos los profesionales que la hemos tratado, en este centro, en el hospital en el que se produjo el primer episodio agresivo contra aquella enfermera, y anteriormente su médico de cabecera, todos, hemos estado de acuerdo. Esquizofrenia combinada con alzheimer, o demencia senil; resulta difícil, en pacientes tan complicados y que muestran tantos altibajos, establecer la línea en la que termina una y comienzan los síntomas de la otra… Y ahora lo de esta noche… No tendría mayor relevancia a nivel médico, ya que este tipo de enfermos son muy violentos cuando no toman la medicación. Lo que no deja de darme vueltas en la cabeza es cómo pudo comportarse con serenidad sin el tratamiento, porque la normalidad en un esquizofrénico agresivo no puede fingirse ni con la más férrea de las disciplinas. ¿Cómo pudo aparentar el equilibrio que proporcionan las drogas?
Amaia estudiaba su rostro, en el que se mezclaban la auténtica perplejidad y la sombra de la sospecha.
—He visto la bolsa de pastillas que se llevaban y hay medicación correspondiente a unos cuatro meses. Faltan algunas: relajantes musculares, tranquilizantes, pastillas para dormir, y básicamente la medicación para otras dolencias que padece, pero no se ha tomado el tratamiento para su enfermedad mental.
—Puede que, como sugirió el inspector Ayegui, el hecho de que no se las tomara constituya la explicación de la agresión —dijo ella.
Él la miró sorprendido y dejó escapar una amarga risa.
—No tiene ni idea —dijo, mientras su sonrisa se volvía mueca—. Oficialmente, su madre está completamente loca, y es una loca peligrosa, a la que por medios químicos podemos mantener bajo control; pero sin medicación, su ira es poco menos que la de una furia del infierno, y eso es lo que nos hemos encontrado al acudir a la llamada de auxilio del celador. Una furia enloquecida, lamiéndose la sangre de las manos mientras lo veía desangrarse.
«Manos llenas de sangre con la que había escrito en la pared, ocultándolo con la cama, antes de que ellos llegaran», pensó Amaia.
—No comprendo adónde quiere llegar. Por un lado, admite que no tomó la medicación, cosa de la que ustedes son enteramente responsables, y que sin la medicación se torna violenta. No entiendo entonces de qué se sorprende.
—Lo que me sorprende es que ha controlado su ira; debió de perder el control a los pocos días de dejar de tomar las pastillas, y lo que no puedo explicarme es cómo lo ha hecho…, a menos que fingiese.
—Acaba de decirme que es imposible para un enfermo de estas características fingir normalidad, ni con el más férreo de los esfuerzos.
—Ya… —dijo Franz, y suspiró—, pero no hablo de fingir cordura, sino de todo lo contrario, de fingir locura.
Ella se arrancó el buzo blanco, los escarpines y por último los guantes, arrojando todo al interior de la habitación. Cogió su bolso, y pasando por delante del director se dirigió al ascensor.
—Llevársela ha sido un error —dijo él a su espalda—, y causará un grave perjuicio a Santa María de las Nieves.
Amaia entró en el ascensor, y al volverse vio el rostro del director, en el que ahora sólo había determinación.
—No pararé hasta que se aclare lo que ha pasado aquí —pudo oír, antes de que se cerraran las puertas en su cara.