Zarautz era el lugar donde quería vivir cuando era pequeña. La carretera guarecida de árboles que custodiaban la avenida, las elegantes casas en primera línea junto al mar, su agradable parte vieja con sus tiendas y sus bares, la gente en la calle aunque lloviese, el aroma del mar bravo, salvaje, atomizando el aire con agua en suspensión, y la luz, que frente al mar es tan distinta de la de un valle entre montes, como unos ojos azules lo son de unos negros. Ahora no estaba tan segura, porque aunque hasta hacía muy poco estuvo convencida de no amar a su pueblo, de no querer volver a Elizondo, en el último año las tornas habían realizado un giro completo y nada de lo que había creído a pies juntillas, nada de lo que creía estar segura permanecía igual. La raíz clamaba, pedía el regreso de los que habían nacido allí, en la curva del río, y ella oía la llamada pero aún tenía fuerzas para ignorarla. Era la llamada de los muertos la que no podía desatender, y lo sabía, entendía que existía un pacto sobre su cabeza, una fuerza que la impelía a enfrentarse una y otra vez a aquellos que querían mancillar el valle. Pero allí, las convicciones flaqueaban. Gruesos cúmulos blancos flotaban en el cielo sobre un mar no del todo azul que se rompía en olas blancas y perfectas, que atronaban con su cadencia la mañana invernal y luminosa en Zarautz. Unos surferos caminaban hacia la orilla, lejana por la marea baja, portando sus tablas para unirse al numeroso grupo que ya estaba en el agua. Dos hermosos caballos cruzaron ante sus ojos trotando por la arena compacta de la orilla. Elevó la mirada hacia las cristaleras de los edificios que ocupaban la primera línea frente al mar y pensó que debía de ser maravilloso despertar cada día viendo aquel furioso Cantábrico, poder permitírselo. Una breve ojeada al escaparate de una inmobiliaria de la zona dejaba constancia de que, como hacía ciento cincuenta años, cuando los primeros empresarios vascos y madrileños comenzaron a ubicar sus magníficas mansiones en aquella costa, aquél seguía siendo un lugar exclusivo para ricos. Buscó el edificio y ascendió por el acceso lateral hasta llegar al jardín urbano que rodeaba la entrada. Un portero con librea anunció su llegada y le indicó el piso. Salió del ascensor y vio la puerta abierta. Del interior, llegó flotando en las notas de una suave música la voz de su hermana.
—Entra, Amaia, y ponte un café, estoy terminando de arreglarme.
Si la intención de Flora era impresionarla, lo consiguió. Desde la misma entrada, que se abría a un inmenso salón, ya podía verse el mar. La cristalera exterior, levemente tintada de color naranja, cubría todo el frontal del piso del suelo al techo y la sensación era magnífica. Amaia se detuvo en medio del salón, abrumada por la belleza y la luz. La clase de lujo por la que valía la pena pagar dinero.
Flora entró en la estancia y sonrió al verla.
—Impresionante, ¿verdad? Lo mismo pensé yo la primera vez que entré aquí. Después me enseñaron otros pisos, pero ya no pude quitarme esta imagen de la cabeza en toda la noche. Al día siguiente lo compré.
Amaia consiguió despegar los ojos del ventanal para mirar a su hermana, que se había detenido a una distancia prudente y no parecía por la labor de acercarse más.
—Estás guapísima, Flora —dijo sinceramente.
Llevaba un traje rojo y estaba demasiado maquillada, pero el efecto era elegante y con clase.
Dio una vuelta entera para permitirle ver su atuendo por detrás.
—No puedo besarte, voy maquillada para televisión, rodaré dentro de hora y media.
«Seguro que es por eso», pensó Amaia.
Liberada de la obligación afectiva, Flora cruzó el salón sobre sus tacones y pasó a su lado dejando una huella invisible de caro perfume.
—Veo que las cosas te van muy bien, Flora; tu casa es preciosa —dijo prestando atención al lujoso interior en el que no había reparado aún—, y tú estás estupenda.
Flora regresó con una bandeja y dos tazas de café.
—No puedo decir lo mismo, estás delgadísima. Pensaba que todas las madres engordaban con el primer embarazo, no te vendrían mal un par de kilos.
Amaia sonrió.
—Ser madre es agotador, Flora, pero vale la pena. —No lo dijo con intención, pero pudo ver cómo Flora torcía el gesto—. ¿Cómo te va con el programa? —preguntó para cambiar de tema.
Su rostro se iluminó.
—Pues llevamos cuarenta programas emitidos en la televisión autonómica, y cuando íbamos por el décimo ya recibimos ofertas de las televisiones nacionales. La semana pasada firmamos el acuerdo para que se emita a partir de primavera y ya han adquirido por adelantado dos temporadas, así que ahora tengo que rodar a diario algunos días dos y tres programas, mucho trabajo, pero muy gratificante.
—A Ros también le va muy bien en el obrador, hasta han aumentado las ventas.
—Sí, ya —dijo con desdén—. Ros recoge el fruto de mi trabajo. ¿O crees que las cosas funcionan así de la noche a la mañana?
—No, por supuesto, sólo te digo que le va bien.
—Pues ya era hora de que espabilase.
Amaia se quedó en silencio durante algo más de un minuto mientras saboreaba el café y admiraba la característica forma de ratón que la costa dibujaba en Guetaria, mientras sentía crecer la incomodidad de Flora, que, sentada frente a ella, había terminado su café y se estiraba una y otra vez la falda de su impecable traje.
—¿Y a qué debo el honor de tu visita? —dijo por fin.
Amaia dejó la taza en la bandeja y miró a su hermana.
—Una investigación —soltó.
La sonrisa de Flora se torció un poco.
—Háblame de Anne Arbizu —dijo Amaia sin dejar de observar su rostro.
Flora se contuvo, aunque un leve temblor en la mandíbula la traicionó. Amaia pensó que lo negaría, pero una vez más su hermana la sorprendió.
—¿Qué quieres saber?
—¿Por qué no me dijiste que la conocías?
—No me lo preguntaste, hermanita, y por otro lado es perfectamente normal. He vivido toda mi vida en Elizondo, conozco a casi todo el mundo, por lo menos de vista, de hecho conocía a todas las chicas, excepto a esa chica dominicana. ¿Cómo se llamaba?
—Pero a Anne Arbizu la conocías más que de vista, tenías trato con ella.
Flora guardó silencio mientras calibraba cuánto sabía su hermana. Amaia se lo concedió.
—Alguien me contó que la vio salir del obrador por la puerta del almacén.
—Pudo venir a ver a algún empleado —propuso Flora.
—No, Flora, fue a verte a ti, os despedisteis efusivamente en la entrada.
Flora se puso en pie y caminó hacia el ventanal, impidiéndole ver su rostro.
