Invierno de 1979
Extendió el brazo buscando en la cama la presencia templada de su esposa, pero en su lugar sólo halló el espacio vacío que ya había perdido cualquier vestigio de calor humano.
Alarmado, se sentó sacando los pies de la cama y escuchó con atención tratando de encontrar la huella de su mujer en la casa.
Recorrió las habitaciones descalzo. Entró en el dormitorio donde las dos niñas dormían en camas gemelas, la cocina, el baño, y hasta miró en el balcón para asegurarse de que no le hubiera dado un mareo al levantarse y hubiera quedado tendida en el suelo, incapaz de pedir ayuda. Casi deseaba que así fuera, que su esposa estuviera llamándole desde algún rincón de la casa necesitando su auxilio. Lo habría preferido a la certeza de que ella no estaba, de que esperaba a que estuviese dormido para salir furtivamente de casa para ir… No sabía adónde ni con quién, sólo sabía que regresaría antes del amanecer y que el frío que traía prendido a su cuerpo tardaría rato en desvanecerse en la cama y se quedaría entre los dos, trazando una frontera invisible e insalvable, mientras ella caía en un profundo sueño y él fingía dormir. Regresó al dormitorio, acarició la suave tela de la almohada y sin pensarlo, se inclinó para aspirar el aroma que los cabellos de su esposa habían dejado en la cama. Un gemido de pura angustia le brotó del pecho mientras volvía a preguntarse qué estaba pasando entre ellos. «Rosario —susurró—, Rosario». Su orgullosa mujer, la señorita de San Sebastián que había venido a Elizondo de vacaciones y a la que había amado desde la primera vez que la vio, la mujer que le había dado dos hijas y que ahora mismo llevaba en su vientre al tercero, la mujer que le había ayudado cada día trabajando a su lado codo con codo, volcada en el obrador, sin duda más dotada que él para las actividades comerciales, que le había llevado a levantar el negocio a niveles que nunca había soñado. La elegante dama que jamás saldría a la calle sin arreglar, una esposa maravillosa y una madre cariñosa con Flora y Rosaura, tan educada y correcta que las demás mujeres parecían fregonas comparadas con ella. Distante con los vecinos, se mostraba encantadora en el obrador, pero rehuía el trato con las demás madres y no tenía allí más amigos que él y hasta hacía unos meses Elena, pero ahora ni eso. Habían dejado de hablarse y un día que se la cruzó en la calle y le preguntó al respecto, la mujer sólo le dijo: «Ya no es mi amiga, la he perdido». Por eso eran aún más extrañas las salidas nocturnas, los largos paseos a los que insistía en ir sola, las ausencias a cualquier hora, los silencios. ¿Adónde iba? Al principio se lo había preguntado y ella le había respondido con vaguedades. «Por ahí, a pasear, a pensar». Medio en broma le había dicho: «¿Por qué no piensas aquí, conmigo? O al menos deja que te acompañe».
Ella le había mirado de un modo extraño, furiosa, y después, con una frialdad pasmosa, le había contestado: «Eso está completamente fuera de lugar».
Juan se tenía por un hombre sencillo, sabía que era afortunado por tener a una mujer como Rosario y que no era ningún experto en psicología femenina, así que, cargado de dudas y con la sensación de estar cometiendo una traición, se decidió a consultar con el médico. Al fin y al cabo, él era la otra persona que mejor conocía a Rosario en Elizondo, la había atendido en los dos embarazos anteriores y la asistió en los partos. Aparte de eso, poco más; Rosario era una mujer fuerte que rara vez se quejaba.
—Sale de noche, te miente cuando dice que va al obrador, casi no te cuenta nada y reclama estar sola. Me estás describiendo una depresión. Por desgracia, el valle presenta un índice altísimo de estas tristezas. Ella es de la costa, del mar, y allí, aunque llueva, hay otra luz, y este lugar tan oscuro termina por pasar nota, llevamos un año muy lluvioso y los suicidios alcanzan aquí cotas extraordinarias. Creo que está un poco depresiva. Que no haya tenido esos síntomas en los anteriores embarazos no quita para que los pueda tener ahora. Rosario es una mujer muy exigente, pero que también se exige mucho. Seguramente es la mejor madre y esposa que conozco, trabaja en casa, en el obrador, y su aspecto es siempre impecable, pero ahora ya no es tan joven y este embarazo le está resultando más duro. A este tipo de mujeres tan estrictas la maternidad les supone una carga más, un aumento de las obligaciones que ellas mismas se imponen. Por eso, aunque el embarazo sea deseado, se produce un desencuentro entre su necesidad de ser perfecta en todo y la duda de quizá no poder serlo. Si estoy en lo cierto después del parto será aún peor. Deberás tener paciencia y colmarla de cariño y ayuda. Descárgale un poco de las niñas mayores, coge a alguien para el obrador o busca a una mujer que la ayude en casa.
Ella no había querido ni hablar del tema.
—Lo que me faltaba, una de esas chismosas del pueblo mangoneando mi casa para luego ir contando por ahí lo que tengo o dejo de tener. No sé a qué viene esto. ¿Acaso he descuidado la casa o a las niñas? ¿Acaso no he ido cada mañana al obrador?
Él se había sentido sobrepasado y a duras penas le había replicado.
—Ya sé que no, Rosario, no digo que no lo hagas, sólo que quizás ahora, con el embarazo, sea demasiada carga para ti y a lo mejor te vendría bien un poco de ayuda.
—Me valgo de sobra, no necesito ninguna ayuda, y será mejor que no te metas en el modo en que llevo mi casa si no quieres que coja la puerta y me vuelva a San Sebastián. No quiero volver a hablar de este tema, me ofendes con sólo insinuarlo.
El enfado le había durado días en los que apenas le había dirigido la palabra, hasta que poco a poco las cosas habían vuelto a la normalidad, ella saliendo casi cada noche y él esperando despierto hasta que la oía llegar, fría y silenciosa, jurándose que al día siguiente hablarían y sabiendo de antemano que, después de todo, lo aplazaría un día más para no tener que enfrentarse con ella.
Se sentía secretamente cobarde. Temeroso como un niño ante una madre superiora. Y ser consciente de que más que nada en el mundo temía su reacción le hacía sentir aún peor. Suspiraba aliviado cuando oía la llave en la cerradura y aplazaba de nuevo aquella charla que nunca se produciría.