16

La clínica psiquiátrica Santa María de las Nieves estaba ubicada en un paraje alejado de la población, en una zona alta, despejada de árboles y rodeada de medidas de seguridad. Comenzaban con el alto muro cuyo estilo carcelario no lograban disimular los arbolillos ornamentales, la puerta enrejada, la cabina del guarda, la valla en el acceso para coches, las cámaras de vigilancia. Un lugar que parecía destinado a custodiar un gran tesoro y que únicamente contenía tras sus muros las mentes desquiciadas de sus pacientes.

En la entrada, un coche patrulla alertaba de la presencia policial. Bajó la ventanilla lo suficiente para enseñar su placa. El policía la saludó nervioso y ella le sonrió dándole las buenas noches.

—¿Quién está al mando?

—El inspector Ayegui, inspectora.

Estaba de suerte. No conocía a muchos de los policías de la comisaría de Estella, a cuya jurisdicción pertenecía la clínica, pero había coincidido con el inspector Ayegui hacía años y era un buen policía, un poco de la vieja escuela, pero justo y correcto.

Era la primera vez que visitaba Santa María de las Nieves. La orden judicial había sido clara, su madre debía ingresar en un centro psiquiátrico de alta seguridad. Flora se había encargado de todo, y tuvo que reconocer que la institución estaba a la altura de lo que se podía esperar de Flora y no encajaba en absoluto con la idea preconcebida que Amaia tenía de lo que podía ser un centro psiquiátrico de alta seguridad; suponía que era lo mejor que el dinero podía pagar. Después de franquear la entrada, a la que se accedía tras atravesar un jardín de estilo francés, se encontró en un amplio recibidor muy similar al de un hotel, con la diferencia de que la recepcionista había sido sustituida por un enfermero ataviado con un uniforme blanco. Se acercó al mostrador y cuando iba a identificarse, un policía de uniforme llegó casi corriendo por un pasillo lateral.

—¿Inspectora Salazar?

Ella asintió.

—Acompáñeme.

Nada más entrar, comprobó que el inspector Ayegui se había hecho con el dominio del lujoso despacho y se sentaba tras la mesa mientras hablaba por teléfono. Al fondo, un caballero de mediana edad se apoyaba contra el artesonado de la chimenea, con gesto de gran abatimiento; el director desterrado, supuso. Al verla entrar, se acercó solícito hacia ella, mientras se presentaba.

—Señorita Salazar, lamento que tengamos que conocernos en estas circunstancias —dijo, tendiéndole una mano que no esperaba tan fuerte.

—Inspectora Salazar —corrigió ella, mientras le saludaba—, de la Policía Foral.

No se le escapó la mirada de disgusto que el director dirigió al inspector Ayegui, ni la tensión que pareció recorrer su cuerpo.

Tras el saludo retrocedió un paso, y todo su ímpetu explicativo pareció reducirse a sola intención. Se quedó silencioso, mirándola y retorciéndose una mano dentro de la otra en un claro gesto de autoprotección.

El inspector Ayegui colgó el teléfono y salió de detrás de la mesa.

—Inspectora, acompáñeme —dijo, poniendo una mano amigable en su brazo y guiándola hacia el pasillo sin olvidar cerrar la puerta a su espalda ante la aliviada mirada del director—. ¿Cómo se encuentra, inspectora? —la saludó—. Este hombre está en estado de shock, imagino, porque con más frecuencia de lo que quisiera tengo que hablar con psiquiatras y siempre me quedo con la impresión de que están un poco desequilibrados —dijo, sonriendo.

La guió a recepción y hasta la puerta del ascensor, sin dejar de hablar.

—Los hechos se produjeron, según él, hacia las siete y media de la tarde. La paciente había estado viendo la televisión y después de cenar en su habitación, mientras un celador la ayudaba a meterse en la cama, ya que necesita ayuda, sacó de debajo de la almohada un objeto afilado y pinchó al celador en el bajo vientre, produciéndole de inmediato una gran hemorragia. Suerte que los celadores aquí llevan una pulsera de alerta, parecida a la que llevan las víctimas de violencia machista para alertar de que están siendo atacadas. Pulsó el botón y sus compañeros tardaron unos segundos en aparecer. Le aplicaron curas de urgencia. Afortunadamente, los loqueros también estudian medicina y aunque está grave, salvará la vida.

Amaia le miraba sin pestañear, mientras subían en el ascensor hasta la tercera planta.

—Por aquí —indicó él, señalando un pasillo ancho y bien iluminado.

Dos policías de uniforme hablaban frente a una habitación sin distintivo alguno, a no ser la cinta roja y blanca que limitaba el paso. El inspector Ayegui se detuvo unos metros antes de llegar.