—No sé qué importancia podría tener eso en el caso de ser así.
Amaia también se puso en pie, aunque no se movió.
—Flora, Anne Arbizu murió violentamente; Anne Arbizu mantenía una relación con tu cuñado Freddy; Anne Arbizu era la causante de todo el dolor que sufría Ros; Anne Arbizu mantenía algún tipo de relación contigo tan amistosa como para despediros con besos y abrazos. Anne Arbizu murió en el río a manos de tu ex esposo. Tú, Flora, mataste al hombre que había sido tu marido durante veinte años, y yo, independientemente de tu declaración y tu paripé, no me creo que lo hicieras en legítima defensa, porque si de algo estoy segura es de que Víctor hacía lo que hacía porque era incapaz de enfrentarse a ti, y habría caído muerto antes que osar amenazarte.
Flora apretaba la mandíbula y miraba al exterior, resuelta a no contestar.
—Te conozco, Flora, sé lo que pensabas sobre las víctimas y el modo en que terminan las chicas perdidas. Aún recuerdo palabra por palabra cómo defendías al guardián purificador que castigaba la insolencia de aquellas putillas. Sé que las chicas te importaban una mierda, y que si decidiste parar a Víctor no fue porque estuviera sembrando el valle de niñas muertas. Yo creo que fue porque tocó a Anne y ése fue su error.
Flora se dio la vuelta muy despacio, todos sus gestos evidenciaban el esfuerzo que hacía por contenerse.
—No digas tonterías, todo lo que dije fue para provocarle. Sospechaba de él, yo le conocía, como bien has dicho estuve veinte años casada con él, y claro que me amenazó, tú estabas allí, me gritó y dijo que me mataría.
Amaia rió a carcajadas.
—Ni de coña, Flora, no es verdad. Si Víctor era como era, fue en buena parte por estar sometido a tu yugo. Él te adoraba, te veneraba y te respetaba, a ti, únicamente a ti, y tienes razón, yo estaba allí y no vi nada de eso. Oí el primer disparo, que estoy segura de que tuvo que derribarlo, y cuando llegué te vi disparar de nuevo… Creo que realmente te vi rematarlo.
—No tienes pruebas —gritó enfurecida, volviéndose de nuevo hacia la cristalera.
Amaia sonrió.
—Tienes razón, no las tengo, pero de lo que sí tengo pruebas es de que Anne Arbizu era bastante más oscura y complicada de lo que podía parecer viendo su carita de ángel. Una maquinadora casi psicopática que ejercía su influencia sobre todos los que la conocieron. Quiero saber qué relación tenías con ella, quiero saber qué influencia ejercía sobre ti, y si la amabas tanto como para vengar su muerte.
Flora apoyó su cabeza contra el cristal y se quedó inmóvil unos segundos, después emitió un sonido gutural y gimió mientras apoyaba también las manos para sostenerse. Cuando se volvió, su rostro estaba arrasado de lágrimas que habían arruinado por completo el elaborado maquillaje. Caminó a trompicones hasta el sofá y se dejó caer desmayadamente, sin dejar de llorar. El llanto brotaba de lo más profundo de su pecho, arrancándole suspiros ahogados con una desesperación tal que parecía que jamás dejaría de llorar. La amargura y el dolor la desolaban y se abandonaba al llanto de un modo que a Amaia le conmovió. Se dio cuenta de que era la primera vez que veía llorar a Flora; ni siquiera cuando era pequeña la había visto nunca soltar una lágrima. Y se preguntó si no se habría equivocado. Las personas como Flora van por el mundo con una armadura de acero que las hace parecer insensibles, pero dentro, bajo todo el peso del metal, no deja de haber piel y carne, sangre y corazón. Quizá se equivocaba, quizá su ofensa provenía del dolor que le había causado tener que disparar contra Víctor, un hombre al que quizás había amado a su manera.
—… Flora…, lo siento.
Flora levantó la cabeza y Amaia pudo ver su rostro demudado; en sus ojos no había rastro de conmiseración o agravio, sino de ira y rencor. Sin embargo, cuando habló lo hizo fría y lentamente, y su tono resultó absurdo y amenazador de un modo que le provocó escalofríos.
—Amaia Salazar, deja de meter tus narices en esto, deja de perseguir a Anne Arbizu, olvídala, porque esto te viene grande, hermanita, no sabes dónde te metes ni de lo que estás hablando, todo tu método criminalístico es inservible en este caso. Déjalo ahora, que aún estás a tiempo.
Después se levantó y se dirigió al baño.
—Estarás contenta —dijo, y luego añadió—: Cierra la puerta al salir.
Cuando caminaba hacia la puerta reparó en una fotografía de Ibai que le miraba desde un precioso marco de plata antigua. Se detuvo un instante a observarlo y mientras salía pensó que su hermana era la persona más extraña que conocía.
Zuriñe Zabaleta vivía en la Alameda Mazarredo, desde donde se obtenía una vista inmejorable del museo Guggenheim. La entrada de mármol blanco y negro ya evidenciaba la solera de un edificio de estilo francés y cuidados detalles que se habían mantenido en el interior: puertas francesas que llegaban hasta el alto techo, con molduras de pecho de paloma y paredes paneladas en madera. Reconoció obras de algunos conocidos pintores y en una esquina del salón una escultura de James Wexford que le hizo sonreír, llamando la atención de la propietaria, que salió a su encuentro diciendo:
—Oh, es una obra de un escultor norteamericano, tiene carácter, ¿verdad?
—Es magnífica —respondió, consiguiendo de inmediato la simpatía de la mujer.
Vestía de modo sobrio, con prendas evidentemente caras que la hacían parecer más mayor de lo que realmente era. La condujo hasta un grupo de sillones dispuestos de manera que se obtuviese la mejor vista del Guggenheim, cuyas planchas refulgían con su extraño brillo mate. La invitó a sentarse.
—El policía con el que hablé ayer me dijo que quería hacerme algunas preguntas sobre el asesinato de mi hermana. —La voz se notaba educada y contenida pero se quebró un poco al mencionar el crimen—. No imaginaba que después de tanto tiempo…
—Su familia es originaria de Baztán, ¿verdad?
—Mi madre era de Ziga; mi padre pertenece a una familia de empresarios muy conocida en Neguri. Mi madre venía a Getxo de vacaciones y así se conocieron.
—Pero ¿su hermana nació en Baztán?
—Eran otros tiempos y mi madre quiso ir a dar a luz a su casa. Siempre contaba lo mal que lo pasó, imagínese un parto de primeriza en casa. Cuando me tuvo a mí ya lo hizo aquí, en el hospital.
—Necesito que me cuente cómo era la relación entre su hermana y su cuñado.
—Mi cuñado era un directivo de Telefónica, en mi opinión un tipo bastante aburrido, pero mi hermana se enamoró de él y se casaron. Vivían en Deusto, en una zona muy bonita.
