13

Aunque el cielo, fuera del dosel del bosque, aún se veía bastante claro, en cuanto penetraron en la arboleda, el nivel de luz descendió considerablemente. Caminaron a buen paso con dos maletines rígidos que Amaia ayudó a llevar a Etxaide mientras se alumbraban con las potentes linternas del equipo. Una vez cruzado el puentecillo, subieron por la ladera de la colina hasta la gran roca.

—Es aquí detrás —anunció Amaia, apuntando el haz de la linterna hacia la entrada de la cueva.

Tardaron apenas quince minutos en llevar a cabo todo el proceso. Las fotografías previas, rociar la pared con aquel milagro llamado Luminol que había revolucionado la ciencia forense al permitir detectar trazas de sangre que reaccionaban catalizando la oxidación y volviéndose visibles a una luz con una longitud de onda diferente a la normal, algo tan simple como la bioluminiscencia que se observaba en las luciérnagas y algunos organismos marinos. Se colocaron las gafas naranjas, que neutralizarían la luz azul para permitirles ver una vez apagadas las linternas. Para encender «una nueva luz».

Amaia sintió un espasmo en la espalda, una sensación desagradable y eufórica a un tiempo ante la certeza de haber encontrado el extremo del hilo del que tirar. Retrocedió unos pasos, mientras indicaba a Jonan a qué altura sostener la luz que lo hacía visible, y fotografió una y otra vez el mensaje escrito en la roca de aquella cueva donde una bestia había escrito con sangre: «Tarttalo».

El subinspector Etxaide caminaba en silencio a su lado, mientras regresaban hasta el lugar donde estaban los coches. Bajo las copas de los árboles, había anochecido casi totalmente, y el viento batía las ramas, produciendo un ruido colosal plagado de crujidos y crepitaciones de la madera al retorcerse. El cielo se iluminaba de vez en cuando con el fulgor de un rayo que tras los montes anunciaba el regreso del genio de las cumbres. A pesar del estruendo, casi podía oír los pensamientos del subinspector, que a cada paso le dirigía miradas cargadas de interrogantes, que sin embargo se guardaba.

—Habla de una vez, Jonan, o explotarás.

—Johana Márquez fue asesinada hace trece meses a unos kilómetros de aquí, y su brazo amputado apareció en esta cueva en la que alguien ha escrito «Tarttalo», el mismo mensaje que Quiralte escribió en la pared de su celda, antes de seguir a Medina al infierno.

—Eso no es todo, Jonan —dijo ella, deteniendo su marcha para mirarle—. Es también el mismo mensaje que un preso dejó en la cárcel de Logroño cuando se suicidó después de asesinar a su mujer. A todas les amputaron un brazo que no apareció, a excepción del de Johana, que estaba entre los huesos que la Guardia Civil halló en esta cueva —dijo, emprendiendo de nuevo la marcha.

Tras unos segundos en silencio en los que pareció estar asimilando la información, Jonan preguntó:

—¿Usted cree que todos esos tipos estaban de acuerdo?

—No, no lo creo.

—¿Y cree que de algún modo todos trajeron los miembros que habían amputado hasta aquí?

—Alguien los trajo, pero no fueron ellos, y tampoco creo que fueran ellos los que llevaron a cabo las amputaciones. Estamos hablando de tipos agresivos, borrachos violentos, la clase de persona que se deja llevar por sus más bajos instintos, sin reparar en cuidado de ninguna clase.

—Está hablando de una tercera persona que habría intervenido en todos los crímenes, pero ¿como encubridor?

—No, Jonan, no como encubridor, sino como inductor, alguien con un control tal sobre ellos que les indujo primero al crimen y después al suicidio, llevándose un trofeo con cada una de esas muertes y firmando en todos los casos con su nombre, Tarttalo.

Jonan se paró en seco y Amaia se volvió para mirarle.

—Todos estábamos equivocados, cómo he podido ser tan necio, estaba claro…

Amaia esperó. Conocía a Jonan Etxaide, un policía con dos carreras, en antropología y arqueología…, un policía nada corriente, con puntos de vista nada corrientes, y desde luego, sabía que no era un necio.

—Trofeos, jefa, usted lo ha dicho, los brazos eran trofeos y los trofeos se guardan como símbolos de lo ganado, de los honores, de las presas que se han cobrado; por eso no me cuadraba que hubieran sido abandonados, tirados de cualquier modo en una cueva recóndita, no encaja, a menos que sean los trofeos del tarttalo. Jefa, según la leyenda, el tarttalo se comía a sus víctimas y después arrojaba los huesos a la puerta de su cueva como muestra de su crueldad y aviso para todo el que osase acercarse a su guarida. Los huesos no habían sido tirados ni abandonados, sino dispuestos con el máximo cuidado para transmitir un mensaje.

Ella asintió.

