Juanitaenea estaba detrás del hostal Trinkete, en una zona plana de tierra oscura y rodeada de huertos. Las casas más cercanas se encontraban a unos trescientos metros y componían un grupo en contraste con la casa solitaria de piedra oscura por el tiempo, los líquenes y la lluvia reciente, que parecía haber penetrado en la fachada tornándola de un color semejante a la galleta.
El ancho alero de madera tallada sobresalía más de metro y medio, preservando de la humedad la última planta, que en contraste se veía más clara. El acceso se encontraba en el primer piso, al que se accedía por una escalera exterior, estrecha y sin barandilla, que parecía surgir de la pared y que se veía demasiado angosta e irregular. En la planta baja, dos arcos de medio punto flanqueaban la fachada abriéndose en dos puertas que habían sido sustituidas por toscos tablones. En compensación, la enorme entrada cuadrada entre los arcos conservaba sus hojas de hierro, que aún estando oxidado mostraba la belleza del trabajo de herrería que algún artesano de la zona realizó en otro tiempo, en el que el esmero y el valor de lo bien hecho cobraban una importancia extraordinaria. El caserío estaba rodeado de terreno por todos sus lados. En la parte trasera se veía un grupo de viejos robles y hayas y un sauce llorón que Amaia ya recordaba soberbio desde su infancia. El ingreso al terreno se efectuaba por delante, y en uno de los costados se veía un huerto de unos mil metros cuadrados que aparecía labrado y plantado.
—Desde hace años, un hombre se ocupa del huerto. Me pasa algunas verduras y al menos lo mantiene limpio, no como el resto —dijo haciendo un amplio gesto hacia la parte delantera, donde se veían restos de tableros, cubos de plástico y despojos inidentificables de lo que parecían muebles viejos.
El entusiasmo de James se moderó cuando vio la puerta en lo alto de la singular escalera.
—¿Hay que subir por ahí? —preguntó mirando los escalones con desconfianza.
—Hay una escalera interior que accede a la segunda planta desde la cuadra —explicó Engrasi, cediéndole una llave con la que señaló el candado y las cadenas que cerraban uno de los arcos.
La vetusta puerta se trabó un poco cuando James la empujó hacia el interior. Engrasi accionó un interruptor y una polvorienta bombilla se encendió allá arriba, en alguna parte, arrojando una luz naranja e insignificante que se perdió entre las altas vigas.
—Por eso insistí en que viniésemos por la mañana, no hay mucha luz aquí —dijo dirigiéndose a las ventanas cerradas con maderas que aparecían cubiertas de polvo y telarañas—. James, si me ayudas quizá podamos abrir una de éstas.
Las manijas de cobre parecían trabadas, pero cedieron al fin ante la insistencia de James, abriéndose hacia dentro y dejando que la luz de la mañana entrase a raudales y dibujase en la oscuridad un trazo perfecto de polvo en suspensión.
James se volvió, incrédulo, contemplando todo el local.
—Madre mía, ¡esto es enorme!, y altísimo —dijo, fascinado con las gruesas vigas que cruzaban el techo de lado a lado de la estancia.
Engrasi sonrió mirando a Amaia:
—Venid por aquí —dijo señalando una escalera de madera oscura que se dividía en dos elegantes ramas que ascendían hasta perderse en la planta superior.
James estaba muy sorprendido.
—Es increíble que una escalera de estas características esté en la cuadra…
—No lo es tanto —explicó Amaia—. Durante siglos, la cuadra fue la estancia más importante de las casas, esta escalera era como tener un acceso a tu garaje.
—Subid con cuidado, no sé cómo estará la madera —advirtió la tía.
La segunda planta estaba dividida en cuatro grandes habitaciones, la cocina y un baño en el que todas las piezas habían sido arrancadas excepto una pesada bañera con patas de garra que Amaia recordaba. Pequeñas y profundas ventanas enclavadas en los gruesos muros y portillos de madera que actuaban como contraventanas. Las habitaciones estaban completamente vacías, y de la antigua cocina sólo quedaba la chimenea, que era el doble de grande que las de los demás cuartos, y estaba fabricada con la misma piedra de las paredes exteriores, ennegrecida por los años de uso.
—No sé por qué había esperado que los muebles estuviesen aquí —dijo Amaia.
Engrasi asintió sonriendo:
—Eran buenas piezas, la mayoría artesanales, y le correspondieron a tu padre en el reparto junto con el obrador. Yo recibí la casa, la tierra que la rodea y una buena cantidad de dinero. Ya sabes, él era el hombre y el que había mostrado interés por el obrador, yo me fui a estudiar, luego a vivir a París, y sólo regresé dos años antes de que muriera tu abuela. Al día siguiente de leer el testamento, tu madre mandó venir un camión de mudanzas y vació la casa.