—¿Trabajaba, su hermana?
—Nuestros padres fallecieron cuando yo tenía diecinueve años, al poco de casarse Edurne, y nos dejaron bastantes propiedades, además de un fondo en fideicomiso que nos permite dedicarnos a lo que nos gusta; en el caso de Edurne, era presidenta de Unicef en el País Vasco.
—No había denuncias por malos tratos anteriores, pero quizás usted presenciase algún tipo de situación…
—Nunca, ya le he dicho que él era un tipo bastante gris, un soso que sólo hablaba de trabajo. No tenían hijos, así que salían bastante pero en plan tranquilo, teatro, ópera, cenas con otras parejas, en ocasiones conmigo y con mi esposo, uno de esos matrimonios que parece que siguen juntos por costumbre pero en el que ninguno de los dos da el paso… Y nunca vi señal alguna de que pudiera hacer algo así, excepto porque unos meses antes mi hermana me comentó que cada vez pasaba más tiempo fuera, llegaba tarde por las noches y un par de veces lo pilló en mentiras sobre dónde y con quién había estado. Mi hermana sospechaba que se veía con otra mujer, aunque no tenía pruebas; de cualquier modo ella no estaba dispuesta a soportarlo. Por supuesto, yo la interrogué sobre si alguna vez le había puesto la mano encima. Me dijo que no, aunque a veces cuando lo irritaba demasiado con sus preguntas, la emprendía a golpes con los muebles, o en el transcurso de alguna de las broncas arrojaba lo que tenía más a mano. Un día, mientras tomábamos café, de pronto comenzó a hablar de divorcio, más como una idea que se estuviera planteando que como una decisión tomada. Por supuesto la apoyé, le dije que estaría a su lado si se decidía y ésa fue la última vez que la vi con vida; la siguiente fue en el depósito de cadáveres y tenía el rostro tan desfigurado que tuvo un velatorio con el ataúd cerrado. —Se detuvo un instante mientras evocaba la imagen—. El forense dijo que murió a consecuencia de los traumatismos, la mató a golpes, ¿se imagina lo salvaje que tiene que ser alguien para golpear a una mujer hasta matarla?
Amaia la miraba en silencio.
—Después de matarla, destrozó todo el piso, redujo los muebles a astillas, rasgó toda la ropa de mi hermana e intentó prender fuego a la casa, en un pequeño incendio que se autoextinguió. En su hazaña destructiva, se fracturó casi todos los dedos de las manos y alguno de los pies. Había tanta sangre de él como de mi hermana y cuando acabó, se tiró por la ventana del octavo piso. Murió antes de que llegara la ambulancia.
—¿Los vecinos no oyeron nada?
—Es un edificio muy exclusivo, parecido a éste. Ocupaban toda una planta y por lo visto a esa hora no había nadie, ni arriba ni abajo.
Se detuvo un instante antes de formular la pregunta crucial:
—¿Le amputó un miembro?
—El forense dijo que fue después, cuando ya estaba muerta. No tiene sentido —gimió—. ¿Por qué tenía que hacer eso?
Cerró los ojos un par de segundos y continuó:
—No apareció, lo buscaron hasta con perros de la Ertzaintza por todo el edificio, porque tenían la seguridad de que no había salido del bloque. Hay portero, y juró que no se había movido de su sitio y era imposible que hubiera pasado por alto verle salir y entrar de nuevo completamente ensangrentado. Además, había cámaras y aunque existía un ángulo muerto por el que pudo haber pasado, sirvieron para constatar que el portero no se movió de su puesto. No había huellas en el portal, en el ascensor o en la escalera, y era imposible que no las dejase, teniendo en cuenta que las había dejado a miles por toda la casa y sus zapatos estaban anegados en sangre.
Suspiró y se inclinó hacia atrás, apoyándose en un cojín. Parecía exhausta, pero añadió:
—No sé de dónde le salió la sangre al gusano ese, ni en un millón de años habría imaginado que un carácter tan pusilánime tuviera redaños para hacer lo que le hizo.
—Sólo un par de cosas más y la dejaré descansar.
—Claro.
—¿Dejó una nota, un mensaje?
—¿Uno? Dejó más de una docena escritos por las paredes con su propia sangre.
—Tarttalo —afirmó Amaia.
La mujer asintió.
Amaia se adelantó en su asiento inclinándose hacia la chica.
—Debe comprender que esto forma parte de una investigación y no puedo revelarle más, pero creo que su ayuda podría arrojar algo de luz sobre este caso y contribuir a localizar los restos de su hermana que no aparecieron.
Ella sonrió para intentar contener la mueca de dolor que crispaba su rostro y Amaia le tendió un stick con un bastoncillo en su interior.
—Si lo frota por la cara interna de la mejilla será suficiente.
El navegador indicaba que Entrambasaguas pertenecía a Burgos y estaba a 43 kilómetros y 50 minutos en coche desde Bilbao, y en Google encontró una página en la que decía que tenía 37 habitantes. Resopló; los pueblos pequeños le causaban una sensación de claustrofobia que no podía explicar. Sin lugar a dudas, el maltrato y el machismo no estaban ligados de ningún modo al ámbito rural, por lo menos no más de lo que lo estaban a cualquier otro grupo o lugar, pero siempre acudía a su mente el recuerdo de su infancia de sentirse atrapada en el lugar donde había nacido. Era absurdo, no habría sido distinto de haber vivido en una gran ciudad, no lo había sido para Edurne en Bilbao, hermanada para siempre con aquella otra mujer de Entrambasaguas con la que jamás había cruzado una palabra. Condujo atenta a la carretera, que iba complicándose según avanzaba con una constante lluvia de aguanieve que se transformó en gruesos copos cuando cruzó el puente y entró en Entrambasaguas. Frenó en la pequeña plazuela tratando de ubicarse y se sorprendió con la estampa navideña que ofrecía un viejo lavadero de piedra en muy buen estado que reinaba en mitad de la plaza, junto a un abrevadero y una fuente de un solo caño.
—¡Agua para todos! —exclamó mientras emprendía la búsqueda de la casa.
Rodeada de una gran pradera y bastante iluminada, la casa era más bien un chalet, con tejado a cuatro aguas y unas escaleras de acceso custodiadas por enormes maceteros que contenían arbolitos ornamentales. La nieve aumentaba el efecto de postal navideña que ya le había cautivado en el lavadero de piedra. Dejó el coche en el límite de la pradera, y caminó por un sendero de lajas rojizas que ya comenzaba a desaparecer bajo la fuerza de la nevada.
La mujer que le abrió la puerta podía tener la edad de su tía, pero los parecidos terminaban ahí. Era muy alta, casi tanto como Amaia, y bastante gruesa; aun así se movió con seguridad mientras la guiaba hasta el salón, donde un buen fuego ardía en la chimenea.
