8

Inmaculada Herranz era una de esas mujeres que se ganaban la confianza de los demás a base de mostrarse siempre afable y servil a partes iguales. De físico insignificante y gestos tan contenidos que Amaia siempre pensaba en ella como en una geisha fea, la voz suave y los ojos entornados disimulaban miradas torvas cuando algo la contrariaba. No terminaba de gustarle a pesar de, o quizá debido a, su artificial corrección. Durante seis años había sido la eficaz y siempre dispuesta secretaria de la jueza Estébanez, que sin embargo no había tenido ningún reparo en dejarla atrás, a pesar de que Inmaculada no estaba casada ni tenía familia, cuando le ofrecieron su nuevo puesto en la Audiencia Nacional. Por el contrario, se llevó al secretario judicial que solía acompañarla como agente de campo en los levantamientos de cadáveres.

El inicial disgusto de Inmaculada se tornó en júbilo cuando el juez Markina ocupó el puesto vacante, aunque a partir de ese momento tuviera que dedicar una porción mayor de su sueldo a ropa y perfume destinados a llamar la atención de su señoría. Y no era la única, circulaba una broma por los juzgados sobre cómo se había disparado entre las funcionarias el consumo de barras de labios y las visitas a la peluquería.

Amaia había marcado el número del juzgado mientras se dirigía a su coche y rebuscaba en los bolsillos de su cazadora unas gafas de sol con las que combatir los brillantes destellos de la luz reflejándose en los charcos, mientras esperaba a oír la voz meliflua de la secretaria.

—Buenas tardes, Inmaculada, soy la inspectora Salazar de homicidios de la Policía Foral. Páseme con el juez Markina, por favor.

La frialdad cortante de su voz reprobadora le resultó sorprendente en ella.

—Son las dos y media de la tarde, como supondrá, el juez Markina no está.

—Sé qué hora es, acabo de salir de una autopsia y me consta que el juez Markina espera los resultados, él me pidió que lo llamara…

—Ya… —contestó la mujer.

—Me extraña que se haya olvidado. ¿Sabe si regresará más tarde?

—No, no regresará, y por supuesto que no lo ha olvidado. —Dejó pasar un par de segundos antes de añadir—: Ha dejado un número para que lo llame usted.

Amaia esperó en silencio mientras sonreía divertida ante la torpe hostilidad de la secretaria. Suspiró sonoramente para hacer patente que su paciencia se agotaba, y preguntó:

—Y bien, Inmaculada. ¿Va a dármelo, o necesitaré una orden judicial? Ah, no, espere, ya tengo la orden de un juez.

La mujer no dijo nada, pero incluso a través del teléfono pudo imaginársela apretando los labios y entrecerrando los ojos en aquel gesto monjil propio de las mujeres medrosas como ella. Recitó el número una sola vez y colgó sin despedirse.

Amaia miró el teléfono extrañada. «¡Vaya con la mosquita muerta!», pensó. Marcó el número de carrerilla y esperó.

El juez Markina contestó inmediatamente.

—Imaginé que sería usted, Salazar, ya veo que mi secretaria le ha dado el recado.

—Siento molestarle fuera del despacho, señoría, pero acabo de salir de la autopsia de Lucía Aguirre, y existen indicios, a mi juicio suficientes, como para plantearse una investigación. El informe forense es contundente y contamos con una nueva pista.

—¿Me habla de reabrir el caso? —dudó el juez.

Amaia se obligó a ser prudente.

—No pretendo decirle cómo debe hacer su trabajo, pero los indicios apuntan más bien a una nueva línea de investigación sin detrimento de la anterior. Ni el forense ni nosotros albergamos dudas sobre la autoría de Quiralte en el asesinato, pero…

—Está bien —la interrumpió el juez, y pareció pensar unos segundos; su tono revelaba que había despertado su interés—. Venga a verme y explíquemelo, y no olvide traer el informe forense.

Amaia miró su reloj y preguntó:

—¿Va a estar esta tarde en su despacho?

—No, estoy fuera de la ciudad, pero esta noche a las nueve estaré cenando en el Rodero, pase por allí y hablaremos.

Colgó el teléfono y miró de nuevo su reloj. Para las nueve ya tendría el informe del forense, pero James tendría que adelantarse con Ibai si querían llegar a Elizondo a una hora razonable para el bebé. Ella iría después de la reunión con el juez. Suspiró mientras subía al coche pensando que si se daba prisa aún llegaría a tiempo para darle a su hijo la toma de las tres.

Ibai lloriqueaba entrecortadamente alternando el lloro con una suerte de jadeos y grititos que denotaban su desagrado, pero aun así, entre protesta y protesta, succionaba con furia el biberón que James pugnaba por mantener en su boca mientras lo sostenía en brazos. Sonrió con cara de circunstancias al verla.

—Llevamos así veinte minutos y apenas he conseguido que se tome veinte centilitros, pero va poco a poco.

—Ven con la ama, maitia —dijo ella abriendo los brazos mientras James le tendía al niño—. ¿Me has echado de menos, mi vida? —añadió besando la carita del bebé, mientras sonreía al notar cómo Ibai succionaba su barbilla—. Oh, cariño, lo siento, la ama llega muy tarde, pero ya estoy aquí.