Amaia asintió sin decir nada. No recordaba que ninguno de los muebles de Juanita hubiese ido a parar a la casa de sus padres.
—Seguramente los vendió —susurró.
—Sí, yo también lo creo.
Oyó a James, que recorría las habitaciones entusiasmado como un niño en una feria.
—Amaia, ¿has visto esto? —dijo abriendo una ventana que daba a la estrecha escalera de la fachada.
—Seguramente estaba pensada para cuando nevaba o había inundaciones, aunque no recuerdo que nunca la usásemos. Lo más prudente sería condenarla, incluso quitarla —sugirió Engrasi.
—De eso nada —dijo James, cerrando la ventana para dirigirse al estrecho tramo de escalera interior por el que se accedía al piso de arriba.
Amaia le siguió acunando a Ibai en su mochila portabebés y canturreando al niño, que parecía contagiado por el entusiasmo de su padre y pataleaba contento.
La planta superior mostraba una inclinación que apenas ocasionaba pérdida de espacio. Un par de portillos redondos se abrían en el tejado y la luz del sol invernal iluminaba una única estancia sin divisiones, en cuyo centro se encontraba la cunita de Ibai, o eso pensó al verla.
—Tía —llamó, acercándose a la cuna.
—Perdona, hija, son demasiadas escaleras para mis rodillas —dijo Engrasi mientras alcanzaba la planta.
Amaia se apartó para permitirle ver la cuna de madera oscura. La tía miró sorprendida la cuna y después a ella sin saber qué decir. James la inspeccionó de cerca.
—Es igual que la nuestra, idéntica. Si no fuera por la capa de barniz que le di, sería exacta.
—Tía, ¿de dónde sacaste la que había en tu casa? —preguntó Amaia.
—Me la regaló mi madre cuando regresé de París y compré mi casa. Recuerdo que la tenía en la cuadra tapada con una lona, y se la pedí para usarla como leñera. Me pareció bonita con esas tallas, pero no recuerdo que hubiese dos. Imagino que serían vuestras, tuya y de tus hermanas, seguro que Juanita se las trajo aquí cuando dejasteis de usarlas.
Amaia pasó una mano por la madera polvorienta, y al hacerlo sintió una laceración en el brazo similar a una descarga eléctrica. Saltó hacia atrás sobresaltada, e Ibai rompió a llorar, asustado por su grito.
—Amaia, ¿estás bien? —se alarmó James, acercándose a ella.
—Sí… —respondió ella, frotándose la mano, que había quedado entumecida.
—Pero ¿qué te ha pasado?
—No lo sé, creo que me he clavado una astilla o algo así.
—Déjame ver —insistió James.
Después de examinar su mano atentamente, sentenció sonriendo:
—No tienes nada, Amaia, habrá sido un tirón muscular al estirar el brazo.
—Sí —contestó ella sin convencimiento.
La tía les miraba desde la escalera con el ceño fruncido, en una expresión que Amaia conocía bien.
—Estoy bien, tía —dijo intentando que su voz sonase tranquilizadora—. En serio. Este ático es precioso.
—La casa es fantástica, Amaia, mucho mejor de lo que había imaginado —dijo James, que sonreía como un niño mirando a su alrededor.
Ella asintió, complaciente. Supo desde el mismo instante en que accedió a visitar Juanitaenea que James se enamoraría de la casa, aquella casa en la que ella había estado cientos de veces en su infancia, y que sin embargo en sus recuerdos era una sucesión de visiones sueltas, como viejas fotografías en las que siempre estaba su abuela en primer plano y la casa en segundo, como si fuese tan sólo un escenario por el que transcurría la vida de su amatxi Juanita. Bajó las escaleras hasta la planta media mientras escuchaba cómo James explicaba a su tía todo lo que se podría hacer en aquel lugar.
Recorrió las habitaciones abriendo los portillos y dejando que un sol de entre las nubes iluminase las estancias proclamando la vetustez del empapelado que cubría las paredes. Apoyada en el ancho vano de la ventana, miró a lo lejos hasta localizar las torres de la iglesia de Santiago sobresaliendo por encima de los tejados perlados por la lluvia nocturna, y mantenidos así por la humedad del río Baztán, que penetraba en las tejas y en los huesos, con una sensación que parecía robada al mar, y que el pobre sol que la templaba, proyectado por los cristales de la ventana, no podría secar en todo el día. Ibai, de nuevo tranquilo, entornó los ojos y apoyó la carita contra su pecho al sentir el calor del sol. Amaia besó su cabecita aspirando el olor que emanaba de su escaso cabello rubio.
