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Se acostó junto a James convencida de que esa noche no dormiría; en su cabeza bullían los nuevos datos. Tres crímenes aparentemente inconexos llevados a cabo por tres torpes criminales en lugares distintos, y en todos se produjo una amputación idéntica, en todos el miembro amputado desapareció de la escena, los tres asesinos se suicidaron en prisión o bajo custodia y los tres dejaron el mismo mensaje, un mensaje escrito en las paredes, excepto en el caso de Medina, que iba dirigido a ella y se lo entregó personalmente. Aunque el modo en que Quiralte había reclamado la presencia de Amaia para revelar la ubicación del cadáver también podía considerarse una entrega personal. Y ahora, al descubrir que Lucía Aguirre había nacido en Baztán, una nueva puerta se abría, quizás el nexo entre los crímenes. Debía comprobar cuanto antes la procedencia de la víctima de Logroño. ¿Cómo se llamaba? No recordaba que en el informe que le pasó Padua se mencionase. Miró el reloj una vez más, casi la una y media. Calculaba que hacia las dos Ibai reclamaría su toma, entonces se levantaría y elaboraría una lista de cosas que quería comprobar. Comenzó a tomar apuntes mentales y mientras lo hacía se durmió.

Estaba cerca del río y escuchaba, aunque no podía verlas, los chapoteos acompasados que las lamias provocaban al golpear la superficie del agua con sus pies de pato. Lucía Aguirre, con el rostro tan gris como si acabase de sacarlo de una hoguera apagada, se abrazaba la cintura con el brazo izquierdo y miraba aterrada el muñón que colgaba seccionado desde el codo. No soplaba el viento esta vez, y el chapoteo, que en el agua atronaba como lluvia, se detuvo en el instante en que los ojos pávidos de Lucía se encontraron con los suyos, y comenzó como en cada ocasión anterior a repetir su cantinela, sólo que esta vez pudo oír su voz, que le llegó seca y rasposa por la arena que llenaba su garganta, y pudo entenderla: no decía átalo, ni atrápalo, lo que dijo fue «tarttalo».

La suave llamada del bebé que despertaba fue suficiente para traerla de vuelta del sueño. Miró el reloj y se sorprendió al ver que eran las cuatro.

—Vaya, campeón, cada vez aguantas más. ¿Cuándo dormirás la noche entera? —le susurró mientras lo tomaba en brazos.

Después de la toma le cambió el pañal y volvió a acostarlo en su cuna.

—James —susurró.

—¿Sí?

—Me voy a trabajar. Ibai ya ha comido, dormirá hasta la mañana.

James murmuró algo y le lanzó un torpe beso.

La calefacción funcionaba al mínimo durante la noche y cuando entró en el despacho de la comisaría, agradeció haberse puesto un grueso jersey de lana y el plumífero que James le exigía que llevase. Encendió el ordenador y se preparó un café en la máquina del pasillo mientras repasaba la lista mental de acciones. Se sentó tras la mesa y comenzó a buscar, repasando todo lo que tenía respecto al caso de Logroño en las notas que Padua le había pasado. Tal y como recordaba, no había ninguna mención a la identidad de la víctima, que tan sólo aparecía con las iniciales I.L.O.

Entró en Google y buscó en las hemerotecas de los principales periódicos de La Rioja y encontró varias menciones en las que se hablaba del crimen y del agresor: Luis Cantero, pero nada más acerca de la víctima. Encontró un artículo referente al juicio en el que se hablaba de Izaskun L. O. y por fin otro que comentaba la sentencia del asesinato de I. López Ormazábal.

Izaskun López Ormazábal. Introdujo el nombre completo en el programa de la policía para la identificación de personas y al cabo de unos segundos estaba viendo los datos del DNI.

Izaskun López Ormazábal

Hija de Alfonso y Victoria.

Nacida en Berroeta, Navarra, el 28 de agosto de 1969. Fallecida…

Se quedó helada mientras releía una y otra vez los datos. Nacida en Berroeta, un pequeño pueblo de poco más de cien habitantes que estaba a escasos doce kilómetros de Elizondo y que desde luego pertenecía a Baztán. La certeza del descubrimiento casi la mareó. Suspiró, liberada de la presión que había acumulado en las últimas horas y miró alrededor buscando en el silencio de la sala vacía a alguien con quien compartir su hallazgo y su desasosiego, porque lejos de sentir alivio al ver su sospecha confirmada, era consciente de que el abismo que tanteaba había estado allí todo el tiempo, que no lo era menos cuando no sabía de su existencia, pero ahora cobraba visos de una realidad ardiente y palpitante que clamaba desde el suelo, mezclada con la sangre de las víctimas, y que no dejaría de hacerlo hasta que desentrañase la verdad. Sabía ya que no sería fácil, pero lo haría, aunque para ello tuviese que cavar en el mismo infierno y vérselas con el demonio, que como parte de un juego había llamado su atención escribiendo por las paredes el nombre de una bestia que se comía a los pastores, a las doncellas, a los corderos, carne de inocentes.