Se sentó en un sillón envolviéndolo en sus brazos, y durante la siguiente media hora sólo se dedicó a él. Calmada la ansiedad inicial, Ibai se mostraba tranquilo y relajado, mientras Amaia se dedicaba a acariciar su cabecita, a recorrer con la punta del índice las facciones pequeñas y perfectas de su hijo y observar embelesada los ojos tan límpidos y brillantes que estudiaban a su vez el rostro de Amaia con una dedicación y encanto reservados a los amantes más osados.

Cuando terminó de amamantarlo lo llevó a la habitación que Clarice había ideado para él, le cambió el pañal reconociendo a su pesar que los muebles eran cómodos y funcionales, aunque el niño seguía durmiendo con ellos en su dormitorio, y después lo sostuvo en brazos mientras le cantaba muy bajito, hasta que el niño se durmió.

—No es bueno que se acostumbre a dormirse así —susurró James a su espalda—. Lo mejor es dejarlo en su cuna para que se relaje y se duerma solo.

—Tendrá el resto de su vida para ello —contestó un poco brusca. Lo pensó y suavizó el tono—: Deja que lo mime, James, sé que tienes razón, pero es que le echo tanto de menos…, y supongo que espero que él no deje de echarme de menos a mí.

—Claro que no, no digas tonterías —dijo mientras tomaba al niño dormido de sus brazos y lo acostaba. Lo cubrió hasta la cintura con una mantita y miró de nuevo a su mujer—. Yo también te echo de menos, Amaia.

Sus miradas se cruzaron, y durante un par de segundos estuvo a punto de correr a sus brazos, a aquel abrazo entre ambos que con el tiempo se había convertido en símbolo indiscutible de su unión, de su mutuo cuidado. Un abrazo en el que siempre halló refugio y comprensión. Pero fueron sólo dos segundos. Un sentimiento de frustración se apoderó de ella. Estaba cansada, no había comido, venía de una autopsia… ¡Por el amor de Dios!, debía correr por toda la ciudad de un lugar a otro y apenas podía estar con su hijo, y todo lo que se le ocurría a James era que la echaba de menos, ¡ella misma se echaba de menos!, no podía recordar cuándo había sido la última vez que había tenido cinco minutos para ella. Le odió por tomar esa actitud de cordero degollado con ojos lánguidos. Eso no ayudaba, no, no ayudaba en absoluto. Salió de la habitación sintiéndose a la vez irritada e injusta. James era un cielo, un buen padre y el hombre más comprensivo que una mujer podría imaginar, pero era un hombre, y estaba a un millón de años luz de comprender cómo se sentía, y eso la sacaba de quicio.

Entró en la cocina, sabiéndole a su espalda, y evitando mirarle mientras se preparaba un café con leche.

—¿Has comido? Deja que te prepare algo —dijo él avanzando hacia la nevera.

—No, James, no hace falta —dijo sentándose con su café a la cabecera de la mesa e indicándole que hiciera lo mismo—. Escucha, James, me ha surgido una reunión inaplazable con el juez que lleva el caso que investigo. Sólo puede recibirme a última hora de la tarde, que es cuando tendré el informe de la autopsia. Es muy importante…

Él asintió.

—Podemos subir mañana a Elizondo.

—No, quiero estar allí por la mañana, y tendríamos que madrugar mucho, así que he pensado que lo mejor es que te adelantes con Ibai y os instaléis en casa de la tía con tranquilidad. Yo le daré una toma antes de iros y llegaré para la siguiente.

James se mordió el labio superior en un gesto que ella conocía bien y que él adoptaba cuando se sentía contrariado.

—Amaia, quería hablarte de eso…

Ella le miró en silencio.

—Creo que la esclavitud de horarios que supone seguir prolongando la lactancia… —se notaba que buscaba las palabras adecuadas— no es demasiado compatible con tu trabajo. Quizás ha llegado el momento de que te plantees en serio dejar de darle el pecho y cambiar definitivamente al biberón.

Amaia miró a su marido deseando poder dar forma a todo lo que bullía en su interior. Lo intentaba, lo intentaba con todas sus fuerzas, quería hacerlo y quería hacerlo bien, por Ibai, pero sobre todo por ella misma, por la niña que había sido, por la hija de la madre mala. Quería ser una buena madre, necesitaba ser una buena madre, debía serlo, porque si no, sería mala, una madre mala como su propia madre. Y de pronto se encontraba preguntándose cuánto de su madre había en ella. ¿No era aquella frustración, acaso, una señal de que algo no iba bien? ¿Dónde estaba la felicidad prometida en los libros de maternidad? ¿Dónde estaba el ideal de realización que debía sentir una madre? ¿Por qué sólo sentía cansancio y un sentimiento de fracaso?

Pero en lugar de todo eso, dijo:

—Ya tenía este trabajo cuando me conociste, James, sabías que era policía y que lo sería siempre, y aceptaste. Si creías que debido a mi trabajo no podía ser una buena esposa o una buena madre debiste pensártelo entonces. —Se levantó, dejó la taza en el fregadero y al pasar a su lado añadió—: Aunque ya lo sabes, esto es un matrimonio, no una cadena perpetua, si no estás a gusto… —Salió de la cocina.

En el rostro de James se dibujó una mueca de incredulidad ante lo que estaba oyendo.

