9

A las siete y media acababa de amanecer, y aunque no llovía, densas nubes parecían derramarse desde los montes que circundaban el valle, como espuma que rebosara de una bañera gigante. La vio descender por las laderas, tan densa y blanca que en apenas media hora dificultaría enormemente la conducción.

Condujo en segunda por las estrechas calles del barrio de Txokoto, decidida a tomar un café con Ros antes de ir a la comisaría. Pasó frente a los cristales polarizados y giró a la izquierda para aparcar detrás. Pisó el freno, sorprendida. Toda la pared principal del almacén aparecía cubierta con una gran pintada con espray negro. Ros, brocha en mano, se afanaba en cubrir los oscuros trazos en los que, a pesar de la primera capa de pintura, se podía leer «ZORRA ASESINA».

Amaia bajó del coche y lo observó a distancia.

—Vaya, parece que después de todo Flora no es una heroína para todo el pueblo —dijo, acercándose y sin dejar de mirar la pintada.

—Parece que no —sonrió Ros con cara de circunstancias—. Buenos días, hermanita. —Dejó la brocha apoyada en el cubo de pintura y se acercó para besar a Amaia.

—Me preguntaba si me invitarías a uno de esos maravillosos cafés de tu cafetera italiana.

—Por supuesto —dijo, entrando en el almacén tras ella.

Como había hecho siempre desde que tenía memoria, respiró profundamente al entrar en el obrador, y esa mañana le recibió el olor a esencia de anís.

—Hoy hacemos rosquillas —explicó Ros.

Amaia no contestó enseguida, el aroma que para siempre relacionaría con su madre había alterado su memoria, llevándola mucho tiempo atrás.

—Huele a…

Ros no dijo nada. Dispuso los platos y las tazas y accionó el molinillo eléctrico para obtener las dosis de café recién molido para las dos. Permanecieron en silencio hasta que Ros lo detuvo.

—Perdona que no te esperase levantada ayer, pero estaba agotada…

—No te preocupes. Al final la única que aguantó fue la tía; James e Ibai estaban como troncos cuando llegué.

Amaia lo notó enseguida. Ros apenas levantaba la cabeza de su taza, que mantenía sujeta con ambas manos y alzada frente al rostro como un parapeto tras el que esconderse, mientras bebía a pequeños sorbos.

—Ros, ¿estás bien? —preguntó, escrutando su rostro.

—Sí, claro, bien —respondió demasiado rápido.

—¿Estás segura? —insistió.

—No hagas eso.

—Que no haga ¿qué?

—Eso, Amaia, interrogarme.

Su reacción avivó aún más el interés de Amaia. Conocía a Ros, su hermana mayor, la mediana de las tres, la de corazón más tierno, la que siempre parecía llevar el peso del mundo a su espalda y la que gestionaba peor las preocupaciones, la que prefería callar y enterrar sus problemas bajo capas de silencio y maquillaje para tratar de disimular el rastro de la ansiedad.

Los operarios comenzaban a llegar y Ernesto, el encargado, se asomó a la puerta del despacho para saludar. Amaia vio cómo su hermana los recibía casi aliviada, emprendiendo conversaciones sobre las tareas del día con actitud propia del que evita una situación angustiosa. Dejó su taza en la fregadera y salió del obrador, aunque aún se entretuvo observando que bajo las capas de pintura blanca se adivinaban pintadas anteriores.

La comisaría de Elizondo no podía resultar más incongruente con la arquitectura del valle. Con sus modernas líneas rectas, más que desentonar, parecía un extraño artilugio olvidado por alguien de otro mundo. Aun así, debía reconocer la eficacia del edificio de grandes cristaleras que como una lupa pretendían atrapar el escaso sol del invierno baztanés. Subió en el ascensor planeando mentalmente la jornada, y cuando las puertas se abrieron en la segunda planta, le sorprendió el ambiente festivo de camaradería masculina con la que un grupo de policías charlaba junto a la máquina de café. El subinspector Zabalza y el inspector Iriarte parecían estar pasándolo muy bien gracias a Fermín Montes, que, por lo visto, contaba una anécdota acompañado de todo tipo de gestos. Pasó a su lado sin detenerse.

—Buenos días, señores.

La conversación cesó de pronto.

—Buenos días —contestaron al unísono, y Montes la siguió hasta la puerta del despacho.

—Salazar. —Ella se detuvo—. ¿Tiene un momento?