—Las dos sabíamos que al final la mataría —dijo serenamente.
Amaia se relajó. Era difícil interrogar a los familiares de una víctima sin exponerse a las explosiones emocionales. En la mayoría de los casos, optaba por mantener las distancias y una postura profesional que invitase a la confidencia sin llegar a establecer un vínculo afectivo. Como en el caso de Bilbao, lo mejor era comenzar enseguida, con preguntas directas y concisas, evitar la mención de aspectos escabrosos siempre que fuera posible, soslayar conceptos como cadáver, sangre, cortes, heridas o cualquier otro tipo de acepciones que evocaran aspectos muy visuales y llevaran a los familiares a situaciones de gran sufrimiento, pérdida de los nervios y consiguiente retraso en la investigación. Pero de vez en cuando tenía suerte y se encontraba con un testigo como éste. Había comprobado que, a menudo, eran personas solitarias muy cercanas a la víctima y que se caracterizaban por haber tenido mucho tiempo para pensar. Sólo había que dejarles hablar. La mujer le tendió una taza de té y continuó.
—Él era un hombre malo, un lobo que llevó piel de cordero sólo hasta el día en que se casó con mi sobrina, desde ese momento ya sólo fue lobo. Celoso y posesivo, nunca le permitió trabajar fuera de casa, a pesar de que ella había estudiado secretariado y de soltera trabajaba en Burgos como administrativa en un almacén. Poco a poco, fue obligándole a cortar la relación con sus amigas y alguna vecina cercana. Yo era la única persona con la que tenía trato, y si lo permitía era más porque así la tenía vigilada que por otra cosa, y bueno, yo era su tía, hermana de su padre y el único familiar que le quedaba vivo, excepto una tía abuela por parte de la madre en Navarra, pero que falleció hace dos años. Ese hombre no la golpeaba, pero la obligaba a vestir como una campesina, no llevaba tacones ni maquillaje, ni siquiera la dejaba ir a la peluquería, llevó el pelo largo recogido en una trenza hasta el día en que murió. No le permitía ir sola a ningún lado y cuando era imprescindible que saliera, yo tenía que acompañarla, al mercado, a la farmacia o al médico. La pobre siempre estuvo muy delicada de salud. Era diabética, ¿sabe? Durante años, traté de convencerla para que lo abandonase, pero ella sabía, y yo tuve que admitirlo, que si lo dejaba no pararía hasta encontrarla y acabar con ella.
Se detuvo y miró a un punto perdido en el interior de la chimenea. Cuando habló de nuevo, su voz delató el remordimiento.
—Así que lo único que hice fue seguir aquí, a su lado, intentando que las cosas fueran lo menos malas posibles. Ahora me arrepiento cada día, tendría que haberla obligado. Hay grupos que ayudan a las mujeres a huir…, lo vi el otro día en la televisión…
Una lágrima resbaló por su rostro y se apresuró a secarla con el envés de su mano, mientras le indicaba un portarretratos encima de la mesita auxiliar. Una mujer pálida y ojerosa sonreía feliz a la cámara, mientras sostenía por las patas delanteras a un perrito simulando bailar con él.
—Ésa es María con el perrito… Todo fue por el perrito, ¿sabe? Ese chucho apareció por aquí a finales de un verano y ella se volvió loca de contenta, imagino que en parte porque no habían tenido hijos y el chucho era muy cariñoso. Él no dijo nada y ella…, bueno, yo nunca la había visto tan feliz y, claro, él no podía dejar que eso ocurriera. Le dejó encariñarse con el perro durante tres o cuatro meses y un día lo ahorcó, colgándolo por el cuello en ese árbol de la entrada. Cuando ella lo vio, pensé que iba a volverse loca de cómo chillaba. Él se sentó a la mesa y pidió su comida, pero ella fue al cajón y cogió un cuchillo. Él le gritó, pero ella le miró a los ojos con una furia que le hizo tomar conciencia de que esta vez se había pasado. Salió fuera y cortó la cuerda, abrazó al perrito muerto y estuvo llorando hasta que se cansó. Después fue al garaje, cogió una pala, cavó una tumba al pie del árbol y enterró al animal. Cuando terminó tenía las manos en carne viva. Él seguía sentado, muy serio, sin decir nada. Ella entró, arrojó la cuerda encima de la mesa y se fue a la cama. El disgusto la tuvo dos días postrada. Desde entonces, María cambió, perdió toda la alegría, la pobrecita, estaba seria todo el tiempo, pensativa, y a veces lo miraba como sin verlo, como si lo traspasase con los ojos, y él ni levantaba la cabeza. Eso sí, huraño como siempre, pero no se atrevía a mirarla. Nunca estuve tan segura como entonces de que lo abandonaría, hasta le dije que podía venir a casa, o que podía darle algo de dinero para que fuese a otro lugar, pero ella estaba serena como nunca. Me dijo que no me pondría en peligro yendo a mi casa y que si alguien tenía que irse de esta casa era él. Esta casa era de ella, su padre se la compró cuando se prometió y estaba sólo a su nombre. A los pocos días, vine una mañana y me extrañó que no se hubiera levantado, pero como estaba tan delicada… Yo tenía llave, así que entré. Todo estaba en orden, fui a la habitación. Al principio creí que dormía. Estaba acostada boca arriba, los ojos cerrados y la boca entreabierta, pero no dormía, estaba muerta. Dijeron que se había colocado sobre ella y la había asfixiado con una almohada mientras dormía. No tenía más heridas, excepto lo del brazo. No lo vimos hasta que los policías la destaparon.
Amaia contuvo el aliento, mientras la mujer se explicaba.
—Dijeron que se lo había hecho después de muerta. Ya ve usted, ¿para qué? También le cortó el pelo, ni siquiera me di cuenta cuando entré, pero cuando la movieron vi que tenía una calva en la nuca —dijo la mujer, pasándose una mano por su propio cuello.
—A él lo encontraron ahorcado en un huerto propiedad de su familia, a dos kilómetros de aquí. Ya ve qué ironía, colgado de un árbol, igual que el perrito.
La mujer quedó en silencio y hasta sonrió amargamente, mientras miraba la foto. Amaia echó un vistazo alrededor.
—¿Le dejó la casa?
La mujer asintió.
—Y me atrevo a pensar que ha conservado sus cosas…
—Tal como las dejó.
—¿Quizá guarde un cepillo de dientes o del pelo?
—Es para el ADN, ¿verdad? Yo veo esas series de la televisión de forenses. Ya lo había pensado y creo que tengo algo que puede servirle. —Tomó de la superficie de la mesa un cofre de madera y se lo tendió.
