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Tres meses después

Amaia reconoció las notas de la canción que llegaba, apenas susurrada, desde el salón. Terminó de recoger los platos de la comida y, mientras se secaba las manos con un paño de cocina, se acercó a la puerta para escuchar mejor la nana que su tía canturreaba al bebé con voz dulce y tranquilizadora. Era la misma. Aunque hacía años que no la oía, identificó el canto con el que su amatxi Juanita solía arrullarla cuando era pequeña. El recuerdo le trajo la presencia amada y añorada de Juanita, enfundada en su vestido negro, con el pelo recogido en un moño y sujeto con aquellos peinecillos de plata que apenas lograban contener sus rizos blancos; su abuela, que en su primera infancia fue la única mujer que la abrazó.

Txikitxo politori

zu nere laztana,

katiatu ninduzun,

libria nintzana.

Libriak libre dira,

zu ta ni katigu,

librerik oba dana,

biok dakigu.[1]

Sentada en un sillón cercano a la chimenea encendida, Engrasi acunaba en sus brazos al pequeño Ibai sin dejar de mirar su carita, mientras recitaba los versos antiguos de aquella triste nana. Y sonreía, aunque Amaia recordaba bien que, por el contrario, su abuela lloraba mientras le cantaba. Se preguntó por qué, quizá ya conocía el dolor que había en el alma de su nieta, y era ese mismo miedo el que sentía ella por la pequeña.

Nire laztana laztango

kalian negarrez dago,

aren negarra gozoago da

askoren barrea baiño.[2]

Cuando la canción terminaba se secaba las lágrimas con su impoluto pañuelo en el que aparecían bordadas sus iniciales y las de su esposo, un abuelo que Amaia no conoció y que le miraba con gesto adusto desde el retrato desvaído que presidía el comedor.

—¿Por qué lloras, amatxi?, ¿te da pena la canción?

—No hagas caso, cariño mío, la amatxi es una tonta.

Pero suspiraba y la abrazaba más fuerte, reteniéndola en sus brazos un poco más, aunque ella tampoco quería irse.

Amaia escuchó las últimas notas de la nana saboreando la sensación de privilegio al recordar la letra justo un instante antes de que la tía la cantara. Engrasi cesó su canto y Amaia aspiró profundamente la atmósfera de quietud de aquella casa. Todavía persistía en el aire al aroma rico del guiso mezclado con el de la leña ardiendo y la cera de los muebles de Engrasi. James se había quedado dormido en el sofá y, aunque no hacía frío allí, se acercó y le cubrió un poco con una mantita roja. Él abrió los ojos un instante, le lanzó un beso y continuó durmiendo. Amaia acercó un sillón al de la tía y la observó: ya no cantaba, pero seguía mirando embelesada el rostro dormido del niño. Miró a su sobrina y sonrió tendiéndole el niño para que lo cogiera. Amaia lo besó en la cabeza muy despacio y lo acostó en su carrito.

—¿Duerme, James? —preguntó la tía.

—Sí, esta noche no hemos descansado apenas. Ibai tiene cólicos en algunas tomas, sobre todo en las de la noche, y James se la ha pasado paseando por la casa con el niño en brazos.

Engrasi se volvió para poder ver a James y comentó.

—Es un buen padre…

—El mejor.

—Y tú, ¿no estás cansada?

—No, ya sabes que yo no necesito dormir tanto, con unas horas estoy bien.

Engrasi pareció pensarlo y por un instante su rostro se oscureció, pero volvió a sonreír haciendo un gesto hacia el carrito del bebé.

—Es precioso, Amaia, es el niño más hermoso que he visto nunca, y no sólo porque sea nuestro; Ibai tiene algo especial.

—Y tan especial —exclamó Amaia—, el niño que iba a ser niña y cambió de parecer a última hora.

Engrasi la miró muy seria.

—Eso es exactamente lo que creo que ocurrió.

Amaia hizo un gesto de no entender.

—Cuando te quedaste embarazada, al principio, hice una tirada de tarot, sólo para comprobar que todo estuviera en orden, y entonces era una niña sin ningún lugar a dudas. Consulté alguna vez más en el transcurso de los meses, pero no volví a abundar sobre el tema del sexo porque era algo que ya sabía. Y cuando hacia el final te pusiste tan rara y me dijiste que te veías incapaz de elegir su nombre o de comprarle ropa, yo te di una explicación psicológicamente plausible —dijo sonriendo—, pero también consulté las cartas y tengo que confesarte que por un momento me temí lo peor, que esa reserva, esa incapacidad que sentías respondiese al hecho de que la niña no llegara a nacer. A veces las madres tienen pálpitos de ese tipo y siempre responden a una señal real. Y lo más sorprendente es que por más que insistí no me mostraban el sexo del bebé, no querían decírmelo, y ya sabes lo que digo siempre sobre lo que las cartas no cuentan; si no lo dicen es porque pertenece a eso que no debemos saber. En ocasiones son cosas que jamás nos serán reveladas porque no está en la naturaleza de los hechos que llegue a saberse; en otras, se mostrarán cuando llegue el momento. Cuando James me llamó por teléfono aquella madrugada, las cartas se mostraron tan claras como un vaso de agua. Un varón.

—¿Quieres decir que crees que iba a tener una niña y que mutó en un niño durante el último mes? Eso no tiene una gran base científica.