—¿Tú qué dices, mi amor? ¿Qué debo contestarle a tu aita cuando me haga la pregunta? ¿Te gustaría vivir en la casa de la amatxi Juanita?
Miró a su hijo, que en ese instante, justo antes de entregarse al sueño, sonrió.
—Ahora iba a preguntártelo —dijo James, que la miraba embelesado desde la entrada de la habitación—. ¿Qué ha contestado Ibai?
Ella se volvió a mirarle.
—Ha contestado que sí.
James recorrió varias veces más Juanitaenea antes de acceder a salir de la casa.
—Voy a llamar ahora mismo a Manolo Azpiroz. Es un arquitecto amigo mío que vive en Pamplona. Vendrá encantado a ver la casa —explicó a Engrasi, mientras cerraba de nuevo el candado de la improvisada puerta.
—Puedes quedártela —contestó la tía cuando le tendió la llave—, la necesitarás si vas a enseñársela a ese arquitecto amigo tuyo. Además, por lo que a mí respecta ya es vuestra. Cuando tengamos un rato vamos al notario y hacemos los papeles.
Él sonrió y se la mostró a Amaia:
—La llave de nuestra nueva casa, cariño.
Amaia negó con la cabeza fingiendo desaprobar su entusiasmo, y se alejó unos pasos para apreciar la fachada. El nombre, Juanitaenea, tallado en piedra sobre la puerta y el escudo ajedrezado de Baztán colocado encima. Percibió un movimiento a su espalda y se volvió a tiempo de ver un rostro arrugado que intentaba en vano ocultarse entre las varas que sostenían los cultivos del huerto. La tía se colocó junto a Amaia y dijo a viva voz, dirigiéndose al hombre:
—Esteban, éstos son mis sobrinos.
Éste se irguió mirándoles con cierta hostilidad. Levantó una mano de anchos dedos y sin decir nada reanudó su trabajo.
—Es evidente que no le caemos muy bien.
—No se lo tengáis en cuenta, es mayor, ya está jubilado y lleva veinte años ocupándose del campo. Cuando ayer le llamé para decirle que ibais a ser los nuevos propietarios, ya noté la mala gana con que acogió la noticia. Imagino que le preocupa no poder seguir ocupándose del huerto.
—¿Y se lo dijiste ayer? ¿Antes de que viniésemos a ver la casa ya le dijiste que seríamos los nuevos propietarios? —preguntó, divertida, Amaia.
Ella se encogió de hombros, sonriendo, pícara.
—Una tiene sus fuentes.
James abrazó a la anciana.
—Eres una mujer fantástica, ¿lo sabes? Pero puedes decirle que por lo menos por mí no será, hay terreno de sobra para hacer un jardín alrededor de la casa, y tener huerto me parece una buenísima idea, sólo que a partir de ahora tendrá que traernos verdura también a nosotros.
—Ya hablaré yo con él —dijo Engrasi—, es un buen hombre, un poco cerrado, pero ya veréis como cuando sepa que puede seguir trabajando el huerto su actitud cambiará.
—No sé… —dijo Amaia, volviéndose a mirarlo, medio escondido, atisbando entre las ramas de los arbustos que limitaban el campo.
El viento, que soplaba en suaves rachas, estaba disipando los restos de niebla, y más claros se abrían paso entre las nubes oscuras. No llovería en las próximas horas. Se cerró el plumífero cubriendo a Ibai y protegiéndolo contra su pecho. Entonces su teléfono vibró en el bolsillo. Miró la pantalla y contestó.
—Dígame, Iriarte.
—Jefa, Beñat Zaldúa acaba de llegar con su padre.
Amaia volvió a mirar al cielo, que se despejaba por momentos.
—Está bien, interróguele.
—… Pensaba que iba a hacerlo usted —titubeó.
—Encárguese usted, por favor, yo tengo algo importante que hacer.
Iriarte no contestó.
—Lo hará bien —añadió Amaia.
Notó cómo Iriarte sonreía al otro lado de la línea cuando contestó:
—Como usted diga.
—Una cosa más, ¿ha llegado el informe forense de los huesos de la iglesia?
—No, de momento nada.
Colgó e inmediatamente marcó el número de Jonan.
—Jonan, tendrás que ir tú a las funerarias, a mí se me va a hacer tarde, tengo una cosa que hacer.