Como atendiendo a sus plegarias, el subinspector Etxaide entró en el despacho llevando un café en cada mano.

—El policía de la entrada me ha dicho que estaba aquí.

—Hola, Jonan, pero ¿qué hora es? —preguntó mirando el reloj.

—Algo más de las seis —contestó él, tendiéndole uno de los vasos de café.

—¿Qué haces aquí tan temprano?

—No podía dormir, en el hostal donde me alojo hay un grupo de unos veinte tíos de despedida de soltero —dijo como si eso lo explicase todo—. ¿Y usted?

Amaia sonrió y durante los siguientes veinte minutos le puso al tanto de sus hallazgos.

—¿Y cree que podría haber más?

Ella no contestó enseguida.

—Algo me dice que sí.

—Podríamos buscar víctimas de violencia de género que hayan sufrido amputaciones —sugirió Jonan abriendo su portátil.

—Demasiado general —objetó ella—. Por amputación, podrían interpretarse cortes o laceraciones, y eso por desgracia es muy común en estos casos. Además, estoy segura de que en la mayoría de los casos, de haber un miembro amputado desaparecido, sería información reservada.

—¿Y víctimas que hayan nacido o vivido en Baztán?

—Ya lo he comprobado, pero el lugar de nacimiento de las víctimas generalmente no es relevante y en la mayoría de los casos no se suele mencionar más que en el certificado de defunción.

—Podemos probar por ahí; las anotaciones de defunciones del Registro Civil tienen que tener un asiento donde figuren las muertes violentas —dijo tecleando datos en su ordenador mientras ella sorbía su nuevo café intentando calentarse las manos con el vaso de papel. «Tengo que traer mi taza», pensó mientras buscaba con los ojos la lejanía del exterior, pero la ventana sólo le devolvió su propio reflejo, proyectado en la negrura de la noche que aún era absoluta en Baztán.

—Las funerarias —se le ocurrió de pronto.

Jonan se volvió hacia ella, expectante.

—¿Cómo?

—La familia de Lucía Aguirre contrató una esquela en la funeraria Baztán. No sería extraño que tras los fallecimientos se pusieran esquelas, se celebrasen misas, incluso que alguna víctima, en caso de ser nacida en el valle, hubiese sido enterrada en su pueblo, aunque en el momento del fallecimiento ya no viviese aquí.

—¿A qué hora abrirán? —preguntó él mirando el reloj.

—No creo que antes de las nueve, aunque suelen tener un número de emergencias que funciona las veinticuatro horas —contestó mirando de nuevo hacia la ventana, donde un leve y lejano resplandor anunciaba las primeras luces del alba.

—Tengo que hacer un par de cosas esta mañana, pero si puedo, me gustaría acompañarte a las funerarias, creo que en Elizondo hay dos. Busca por si hay alguna en otros pueblos, y no les llames, prefiero preguntarles personalmente, quizá les refresquemos la memoria.

Subió al coche sin quitarse el plumífero, y condujo lentamente por las calles desiertas, con la ventanilla bajada para no perderse la escandalera que los pájaros organizaban al amanecer. Al pasar por Txokoto, giró para entrar a la parte trasera del obrador, que a aquella hora estaría cerrado, y detuvo el coche con los faros apuntando a la pared. Con gruesos trazos de aerosol alguien había escrito «PUTA TRAIDORA». Permaneció allí parada un minuto mientras miraba la pintada, que perdía sentido cuanto más la leía. Dio marcha atrás y se dirigió a casa.

Encontró a Ros poniéndose el abrigo en la entrada. Se despidió de ella sin mencionar la pintada del obrador, entró en el interior silencioso de la casa en la que aún dormían todos y notó cómo, en contraste con el resto de la vivienda en la que había calefacción de gas, la temperatura del salón había descendido varios grados durante la madrugada. Se arrodilló ante la chimenea y comenzó el siempre tranquilizador ritual de encender el fuego. Lo hizo mecánicamente, repitiendo la ceremonia que había aprendido de niña y que siempre le había procurado una paz inexplicable. Cuando las llamas comenzaron a lamer los troncos más gruesos se incorporó y miró su reloj calculando la hora en Luisiana. Sacó su teléfono, buscó el nombre del agente Dupree en su lista y marcó, sintiendo que su corazón se detenía y perdía un latido, atenazado por la aprensión, mientras una voz en su interior gritaba que colgase el teléfono, que no hiciese esa llamada, justo antes de que la cálida voz del agente Aloisius Dupree le contestara desde algún lugar de Nueva Orleans.

—Buenas noches, inspectora Salazar, ¿o debo decir buenos días?

Amaia suspiró antes de contestar.

—Hola, Aloisius. Está amaneciendo —contestó mientras intentaba contener el temblor que dominaba su cuerpo, a pesar de que el fuego ya ardía en la chimenea avivado por la madera seca.