Al abrirlo, no pudo evitar que su mente viajara hasta el día en que, sentada en una banqueta de la cocina, su madre le había rapado la cabeza después de trenzarle el largo cabello. Instintivamente, se llevó la mano a la cabeza y al darse cuenta la bajó, mientras intentaba recuperar el control. En el fondo del cofre, una trenza de pelo castaño aparecía enroscada como un animalito dormido. Amaia bajó la tapa para no tener que verla.
—Me temo que no servirá, no se puede extraer ADN del cabello cortado, ha de tener folículo.
No era del todo cierto, había nuevas y caras técnicas capaces de extraer ADN también del cabello cortado, pero era más costoso y complicado, y los folículos pilosos facilitaban el proceso.
—Fíjese bien —contestó la mujer—, parte del pelo está cortado, pero ya le he dicho que tenía una calva en la nuca, parte se los arrancó con raíz. Lo dejó junto a una nota al pie del árbol donde se colgó.
Amaia abrió de nuevo el cofre y miró, aprensiva, el pelo.
—¿Dejó una nota? —preguntó, sin dejar de mirar la gruesa trenza.
—Sí, pero algo absurdo, sin sentido. La policía se la quedó y yo no consigo recordar lo que ponía, era una sola palabra, algo como el nombre de un pastel.
—Tarttalo.
—Sí, eso es, Tarttalo.
Nevaba profusamente cuando salió de Entrambasaguas, se detuvo un instante junto al lavadero y programó el GPS hasta Elizondo. Doscientos kilómetros por delante, así que se entregó a la tarea de conducir bajo la nevada, mientras miraba de soslayo la bolsa que contenía las dos muestras de ADN: la cápsula con la saliva de la hermana de Edurne Zabaleta y la trenza de María Abásolo. Tenía que establecer cuanto antes la relación: si podía probar que en efecto existía correspondencia entre las víctimas y los huesos hallados en la cueva, tendrían al menos la prueba de que él existía. La sola idea de un asesino tan poderoso y manipulador como para convencer a alguien, aunque ese alguien fuese un ser violento, sin demasiado control de sus impulsos, de llevar a cabo un crimen en el momento en que al manipulador le convenía, era extraordinaria; sin embargo, no tan rara. El tipo de asesino inductor estaba siendo investigado en los últimos años por el FBI como elemento prioritario, en un país en el que, al contrario que aquí, se condenaba con tanta dureza a los inductores y los cómplices como a los ejecutores. La figura del inductor cobraba relevancia cuando se había probado que este tipo de asesino es capaz de hacer formar parte de su plan maestro a personas de toda índole, que actuaban como sus más fieles servidores. Era más conocido el caso de inducción al suicidio en sectas seudorreligiosas, y el poder y la capacidad de gobierno sobre los demás que mostraban era espeluznante. Sonó el teléfono y la sacó de sus cavilaciones. Puso el manos libres y contestó al doctor San Martín.
—Buenas tardes, inspectora. ¿La pillo en buen momento?
—Voy conduciendo, pero tranquilo, llevo el manos libres.
—Tenemos ya los resultados de los análisis de los huesos de la profanación de Arizkun, y querría comentarlos con usted.
—Claro, dígame.
—Por teléfono no, será mejor que venga a Pamplona. He quedado con su comisario en su despacho a las siete, ¿podrá estar aquí?
Amaia consultó la hora en el panel.
—Quizás a las siete y media, está nevando por el camino.
—A las siete y media entonces, yo se lo comunicaré al comisario.
Amaia colgó, molesta por la perspectiva de tener que detenerse en Pamplona. Llevaba todo el día fuera de casa y ya suponía sobre qué iba a versar la reunión. Aquella bobada de la profanación tenía a todo el mundo alterado. El alcalde, el arzobispo, el agregado del Vaticano y por supuesto el comisario, que los tenía que oír a todos, y de rebote ella, y la verdad es que no sabía qué iba a decirle. Las pistas en el pueblo no habían conducido a nada, las profanaciones no habían vuelto a producirse desde que había vigilancia. Seguramente los autores pertenecían a algún grupo de jóvenes seudosatanistas, disuadidos definitivamente por la presencia policial, algo que perfectamente podía solucionar el arzobispado poniendo unas cámaras o contratando seguridad privada. Si esperaban que les proporcionase a alguien a quien crucificar, iban a sentirse muy decepcionados.
Aparcó en la comisaría y se estiró, sintiéndose entumecida y un poco mareada de conducir tan atenta bajo la nevada. Subió a la segunda planta, y sin anunciarse llamó a la puerta del despacho de su superior.
—Pase, Salazar. ¿Cómo está?
—Bien, gracias.
San Martín, que ya ocupaba una de las dos sillas de confidente, se levantó para tenderle la mano.
—Siéntense —invitó el comisario haciendo lo mismo.
Sobre la mesa, varias carpetas de informes científicos delataban que ya habían estado discutiendo el tema. Amaia repasó mentalmente los puntos del informe que expondría y esperó a que el comisario hablase.
—Inspectora, la he mandado llamar porque el caso de las profanaciones ha dado un giro inesperado y sorprendente con el resultado de los análisis de los huesos hallados en la iglesia de Arizkun. Habrá notado que han tardado un poco más de lo normal, y esto es así porque cuando el doctor San Martín me comunicó los resultados, le pedí que repitiese las pruebas, que se han realizado hasta un total de tres veces.
Amaia comenzaba a sentirse confusa. La reunión no iba en absoluto en la dirección que había esperado. Los ojos se le iban a las carpetas con los resultados, ardía en deseos de ver de una vez lo que ponían. En lugar de eso se mantuvo serena, escuchando y esperando ver adónde conducía todo aquello.
San Martín se volvió un poco en la silla, dirigiéndose a ella.
—Salazar, quiero constatar que yo mismo me ocupé de custodiar y comprobar el resultado del segundo y tercer análisis, y puedo garantizar la veracidad de los resultados.
Amaia comenzaba a inquietarse.
—Confío en su profesionalidad, doctor —dijo, apremiante.
San Martín miró al comisario, que a su vez la miró a ella antes de asentir, autorizándole a hablar.
—Los huesos se hallaban en buen estado de conservación y aunque habían sido quemados por un extremo, no hubo dificultad para realizar las pruebas. Llegamos a la conclusión de que pertenecían a un varón de unos nueve meses prenatales o un mes de vida. Un recién nacido, y tienen una antigüedad de ciento cincuenta años aproximadamente, con un error de cinco años.
—Coincide bastante con la idea que expuso el subinspector Etxaide sobre que fuese un mairu-beso, un brazo de mairu.
—Como le he dicho, el interior del hueso estaba bastante bien conservado, por lo que no hubo problemas para realizar un análisis de ADN rutinario como parte de las pruebas. Ya sabe que cuando tenemos ADN desconocido, por defecto se comprueba la base de datos de ADN, el CODIS. —El doctor se detuvo y suspiró—. Aquí viene la parte sorprendente. Al realizar la comprobación rutinaria se halló correspondencia.