Las hojas caídas durante el otoño estaban reducidas a una pulpa marrón y amarilla que resultaba muy resbaladiza en las zonas más inclinadas, haciendo imposible avanzar por la pista forestal con el coche. Aparcó a un lado y caminó con dificultad hasta que llegó a la linde profusa de la arboleda. Al adentrarse en el bosque, comprobó que el suelo aparecía más compacto y seco, y el viento, que la había zarandeado por el camino, resultaba apenas perceptible entre los árboles y sólo delataba su fuerza al agitar las copas, que al moverse, provocaban que los rayos del sol que penetraban en la arboleda titilasen como estrellas en una noche fría. El rumor del riachuelo que descendía por la colina le indicó la dirección. Cruzó un paso de piedra sobre las aguas, aunque habría podido sortear el pequeño arroyo saltando sobre las rocas secas. Comprobó el plano que Padua le había pasado y ascendió entre el sotobosque unos cuantos metros hasta llegar a la gran roca tras la que se encontraba la cueva. El camino se veía bastante despejado desde allí; la maleza aún no había conseguido cerrar la vereda que los guardias civiles habían abierto trece meses antes, cuando se hallaron en aquella cueva huesos humanos pertenecientes al menos a doce individuos diferentes. Una duda se le planteó de pronto. Sacó el móvil para llamar y suspiró fastidiada al comprobar que no había cobertura.
—La naturaleza nos protege —susurró.
La entrada a la cueva era suficientemente amplia como para acceder sin agacharse. Sacó del bolsillo una potente linterna de led, y obedeciendo al instinto desenfundó también la Glock. Sujetando pistola y linterna con ambas manos penetró en el interior de la grieta, que giraba levemente hacia la derecha, dibujando una pequeña ese, antes de abrirse a una estancia de unos sesenta metros cuadrados de forma bastante rectangular y que se estrechaba hacia el fondo formando un embudo natural tallado en la roca. El techo, de altura irregular, alcanzaba los cuatro metros en su punto más alto y, en la zona más estrecha, la obligaba a caminar agachada. El interior estaba frío y seco, quizás un par de grados por debajo de la temperatura exterior, y olía a tierra y a algo más dulzón que le recordó la basura orgánica. Inspeccionó las paredes y el suelo, que se veían limpios, sin restos de ninguna clase, aunque la tierra en algunos puntos se notaba algo removida. En la zona más cercana a la entrada, donde el suelo estaba más húmedo, localizó algunas huellas de pisadas antiguas y nada más. Recorrió una vez más las paredes con la potente luz y salió de la cueva. Se guardó el arma y la linterna mientras notaba un temblor que recorría su espalda. Retrocedió hasta la gran roca que señalaba la entrada y alzándose sobre la piedra divisó el lugar desde el que Mari había visto al extraño. Bajó hasta la orilla del riachuelo, y siguiendo su curso rodeó la colina hasta distinguir el lugar por el que habían subido Ros, James y ella aquel día. Amaia recordaba el ascenso más abrupto, pero reconoció la planicie de hierba rala donde Ros había tenido que descansar. El sendero desde allí se veía despejado de árgomas y se abría invitador, como si hubiese sido transitado recientemente. Ascendió por la leve inclinación sintiéndose a cada paso más nerviosa y tensa, como si mil ojos la observasen y alguien hiciese esfuerzos por contener la risa. Cuando alcanzó la cima sintió un alivio extraordinario al comprobar que no había nadie allí. Se aproximó a la gran roca mesa y comprobó sorprendida que sobre ella había un importante montón de guijarros de distinta apariencia. Maldiciendo, se volvió hasta el camino, tomó una piedra alargada y la colocó junto a las demás mientras sus ojos recorrían el paisaje sobre las copas de los árboles. Todo estaba en paz. Después de un rato, echó un vistazo alrededor sintiéndose un poco imbécil y emprendió el descenso hacia el camino por el que había venido. Por un momento, tuvo la tentación de mirar atrás, pero la voz de Rosaura resonó en su mente. «Debes salir como has entrado, y si le das la espalda nunca debes volverte a mirar». Recorrió el sendero de vuelta preguntándose qué había esperado encontrar y si era esto a lo que se refería Dupree. Desanduvo el camino hasta llegar al paso de piedra sobre el arroyo, y entonces vio algo. Primero creyó que era una chica, pero cuando se fijó mejor comprobó que las rocas cubiertas de verdín y los reflejos del sol entre los árboles la habían confundido. Puso un pie sobre el puentecillo, volvió a mirar y allí estaba. Una joven de unos veinte años se sentaba a pocos metros del puente sobre una de las resbaladizas rocas del arroyo, tan cerca del agua, que parecía imposible que hubiese llegado hasta allí sin mojarse. Aunque se cubría la parte superior con una pelliza de lana, llevaba un vestido corto que dejaba ver sus largas piernas, y a pesar del frío sumergía los pies en el río. La visión le resultó bella e inquietante, y sin saber muy bien por qué se llevó la mano hasta la Glock. La chica levantó la mirada y sonrió, encantadora, alzando una mano para saludarla.
—Buenas tardes —dijo, y su voz sonó como si cantara.