—Pues la verdad es que no, Montes, en un minuto debo salir para la investigación de un caso que llevamos —dijo, extendiendo la mirada a los otros dos policías, que se irguieron ante su gesto—. Quizá si me hubiera avisado antes…

Entró en el despacho y cerró la puerta dejando a Montes fuera con cara de pocos amigos. Dentro, el subinspector Jonan Etxaide trabajaba en su ordenador. Ella le saludó, jocosa.

—¿Qué pasa?, ¿no te unes a los vikingos en la máquina de café?

—No suelo tomar café, jefa, al menos no con ellos…

Amaia le miró sorprendida.

—¿Os lleváis mal?

—No, no es eso, pero supongo que no se sienten del todo cómodos conmigo.

—¿Por qué? —inquirió Amaia—. ¿No será por…?

Él sonrió.

—Bueno, que sea gay no facilita las cosas, pero no creo que sea por eso. De todos modos no se preocupe, yo no lo hago.

—«La lealtad tiene un corazón tranquilo» —citó.

—¿Lee a Shakespeare, jefa?

Ella resopló, fingiendo desaliento.

—Últimamente sólo leo libros de prestigiosos pediatras, educadores y psicólogos infantiles.

Iriarte y Zabalza entraron tras llamar a la puerta.

—Buenos días, señores —comenzó Amaia sin preámbulos—. Para la jornada de hoy, dos aspectos claros. El inspector y yo visitaremos al capellán y al párroco de Arizkun. Jonan continuará con las webs y foros anticatólicos y movimientos cercanos a los agotes en el valle. Zabalza, usted le ayudará.

Comenzaron a ponerse en pie.

—Una cosa más, les recuerdo que el inspector Fermín Montes está suspendido, su presencia en la comisaría sólo puede darse en calidad de visitante, y así mismo les recuerdo que está terminantemente prohibido que pase a áreas de uso profesional, archivos, armeros…, o que tenga acceso a cualquier información sobre el caso que nos ocupa. ¿Está claro?

—Sí —asintió Iriarte. Zabalza masculló un sí mientras enrojecía hasta la raíz del cabello.

—A trabajar, señores.

El capellán no les fue de gran ayuda. Afectado de una severa sordera, se santiguó una docena de veces mientras recorría el templo, con pasitos cortos y vacilantes, muy rápidos, sin embargo. Iriarte se volvió hacia Amaia sonriendo mientras seguían con dificultad las carrerillas del hombre, que se deshizo en aspavientos mientras les mostraba en la sacristía los restos de la pila bautismal y un banco en el que se apreciaba su ranciedad rezumando de las astillas, con el característico olor de la madera muy antigua que a Amaia le recordó el de los muebles de su abuela Juanita.

—Miren qué barbaridad —exclamó el hombre, mirando desolado los dos trozos en los que había quedado partida la pila.

Su rostro se arrugó con una absurda mueca, casi graciosa, que sostuvo hasta que las lágrimas anegaron sus ojos. Se remangó la sotana negra que le llegaba a los pies y buscó en los bolsillos del pantalón hasta que sacó un pañuelo blanco y almidonado con el que se enjugó el llanto.

—Perdónenme —rogó demasiado alto—, pero no me digan que no hay que ser un desalmado para hacer una cosa así.

Amaia miró a Iriarte y le hizo un gesto hacia la salida.

—Gracias —se despidió el inspector—, nos ha sido de gran ayuda.

—¿Qué? —preguntó el hombre, haciendo un gesto hacia su oreja.

—Que nos ha sido de gran ayuda, gracias —chilló Iriarte; su voz retumbó en el templo vacío.

El capellán asintió con grandes ademanes y Amaia se volvió a mirar al inspector, sonriendo mientras se encogía de hombros como abrumada por el estruendo.

Un viento de fuertes rachas había barrido cualquier vestigio de nubes en Arizkun, uno de esos lugares en los que el tiempo parece haberse detenido, y que situado sobre una colina se abre al cielo con la luz extraordinaria que tanto se añora en otros pueblos del valle. Los prados de color esmeralda brillan con el esplendor idílico de la perfección, y sus calles guardan bajo cada piedra mensajes de un pasado que aún está presente. Caminaron desde la iglesia hasta la casa del cura, que se encontraba justo en la calle contigua, y llamaron a la puerta. El eco de un carillón les llegó a través del portón.