—¿Se correspondía con alguien que está en la base de datos? Pero eso es imposible, me acaba de decir que los huesos tenían ciento cincuenta años y además pertenecían a un recién nacido… Es imposible que su ADN esté en el CODIS.
—No el del feto, pero si el de un familiar. Hemos encontrado correspondencia en un veinticinco por ciento con usted.
Amaia miró, interrogante, al comisario.
—Así es —corroboró él—. El doctor me lo comunicó de inmediato y le ordené repetir el proceso desde el principio y con la mayor discreción. Las primeras pruebas habían sido realizadas en Nasertic, el laboratorio con el que habitualmente trabajamos; en vista de los resultados, lo enviamos al laboratorio de Zaragoza y al de San Sebastián, con idéntico resultado.
—Eso significa…
—Eso significa que los huesos que aparecieron en la profanación de la iglesia de Arizkun pertenecían a un familiar suyo, que esa criatura es su antepasado en cuarto o quinto grado.
Amaia abrió las tapas de los informes y leyó con avidez. Tanto el enviado desde Zaragoza como el de San Sebastián estaban firmados por forenses que eran una autoridad en la materia.
Su mente funcionaba a pleno rendimiento, asimilando datos y estableciendo nuevos criterios que florecían sobre los anteriores, mientras el comisario y el forense continuaban hablando y ella apenas podía prestar atención a otra cosa que no fuera la voz que en su cabeza aseveraba «No existen las casualidades», «nada es porque sí».
«La elección de la víctima nunca es casual», «¿cuál fue el inicio?», casi oyó a Dupree.
—Necesito hacer una llamada —dijo, interrumpiendo a San Martín.
El comisario la miró extrañado, sin disimular su sorpresa. Ella le miró decidida, sin mostrar vacilación.
—Señor, continuaremos hablando, pero primero tengo que hacer una llamada.
El comisario asintió, autorizándola. Se puso en pie, cogió su móvil y salió al pasillo. Etxaide respondió al momento.
—Qué tal, jefa, ¿cómo ha ido?
—Bien, Jonan. Necesito que respondas a una pregunta. Si tienes que consultarlo o necesitas más tiempo dímelo, pero tenemos que estar seguros.
—Claro —contestó él muy serio.
—Es sobre los mairu-beso, me dijiste que son huesos de niños muertos antes de bautizarse. ¿Existe algún dato sobre la utilización de brazos de adultos? ¿Hombres o mujeres?
—No tengo que consultarlo. Categóricamente, no. Es imposible, porque la naturaleza místico-mágica del mairu-beso le viene otorgada precisamente por las circunstancias. Por un lado, estar sin bautizar. Esto podría darse también en un adulto, aunque es poco probable en aquellos tiempos en los que el bautismo era una imposición religiosa, pero también social y cultural, ya que evidenciaba pertenencia a un grupo. Si no se era cristiano es porque se era judío o musulmán, que es de donde procede la palabra mairu, o moro, una manera despectiva de llamar a los musulmanes, y que significa no cristiano. Pero, por otro lado, está la edad, tenía que ser un feto, una criatura abortiva, o un muerto al nacer o durante los primeros meses de vida. La Iglesia tenía un protocolo establecido para esto, y no bautizaba a los enfermos o moribundos, así que los niños solían ser bautizados cuanto antes para evitar que debido a la altísima mortandad infantil acabasen enterrados al pie de un crucero o fuera del muro del cementerio, junto a los suicidas y los asesinos. Pero desde luego no podía ser un adulto. La creencia decía que el alma de un recién nacido está en tránsito, y este período en el que permanece entre los dos mundos es lo que despierta las cualidades mágicas de mairu-beso. Esto aplicado a la profanación del cadáver y el uso de su brazo, pero en condiciones normales, también se les adjudicaban poderes especiales. Se creía que los espíritus de los niños muertos sin bautizar no podían ir al cielo ni al infierno, ni regresar al limbo de donde habían salido, así que se quedaban en la casa de los padres como entidades protectoras del hogar. Está documentado que en algunos casos las familias continuaban preservando su cuna o le asignaban un sitio en la mesa, llegando a ponerle su plato de comida. No se le ponía su ropa o su nombre a un nuevo hermano porque si no el dueño original reclamaba su propiedad, llevándose al nuevo hermano a la muerte; sin embargo, si se le trataba con respeto, el mairu era muy beneficioso en la casa, llenándola de alegría y acompañando en el juego a sus hermanos, que según la creencia popular podían verle mientras ellos mismos estuvieran en tránsito, desde el nacimiento hasta más o menos los dos años de vida. Esto explicaría los juegos, parloteos y sonrisas que a veces los bebés dedican a alguien que parecen ver sólo ellos.
Amaia suspiró.
—Vaya…
—La aparición en distintas culturas de estos espíritus infantiles en el hogar es más frecuente de lo que parece. En Japón, por ejemplo, los llaman zashiki warashi, el espíritu del salón, y afirman que es una presencia beneficiosa que llenará de alegría la casa donde esté… Espero haberle servido de ayuda —dijo Jonan.
—Siempre eres de ayuda, es sólo que tenía una idea y…, bueno, ahora no puedo explicártelo, pero te llamo en media hora.
Colgó y entró de nuevo en el despacho, donde los dos hombres, que habían estado hablando, se interrumpieron.
—Siéntese —le dijo el comisario—. Doctor, dígale eso que me explicaba…
—Sí, le decía al comisario que hay algunos aspectos que tener en cuenta. Usted es de una localidad de pocos habitantes. No sé cuántos tendría hace ciento cincuenta años, pero seguro que no eran muchos, ni la sociedad era tan móvil como hoy. A lo que voy es que es normal que en una pequeña comunidad se dieran coincidencias parciales de alelos comunes en varias familias, porque es fácil que de alguna manera, en el presente o en el pasado, las distintas familias estuvieran emparentadas.
Amaia lo valoró y lo descartó.
—No creo en las casualidades —afirmó rotunda.
El comisario la secundó.
—Yo tampoco.
—Lo puso allí para mí, para provocarme, sabía que hallaríamos la coincidencia, y con esto me manda un mensaje.
—Salazar, por Dios —se lamentó el comisario—, siento que se vea involucrada de este modo; la provocación por parte de un delincuente siempre supone un reto para un policía…, pero ¿en qué está pensando usted?