—¿Cómo estás, inspectora? —Su voz le llegó tan cálida y comprensiva como la recordaba.

—Confusa, muchas cosas juntas, quizá demasiadas —confesó.

De nada habría servido tratar de engañar a Dupree, al fin y al cabo el sentido de aquellas llamadas de madrugada era ser absolutamente sincera, si no, ¿qué objeto tendrían?

—Estoy en Baztán investigando un caso que me ha traído hasta aquí, nada serio, un tema que debo llevar más por compromiso político de mis superiores que por otra cosa, pero hoy he descubierto que el otro caso que llevo puede tener su raíz en el valle. No sé cómo explicarlo aún, pero presiento que es uno de esos casos… Y de alguna manera parece que el asesino trata de establecer un vínculo conmigo. Como en casos similares que estudié en Quantico, el modus operandi encaja con un individuo tipo Jack, de los que contactan con la policía, sólo que éste lo hace de un modo sutil, y empiezo a sospechar que quizá se trate de una personalidad más complicada. —Se detuvo para ordenar sus pensamientos.

—¿Cuánto más complicada?

—Aún no me atrevo ni a plantearlo en esos términos. Lo que sabemos es que los ejecutores son criminales de medio pelo, pequeños hurtos, robos, estafas, y en común la violencia machista. Asesinaron a mujeres de su ámbito, que por lo que sé hasta ahora, tenían lazos con el valle, una de ellas vivía aquí, las demás eran nacidas en Baztán… —Se detuvo esta vez sin saber cómo continuar—. Ya sé que parece traído por los pelos, Dupree, pero siento en las tripas que hay más de lo que parece —se justificó—, lo malo es que no sé por dónde empezar.

—Sí que lo sabes, inspectora Salazar, debes empezar por…

—Por el principio —terminó ella la frase, con un tono que revelaba su hastío.

—¿Y el principio fue?

—El asesinato de Johana Márquez —contestó.

—No —interrumpió él, secamente.

—Ése fue el primer crimen en el que supe que hubo una amputación, puede que haya otros anteriores, pero… su padre…, su asesino, me dejó una nota antes de suicidarse y eso ha desencadenado la investigación.

—Pero cuál fue el principio —volvió a preguntar Dupree casi en un susurro.

Un escalofrío recorrió su espalda y casi sintió las espinas de las árgomas arañando su anorak mientras atravesaba el estrecho sendero hasta la cueva de Mari. El tintineo de sus pulseras de oro, los largos cabellos dorados que le llegaban hasta la cintura, la media sonrisa de reina o de bruja y su voz mientras decía: «Vi a un hombre que entró en una de esas cuevas llevando un paquete que no tenía cuando salió».

Y la obtusa respuesta a su pregunta: «¿Pudo verle la cara?», «Sólo le vi un ojo». Aloisius emitió al otro lado de la línea un suspiro que sonó lejano y acuoso.

—¿Ves como lo sabías? Ahora debes regresar a Baztán.

Amaia se sorprendió ante la observación.

—Aloisius, llevo aquí dos días.

—No, inspectora Salazar, aún no has regresado.

Colgó el teléfono y permaneció unos segundos mirando el mensaje que aparecía en la pantalla.

—No deberías hacer eso.

La voz de Engrasi, que la miraba, detenida en mitad de la escalera, la sobresaltó tanto que el teléfono salió despedido yendo a parar bajo uno de los sillones de orejas que había frente a la chimenea.

—Oh, tía, me has asustado —dijo mientras se agachaba y palpaba torpemente bajo el sillón.

La anciana descendió el siguiente tramo de escaleras sin dejar de mirarla con gesto adusto.

—¿Y no te asusta eso que haces?

Amaia se irguió con su teléfono en la mano y esperó hasta que su pulso se estabilizó antes de responder.

—Sé lo que hago, tía.

—¿De verdad? —se burló ella—. ¿De verdad sabes lo que haces?

—Necesito respuestas —se justificó.

—Y yo puedo ayudarte —replicó Engrasi, dirigiéndose a la alacena y tomando el paquetito envuelto en seda negra que contenía su baraja de tarot.

—Para eso, tía, tendría que saber cuáles son las preguntas, tú me lo enseñaste, y yo no lo sé, desconozco las preguntas. Hablar con él me ayuda con eso, no olvides su currículum, uno de los mejores expertos del FBI en trastornos de la conducta y comportamiento criminal, su opinión es muy valiosa.

—Juegas con cosas que están fuera de tu alcance, niña —dijo reprendiéndola.

—Confío en él.

—Por el amor de Dios, Amaia. ¿De verdad no ves lo antinatural de vuestra relación?

Amaia iba a contestar pero se detuvo al ver que James bajaba por la escalera llevando en brazos a Ibai vestido para salir.

Su tía le dedicó una última mirada de reproche, dejó la baraja en su sitio y entró en la cocina a preparar el desayuno.