Amaia observó que junto al escalón de la casa había quedado el cadáver aplastado y seco de un pajarillo casi irreconocible, y se preguntó si habría sido un coche o la fuerza del viento la que lo había estrellado contra el suelo.

—Este lugar es precioso —dijo Iriarte, mirando hacia los aleros tallados de las casas cercanas y que eran símbolo de Arizkun.

—Y cruel —musitó ella.

Una mujer de unos sesenta años les abrió la puerta y les condujo hasta el fondo de la casa por un largo pasillo que olía a cera y que les devolvió lustrosos reflejos provenientes del suelo. El padre Lokin les recibió en su despacho y Amaia comprobó que el color y aspecto de su rostro no habían mejorado desde la reunión con el obispo. Les ofreció una mano temblorosa y fría en la que era visible un horrible cardenal en la muñeca bastante inflamada.

—Oh, es hemartrosis, soy hemofílico y ésta es una de las molestias adicionales —dijo renunciando a la mesa del despacho y conduciéndoles a una salita adyacente de incómodos sillones de eskay.

Les ofreció un café, que ambos rechazaron, y se sentó.

Iriarte se sentó a su lado y Amaia esperó hasta que estuvieron colocados para hacerlo delante de él.

—Ustedes dirán —invitó el párroco, alzando las manos.

—Padre Lokin, ha declarado —dijo Iriarte fingiendo consultar sus notas— que el primer ataque, en el que se destruyó la pila bautismal, se produjo hace ahora diecisiete días…

El sacerdote asintió.

—Quiero que se remonte un par de semanas atrás, quizás un mes, y me diga si había visto a personas extrañas, desconocidos o de algún modo sospechosos… merodeando por la iglesia.

—Bueno, como ustedes ya sabrán este pueblo recibe muchas visitas de turistas, senderistas, y por supuesto la mayoría se pasan a visitar la iglesia, que es un templo precioso —dijo, dejando traslucir su orgullo.

—¿Han realizado obras o arreglos recientemente en el templo?

—No, el último arreglo fue una cornisa del ala sur, pero de eso va a hacer dos años ya.

—¿Ha tenido alguna discusión, o diferencia de criterio, con alguno de sus feligreses?

—No.

—¿Y con sus vecinos?

—Tampoco. ¿Están pensando en una venganza personal?

—No podemos descartarla.

—Se equivocan —dijo, mirando fríamente a Amaia, a pesar de que ella había permanecido en silencio.

—¿Quién ayuda en las tareas de la iglesia?

—El capellán, dos monaguillos por turno cada domingo, suelen ser niños de los que van a comulgar la próxima primavera, un grupo de catequistas… —Se llevó una mano a la sien con gesto pensativo—. Carmen, la mujer que les ha abierto la puerta, realiza la limpieza aquí y en la iglesia, se ocupa de las flores, y a veces le ayuda alguna de las catequistas.

—¿Alguna de esas personas ocupa el puesto de otra que lo hiciera anteriormente y que haya dejado de hacerlo por la razón que sea?

—Me temo que excepto el capellán y los niños comulgantes, todas las demás son mujeres de Arizkun que llevan años al cuidado de esas tareas. Lo cierto —dijo sonriendo por primera vez— es que la iglesia le debe mucho a la mujer en general —miró conciliador a Amaia—. Si no fuera por ellas, en la mayoría de las parroquias no se podrían sacar los programas adelante. De hecho, aquí en Ariz…

Amaia le cortó, lanzando una pregunta al aire.

—¿Cuántos habitantes tiene Arizkun?

—No lo sé exactamente, unos seiscientos, seiscientos veinte, más o menos.

—Seguro que conoce a todos sus feligreses.

—Así es, en un pueblo tan pequeño el trato es muy personal —sonrió, ufano.

—¿Entonces lo habría notado si últimamente hubiera tenido nuevos feligreses?

La sonrisa se congeló en su rostro.

—Sí —respondió, sorprendido—, es cierto.

—¿Chicos jóvenes? —preguntó Amaia.

—Uno, un joven del pueblo, Beñat Zaldúa. Conozco a su familia, su padre no viene a misa, es un hombre un poco rudo, pero no le critico, cada uno tiene su manera de sobrellevar el dolor. La madre sí que solía venir, murió hace seis meses, de cáncer, muy triste.

—¿Y cuánto tiempo lleva viniendo el chico?