—¡Por el amor de Dios, Amaia!, no seas melodramática —dijo poniéndose en pie y siguiéndola por el pasillo.

Ella se dio la vuelta con un dedo en los labios.

—Despertarás a Ibai. —Y se metió en el cuarto de baño dejando a James en mitad del pasillo, negando incrédulo con la cabeza.

No consiguió dormir y pasó las dos horas siguientes dando vueltas sobre la cama, intentando en vano relajarse lo suficiente como para al menos descansar, mientras oía el rumor del televisor que James miraba en la sala.

Estaba comportándose como una arpía, lo sabía, sabía que era injusta con James, pero no podía evitar la sensación de que de algún modo lo merecía, por no ser más… ¿qué?, ¿comprensivo?, ¿cariñoso? No sabía muy bien qué podía pedirle, sólo que se sentía mal por dentro, y de algún modo esperaba que él no simplificase tanto las cosas, que fuese capaz de aliviarla, de reconfortarla, pero sobre todo de entenderla. Habría dado su alma porque él la comprendiera, porque entendía que debía ser así. Estiró la mano hasta tocar la parte vacía de la cama y arrastró hacia sí la almohada, en la que hundió el rostro buscando el aroma de James. ¿Por qué lo hacía todo mal? Deseó ir hacia él…, decirle…, decirle…, no sabía muy bien qué, quizá que lo sentía.

Salió de la cama y caminó descalza por el suelo, que crujió en algunos lugares cuando pisó las largas tablas de roble francés. Se asomó a la puerta de la sala y vio que James dormía, apoyado de lado mientras en la televisión una sucesión de anuncios iluminaban la estancia en la que la luz natural se había extinguido hacía rato. Observó su rostro relajado, desde la pantalla. Avanzó hacia él y de pronto se detuvo. Siempre había envidiado su capacidad para dormirse en cualquier momento, en cualquier lugar, pero de pronto el hecho de que lo hubiera hecho cuando se suponía que debería estar preocupado, al menos tanto como ella… Qué demonios, habían tenido una bronca, seguramente la más grave desde que se conocían, y él se echaba a dormir tan relajado como si acabase de salir de un spa. A dos millones de años luz. Miró su reloj: aún tenían que preparar un montón de cosas que Ibai necesitaría en Elizondo. Salió de la sala y llamó desde el pasillo mientras se alejaba.

—James.

Después de cargar el coche como si fuesen a emprender la escalada al Everest en lugar de un par de días a cincuenta kilómetros de casa, y de repetirle a James una docena de indicaciones sobre Ibai, su ropa, lo que debía ponerle, que vigilase que no tuviese frío y que no sudase, besó al niño, que la miró desde su sillita tranquilo, tras la toma. Había dormido toda la tarde y seguramente permanecería despierto todo el camino hasta Elizondo, pero no lloraría: le gustaba ir en coche, el suave ronroneo, y la música que James le ponía, quizás un poco alta, parecía gustarle sobremanera, y aunque no llegase a dormirse, haría todo el viaje relajado.

—Llegaré antes de la siguiente toma.

—… Y si no, le daré un biberón —contestó James, sentado tras el volante.

Estuvo a punto de replicar, pero no quería discutir más con él, no quería que se separaran estando enfadados, lo evitaba por cierta superstición. Era policía, había visto en demasiadas ocasiones cómo reaccionaban las familias cuando les comunicaban que uno de sus seres queridos había muerto, y cómo el dolor inicial se agravaba cuando ocurría que en el momento del fallecimiento estaban distanciados por un enfado, la mayoría de las veces sin importancia, pero que tomaba desde ese instante carácter de sentencia. Se inclinó sobre la ventanilla abierta y besó a James tímidamente en los labios.

—Te quiero, Amaia —dijo él, y lo dijo como una advertencia, mientras la miraba a los ojos y arrancaba el motor del coche.

«Ya lo sé —pensó, y retrocedió un paso—. Y sólo hago las paces porque no soportaría que murieras en un accidente estando enfadado conmigo». Levantó la mano en un saludo que él no vio y, arrepentida, se abrazó la cintura intentando mitigar la desolación que sentía. Permaneció en la calzada hasta que perdió de vista los pilotos rojos del coche, que avanzó lentamente por la calle, que a aquella hora era peatonal excepto para los residentes.

Destemplada por el frío de Pamplona, entró en la casa echando una breve mirada al sobre que descansaba en el recibidor y que había traído un policía una hora antes, y deseando más que nunca el agua caliente de un largo baño. Frente al espejo observó las ojeras que circundaban sus ojos y el pelo rubio, que tenía un aspecto ajado con algunas puntas abiertas como paja seca; ni recordaba la última vez que había ido a la peluquería. Miró la hora y sintió crecer el enfado mientras postergaba para mejor ocasión el ansiado baño y se metía en la ducha. Dejó correr el agua caliente mientras la mampara se nublaba por efecto del vapor hasta que no pudo ver nada. Entonces comenzó a llorar y fue como si un dique se hubiera roto en su interior y una marea amenazase con ahogarla desde dentro. Las lágrimas se mezclaron con el agua, que resbalaba casi hirviendo por su rostro, y se sintió desdichada e incapaz a partes iguales.