—La paciente fue inmovilizada, sedada y trasladada a un área de seguridad. Le daremos diez minutos más al director para que se reponga, y él mismo le explicará lo que tiene que ver con el tratamiento que han aplicado y los aspectos médicos de su acción —dijo como disculpándose—. De momento, no podemos entrar en la habitación. Aún la están procesando, pero puedo adelantarle que éste es un centro de máxima seguridad a pesar de los pasillos enmoquetados y los médicos trajeados, y el objeto que utilizó no es de fabricación artesanal como los que se ven en las cárceles. Ese objeto vino de fuera, alguien tuvo que dárselo, y cuando se le proporciona un arma a un enfermo mental peligroso se hace con una intención.

Amaia miraba hacia la puerta abierta como si el vacío la atrajese.

—¿Qué clase de objeto es?

—Aún no estamos seguros, una especie de punzón cortante, parecido a un picahielos o a un buril, pero con una hoja corta y afilada. —Hizo un gesto a uno de los policías que estaba en la puerta—. Tráigame el arma de la agresión.

El policía regresó al momento con un maletín de recogida de pruebas, del que extrajo una bolsa que contenía lo que a primera vista parecía un cuchillo pequeño. Amaia sacó su móvil y le hizo una foto, pero el flash reflejaba en el plástico impidiendo verlo con detalle.

—¿Puede sacarlo de la bolsa? —pidió.

El policía miró a su jefe, que asintió. Abrió el cierre y lo sostuvo en la mano enguantada para que ella lo fotografiase, poniendo especial atención en el mango amarillento y craquelado por el tiempo. Envió la fotografía acompañada de un mensaje corto, y esperó unos segundos antes de que su teléfono sonara. Puso el altavoz para que Ayegui pudiera oír.

—No me cabe ninguna duda —dijo el doctor San Martín al otro lado de la línea—. De hecho he visto muchos parecidos a ése. Un cardiólogo amigo mío los colecciona, es un bisturí antiguo, probablemente europeo, del siglo XVIII. Y ese precioso mango es de marfil, un material que fue descartado más tarde por su porosidad. Por las manchas de sangre, deduzco que ha sido empleado como arma, y el metal está demasiado sucio como para distinguirlo.

Dio las gracias a San Martín y colgó.

—Si es un bisturí, quizá no tuvieron que traerlo, quizá ya estaba aquí —sugirió Ayegui.

—Inspectora —avisó un policía desde el ascensor—, su familia acaba de llegar.

—Vaya a ver —la disculpó Ayegui—; me reuniré con ustedes en unos minutos.

Rosaura acababa de entrar al despacho y Flora lo hizo un instante después, acompañada por un elegante caballero que presentó a todos de modo general.

—Me acompaña el padre Sarasola, en calidad de psiquiatra y amigo de la familia.

—El doctor Sarasola y yo ya nos conocemos —dijo el director de la clínica, tendiéndole una mano mientras le miraba, intimidado.

Amaia no dijo nada, esperó hasta que las presentaciones estuvieron hechas y el sacerdote se acercó.

—Inspectora Salazar.

Ella estrechó su mano, sin dejar traslucir su sorpresa, y esperó a que todos se sentaran antes de dirigirse al director de Santa María de las Nieves.

—¿Cómo estaba la paciente en los últimos días?

—Animada. La rehabilitación está dando sus frutos, camina con más soltura, aunque en el aspecto de la comunicación no hemos obtenido avances y no habla mucho. En estas enfermedades, a veces el deterioro físico y el mental van por sendas distintas.

—¿Me está diciendo que ha tenido una recuperación física notable?

—Nuestro avanzado sistema de rehabilitación, basado en técnicas conjuntas de masajes, ejercicios y electroestimulación, está dando grandes resultados —dijo, ufano—. Camina mejor, sólo utiliza el andador por seguridad, ha ganado algo de peso y masa muscular, está más fuerte. —Su rostro se ensombreció un poco—. Bueno, Gabriel, el celador al que atacó, es un hombre muy fuerte, muy, muy fuerte, y ella lo derribó.

El inspector Ayegui entró sin llamar, y sin presentarse preguntó a bocajarro:

—¿Qué tratamiento químico seguía la paciente?

—No puedo revelarlo, forma parte del secreto médicopaciente —dijo, mirando suspicaz al sacerdote, que, siguiendo su costumbre, permanecía en pie mirando por la ventana y sin prestar en apariencia atención a cuanto ocurría en el despacho.

—Creo que dadas las circunstancias el secreto médico queda en suspenso, pero da igual, yo ya lo sé —dijo Ayegui sonriendo—. ¿Son unas cápsulas blancas, otras amarillas y granates y unas pequeñas pastillas azules y otras rosas, como éstas? —dijo abriendo la mano y mostrando un surtido al doctor, que las miró, incrédulo.

—¿Cómo? ¿De dónde…?