—Un par de meses, pero es un buen chico, formal, no se mete en problemas ni se mezcla con los…, ya me entiende, otros chicos más… Aunque antes no venía a la iglesia, desde la primera comunión, solía verle en la biblioteca. Saca buenas notas, una vez me dijo que quería estudiar historia…

—Apuesto a que siempre se queda en la parte de atrás, solo y un poco separado de los demás.

La cara del padre Lokin estaba más pálida de lo habitual.

—Es así, pero ¿cómo lo sabe?

—Y nunca comulga —añadió Amaia.

Cuando salieron de la casa parroquial, el viento había arreciado barriendo las calles y azotando las fachadas desde las que algunos vecinos les observaban tras los portillos entornados. Iriarte esperó a estar en el coche para preguntar.

—¿Qué tiene de relevante que el chico se quede en la parte de atrás de la iglesia? Yo mismo lo hago. Lo de no comulgar puede ser porque aún no se sienta preparado, incluso que le dé vergüenza. Cuando un cristiano ha estado tiempo sin acudir a la iglesia puede que al volver se sienta cohibido.

Amaia le escuchó atenta.

—Puede ser todo eso, o también puede ser que está recreando un momento histórico, un tiempo en el que los agotes no podían acercarse al altar, no comulgaban o si lo hacían no era del mismo sagrario que los demás feligreses y debían permanecer en la parte de atrás del templo tras una reja que les separaba de los demás, una reja simbólica que quizás este chico esté proyectando en su mente.

—Creía que no secundaba esa teoría de la venganza agote del subinspector Etxaide.

—No estoy convencida pero tampoco voy a descartarla hasta que tengamos otra mejor, y usted habría hecho bien en leerse el informe que preparó al respecto y así sabría de qué hablo.

Iriarte permaneció unos segundos en silencio mientras encajaba la bronca.

—¿El chico actúa como si fuera un agote?

—El chico cree que es un agote. Encaja perfectamente en el perfil. No tiene buenas relaciones con su padre, el padre Lokin ha dicho que es un poco rudo, y además no acompaña a su hijo a misa. Es un chico inteligente, culto e inquieto, hasta el interés por la historia encaja y la muerte de la madre pudo ser el detonante. Un pueblo pequeño como éste puede ser demasiado «pequeño» para los sueños de un chico con inquietudes. Lo sé por experiencia. La soledad y el dolor en un adolescente son como martillo y percutor en una pistola.

Iriarte pareció pensarlo.

—Aun así, no creo que lo hiciese un adolescente solo. Es demasiado visual, demasiada puesta en escena para un chico solo.

—Estoy de acuerdo, Beñat Zaldúa tiene que tener a alguien a quien impresionar.

—¿Y a quién quiere impresionar un adolescente?

—A una chica, a su padre o a toda la sociedad demostrando lo listo que es, aunque entonces estaríamos hablando de actitudes psicopáticas —dudó Amaia.

—¿Quiere que vayamos a verle ahora? —sugirió el inspector, introduciendo la llave en el contacto y arrancando el coche.

—¿Así?, ¿sin tener nada? Si es la mitad de listo de lo que creo sólo conseguiremos que se cierre en banda. Que Etxaide lo busque en la red, a ver qué encuentra.

Al pasar frente a la iglesia, Iriarte saludó con un gesto a los policías que vigilaban el templo desde el coche patrulla.

Comenzó a llover a mediodía, y lo hizo intensamente durante media hora antes de convertirse en txirimiri. Una lluvia suave y fría que caía lentamente, suspendida en el aire como polvo brillante, que quedaba sobre las prendas de abrigo, perlada como rocío, y que calaba hasta los huesos, trayendo el frío húmedo de las montañas y consiguiendo bajar la temperatura unos cuantos grados. La casa de tía Engrasi olía a sopa y pan caliente, y a pesar de que por el camino había pensado que no tenía hambre, su estomago rugió, estimulado por el aroma que llegaba desde la cocina, llevándole la contraria. Después de alimentar a Ibai se sentaron a la mesa dispuesta bajo la ventana y comieron mientras comentaban las novedades políticas que eran noticia en los informativos.

Amaia notó el cansancio de James.

—¿Por qué no te acuestas un rato?, una siesta te vendrá bien.

—Si Ibai me deja.