El restaurante Rodero estaba bastante cerca de su casa. Cuando cenaba allí con James, solían ir andando para no tener que preocuparse del coche si tomaban vino, pero en esta ocasión condujo el coche hasta las cercanías para poder salir hacia Elizondo en cuanto acabase de hablar con el juez. Aparcó en batería frente al parque de la Taconera y cruzó la calle para meterse bajo los porches donde estaba el restaurante. Las grandes cristaleras iluminadas y la decoración sobria del exterior eran promesa de la excelente cocina que le había valido al Rodero una estrella en la guía Michelin. El suelo de madera oscura, como las sillas de cerezo de cómodo respaldo, contrastaban con los paneles de color beige que iban hasta el techo, y una impoluta mantelería blanca, como la vajilla, ponía junto a los espejos la nota de luz, acentuada por los adornos florales que flotaban en cuencos de cristal dispuestos sobre las mesas.

Una camarera la recibió en cuanto rebasó la puerta y se ofreció a tomar su abrigo. Ella rehusó.

—Buenas noches, he quedado aquí con uno de sus comensales, ¿podría avisarle?

—Sí, claro.

Dudó un instante, no sabía si el juez usaría su cargo fuera del ámbito jurídico.

—El señor Markina.

La chica sonrió.

—El juez Markina la está esperando, acompáñeme, por favor —dijo, guiándola hacia el fondo del local.

Rebasaron la salita donde Amaia había supuesto que hablarían y le indicó una de las mejores mesas junto a la librería del chef, con cinco sillas a su alrededor pero puesta para dos comensales. El juez Markina se puso en pie para recibirla, tendiéndole la mano.

—Buenas noches, Salazar —saludó, obviando el rango.

A Amaia no se le escapó la mirada apreciativa de la camarera al guapo juez.

—Siéntese, por favor —invitó él.

Amaia dudó un instante mirando la silla que él le indicaba. No le gustaba sentarse de espaldas a la puerta (una manía de poli), pero obedeció y se sentó frente a Markina.

—Señoría —comenzó—, lamento molestarle…

—No es ninguna molestia, siempre que acceda a acompañarme. Ya he pedido, y sería para mí muy incómodo cenar mientras usted mira.

Su tono no admitía discusión, y Amaia se sintió desconcertada.

—Pero… —dijo, señalando el plato para un acompañante que había en la mesa.

—Es para usted. Ya le he dicho que aborrezco comer mientras alguien mira. Me tomé esa libertad. Espero que no le moleste —dijo, aunque su tono evidenciaba que le daba bastante igual si a ella le molestaba o no. Estudió sus gestos mientras sacudía la servilleta para ponérsela en las rodillas.

Así que de ahí provenía la hostilidad de la secretaria, podía imaginarla realizando la reserva aquella misma mañana con su voz meliflua y los labios tensos como el corte hecho con un hacha. Recordando las palabras de Inmaculada, cayó en la cuenta de que el juez le había encargado hacer la reserva antes de que ella le llamase con los resultados de la autopsia. Sabía que le llamaría en cuanto terminasen, y había preparado aquella cena con antelación. Se preguntó desde cuándo estaría reservada y si era cierto que el juez se encontraba fuera de la ciudad a mediodía. No podía probarlo. También podía ser que el juez tuviese reserva para él solo y que al llegar, hubiera pedido que añadieran un cubierto.

—No le molestaré mucho rato, señoría, así podrá cenar tranquilamente. De hecho, si me permite, empezaré ya.

Sacó de su bolso una carpeta de color marrón y la puso sobre la mesa, a la vez que un camarero se acercaba con una botella de Chardonnay navarro.

—¿Quién probará el vino?

—La señorita —contestó el juez.

—Señora —replicó ella—, y no tomaré vino, tengo que conducir.

El juez sonrió.

—Agua para la señora, y el vino para mí, me temo.

Cuando el camarero se alejó, Amaia abrió la carpeta.

—Nada de eso —dijo el juez, molesto—. Se lo ruego —añadió más conciliador—, no podría probar bocado después de ver eso. —Sonrió con cara de circunstancias—. Hay cosas a las que uno nunca se acostumbra.

—Señoría… —protestó.

El camarero colocó ante ellos sendos platos que contenían un paquetito dorado adornado con brotes y hojas en tonos verdes y rojizos.

—Trufas y hongos con velo de oro. Que aproveche, señores —dijo retirándose.

—Señoría… —protestó de nuevo.

—Llámeme Javier, se lo ruego.

El enfado de Amaia iba en aumento, mientras se sentía la víctima de una encerrona, una cita a ciegas planeada al detalle en la que aquel cretino se había permitido hasta pedir por ella, y ahora quería que lo llamase por su nombre.

Amaia apartó la silla en la que se sentaba.

—Señoría, he decidido que será mejor que hablemos más tarde cuando usted haya terminado de cenar. Mientras, esperaré fuera.

Él sonrió, y su sonrisa pareció sincera y culpable a un tiempo.