—Y eso no es lo más alucinante, Jonan: nuestro tarttalo se ajusta a la descripción hasta límites insospechados. Los huesos presentaban trazos planos y paralelos que se identificaron como marcas de dientes. Dientes humanos, Jonan.

Él abrió los ojos, sorprendido.

—Un caníbal.

Ella asintió.

—Compararon las huellas del mordisco con las del padrastro de Johana y con las de Víctor, por si acaso, pero no hubo coincidencia.

—¿A cuántos cadáveres pertenecían los huesos que encontraron?

—A una docena, Jonan.

—Y sólo se estableció relación con Johana Márquez.

—Eran los más recientes.

—¿Y qué se hizo con los demás?

—Se procesaron, pero sin ADN con que comparar…

—Por eso me ha hecho buscar a mujeres de Baztán víctimas de violencia machista…

—Las tres que tenemos hasta ahora eran de aquí o vivían aquí desde pequeñas, como Johana.

—Es increíble que nadie relacionase el hallazgo de antebrazos con mujeres asesinadas a las que les faltaba un miembro. ¿Cómo es posible?

—Los asesinos confesaron los crímenes voluntariamente: es verdad que al menos en dos de los casos los fulanos se desentendieron de la parte de la amputación, pero quién iba a creerles. Los datos no se cruzaron, y esto seguirá así mientras no se cree un equipo especial de crimen que recoja y unifique toda la información, mientras nos tengamos que mover entre competencias de los distintos cuerpos de policía. Tú mismo has podido comprobar lo difícil que es indagar en este tipo de asesinatos. Los crímenes machistas apenas tienen repercusión, se cierran y se archivan rápidamente, más si el autor confiesa y se suicida. Entonces es un caso cerrado y la vergüenza que sienten las familias sólo contribuye a silenciarlo.

—He encontrado dos mujeres más nacidas en el valle que murieron a manos de sus parejas. Tengo los nombres y las direcciones donde vivían cuando sucedió, una en Bilbao y la otra en Burgos. Era lo que iba a decirle cuando me llamó antes a comisaría, se pusieron esquelas por ambas en las funerarias del valle.

—¿Sabemos si sufrieron amputaciones?

—No, no se menciona nada…

—¿Y de los agresores?

—Los dos muertos: uno se suicidó en el mismo domicilio antes de que llegase la policía y el otro huyó y lo encontraron horas más tarde, se había colgado de un árbol en un huerto cercano.

—Tenemos que localizar a algún familiar. Es importantísimo.

—Me pondré a ello en cuanto regresemos.

—Y, Jonan, ni una palabra de esto, es una investigación autorizada, pero no queremos hacer ruido, de cara a la galería nos ocupamos de la profanación de la iglesia.

—Le agradezco que confíe en mí.

—Antes dijiste que además de haber localizado a dos nuevas víctimas, tenías alguna novedad más respecto a las funerarias.

—Sí, casi se me olvida con todo este follón. Bueno, más que nada es una anécdota curiosa, pero en la funeraria Baztandarra me contaron que hace unas semanas una mujer entró en el establecimiento arrastrando a otra mientras le gritaba y le obligaba a caminar a empujones. Preguntó por los ataúdes, y cuando el propietario le indicó el lugar de la exposición, arrastró hasta allí a la otra mujer y le dijo algo así como que era mejor que fuese eligiendo uno, ya que iba a morir pronto. El de la funeraria dice que la mujer estaba aterrorizada, que no dejaba de llorar mientras repetía que no quería morir.

—Sí que es curioso —admitió Amaia—. ¿Y no sabe quiénes eran? Me extraña…

—Dice que no —dijo, poniendo cara de circunstancias.

—Éste debe de ser el único lugar del mundo en el que todos saben lo que hacen sus vecinos y nadie quiere contarlo —dijo encogiéndose de hombros.

Amaia sacó su móvil y comprobó la cobertura y la hora, sorprendida de lo temprano que era a pesar de la escasa luz y recordando cómo la señal horaria se había evaporado de la pantalla mientras hablaba con aquella joven en el río.

—Vamos —dijo emprendiendo de nuevo la marcha—, tengo que hacer una llamada.

Pero no tuvo tiempo; cuando alcanzaban su coche, el teléfono sonó. Era Padua.

—Lo siento, inspectora, la mujer de Logroño no tenía familia, así que fueron los familiares del marido los que se ocuparon de sus restos; los incineraron.

—¿Y no hay nadie? ¿Ni padres, ni hermanos, ni hijos?

—No, nadie, y no tenía hijos, pero había una amiga íntima. Si quiere hablar con ella puedo conseguirle su teléfono.

—No será necesario, no pensaba en hablar, sino más bien en comparar ADN.

Colgó tras darle las gracias. Y se entretuvo un rato mirando la tormenta, que seguía atronando tras los montes y cuyo perfil se dibujaba con cada rayo en un cielo que por lo demás se veía limpio de nubes.