—Acuéstate y no te preocupes por el niño, esta tarde no iré a la comisaría, creo que Ibai y yo iremos a dar un paseo, casi no llueve —dijo mirando el grisáceo exterior tras los cristales—. Además te necesito fresco para esta noche.

James sonrió sin resistencia y arrastró los pies en dirección a la escalera.

—Llévate un paraguas —dijo sin dejar de sonreír mientras subía—. No creo que aguante mucho sin llover más fuerte.

Enfundó a Ibai en un buzo acolchado y lo colocó en el carrito, cubriéndolo con un protector para la lluvia, cogió su abrigo y salió de casa, acompañada por Ros, que se dirigía al obrador. La impresión de que Ros estaba especialmente preocupada no se había mitigado. Durante toda la comida había rehuido su mirada, intentando mantener una sonrisa que se esfumaba de su rostro en cuanto se descuidaba. Se despidieron en el puente y Amaia permaneció allí parada hasta que perdió a su hermana de vista.

Atravesó el puente y subió a la calle Jaime Urrutia, desierta por la lluvia, y en la que sólo se veía a alguna persona bajo los gorapes, la zona porticada en la que había un par de bares, de los que escapaban, cuando abrían las puertas, calor y música. Relajó el paso mientras observaba la carita de Ibai, que pareció inicialmente sorprendido por el traqueteo de las ruedas en el empedrado y que ahora comenzaba a abandonarse, mirándola con unos ojitos que apenas podía mantener abiertos, hasta que se durmió. Amaia tocó con el envés de la mano la suave mejilla para comprobar que estuviera caliente y lo arropó. Caminaba sin prisa, a un paso al que no estaba acostumbrada, sorprendida al comprobar cuán agradable era moverse así, escuchando el ruido de los tacones de sus botas en el empedrado y dejándose acunar por el suave balanceo que sin querer adoptaba su cuerpo.

Cuando pasó frente a la plaza, se detuvo un minuto ante el palacio Arizkunenea, observando los restos de antiguas lápidas funerarias discoidales expuestas en el patio y que, caladas por la lluvia reciente, parecían más reales, como si mojadas obtuvieran su verdadera dimensión.

Continuó hasta el ayuntamiento y, después de mirar a ambos lados para comprobar que nadie la veía, pasó una mano por la botil harri, la piedra que simbolizaba el pasado de Elizondo y que dotaba de fuerza al que la tocaba, un gesto que incluso a ella, que despreciaba la superstición, la reconfortaba. Volvió hasta la plaza, pasó frente a la fuente de las lamias y se asomó a ver el río Baztán desde aquel punto en que las fachadas traseras de las casas se reflejan en la superficie espejada, como otro mundo húmedo y paralelo atrapado bajo las aguas, que en el aquel remanso aparecían engañosamente quietas. Algunos comensales rezagados que salían del restaurante Santxotena se acodaron en la barandilla para hacerse fotos. Cruzó la calle y entró en el local. La propietaria la saludó, reconociéndola. Aquél era el restaurante favorito de James y solían cenar allí a menudo. Reservó para dos y sonrió secretamente complacida cuando la mujer se inclinó sobre el carrito y admiró lo guapo que era Ibai. Sabía que eran frases hechas, pero aun así, no podía evitar sentir el orgullo maternal y la admiración ante los perfectos rasgos de su pequeño rey del río, su niño de agua.

Salió del restaurante y continuó paseando por la acera hacia la derecha, pero antes de llegar a la funeraria se detuvo. Le producía aprensión pasar frente a aquel lugar con Ibai, del mismo modo en que lógicamente se habría sentido intranquila al llevarlo a la sala de espera de un hospital o la casa donde hubiera un enfermo; consideraba que al pasar por allí exponía a su hijo, y que aunque ella debía tratar a diario con las más horribles formas del final de la vida humana, sabía dentro de sí que debía preservar al niño a toda costa de cualquier contacto, por leve que fuera, con la muerte. Bajó el carrito de la acera y cruzó la calle para continuar paralela al río, y mientras superaba la altura de la funeraria no pudo evitar mirar el tablón con las esquelas de los fallecidos recientes que ponían a diario en la puerta principal. Recordaba que cuando era pequeña siempre preguntaba al respecto a su tía cuando se detenían allí.

—¿Por qué siempre te paras a ver esto?

—Para saber quién ha muerto.

—¿Y por qué quieres saber quién ha muerto?