—Buenas tardes —contestó Amaia, sintiéndose un poco ridícula. Sólo era una senderista que se había acercado al arroyo para meter los pies en el agua.
«Claro, ella sola, en mitad del bosque, con seis grados de temperatura y con los pies en el agua helada», se burló de sí misma. Apretó aún más la empuñadura de la pistola y la deslizó fuera de la funda.
—¿Ha venido a dejar una ofrenda? —preguntó la joven.
—¿Qué? —susurró, sorprendida.
—Ya sabe, a dejar una ofrenda para la dama.
Amaia no contestó enseguida. Observaba a la joven, que sin dejar de mirarla hacía particiones con un pequeño peine en su largo cabello, como si la presencia de Amaia en realidad no le importase.
—La dama prefiere que traiga la piedra desde la casa.
Amaia tragó saliva y se humedeció los labios antes de hablar.
—En reali…, en realidad no venía con esa intención. Yo… buscaba algo.
La joven no le prestaba mucha atención. Seguía peinándose con un cuidado y dedicación exasperantes, que al cabo de un rato resultaba hipnótico.
Una gota de sudor frío se deslizó por su nuca haciéndole cobrar conciencia de la realidad y de cómo la luz se perdía rápidamente tras los montes. A pesar de que sólo podían ser las tres o las cuatro, se preguntó cuánto tiempo llevaría allí mirando a la chica, y entonces un trueno sonó a lo lejos y el viento allá arriba sacudió las copas de los árboles.
—Ya viene…
La voz sonó tan cerca que le produjo un sobresalto y perdió el equilibrio, cayendo de rodillas. Alarmada, apuntó con el arma hacia el lugar del que provenía la voz justo a su lado.
—Pero no has encontrado lo que buscabas.
La joven se encontraba ahora a dos metros escasos de donde estaba Amaia, sonreía sentada en el orillo del pequeño puente y dejaba que sus pies acariciasen la superficie del agua en un chapoteo lento. Hizo una mueca de desprecio mirando la pistola que Amaia sostenía con ambas manos.
—No necesitarás eso, para ver necesitas luz.
Amaia no dejó de mirarla mientras en su mente se formaba la idea. «Necesito luz», pensó.
—Una nueva luz —añadió la chica, que sin volver a mirar a Amaia, se incorporó y recorrió descalza la distancia que la separaba de un pequeño bulto donde parecía que se amontonaban sus pertenencias.
Contraviniendo la orden que clamaba desde su interior, Amaia se inclinó hacia adelante para poder seguirla con los ojos por encima del nimio borde del puentecillo, pero ya no pudo verla, incluso le pareció que nunca había estado allí.
—¡Joder! —susurró casi sin aliento, mirando alrededor con la pistola todavía en la mano. Miró al cielo tomando conciencia de que la luz se extinguiría en una hora escasa. No llevaba reloj y el del móvil parpadeó mientras los dígitos bailaban enloquecidos sin mostrar nada. Se guardó el arma y echó a correr hasta la linde del bosque con el móvil en la mano, hasta que el indicador de cobertura le indicó que ya podía llamar.
—Hola, jefa, la he estado llamando. He logrado algunos avances en las funerarias con el tema de las mujeres originarias de Baztán muertas de forma violenta, y además me han contado un par de cosas bastante interesantes.
Amaia le dejó hablar mientras recuperaba el aliento.
—Luego me lo cuentas, Jonan, estoy en la pista de tierra que hay en el desvío hacia la derecha donde estuvimos hablando con los guardas forestales, ¿recuerdas?
Él pareció dudar.
—Está bien, saldré con el coche hasta la carretera para que me veas. Necesito que traigas tu equipo de campo, una lámpara azul y un espray de Luminol.
Colgó el teléfono y marcó de nuevo.
—Padua, soy Salazar —dijo atajando su saludo—. Tengo una pregunta. Cuando encontraron los huesos en la cueva de Arri Zahar, ¿procesaron el escenario?
—Sí, todos los restos fueron recogidos, etiquetados, fotografiados y procesados, sólo que sin ADN con qué comparar no se llegó a ninguna conclusión, excepto, como ya sabe, en el caso de Johana Márquez.
—No me refiero a los restos, sino al escenario.
—No había ningún escenario, en todo caso secundario. Los huesos habían sido arrojados allí sin ninguna ceremonia ni disposición reveladora de actividad humana. De hecho, en un primer momento se pensó en animales, por las marcas de mordeduras y la disposición de los restos, hasta que el estudio forense reveló que las marcas de mordeduras correspondían a dientes humanos, eso y el hecho de que todos los huesos fueran de brazos y de mujer. Por supuesto, la cueva fue registrada y fotografiada, pero nada indicaba que fuese el escenario principal. Se tomaron muestras de tierra para descartar enterramientos ocultos, o presencia de cadaverina, lo que hubiera probado la descomposición de un cadáver allí.