—Salazar, no se sienta incómoda, por favor, aún no conozco a mucha gente en Pamplona, adoro la buena cocina y vengo aquí a menudo. Nunca pido a la carta, dejo que Luis Rodero decida qué sacará a mi mesa, pero si su plato no le gusta, pediré que le traigan la carta. Somos dos profesionales en una reunión, pero eso no tiene por qué impedirnos disfrutar de una buena cena. ¿Se habría sentido más cómoda si hubiéramos quedado en un McDonald’s frente a una hamburguesa? Yo no.

Amaia le miraba indecisa.

—Coma, por favor, y cuénteme mientras lo relativo al caso. Eso sí, deje las fotos para el final.

Tenía hambre, no había tomado nada sólido desde el desayuno, nunca lo hacía cuando debía asistir a una autopsia, y el aroma de los hongos y la trufa contenidos en la crujiente bolsita arrancaban quejosos gruñidos de su estómago.

—Está bien —aceptó. Si quería comer comerían, pero iban a hacerlo en tiempo récord. Comieron en silencio el primer plato mientras Amaia tomaba conciencia del hambre que tenía.

El camarero retiró los platos y los sustituyó por otros.

—Sopa nacarada con moluscos, crustáceos y algas —anunció, antes de retirarse.

—Uno de mis favoritos —dijo Markina.

—Y de los míos —comentó ella.

—¿Suele venir a este restaurante? —preguntó el juez, tratando de disimular su sorpresa.

«Cretino y engreído», pensó ella.

—Sí, aunque solemos elegir una mesa más discreta.

—Me gusta ésta, mirar…

«Y ser visto», pensó Amaia.

—Mirar la biblioteca —aclaró—. Luis Rodero tiene aquí algunos de los mejores títulos de la cocina mundial.

Amaia ojeó los lomos de los volúmenes entre los que distinguió El desafío de la cocina española, el grueso tomo oscuro de El Bulli o el hermoso libro de La cocina española de Cándido.

El camarero puso ante ellos un plato de pescado.

—Merluza con velouté y gel de nécora, toques de vainilla, pimienta y lima.

Amaia comió apreciando a medias los matices del plato, mientras miraba su reloj y escuchaba la charla trivial del juez.

Cuando por fin retiraron los platos, Amaia rechazó el postre y pidió un café. El juez hizo lo mismo, aunque con visible decepción. Esperó hasta que el camarero dispuso las tazas sobre la mesa y sacó de nuevo los documentos colocándolos frente al juez.

Vio su cara de disgusto, pero no le importó. Se irguió, sintiéndose inmediatamente segura, en su terreno. Ladeó un poco la silla para poder ver la entrada y se sintió cómoda por primera vez desde que había llegado.

—Durante la autopsia, hemos hallado indicios que señalan la posibilidad bastante fundada de que el caso Lucía Aguirre esté relacionado al menos con uno acaecido hace un año en la localidad de Lekaroz. —Señaló una de las carpetas, que abrió frente al juez—. Johana Márquez fue violada y estrangulada por su padrastro, que confesó el crimen en cuanto fue detenido, pero el cuerpo de la chica presentaba el mismo tipo de amputación que Lucía Aguirre: el antebrazo seccionado desde el codo. Tanto el asesino de Johana Márquez como el de Lucía Aguirre se suicidaron dejando mensajes similares. —Le mostró las fotos de la pared de la celda de Quiralte y la nota que Medina dejó para ella.

El juez asintió interesado.

—¿Cree que se conocían?

—Lo dudo, pero es algo que indagaríamos si autoriza la investigación.

El juez la miró dudando.

—Y algo más —dijo, negando con la cabeza— que quizá no signifique nada, pero sigo pistas que apuntan a similares amputaciones que se habrían llevado a cabo en, por lo menos, otro crimen que tuvo lugar en Logroño hace casi tres años, y que a pesar de haber sido cometido de modo bastante chapucero, cuenta, sin embargo, con el extra de una amputación de manual quirúrgico, y la posterior desaparición del miembro amputado, como en estos dos casos.

—¿En todos? —se alarmó Markina, revolviendo los papeles.

—Sí, de momento tres, pero tengo la sensación de que podría haber más.

—Acláreme algo: ¿qué estamos buscando? ¿Un extraño club de asesinos chapuceros que deciden imitar un comportamiento macabro que quizás han leído en la prensa?

—Podría ser, aunque dudo que la prensa diera detalles tan pormenorizados de la amputación como para que nadie los imitase con esa precisión. Al menos en el caso de Johana Márquez, fue un dato que nos reservamos. Lo que sí puedo confirmarle es que el fulano de Logroño se suicidó en su celda dejando el mismo mensaje escrito en la pared, y con idéntica grafía, algo bastante curioso porque la forma común de escribirlo es con una sola t. Todo esto me lleva a pensar que sus modus operandi están dotados de una peculiaridad que constituye en sí misma una seña de identidad inequívoca, la firma de un solo individuo. Las posibilidades de que unos bestias como ésos se alejasen tanto del comportamiento propio de los maltratadores que matan resultan, como poco, improbables. Los casos que he podido revisar reúnen todas las señas del perfil: parentesco con la víctima, maltrato prolongado en el tiempo, alcoholismo o drogas, carácter violento e irreflexivo. Lo único que desentonaba en las escenas era la amputación post mórtem del brazo, el mismo brazo, en todos los casos, y que el miembro no apareciese.

El juez sostenía en la mano uno de los informes mientras lo hojeaba.