Ahora, desde la acera de enfrente, no podía quitar los ojos del tablón, que desde aquella distancia le resultaba ilegible. El teléfono sonó en el bolsillo de su abrigo sobresaltándola.

—Jonan.

—Hola, jefa, tengo algo. Esta mañana encontramos varios blogs que hablan de los agotes. La mayoría no son nada originales, se limitan a repetir los mismos datos, como compuestos de corta y pega. Y aunque el tono general al tratar el tema es de indignación ante la injusticia de la que fueron víctimas, tienen un carácter meramente histórico, nada que revele un odio o fanatismo actualizado… Excepto en un blog. Se llama «La hora de los perros» y relata las mismas injusticias que los demás pero difiere al extender sus consecuencias hasta nuestros días; está escrito en forma de diario y el protagonista es un joven agote que relata las vejaciones de las que su pueblo es objeto, como si viviese en el siglo XVII. Algunos detalles son realmente brillantes y aquí viene lo bueno: he rastreado el IP del autor, que firma como Juan Agote, y ha resultado que la dirección está en Arizkun y el titular es…

—Beñat Zaldúa —dijo Amaia—. Lo sabía.

—Es curioso, porque hoy por hoy no se puede afirmar que un apellido sea exclusivamente agote excepto quizás el propio Agote, pero Zaldúa era uno de los apellidos más comunes entre los agotes hace un par de siglos. ¿Quiere que lo traigamos para hablar con él?

—No. Llámale y cítale en comisaría mañana por la mañana a una hora razonable. Y el chico es menor, dile que venga con su padre.

Cuando colgó comprobó en la pantalla del móvil la hora, calculando que James ya estaría despierto y marcó el número.

—Ahora iba a llamarte —contestó él de inmediato—. ¿Dónde estáis?

—Ibai y yo hemos ido a Santxotena a reservar mesa.

—Ibai y tú tenéis muy buen gusto eligiendo restaurantes.

—Ya he hablado con Ros para que cuide del niño esta noche, y me pregunto si querrías cenar conmigo.

James rió.

—Será un placer, además hay algo de lo que quiero hablarte y creo que será el marco idóneo.

—Me tienes en ascuas —bromeó.

—Pues tendrás que esperar a la noche.

Ibai había tardado en dormirse, molesto como era habitual en las tomas de última hora de la tarde, que parecía digerir peor. Había anochecido y llovía de nuevo cuando salieron de casa, pero aun así optaron por ir caminando hasta el restaurante. Abrieron un paraguas y James la rodeó con el brazo, apretándola contra sí y sintiendo cómo temblaba bajo la tela del fino abrigo que había elegido.

—No me sorprendería que no llevases nada debajo de ese abrigo.

—Es algo que tendrás que descubrir tú mismo —contestó, coqueta.

Santxotena era muy acogedor con sus paredes pintadas de color frambuesa y un estilo rural cuidado y elegante que comenzaba en el exterior con las ventanas, que como en la casita de un cuento, lucían portillos pintados y jardineras plagadas de flores en todas las épocas del año. Les dieron una mesa desde la que se podía ver parte de la cocina, desde donde llegaba amortiguado el murmullo y el aroma propios de la buena comida.

Bajo el abrigo, Amaia llevaba un vestido negro que no se había puesto desde antes de tener a Ibai. Sabía que le favorecía y que a James le encantaba, y volver a ponérselo le hizo sentirse bien. ¿Qué le parecería al juez Markina vestida así? Descartó el pensamiento amonestándose por permitírselo.

James sonrió al verla.

—Estás preciosa, Amaia.

Ella se sentó al comprobar que no era únicamente la de James la atención que captaba. La camarera les tomó nota. Espárragos calientes con crema de espinacas para los dos y merluza langostada para James, que siempre pedía allí aquel plato, mientras ella se decidió por un rape a la plancha con almejas. James levantó su copa de vino, mirando con disgusto la de agua de su mujer.

—Es una lástima que por estar amamantando no puedas tomar ni una copa.

Ella ignoró el comentario y dio un sorbo.

—Bueno, qué es eso que querías contarme, me tienes en vilo.

—Oh, sí —dijo dejando traslucir su entusiasmo—. Quería hablarte de algo que hace tiempo me ronda en la cabeza. Desde que te quedaste embarazada hemos venido a Elizondo cada vez con más frecuencia y creo que ahora que tenemos al niño aún lo haremos más. Ya sabes cuánto me gusta Baztán, y cuánto me gusta estar con tu familia, por eso creo que ha llegado el momento de que nos planteemos la posibilidad de tener una casa aquí, en Elizondo.