Habían sido minuciosos, pensó Amaia, pero no tanto como ella.
—Sólo una cosa más, teniente. En el caso de la mujer asesinada en Logroño, ¿sabe si tenía familia? ¿Qué pasó con el cadáver?
—Ya veo que me hizo caso —comentó, excitado.
—Sí, y ya empiezo a arrepentirme —bromeó a medias.
—No, no lo sé, pero voy a llamar a los policías con los que hablé en Logroño a ver qué pueden decirme. La llamaré en cuanto sepa algo.
El subinspector Zabalza consultó la hora en su reloj mientras miraba hacia fuera por las amplias cristaleras de la comisaría, y observó cómo una ranchera se acercaba por el camino de acceso tras haber traspasado la valla. El vehículo hizo algunas extrañas maniobras mientras avanzaba, y al encarar la pequeña inclinación del camino al aparcamiento el motor se caló e hicieron falta varios intentos antes de conseguir arrancarlo de nuevo y llevarlo hasta las plazas reservadas a los visitantes. La puerta del acompañante se abrió en cuanto el coche se detuvo, y de ella salió un chico delgado vestido con unos vaqueros y un plumífero rojo y negro. De la puerta del conductor salió con bastante trabajo un hombre tan delgado como el chico, un poco más alto y de unos cuarenta y cinco años. Caminaron hacia la puerta principal y Zabalza observó que mantenían una distancia constante, como si entre ellos hubiese una parcela invisible e infranqueable que los mantuviera separados a la distancia exacta. Entornó los ojos al reconocer la sensación de una lección aprendida mucho tiempo atrás, la de que no era la distancia lo que separaba a los padres y a los hijos. Aquí estaban Beñat Zaldúa y su padre, el único sospechoso que tenían hasta ahora en el caso, y la poli estrella tenía cosas más importantes que hacer que estar presente en el interrogatorio. Los perdió de vista en cuanto penetraron bajo el alero del edificio y esperó mirando el teléfono a que la llamada sonase.
—Subinspector Zabalza, están aquí el señor Zaldúa y su hijo, dicen que han quedado con usted.
—Ahora bajo.
De cerca, el chico era extraordinariamente guapo. El pelo negro en contraste con la piel muy pálida le caía sobre la frente, demasiado largo, tapando parcialmente sus ojos y haciendo más evidente el cardenal que circundaba su pómulo. Llevaba las manos en los bolsillos y miraba al fondo del pasillo. El padre le tendió una mano sudada y farfulló un saludo que le llegó mezclado con el inconfundible olor del alcohol.
—Vengan por aquí, por favor. —Zabalza abrió la puerta de una sala y les indicó que entrasen—. Esperen un momento —dijo, tocando levemente el hombro del chico, que tembló en un gesto de dolor.
La sangre le hervía en las venas, se sentía de pronto tan furioso que apenas podía contenerse. Subió las escaleras de dos en dos, demasiado encendido como para esperar el ascensor y entró sin llamar en el despacho de Iriarte.
—Están abajo Beñat Zaldúa y su padre, el padre apesta a alcohol, a duras penas ha podido aparcar, y el chico tiene un golpe en la cara y otro, por lo menos, en el hombro: le he tocado al pasar y casi se desmaya de dolor.
Iriarte le miró sin decir nada. Bajó la tapa de su ordenador, cogió la pistola que tenía sobre la mesa y se la colocó en la cintura.
—Buenas —dijo, sentándose tras la mesa y dirigiéndose sólo al chico—. Soy el inspector Iriarte, a mi compañero ya le conoces. Como te dijo ayer por teléfono, queremos hacerte unas preguntas sobre tu blog, el tema de los agotes…
Esperó la reacción del chico, pero él se mantuvo impertérrito con la mirada baja. Cuando Iriarte creyó que ya no contestaría, asintió.
—Te llamas Beñat…, Beñat Zaldúa, un apellido agote… —sugirió.
El chico levantó la cabeza desafiante. Mientras, el padre farfullaba una queja incomprensible.
—Y estoy orgulloso —dijo Beñat.
—Es lo normal, uno debe estarlo sea cual sea su apellido —contestó Iriarte, conciliador. El chico se relajó un poco.
—Y es sobre eso sobre lo que escribes en tu blog, sobre el orgullo de ser agote.
—Esa basura que escribe todos los días le ha metido en un lío, no hace más que perder el tiempo —dijo el padre.
—Deje hablar a su hijo —ordenó Iriarte.
—Es un menor —contestó el padre con voz gangosa— y hablará sólo si yo quiero que hable.