—Estamos registrando la habitación en busca de otras armas, si las hubiera, y hemos detectado que uno de los tubos huecos de las patas de la cama había sido manipulado, y el tapón plástico que lo remata puede ser retirado con facilidad. Su interior está repleto de más como éstas.

—¡Imposible! —exclamó el director—. Rosario sufre una grave enfermedad. Si no hubiera sido por el tratamiento no habría alcanzado las cotas de evolución hacia la normalidad que viene presentando en los últimos meses —dijo mirando a Flora y a Ros como si esperase más comprensión de su parte—. Su tratamiento ha sido meticulosamente documentado. Esta institución se caracteriza por los modernos cuidados que proporciona a sus pacientes y por los constantes controles de sus avances, retrocesos o variaciones en el comportamiento. El mínimo cambio se evalúa y una comisión de nueve expertos y yo mismo decidimos cada cambio en el tratamiento, cada cambio en la terapia. Una suspensión de la medicación sería gravísima y no se nos pasaría por alto. Rosario se ha mostrado tranquila, sonriente, colaboradora; ya les he dicho que tenía más apetito, había ganado peso y dormía muy bien. Es imposible —dijo, recalcando las palabras— que un paciente con su patología pudiera presentar una mejoría semejante si no estuviera sometida a tratamiento, o si por alguna razón el tratamiento se suspendiese. Aquí, mi colega —dijo, haciendo un gesto hacia el padre Sarasola— podrá decirles que el equilibrio químico en estos tratamientos es clave, y la suspensión de todas o parte, aunque sólo fuera una de las pastillas, haría que la paciente se desequilibrase por completo.

—Pues la paciente no se lo ha tomado desde hace meses, a juzgar por la cantidad que hay en ese tubo. Algunas están un poco descoloridas, quizá por efecto de la saliva. Simplemente, debía fingir tragárselas y después las escupía —dijo Ayegui.

—Le digo que no puede ser, ya le dij…

—Lo que por otra parte explica que atacase al celador —cortó el inspector.

—Usted no lo entiende. Rosario no puede estar sin tratamiento, es imposible fingir normalidad, y ayer mismo uno de sus médicos la evaluó en terapia. —Resopló, abriendo un cajón del que sacó un grueso informe.

—Insisto en que los informes se hagan también en papel —explicó—, no podemos arriesgarnos a que un virus informático dé al traste con los historiales de pacientes tan delicados. —Lo puso sobre la mesa—. No pueden llevárselo, pero mírenlo si quieren, aunque puede resultar bastante confuso para un lego en la materia… Quizás el doctor… —dijo, sentándose abatido en su caro sillón.

Amaia se acercó más a la mesa y se inclinó un poco para mostrarle la foto en la pantalla de su móvil.

—Un experto ha señalado que el objeto que utilizó es un bisturí muy antiguo, probablemente procedente de una colección. ¿Tienen algo similar aquí?

El director miró, aprensivo, la foto.

—No, por supuesto que no.

—No sería tan raro. Por lo visto, a algunos médicos les gusta coleccionarlos, puede que alguno de los doctores tenga algo así en su despacho…

—No que yo sepa; lo dudo, somos muy estrictos en cuanto a las normas de seguridad. No se permite ni llevar bolígrafos en el bolsillo de la bata. Está prohibido todo lo que es susceptible de ser utilizado como arma. Los objetos afilados, pesados, zapatos con cordones, cinturones, y no sólo en los pacientes, también en el personal, incluidos los médicos. Por supuesto que tenemos material médico, pero sólo en la enfermería, bajo custodia en un armario de seguridad, y es un material de lo más moderno, nada que ver con eso.

—Entonces está claro que si el bisturí no procede del mismo centro, debió de venir de fuera —dijo mirándole, suspicaz.

—Imposible —se defendió él—. Ya han visto nuestro sistema de seguridad, cada visitante ha de pasar por un arco detector de metales y los bolsos se dejan consignados en la entrada. Los pacientes del área azul no reciben visitas, y los demás sólo las autorizadas. En el caso de Rosario, únicamente sus hermanos. Los visitantes pasan todas las pruebas de seguridad sin excepción, y se les informa de que no pueden entregar ningún objeto, alimento, lectura, lo que sea, sin informar primero a los enfermeros. Los visitantes permanecen todo el tiempo en la habitación del paciente y no pueden salir a los pasillos ni tener contacto con otros internos, cosa que por otro lado sería imposible, ya que estos enfermos permanecen aislados la mayor parte del tiempo y siempre durante las visitas. Usted no lo sabe porque nunca ha venido a visitar a su madre —dijo, malicioso—. Pero sus hermanos podrán confirmarle lo que le digo.

—Hermanas —corrigió Amaia.

—¿Qué? —contestó, confuso.