«Ya viene», resonó la voz de la joven en su cabeza. Un escalofrío recorrió su cuerpo y subió al coche.

La comisaría iluminada en la noche precoz de febrero se veía extraña, como un crucero fantasmal que hubiera equivocado su rumbo yendo a parar allí por error. Aparcó su coche junto al de Jonan, y cuando entraban por la puerta se cruzaron con Zabalza, que salía acompañando a unos civiles. Beñat Zaldúa y su padre, supuso. El subinspector la saludó brevemente, evitando mirarla, y continuó su camino sin detenerse.

Amaia dejó a Jonan trabajando y se acercó al despacho de Iriarte.

—He visto a Zabalza saliendo con el chico y su padre. ¿Qué ha sacado en limpio?

—Nada —dijo, negando con la cabeza—, es un caso muy triste. Un chico listo, muy inteligente para ser justos. Deprimido por la muerte de su madre, padre alcohólico que le maltrata. Traía la cara y el cuerpo marcados, pero aunque hemos insistido, dice que se cayó por las escaleras. El blog constituye su vía de escape y el medio con que llenar sus inquietudes culturales. Es un adolescente enfadado, como casi todos, sólo que éste tiene motivos para estarlo. Me ha hecho una exposición sobre los agotes y su vida en el valle que me ha dejado con la boca abierta. Diría que simplemente los utiliza como fuga para su frustración, pero no creo que haya tenido nada que ver con las profanaciones, de verdad que no me lo imagino destrozando la pila bautismal a hachazos. Es…, cómo le diría, frágil.

Ella se quedó pensando en cuántos perfiles de asesinos frágiles, con aspecto de no haber roto un plato en su vida, había estudiado. Observó a Iriarte y decidió darle un voto de confianza; era inspector, no se llegaba a serlo sin buen ojo, y al fin y al cabo, ella había tomado la decisión de delegar en él.

—Está bien, si descarta al chico, ¿por dónde sugiere que continuemos?

—Pues no hay mucho, la verdad, aún no han llegado los informes forenses de los mairu-beso, tenemos una patrulla permanentemente frente a la iglesia y no ha vuelto a producirse ningún incidente.

—Yo interrogaría a las catequistas, a todas, de una en una y en sus casas. A pesar de que el párroco dijo no haber tenido problemas con nadie, quizá las señoras recuerden algo que a él se le escapó, o que por alguna razón prefiera reservarse, y debería ir usted con Zabalza. He notado que cae bien a las mujeres de cierta edad —dijo, sonriendo—, si les tira de la lengua quizá consiga que le cuenten algo, además de invitarle a merendar.

Dando un rodeo, Amaia condujo hasta la plaza del mercado y cruzó el río por Giltxaurdi. Atravesó el barrio lentamente, moviéndose con cuidado entre los coches aparcados, cuando un grupo de tres chavales en bici la adelantaron cruzándose ante el coche y dándole un buen susto. Giraron a la derecha y se metieron en la parte de atrás del obrador. Subió el coche a la acera para que no interrumpiera el paso, y los siguió a pie llevando en la mano la linterna apagada. Desde lejos, ya pudo distinguir sus risas, y que ellos también llevaban linternas. Caminó pegada a la pared hasta que estuvo a su altura y entonces encendió la potente luz y apuntó con ella, a la vez que se identificaba.

—Policía. ¿Qué hacéis aquí?

Uno de los chicos se dio tal susto que perdió el equilibrio, precipitándose con bici y todo contra sus compañeros. Mientras luchaban por no caerse, uno de ellos hizo visera con la mano para mirarla.

—No hacemos nada —dijo nervioso.

—¿Cómo que no? ¿Qué hacéis aquí entonces? Ésta es la entrada trasera de un almacén, aquí no se os ha perdido nada.

Los otros dos chicos habían enderezado sus bicis y contestaron:

—No hacíamos nada malo, sólo venimos a mirar.

—¿A mirar qué?

—Las pintadas.

—¿Las habéis hecho vosotros?

—No, de verdad que no.

—No mintáis.

—No mentimos.

—Pero sabéis quién las ha hecho.

Los tres chicos se miraron, pero permanecieron en silencio.

—Voy a hacer una cosa, voy a pedir que venga un coche patrulla, voy a deteneros por vandalismo, voy a avisar a vuestros padres y quizá entonces se os refresque la memoria.

—Es una vieja —soltó uno.

—Sí, una vieja… —le secundaron los otros.

—Viene todas las noches y escribe insultos, ya sabe, puta, zorra, esas cosas. Un día la vimos meterse aquí, y cuando se fue vinimos a ver…

—Viene todas las noches, para mí que está loca —sentenció el otro.

—Sí, una vieja grafitera, loca —dijo el primero. A los otros les hizo gracia y se rieron.