El chico se encogió en su silla hasta que el flequillo le tapó por completo los ojos.
Zabalza percibió el temblor en su mandíbula.
—Como quiera —dijo Iriarte fingiendo claudicar—. Vamos a cambiar de tema, dime por ejemplo qué te ha pasado en ese ojo.
Sin levantar la cabeza, el chico dedicó una mirada de odio a su padre antes de contestar:
—Me di con una puerta.
—Con una puerta, ¿eh? ¿Y en el hombro? ¿También una puerta?
—Me caí por las escaleras.
—Beñat, quiero que te pongas en pie, que te quites la cazadora y que te levantes la camiseta.
El padre se puso en pie atropelladamente, tropezando con las patas de la silla y trastabillando, a punto de caer.
—No tiene derecho, es un menor y me lo llevo de aquí ahora mismo —dijo poniéndole una mano sobre el hombro y provocando en el chico un aullido de dolor.
Zabalza se lanzó sobre él retorciéndole la muñeca y conduciéndole hasta la pared, donde quedó inmovilizado.
—De eso nada —le susurró—. Voy a decirle lo que va a pasar. Sospecho por su comportamiento y el olor que despide, que ha ingerido alcohol, y ha llegado hasta aquí conduciendo. Las cámaras de la entrada le han grabado, así que en este instante procedo a realizarle un control de alcoholemia. Si se niega le detendré, y si no permite que hablemos con su hijo está en su derecho, así que avisaremos a los servicios sociales, porque como usted ha dicho es menor. Ellos le trasladarán a un centro médico, le harán un examen completo y dará igual lo que el chico diga; un médico forense puede establecer si hay maltrato o no, y actuará de oficio aunque su chico no abra la boca. ¿Qué me dice?
El hombre ya se había rendido, sólo preguntó:
—¿Cómo volveré a casa sin coche?
Iriarte dejó pasar unos minutos y mandó traer una lata de Coca-Cola que puso ante el chico; esperó a que tomase un trago antes de continuar.
—Sabrás, como todo el mundo en Arizkun, lo que ha estado pasando en la iglesia.
El chico asintió.
—Como experto en el tema agote, ¿qué opinión te merece?
El chico pareció sorprendido, se irguió un poco en la silla y se apartó el flequillo de los ojos mientras se encogía de hombros.
—No sé…
—Es evidente que hay alguien que quiere llamar la atención sobre la historia de los agotes…
—La injusticia que sufrieron los agotes —puntualizó el chico.
—Sí —concedió Iriarte—, la injusticia. Fue una época terrible para la sociedad entera, marcada sobre todo por la injusticia…, pero hace mucho tiempo de eso.
—No deja de ser injusto por eso —dijo con seguridad—. ¿Sabe?, ése es el problema, no aprendemos de la historia, las noticias dejan de serlo apenas unos días después de producirse, en ocasiones en horas, y todo parece del pasado en poco tiempo, pero olvidamos que si no les damos importancia porque ya pasaron, la mismas injusticias vuelven a repetirse una y otra vez.
Iriarte miraba al chico admirado ante la locuacidad y vehemencia con que exponía sus argumentos. Había ojeado el blog por encima, pero el discurso de aquel chaval revelaba una mente organizada e inteligente. Se preguntó hasta qué punto combativa, hasta qué punto el dolor y la rabia de un adolescente podían lanzarse como un ariete contra los estamentos más abigarrados de la sociedad para clamar por una justicia que realmente necesitaba para sí mismo, porque Beñat Zaldúa vivía la injusticia más enconada, la del desprecio del padre, la de la muerte de la madre, la de la soledad de la mente brillante.
Y mientras le escuchaba narrar la historia de los agotes de Arizkun decidió que no, que Beñat Zaldúa tenía pasión como para arder por dentro, pero sólo era un niño asustado que buscaba amor, afecto, comprensión y, lo más importante, y que lo descartaba como sospechoso, estaba solo, tan solo que daba lástima mirarlo defendiendo ideales tan elevados con el cuerpo molido a palos.
Beñat habló sin parar durante veinte minutos e Iriarte le escuchó mirando de vez en cuando a Zabalza, que había entrado y se había quedado junto a la puerta mientras escuchaba, como temeroso de interrumpir. Cuando Beñat calló, Iriarte se dio cuenta de que apenas había tomado notas mientras le escuchaba; en lugar de eso había trazado sobre el papel una sucesión de garabatos que eran habituales en él cuando pensaba.
Zabalza avanzó hasta colocarse frente al chico.
—¿Tu padre te pega? —preguntó, conmovido, quizás arrastrado por la verborrea casi fanática del chico que parecía haber trazado puentes entre los presentes, que se desvanecieron con la pregunta.