—Yo misma —continuó Amaia— interrogué al padrastro de Johana Márquez, y cuando le pregunté por la amputación se desentendió por completo de ese acto, a pesar de haber admitido el acoso, el crimen, la violación, la profanación del cadáver al violarla después de muerta…, pero de la amputación dijo no saber nada.

Amaia observó al juez, que valoraba los datos con un gesto pensativo que le hacía parecer mayor y más atractivo, mientras se pasaba distraídamente la mano por la mandíbula dibujando la línea de la barba. Desde lejos, la camarera que le había acompañado a la mesa permanecía de pie junto al atril de la entrada y tampoco le quitaba ojo.

—Entonces, ¿usted qué sugiere?

—Creo que podríamos estar ante un cómplice, otra persona que habría actuado, siendo el nexo entre, como mínimo, los tres crímenes y los tres criminales.

Markina permaneció en silencio alternando la mirada de los documentos al rostro de Amaia. Ella comenzaba a sentirse cómoda por primera vez en toda la velada. Al fin una expresión que no le era ajena; la había visto muchas veces en sus propios compañeros, la había visto en el comisario mientras le exponía su opinión, y la veía ahora en el juez Markina. Interés, el interés que suscitaba dudas y un minucioso análisis de los hechos y de las conjeturas que desencadenaría una investigación. La mirada de Markina se aceraba mientras pensaba, y su rostro, hermoso sin lugar a dudas, adquiría un matiz de inteligencia que lo hacía realmente atractivo. Se sorprendió mirando el dibujo perfecto de sus labios y pensando que no era de extrañar que la mitad de las funcionarias del juzgado se lo rifasen. Sonrió al pensarlo y su gesto sacó al juez de su concentración.

—¿Qué le hace gracia?

—Oh, nada —se disculpó volviendo a sonreír—. No es nada…, he recordado algo que… No tiene importancia.

Él la estudiaba con interés.

—Nunca la había visto sonreír.

—¿Cómo? —contestó ella, un poco desconcertada por la observación.

Él seguía mirándola, ahora serio de nuevo. Le sostuvo la mirada un par de segundos más y al fin la bajó hacia el informe de tapas marrones. Carraspeó.

—¿Y bien? —dijo, elevando la mirada, de nuevo dueña de sí.

Él asintió.

—Creo que puede haber algo… La voy a autorizar. Sea precavida y no haga demasiado ruido con esto, me refiero a la prensa. En teoría son casos cerrados y no queremos causar a las familias de las víctimas sufrimiento innecesario. Manténgame informado de los avances. Y pida cuanto necesite —añadió, mirándola de nuevo a los ojos.

No se dejó intimidar.

—Bueno, iré con calma, me ocupo junto a mi equipo de otra investigación y no creo que en unos días pueda darle novedades.

—Cuando quiera —invitó él.

Ella comenzó a recoger los informes extendidos sobre la mesa. El juez extendió una mano y tocó levemente la suya, durante un par de segundos.

—Al menos aceptará tomar otro café…

Ella dudó.

—Sí, tengo que conducir y me vendrá bien.

Él levantó la mano para pedir los cafés y ella se apresuró, recogiendo los papeles.

—Creí que vivía usted en el casco viejo.

«Está muy informado, señoría», pensó ella mientras el camarero disponía los cafés.

—Así es, pero debo trasladarme a Baztán por la investigación a la que me refería.

—Usted es de allí, ¿verdad?

—Sí —contestó.

—Me han dicho que se come muy bien, quizá podría recomendarme algún restaurante…

Cuatro o cinco nombres de distintos locales acudieron a su mente de inmediato.

—No puedo ayudarle, la verdad es que no voy mucho por allí —mintió—, y cuando lo hago, voy a casa de mi familia.

Él sonrió incrédulo, alzando una ceja. Amaia aprovechó para apurar el café y guardar las carpetas en su bolso.

—Ahora si me disculpa, señoría, debo irme —dijo apartando la silla.

Markina se puso en pie.

—¿Dónde tiene el coche?

—Oh, aquí mismo, he aparcado en la entrada.

—Espere —dijo cogiendo su abrigo—, la acompañaré.

—No es necesario.

—Insisto.

Se demoró un minuto mientras el camarero volvía con su tarjeta y tomó el abrigo de Amaia, sosteniéndolo para que se lo pusiera.

—Gracias —dijo ella arrebatándoselo—, no me lo pongo para conducir, me molesta.

Y por su tono, no quedó muy claro si se refería a conducir con una prenda tan gruesa o a que el juez le brindase tantas atenciones.

El rostro de Markina se ensombreció un poco mientras ella caminaba hacia la puerta. La abrió y la sostuvo hasta que él llegó a su altura. Fuera, la temperatura había descendido varios grados y la humedad se concentraba sobre la densa arboleda del parque, produciendo una sensación neblinosa que sólo se daba en aquel punto de la ciudad y que hacía que la luz anaranjada de las farolas se expandiese en círculos difuminados por el agua en suspensión.

Salieron de los porches y cruzaron la calle llena de vehículos aparcados, pero en la que apenas había tráfico a aquella hora. Amaia accionó la apertura del coche y se volvió hacia el juez.

—Gracias, señoría, le mantendré informado —dijo con tono profesional.