—Es la segunda vez que dice hermanos; yo sólo tengo dos hermanas —dijo tendiendo la mano hacia ellas.

El director palideció.

—Será una broma… Su hermano ha visitado a su madre con frecuencia —dijo, mirando a las otras buscando confirmación.

—No tenemos ningún hermano —dijo Rosaura a un anonadado doctor cuyo rostro se descomponía por momentos.

—Doctor —gritó Amaia, llamando de nuevo su atención y obligándole a mirarla—. ¿Con qué frecuencia recibió esas visitas?

—No lo sé, tendría que mirar el registro, pero un par de veces al mes, al menos…

—¿Por qué no fui informada? —intervino Flora.

—Forma parte de la confidencialidad médico-paciente. Sólo reciben las visitas que reclaman ellos mismos, para evitar que con la mejor de las intenciones una visita indeseada cause más daño que bien.

—¿Quiere decir que esa visita la autorizó ella?

Él consultó la pantalla de su ordenador.

—Sí, hay cuatro personas en la lista: Flora, Rosaura, Javier y Amaia Salazar.

—Estoy en la lista —susurró Amaia, incrédula.

—Javier Salazar no existe, nunca ha existido, no es nuestro hermano —bramó Flora, furiosa—. ¿Cómo ha consentido que un desconocido se cuele aquí? ¡Es una vergüenza!

—¿Olvida que Rosario solicitó esa visita?

Amaia miró al inspector Ayegui, que negaba con la cabeza, y se acercó a la mesa hasta ponerse a su lado.

—¿Cuándo fue la última vez que la visitó?

El hombre tragó saliva con gran esfuerzo, intentando controlar la náusea que se evidenciaba en su rostro crispado.

—Esta misma mañana —contestó, humillado.

Un murmullo de indignación se extendió entre los presentes. El director se puso en pie, tambaleándose, y extendió las manos ante sí pidiendo calma.

—Pasó todos los controles, se identificó debidamente, dejó su DNI en depósito como es costumbre, y rellenó, como en cada ocasión, el formulario. Siempre se comprueban los datos de forma rutinaria; no somos la policía, pero tenemos un sistema de seguridad muy bueno.

—No tan bueno —rebatió Amaia.

Ayegui le apuntó con un dedo inquisidor.

—Deberá proporcionarnos todas las grabaciones en las que aparezca el individuo, así como los formularios que rellenó, a ver si tenemos suerte y podemos sacar alguna huella.

Un policía de uniforme entró y dijo algo al oído a Ayegui, que asintió.

—Venga conmigo, inspectora —dijo, mientras se dirigía a la salida, no sin antes volverse para decirle al director:

—Reúna todo ese material, ahora.

—Por supuesto —contestó el hombre, levantando el teléfono casi aliviado al tener algo que hacer que le librase de la mirada de reproche de Flora.

La blancura generalizada de la habitación aparecía sólo alterada por la mancha de sangre en el suelo, que casi permitía averiguar la forma de las caderas del celador. Los policías de la científica, con sus monos blancos con capucha y los escarpines que cubrían sus zapatos, resultaban casi invisibles en la estancia, hasta que uno de ellos se volvió y les salió al paso.

—Un placer verla de nuevo, inspectora —saludó.

Al fijarse mejor, reconoció a una de las técnicas que habían colaborado en el rescate del cadáver de Lucía Aguirre.

—Perdone —dijo, tratando de recordar su nombre—. No la había reconocido con el buzo.

—Igualitos que los CSI de las pelis, ¿verdad? —dijo, bromeando—, bien guapos y con la melena suelta en el escenario del crimen.

—¿Qué tienen? —apremió Ayegui.

—Algo muy interesante —dijo, volviéndose hacia la habitación—. Había unas huellas sangrientas en la barra de la cama que indican que tiró con fuerza de ella. Al moverla hemos hallado una inscripción que quedaba oculta por el cabecero y que no vimos antes. Pueden pasar —dijo, invitadora—, está procesado.

Las voces comenzaron a atronar en la cabeza de Amaia, procedentes de un lugar en su mente que sólo visitaba en sueños. Sus manos se perlaron de gotitas de sudor, el corazón se aceleró, obligándola a respirar más rápido, pero era consciente de que debía disimular para que los demás no lo notasen. Las voces de las lamias se aclararon para gritar al unísono. «Páralo, páralo, páralo».

Rodeó la cama y miró: brillando bajo la luz hospitalaria que iluminaba la pared por encima del cabecero, pudo ver la cuidada caligrafía de su madre, que con la sangre del celador había escrito: «TARTTALO».

Cerró los ojos, y un suspiro que resultó audible subió hasta sus labios. Cuando volvió a abrirlos, un segundo más tarde, las voces habían cesado, pero el mensaje seguía allí.