Amaia se tomó unos segundos para ordenar su mente y respondió:
—Creo que no hay nada casual en todo esto, creo que las profanaciones en la iglesia de Arizkun están orquestadas con el único fin de llamar mi atención. Si el caso no me hubiese sido asignado, lo sería ahora con el hallazgo de la coincidencia del ADN de los huesos. Llama mi atención porque soy la jefa de homicidios y llevé el caso del basajaun; eso me dio una popularidad que a este individuo le interesa. Se cree muy listo y busca a alguien que esté a la altura de sus perspectivas para batirse en una especie de duelo o juego del gato y el ratón. Existen amplios expedientes documentados de criminales que se comunicaron de un modo u otro con distintos jefes de policía o que incluso eligieron a quién poner al frente de la investigación con su empeño en dirigirse a ellos, como en el caso de Jack el destripador… Necesito un poco más de tiempo para asimilar esto y elaborar un perfil a la vista de los nuevos datos.
El comisario asintió.
—Voy a informar al comisario de Baztán y al inspector Iriarte. Abriremos una investigación paralela para localizar el origen de los huesos y la tumba o tumbas de su familia de las que fueron extraídos.
—No se moleste, es un mairu-beso, el brazo de un niño muerto sin bautizar, y los niños muertos sin bautizar no se enterraban oficialmente en los cementerios en aquel entonces.
Esperó a estar fuera de la comisaría para volver a llamar. Consultó su reloj, eran casi las ocho. Echaba de menos a James y a Ibai; llevaba todo el día fuera de casa y aún tendría que conducir algo más de media hora hasta Elizondo. Ya no nevaba, y el frío de la tarde, que se había convertido en noche hacía horas, la estimuló haciéndola temblar y contribuyendo a aclarar su mente, a cerrar en un departamento estanco lo que acababa de oír en la comisaría y a trazar un plan de trabajo. Se detuvo junto a la puerta del coche, marcó el número del teniente Padua de la Guardia Civil y le explicó lo que necesitaba.
—He obtenido unas muestras de ADN de víctimas de casos idénticos al de Johana Márquez, Lucía Aguirre y el de Logroño. Necesito acceso a los huesos hallados en la cueva para compararlos.
—Sabe que si no lo recogió alguien del laboratorio criminalístico no tendrá valor judicial.
—No me preocupa el valor judicial, oficialmente no tengo ningún caso, y obtendré más si es necesario; tengo a familiares directos. Lo que necesito ahora es poder compararlo con los huesos hallados en la cueva: si hubiera coincidencia estaría estableciendo una serie y no tendría dificultades para obtener una orden de exhumación de los cadáveres. Ahora mismo son los maridos los que aparecen como responsables de las amputaciones. Si no logro establecer la relación entre las víctimas y los huesos de Baztán, no tengo nada.
—Inspectora, sabe que quiero ayudarla, yo la metí en esto, pero de sobra conoce el problema de competencias entre los cuerpos de policía; si no obtiene una orden judicial, no se los darán.
Colgó y se quedó mirando el teléfono como si se debatiese entre marcar o arrojarlo lejos de sí.
—Maldita sea —dijo marcando el número personal del juez Markina.
La voz masculina y educada del juez le respondió al otro lado.
—Buenas tardes, inspectora —saludó.
Al oír su voz, se sintió de pronto turbada y se sorprendió pensando en su boca, en la línea definida que dibujaba sus labios húmedos y llenos. Como una adolescente, tuvo el impulso de colgar el teléfono, abrumada por la vergüenza.
—Buenas tardes —acertó a contestar.
El juez permaneció en silencio pero pudo oír su respiración al otro lado de la línea, y sin proponérselo imaginó cómo sería la calidez de su aliento en la piel. A pesar del intenso frío, enrojeció hasta la raíz del pelo.
—Señoría, la investigación del caso que le expuse ha avanzado en la dirección que esperaba. He obtenido muestras de ADN de dos víctimas más y necesitaría poder compararlas con los huesos que aparecieron en Baztán y que están bajo la custodia de la Guardia Civil.
—¿Está en Pamplona?
—Sí.
—Está bien, en media hora en el restaurante Europa.
—Señoría —protestó—. Creo que fui muy clara en nuestra última entrevista respecto al interés que me mueve en este caso.
Pareció dolido cuando contestó:
—Me quedó claro, inspectora, acabo de llegar de viaje y voy a cenar en el Europa, es lo más pronto que puedo recibirla. Pero, si lo prefiere, puede venir a mi despacho mañana a partir de las ocho de la mañana. Llame a mi secretaria y ella lo arreglará.
De pronto se sintió estúpida y pretenciosa.
—No, no, lo siento, en media hora estaré allí.
Colgó el teléfono, recriminándose su torpeza.
«Habrá creído que soy una imbécil», pensó mientras se metía en el coche.
Antes de arrancar hizo otra llamada al subinspector Etxaide y le contó las novedades sobre su viaje a Bilbao y Burgos, y la reunión con el comisario. Al fin y al cabo, a Jonan se lo debía.
Al bar del Europa se accedía por la fachada adyacente al restaurante, junto a la puerta del hotel del mismo nombre, y a pesar de que durante la tarde habían caído unos copos que ya habían desaparecido, algunos clientes del bar charlaban junto a la entrada, apoyando sus copas de vino en un par de altas mesas que custodiaban la entrada del local.
Vio a Markina en cuanto traspasó la puerta. Se sentaba solo al final de la barra y habría sido difícil no fijarse en él. El traje gris con camisa blanca y sin corbata le daba el tono serio que desmentía el corte de pelo, que le caía sobre la frente en mechones castaños. Se sentaba en la banqueta tan relajado y elegante como salido de una revista de moda.
Un animado grupo de amigas, que ya habían dejado atrás su tierna juventud, prodigaban miradas y comentarios apreciativos al juez, que, impasible, hojeaba el manoseado periódico y que sonrió un poco al verla entrar provocando que al menos la mitad de las féminas se volviese para ver el objeto de interés y centrar en ella sus maldiciones.
—¿Le apetece vino? —dijo a modo de saludo, indicando su propia copa y haciendo un gesto al camarero.
—No, creo que tomaré una Coca-Cola —contestó.
—Hace demasiado frío para beber Coca-Cola. Tome un vino. Le recomiendo éste, un Rioja excelente.
—Está bien —accedió.
Mientras el camarero servía el vino se preguntó por qué no era más firme, por qué siempre terminaba aceptando las invitaciones de Markina. Él le cedió su banqueta e hizo una incursión hasta el grupo de mujeres que bebían de pie y le cedieron encantadas otro taburete. Lo colocó a su lado y se sentó frente a ella y de espaldas a las mujeres, que no le quitaban ojo. Markina la miró durante cinco eternos segundos y bajó la mirada, azorado.
—Espero que se sienta más cómoda aquí que en el restaurante.
No contestó, y ahora fue ella la que bajó la mirada, confusa y sintiéndose absurdamente injusta.
—Entonces, ¿ha estado en Bilbao? —preguntó él, recuperando el tono profesional.