Pero él se adelantó un paso y abrió la portezuela del coche.

Ella suspiró, armándose de paciencia.

—Gracias.

Lanzó el abrigo al interior y se metió en el vehículo rápidamente. No era tonta, llevaba horas viendo venir a Markina y estaba decidida a interceptar todos sus avances.

—Buenas noches, señoría —dijo asiendo el tirador para cerrar la puerta mientras ponía el motor en marcha.

—Salazar… —susurró él—…, Amaia.

«Oh, oh», sonó una voz en su cabeza. Alzó la mirada y encontró sus ojos, en los que ardía una llama entre la súplica y la lujuria.

Markina extendió la mano hacia ella y con el dorso acarició el mechón de pelo que le caía por el hombro. Percibió claramente cómo ella se envaraba y retiró la mano, azorado.

—Inspectora Salazar —dijo ella, secamente.

—Perdón, ¿qué? —preguntó él, confuso.

—Así es como debe llamarme, inspectora Salazar, jefa Salazar o simplemente Salazar.

Él asintió y Amaia creyó distinguir que se sonrojaba. La luz era mala.

—Buenas noches, juez Markina. —Cerró la puerta del coche y salió marcha atrás a la carretera—. ¡Será imbécil! —soltó, mientras miraba por el espejo retrovisor al juez, que aún seguía parado en el mismo sitio.

No convenía granjearse la enemistad de un juez y esperaba de corazón que su aviso hubiese servido para establecer los parámetros de la relación, ciñéndola a lo profesional pero sin que el juez se sintiese herido en su hombría. Había en su modo de mirarla algo de cordero degollado que ya había visto en otros hombres y que siempre traía problemas, y los problemas podían dificultarle la investigación más de lo habitual. Esperaba que no se sintiese ofendido. Estaba claro que se había tomado algunas molestias para propiciar el encuentro y estaba segura de que un tío tan guapo no estaría acostumbrado al rechazo.

—Siempre hay una primera vez —dijo en voz alta.

Supuso que los esmeros de las funcionarias capitaneadas por la servil y abnegada Inmaculada Herranz llamarían su atención sobre otra fémina en menos que canta un gallo.

Se miró brevemente en el espejo retrovisor.

—¡Madre mía, con lo bueno que está! —rió, e inconsciente, llevó una mano hasta su pelo en el lugar donde él la había tocado, y sonrió. Encendió la radio del coche mientras tomaba la carretera hacia Baztán y canturreó una canción que sólo conocía de oírla en la radio.

El magnífico bosque de Baztán es inmenso en negrura durante la noche, y la sensación que produce es sólo comparable a la noche en alta mar, pero todo oscuro, sin estrellas. La exigua luz de la luna, apenas visible entre las nubes, no era de gran ayuda y sólo las potentes luces de los faros rasgaban la noche lanzando, al trazar las curvas, un haz luminoso hacia la espesura, que se extendía como un océano profundo y frío a los lados de la carretera. Redujo la velocidad; si un coche se salía en una de aquellas curvas sería imposible que alguien lo viese desde la carretera. El bosque se lo tragaría como una criatura centenaria de fauces negras. Aun durante el día, costaría encontrar entre la espesa vegetación un todoterreno negro como el suyo. Un escalofrío recorrió su espalda.

—Tan amado, tan temido —susurró.

Al rebasar el hotel Baztán, le dedicó una rápida mirada al aparcamiento apenas iluminado por cuatro farolas y la escasa luz que se derramaba desde las cristaleras de la cafetería, bastante frecuentada a pesar de la hora. Recordó sin proponérselo a Fermín con su arma reglamentaria en la mano apuntando, primero a Flora y alzándola después hasta su propia cabeza; la imagen de Montes tirado en el suelo, inmovilizado por el inspector Iriarte mientras sus lágrimas se mezclaban con el polvo del aparcamiento. Las palabras del comisario resonaron en su cabeza: «No pretendo influir en su decisión, sólo le informo».

Entró en el casco urbano de Elizondo, recorrió la calle Santiago, giró a la izquierda para bajar hacia el puente y sintió el suave traqueteo de las ruedas en el empedrado. Una vez rebasado el puente Muniartea, giró a la izquierda y aparcó el coche frente a la casa de su tía, la casa en la que había vivido desde los nueve años y hasta que se fue de Elizondo. Buscó la llave entre las de su llavero y abrió la puerta. La casa la recibió cálida y vibrante, cargada de la energía de su moradora y con la eterna cantinela del televisor sonando de fondo.

—Hola, Amaia —la saludó la tía desde el salón, sentada frente a la chimenea.

Amaia sintió una oleada de amor al verla, el pelo largo y blanco recogido en un moño suelto que le daba un aire de heroína romántica de novela inglesa, y la espalda recta con una postura tan elegante como si fuese a tomar el té con la reina.

—No te levantes, tía —rogó mientras se acercaba a ella, inclinándose para besarla—. ¿Cómo estás, guapa?

Engrasi rió.

—Sí, guapísima debo de estar con esta bata —dijo, agarrando la solapa de felpa.

—Para mí siempre serás la más guapa.

—Mi niña… —La abrazó.