Como una flor que se repliega ante el intenso frío, el chico volvió a encogerse.
—Si te pega, nosotros podemos ayudarte. ¿No tienes más familia, tíos, primos?
—Tengo un primo en Pamplona.
—¿Crees que podrías irte con él?
El chico se encogió de hombros.
—Beñat —siguió Iriarte—, a pesar de lo que el subinspector Zabalza le ha dicho a tu padre, la verdad es que si niegas el maltrato nadie podrá ayudarte. La única manera de que podamos hacer algo por ti es que admitas que te pega.
—Gracias —dijo con una voz apenas audible—, pero me caí.
Zabalza resopló sonoramente haciendo evidente su indignación, lo que le valió un gesto de reproche de Iriarte.
—Está bien, Beñat, te caíste, y aunque así fuera, eso tiene que verlo un médico.
—Ya he pedido hora para mañana en mi centro de salud.
Iriarte se puso en pie.
—De acuerdo, Beñat, ha sido un placer conocerte —dijo, tendiéndole la mano.
El chaval extendió con cuidado el brazo.
—Y si alguna vez cambias de opinión, llama y pregunta por mí o por el subinspector Zabalza. Voy a ver cómo está tu padre. Puedes esperarle aquí, no puede conducir, así que el subinspector Zabalza os llevará de vuelta a casa.
Iriarte entró en la sala de espera en la que el padre de Beñat dormía la mona sentado en el borde de la silla para poder apoyar la cabeza en la pared. Lo despertó sin ninguna ceremonia.
—Hemos terminado de hablar con su hijo, su colaboración nos ha sido de gran ayuda.
El hombre le miró incrédulo mientras se ponía en pie.
—¿Ha terminado ya?
—Sí —dijo el policía, pero inmediatamente pensó que no, que aquello no había terminado. Poniéndose ante el hombre le cortó el paso.
—Tiene un chico muy listo, un buen chaval, y si me entero de que vuelve a ponerle la mano encima se las tendrá que ver conmigo.
—No sé lo que les habrá dicho, es un mentiroso…
—¿Ha entendido lo que le he dicho? —insistió Iriarte.
El hombre bajó la cabeza; solían hacerlo. Los que golpeaban a mujeres y a chiquillos pocas veces se ponían chulos con tipos más grandes que ellos. Rodeó a Iriarte y salió de la sala, y cuando hubo salido el inspector pensó que no se sentía mejor, y sabía por qué, intuía que su advertencia era insuficiente.
Zabalza condujo hasta Arizkun en silencio escuchando tan sólo las respiraciones de los viajeros, que le acompañaban tan tensos como dos extraños, o como dos enemigos. Cuando llegaron a la entrada de un caserío a las afueras del pueblo, el hombre se bajó del coche y caminó hacia la entrada sin mirar atrás, pero el chaval se rezagó unos segundos y Zabalza pensó que quizá quería decirle algo. Esperó pero el chico no dijo nada; permaneció en el interior del coche mirando hacia la casa y sin decidirse a bajar.
Zabalza detuvo el motor del coche, encendió las luces interiores y se volvió hacia atrás para poder verle la cara.
—Cuando yo tenía tu edad también tuve problemas con mi padre, problemas como los que tú tienes.
Beñat le miró como si no entendiera lo que decía. Zabalza suspiró.
—Me daba unas palizas de pánico.
—¿Por ser gay?
Zabalza boqueó, incrédulo ante su perspicacia, y al final contestó:
—Digamos que mi padre no aceptaba mi manera de ser.
—No es mi caso, no soy gay.
—Eso es lo de menos, no importa la razón que ellos defiendan, te ven distinto y te machacan.
El chaval sonrió con amargura.
—Ya sé lo que va a decirme, que luchó, que se mantuvo firme, y que con el tiempo todo se solucionó.
—No, no luché, no me mantuve firme y con el tiempo todo sigue igual, él no me acepta —dijo; «yo tampoco», pensó.
—¿Cuál es la lección entonces? ¿Qué quiere decirme con esto?
—Lo que quiero decirte es que hay batallas que están perdidas antes de empezar, que a veces es mejor no luchar hoy para luchar mañana, que es muy valiente y loable pelear por lo que uno cree, por la justicia de cualquier clase, pero hay que saber distinguir, porque cuando te encuentras con la intolerancia, el fanatismo o la estupidez, lo mejor es retirarse, quitarse de en medio y guardar tus energías para una causa que lo merezca.
—Tengo diecisiete años —dijo el chico como si se tratase de una enfermedad o una condena.
—Aguanta y sal de ahí en cuanto puedas, sal de esa casa y vive tu vida.
—¿Eso es lo que usted hizo?
—Eso es precisamente lo que no hice.