—Y en Burgos, en un pequeño pueblo de cuarenta habitantes. Las dos víctimas murieron hace dos y dos años y medio respectivamente, ambas a manos de sus esposos, que se suicidaron tras cometer el crimen. Las dos eran originarias de Baztán, aunque se habían criado fuera, y en los dos crímenes hubo una amputación completa del antebrazo, que no apareció en el posterior registro.
El juez la escuchaba con atención, mientras bebía pequeños sorbos de su copa. Tuvo que hacer serios esfuerzos por concentrarse en no mirar su boca ni el modo en que se humedecía los labios con la lengua.
—… Y en ambos casos la misma firma, «Tarttalo», escrita con sangre en las paredes o en una carta de suicida, esa sola palabra.
—¿Qué necesita para continuar?
—Es imprescindible que pueda establecer la relación que sospecho, y para eso necesito acceder al menos a las muestras de los huesos que halló la Guardia Civil en la cueva de Baztán. Si hubiera coincidencia, podríamos abrir una investigación oficial y pedir los huesos originales para efectuar una reconstrucción o una segunda autopsia de los cadáveres, que nos daría un cien por cien de seguridad.
—¿Está hablando de exhumar los cadáveres? —quiso aclarar él.
Ya sabía que la idea no le iba a gustar; a ningún juez le gustaba. Solían encontrarse con la oposición frontal de las familias, unida a la desagradable parafernalia que conllevaba. Por eso, cuando un juez concedía una orden para efectuar la exhumación de un cadáver, lo hacía in extremis, y esto, en más de una ocasión, complicaba la labor del investigador, que se las tenía que ver con muestras de ADN que no podía llegar a comparar para establecer pertenencias sin lugar a ningún tipo de duda. Y todos los abogados del mundo sabían que si había duda razonable su cliente tenía la libertad asegurada.
—Sólo en el caso de que hubiese coincidencia entre las muestras de los huesos y las cinco víctimas que hasta ahora tenemos.
Recalcó «tenemos» con intención. Si le hacía sentir parte de la investigación y el juez era por lo menos la mitad de honesto de lo que se decía por los juzgados, se sentiría responsable de administrar justicia para aquellas víctimas, y eso era lo que importaba.
—¿Recogió usted las muestras que tiene?
—Sí.
—¿Observó el procedimiento?
—Sí, con todo cuidado. De todos modos no tendremos problemas con esto, la hermana y la tía de las víctimas entregaron las muestras de forma potestativa y les hice firmar el documento de cesión voluntaria.
—No quisiera levantar un revuelo innecesario con esto hasta que no tengamos algo más firme; no es un secreto que la discreción en los juzgados brilla por su ausencia.
Amaia sonrió, había dicho «tengamos»; estaba segura de que la autorizaría.
—Le garantizo que estoy siendo extremadamente prudente; sólo uno de mis colaboradores de más confianza está al tanto, y tengo previsto recurrir a un laboratorio ajeno al sistema para realizar los análisis.
El juez lo pensó unos segundos, mientras dibujaba con sus dedos distraídamente la línea de la mandíbula, en un gesto que a Amaia le pareció masculino e increíblemente sensual.
—Cursaré la orden mañana a primera hora —dijo—. Continúe así, está haciendo un buen trabajo. Manténgame informado de cada paso que dé, es importante si tengo que respaldar sus avances… y…
Se detuvo un instante mientras la miraba de nuevo de aquel modo.
—Por favor, cene conmigo —rogó en un susurro.
Ella lo miró sorprendida porque era una experta en trazar perfiles de comportamiento, en interpretar el lenguaje no verbal, en distinguir cuándo alguien mentía o estaba nervioso, y en ese instante supo con certeza que no tenía delante a un juez, sino a un hombre enamorado.
Su teléfono móvil sonó en ese momento. Lo sacó de su bolso y vio que en la pantalla aparecía el nombre de Flora, y eso en sí mismo ya constituía una rareza. Flora jamás la llamaba, ni siquiera en Navidad o en su cumpleaños; prefería enviar tarjetas, tan correctas y formales como ella misma.
Miró desconcertada a Markina, que esperaba, expectante, su respuesta.
—Perdóneme, tengo que contestar —dijo, poniéndose en pie y saliendo a la calle para poder oír algo entre el bullicio creciente del bar—. ¿Flora?
—Amaia, han llamado de la clínica, es la ama. Por lo visto ha pasado algo grave.
Amaia permaneció en silencio.
—¿Estás ahí?
—Sí.
—El director dice que ha tenido un ataque y ha herido a un celador.
—¿Por qué me llamas, Flora?
—Oh, créeme que no lo haría si esos estúpidos no hubieran llamado a la Policía Foral.
—¿Han llamado a la policía? ¿Cómo de grave ha sido la agresión? —preguntó, mientras acudían a su mente imágenes que creía desterradas.
—No lo sé, Amaia —dijo con el tono que empleaba para los que abusaban de su paciencia—. Sólo me han dicho que estaba allí la policía y que fuésemos cuanto antes. Yo salgo ahora para allá, pero por más que corra no llegaré antes de dos horas.
Suspiró vencida.
—De acuerdo, me pongo en camino. Avísales de que llegaré en algo más de media hora.
Entró de nuevo en el local, que en el último cuarto de hora se había llenado, y sorteó a los clientes hasta llegar junto al juez.
—Señoría —dijo acercándose para conseguir hacerse oír—, debo irme, ha surgido una urgencia —explicó.
De pronto le pareció que estaban demasiado cerca y retrocedió un paso tomando su abrigo del respaldo del taburete.
—La acompaño.
—No es necesario, tengo el coche muy cerca —explicó.
Pero él ya se había puesto en pie y caminaba hacia la puerta. Ella le siguió y mientras salían, observó cómo las mujeres del grupo la miraban. Inclinó la cabeza y apurando el paso alcanzó al juez.
—¿Dónde tiene el coche?
—Aquí mismo, en la calle principal —respondió.
Sonriendo levemente le quitó el abrigo de las manos y lo sostuvo para que ella se lo pusiera.
—Me lo quitaré enseguida para conducir.
Él se lo colocó sobre los hombros y quizá dejó que sus manos reposasen en ellos un poco más de lo necesario. No dijo una palabra hasta que llegaron al coche. Amaia abrió la puerta, lanzó dentro el abrigo y se metió en el interior.
—Buenas noches, señoría, gracias por todo, le mantendré informado.
Él se inclinó junto a la puerta abierta y dijo:
—Dígame, si no llega a ser por esa llamada, ¿habría aceptado?
Tardó dos segundos en contestar.
—No.
—Buenas noches, inspectora Salazar —dijo, empujando la puerta.
Arrancó el motor, salió hacia la carretera y se volvió a mirar. Markina ya no estaba allí, y eso le hizo sentir un vacío inexplicable.