Amaia miró alrededor reconociendo el lugar, lo hacía siempre que regresaba a casa y sabía que su gesto tenía mucho de constatación y de declaración. Parecía decir «Ya estoy aquí, ya he vuelto». No sabía bien a qué obedecía, pero ya no se preguntaba por qué allí se sentía así; se limitaba a disfrutarlo.

—¿Y mi pequeño?

—Dormidito. James le dio el biberón hará una media hora y se quedó dormido inmediatamente. Ha subido a acostarlo pero parece que se ha quedado dormido él también, hace un rato que no lo oigo —dijo, señalando el interfono de vigilancia infantil, que desentonaba con sus vivos colores sobre la mesa de madera de Engrasi.

Se quitó las botas al pie de la escalera y subió sintiendo la madera bajo los pies descalzos y reprimiendo el impulso de correr, como cuando era pequeña.

James había dejado encendida una lámpara que derramaba su luz azulada desde la mesilla, permitiéndole ver que había montado la cuna de viaje junto a la ventana, y que dormía de lado, con un brazo extendido apoyado sobre el borde de la cunita de Ibai. Rodeó la cama para comprobar que el niño descansaba plácidamente enfundado en un grueso pijama enterizo. Apagó el interfono, se quitó el jersey, deslizó los vaqueros por sus piernas hasta el suelo y se metió en la cama pegándose a la espalda de su marido y sonriendo maliciosa al notar el sobresalto de él al contacto con su cuerpo frío.

—Estás helada, amor —susurró medio dormido.

—¿Me darás calor? —preguntó mimosa, apretándose más contra él.

—Todo el que quieras —respondió algo más despierto.

—Lo quiero todo.

James se volvió y ella aprovechó para besarle, explorando su boca como muerta de sed.

Él retrocedió sorprendido.

—¿Estás segura? —preguntó, señalando la cuna.

Desde que tenían a Ibai, ella se había mostrado reticente a mantener relaciones en la misma habitación en la que estaba el niño.

—Estoy segura —respondió, volviendo a besarle.

Hicieron el amor muy despacio, mirándose incrédulos como si acabasen de conocerse aquella noche y el descubrimiento les resultase prodigioso, sonriendo con la satisfacción y el alivio del que sabe que acaba de recuperar algo muy preciado que durante un tiempo creyó perdido. Después, quedaron tendidos y silenciosos hasta que James tomó su mano y se volvió a mirarla.

—Me alegra que estés de vuelta, últimamente las cosas entre nosotros no han estado demasiado bien.

Un leve roce procedente de la cuna obligó a James a incorporarse para mirar al niño, que se movía inquieto emitiendo ruiditos que revelaban su frustración, justo antes de empezar a llorar.

—Tiene hambre —dijo, mirándola.

—He llegado a tiempo para darle su toma, pero la tía me ha dicho que le habías dado un biberón —dijo, tratando de que no pareciera un reproche.

—Estaba un poco inquieto. He leído que se debe alimentar al bebé a demanda, y si cuando tiene hambre aún no has llegado no veo nada de malo en darle un poco de biberón; además no ha tomado ni quince centilitros.

—Tampoco creo que sea bueno estar todo el día dándole de comer. Respetar los horarios es fundamental, ya oíste al pediatra.

—Si no se respetan los horarios no es por mi culpa… —respondió él.

—¿Insinúas que es por la mía?, ya te he dicho que he llegado a tiempo.

—Amaia, el niño no es un reloj, no sirve llegar a tiempo esta vez. ¿Y la anterior? ¿Y la siguiente? ¿Puedes garantizarme que estarás aquí a tiempo?

Ella guardó silencio. Tomó a Ibai en los brazos y se recostó en la cama con él para amamantarlo. James se tumbó a su lado, acariciando con un dedo la nuca del bebé, y cerró los ojos. Apenas dos minutos después, Amaia notó por su respiración acompasada que estaba dormido. A veces la sacaba de quicio, pensó mientras intentaba relajarse: había leído en alguna parte que el estado nervioso de la madre se transmitía al bebé causándole cólicos.

Cuando el niño terminó su toma lo incorporó sobre su hombro hasta que eructó y lo recostó de nuevo en sus brazos, sintiendo cómo su frágil cuerpecillo se relajaba y el sueño hacía presa en él. Se inclinó sobre el niño para oler el rico perfume que emanaba de su cabecita y sonrió. Antes de que Ibai naciera, antes incluso de tenerlo en su vientre, ya lo amaba, lo quería desde que ella misma era una niña pequeña que jugaba a ser mamá, una mamá buena, y ahora eso dolía, porque en algún lugar en lo más profundo de su alma sentía que todo su amor no era suficiente, que no lo estaba haciendo bien, y que no era digna de ser su madre, algo que quizás no estuviese en la naturaleza de las mujeres de su familia. Quizá, junto a los genes, se heredaba un legado más oscuro y cruel.

Tomó en la suya una de las manitas, abierta, ahora que estaba saciado, como una estrella de mar. Su niño del agua, su niño del río, que como el mismo río venía a reclamar sus dominios, inundando sus orillas, anegando su territorio como un soberano regresando de las cruzadas. Elevó su manita hasta sus labios y la besó con reverencia.

—Lo intento, Ibai —susurró, y el pequeño, dormido, le devolvió un suspiro profundo que perfumó el aire a su alrededor.