Amaia abrió los ojos sorprendida.

—Pues tienes razón, esto sí que no lo esperaba… ¿Estás hablando de vivir aquí?

—No, claro que no, Amaia, me gusta vivir en Pamplona, me encanta nuestra casa, y tanto para tu trabajo como para tener el taller de escultura Pamplona es perfecta. Y, además, ya sabes cuánto significa para mí la casa de Mercaderes.

Ella asintió más relajada.

—No, hablo de tener una segunda casa aquí, una que sea nuestra.

—Podemos venir a casa de la tía siempre que queramos, ya sabes que ella es como mi madre, y su casa, mi hogar.

—Lo sé, Amaia, sé lo que esa casa es para ti y lo que será siempre, pero una cosa no quita la otra. Si tuviéramos una casa aquí podríamos adecuarla a las necesidades de Ibai, montarle su propia habitación, tener sus cosas a mano, y no tener que andar de aquí a Pamplona cargando tantos cachivaches. Además, en cuanto crezca un poco necesitará sitio para sus juguetes…

—No sé, James, no sé si me apetece.

—He hablado con tu tía y le he contado mi idea, le parece muy buena.

—Eso sí que me sorprende —dijo dejando el tenedor sobre la mesa.

—De hecho —dijo él sonriendo—, ha sido ella la que ha terminado de convencerme cuando me ha hablado de Juanitaenea.

—La casa de mi abuela —susurró Amaia realmente sorprendida.

—Sí.

—Pero, James, lleva años cerrada, desde que mi abuela murió, y yo tenía entonces cinco años, imagino que estará en ruinas —rebatió ella.

—No, no lo está. Tu tía me ha dicho que por supuesto necesitaría una reforma total, pero que tanto la estructura como el tejado y las chimeneas están en perfecto estado; en estos años tu tía le ha procurado el mantenimiento mínimo.

Amaia, ensimismada, recorrió mentalmente las habitaciones, que recordaba enormes, la chimenea en la que cabía de pie cuando era niña, y casi pudo sentir en la punta de los dedos la lisura de los recios muebles pulidos con goma laca y de la colcha de satén de seda granate que cubría la cama de su abuela.

—Creo que sería bueno para Ibai pasar parte de su infancia aquí y creo que sería muy especial que lo hiciese en la casa que perteneció a su familia.

Amaia no sabía qué decir. En casa de su tía siempre se había sentido a salvo, pero tenía cuentas pendientes con Elizondo. Era cierto que desde hacía meses regresar a Baztán había perdido gran parte de la oscura carga que antes conllevaba, y sabía que no era únicamente por haberse sincerado con James respecto a lo que le ocurrió cuando tenía nueve años. Sabía que sobre todo regresaba a mantener vivo de alguna forma el vínculo que la había unido al señor del bosque, algo que palpitaba en el DVD que guardaba en su caja fuerte y que no había vuelto a visionar desde aquella primera vez junto a los expertos en osos en una habitación del hotel Baztán. A veces, cuando abría la caja fuerte para guardar su arma, acariciaba el disco con las yemas de los dedos, y la imagen de los ojos ambarinos de aquel ser volvían a materializarse ante ella con la nitidez de lo real. Y con sólo evocar aquel recuerdo, cualquier atisbo de duda o temor desaparecían como por ensalmo. Inconsciente, sonrió.

—Amaia, son cosas en las que uno no piensa hasta que no tiene un hijo. Sabes que soy feliz en Pamplona, y que nunca he querido regresar a Estados Unidos más que de visita, pero ahora que tengo a Ibai, sé que si viviese allí querría que conociese su raíz, el lugar de donde procede su familia, y si pudiera ligarlo lo más posible a esa esencia, lo haría.

Amaia le miró extasiada.

—No sabía que pensabas así, James, nunca me habías dicho nada semejante, pero si eso es lo que deseas podemos visitar tu tierra cuando el niño sea un poco mayor.

—Iremos, Amaia, pero no quiero vivir allí, ya te he dicho que quiero vivir donde vivo, pero tenemos la inmensa suerte de que tus raíces están a cincuenta kilómetros de Pamplona y sin embargo cualquiera diría que se trata de otro mundo… Y además, Amaia —dijo sonriendo—, un caserío… Sabes que me encanta la arquitectura de Baztán. Me gustaría tener una casa aquí; renovarla y decorarla puede ser una aventura maravillosa. Di que sí —rogó.

Ella le miró conmovida y encantada por su entusiasmo.

—Dime al menos que iremos a verla, la tía ha prometido acompañarnos mañana.

—¿Mañana? Eres un liante, ambos lo sois, mi tía y tú —dijo, fingiendo enfado.

—¿Iremos? —rogó él.

Ella asintió sonriendo.

—¡Liante!

Él se estiró sobre la mesa y la besó en la boca.

Cuando salieron del restaurante comprobaron que la fina lluvia que había estado cayendo sin pausa desde el mediodía parecía haberse instalado definitivamente sobre Elizondo, sin intención de dejar de caer. Amaia aspiró la humedad del aire y pensó en cuánto había odiado aquella lluvia en su infancia, cómo había añorado los cielos azules y limpios del verano, que siempre parecía muy breve y lejano en Baztán. Había llegado a detestar tanto aquella lluvia que podía rememorar tardes enteras observándola tras los cristales que se empañaban con su aliento y que limpiaba cubriéndose el puño con la manga del jersey, mientras soñaba con huir de allí, con escapar de aquel lugar.

—¡Qué frío! —exclamó James—. Vámonos a casa.

Amaia tiritó bajo su abrigo, pero en lugar de caminar hacia las calles interiores se detuvo un instante como inmovilizada por una llamada y echó a andar en dirección contraria.

—Espera un momento —rogó.

—Pero ¿se puede saber adónde vas ahora? —preguntó James caminando tras ella, mientras intentaba en vano taparla con el paraguas.

—No tardaré, sólo quiero ver una cosa —dijo, deteniéndose ante el tablón de obituarios de la funeraria Baztán, cerrada y completamente a oscuras.

Se apartó un poco para dejar que la luz de las farolas que había a su espalda iluminase la esquela que aquella tarde había llamado de lejos su atención. Ahora sabía por qué. Las hijas habían escogido para el obituario la misma fotografía que ella recordaba presidiendo el recibidor, aquella en la que Lucía Aguirre aparecía confiada y sonriente con el mismo jersey de rayas que vestía cuando murió. Sin duda, una prenda favorita, una de esas con las que te ves guapa y favorecida, la que eliges para posar en una foto de estudio, la que te pones para estar guapa para un hombre. Una prenda alegre y vistosa que no está pensada para morir con ella ni para ser el sudario con el que su fantasma se mostraba. La fotografía era inconfundible, aun así leyó los datos dos veces: Lucía Aguirre, cincuenta y dos años, sus hijas Marta y María, sus nietos y demás familia, hasta aparecía la parroquia de Pamplona a la que pertenecía. Entonces, ¿qué hacía una esquela de Lucía Aguirre en un pueblo de Baztán?

Palpó su móvil en el bolsillo del abrigo, sabía que tenía memorizado el teléfono de una de las hijas, nunca se acordaba de cuál de las dos. Miró la hora y pensó que era tarde. Aun así pulsó la tecla de llamada.

—¿Inspectora Salazar? —contestó una voz joven, que evidentemente también tenía su número memorizado.

—Buenas noches, Marta —arriesgó—. Siento llamarte tan tarde, pero debo hacerte una pregunta.

—No se preocupe, estaba viendo la tele. Dígame.

—Estoy en Elizondo, y he visto que en el panel de obituarios de la funeraria Baztán hay una esquela de vuestra madre. Me pregunto por qué.

—Bueno, aunque mi madre ha vivido desde pequeña en Pamplona, la verdad es que nació en Baztán, pero creo que a los dos años ya se vino con mis abuelos a vivir a la ciudad. Mi abuelo murió cuando ella era joven, mi abuela es muy mayor y está en una residencia, y tuvo una hermana que también vivió aquí y que falleció hace ocho años. No tenemos más familia, pero aun así nos pareció lo adecuado. Recuerdo que cuando murió su tía, mi madre se ocupó de todo lo relativo al funeral y también contrató una esquela en Baztán, ya sabe, costumbres de pueblo, por si alguien recuerda a la familia.

—Gracias, Marta, da mis condolencias a tu hermana y siento haberte molestado.

—No diga eso, estamos en deuda con usted.