—Creo que ibas a tener una hija, creo que es probable que algún día la tengas, pero creo también que alguien decidió que no era el momento para tu hija, y dejó esa decisión en suspenso hasta la última hora y al final decidió que tuvieras a Ibai.

—¿Y quién crees que tomaría esa decisión?

—Quizá la misma que te lo concedió.

Amaia se levantó, contrariada.

—Voy a hacer café. ¿Te apetece? —La tía no contestó a su pregunta.

—Haces mal en negar que la circunstancia fue especial.

—No lo niego, tía —se defendió ella—, es sólo que…

—«No hay que creer que existen, no hay que decir que no existen» —dijo Engrasi citando la antigua defensa contra las brujas que fuera tan popular apenas un siglo atrás.

—… y yo menos que nadie —susurró Amaia mientras a su mente acudía el recuerdo de aquellos ojos ambarinos, el silbido fuerte y corto que la había guiado a través del bosque en plena noche mientras se debatía entre la sensación de irrealidad de los sueños y la certeza de estar viviendo algo real.

Permaneció en silencio hasta que la tía habló de nuevo.

—¿Cuándo te reincorporas al trabajo?

—El próximo lunes.

—¿Y cómo te sientes respecto a eso?

—Bueno, tía, ya sabes que mi trabajo me gusta, pero tengo que reconocer que nunca me había costado tanto regresar, ni después de las vacaciones, ni después de la luna de miel, nunca. Pero ahora todo es distinto, ahora está Ibai —dijo mirando hacia la cunita—, siento que es pronto para separarme de él.

Engrasi asintió sonriendo.

—Sabes que en el pasado en Baztán las mujeres no podían salir de casa hasta transcurrido un mes después del nacimiento del hijo. Era el tiempo que la Iglesia estimaba para garantizar que el bebé estaba sano y no moriría. Al cabo de un mes, podían bautizarlo y sólo entonces la madre podía salir de casa para llevarlo a la iglesia. Pero hecha la ley, hecha la trampa. Las mujeres de Baztán siempre se han caracterizado por hacer lo que hay que hacer. La mayoría tenía que trabajar, tenían otros hijos, ganado, vacas que ordeñar, trabajo en el campo, y un mes era mucho tiempo. Así que cuando tenían que salir de casa mandaban a su marido al tejado a por una teja, se la colocaban sobre la cabeza y anudaban fuertemente el pañuelo para que no se les cayese. Aunque tuviesen que salir, no dejaban de estar bajo su tejado, y ya sabes que en Baztán, hasta donde llega el tejado llega la casa, y así podían atender sus quehaceres sin dejar de cumplir la tradición.

Amaia sonrió.

—No me imagino con una teja en la cabeza, pero a gusto me la pondría si eso me permitiese llevar mi casa conmigo.

—Cuéntame la cara que puso tu suegra cuando supo lo de Ibai.

—Pues imagínatela. Al principio despotricó contra los médicos y sus métodos de detección prenatal mientras aseguraba que estas cosas en Estados Unidos no pasan. Con el niño reaccionó bien, aunque era evidente que estaba un poco decepcionada, imagino que por no poder llenar a la criatura de lazos y puntillas. Toda la compulsión por las compras se vio frenada de pronto, cambió el dormitorio infantil por uno en blanco, y la ropa por vales de compra que yo voy canjeando según me va haciendo falta, pero te aseguro que tengo suficiente para vestir a Ibai hasta los cuatro años.

—¡Qué mujer! —rió la tía.

—Por el contrario, mi suegro estaba entusiasmado con el niño, lo tenía todo el día en brazos, se lo comía a besos y se pasaba el tiempo haciéndole fotos. ¡Hasta le ha abierto un fondo para la universidad! Mi suegra comenzó a aburrirse en cuanto dejó de ir de compras, y empezó a hablar de regresar a casa, porque tenía no sé cuántos compromisos, es presidenta de un par de clubes de señoras de la alta sociedad y echaba de menos jugar al golf, así que empezó a meter prisa con que bautizásemos al niño. James se opuso porque desde siempre había querido bautizar al niño en la capilla de San Fermín y ya sabes la lista de espera que hay allí, no te dan fecha antes de un año. Pero Clarice se presentó en la capilla, mantuvo una entrevista con el capellán y tras realizar un generoso donativo, consiguió fecha para la semana siguiente —dijo riendo.

—Poderoso caballero es don Dinero —citó Engrasi.

—Es una pena que no vinieras, tía.

Engrasi chascó la lengua.

—Ya sabes, Amaia…

—Ya sé que no sales del valle…

—Aquí estoy bien —dijo Engrasi, y en sus palabras había todo un dogma.

—Todos estamos bien aquí —dijo Amaia, ensimismada.

—Cuando era pequeña sólo descansaba aquí, en esta casa —declaró de pronto Amaia. Miraba al fuego, hipnotizada; la voz le salió suave y aguda, como de niña.

»En casa apenas dormía, no podía dormir porque tenía que vigilar y cuando no podía más y el sueño me vencía, no era profundo ni reparador, era el sueño de los condenados a muerte, esperando que en cualquier momento el rostro del verdugo se incline sobre el tuyo porque ha llegado tu hora.

—Amaia… —llamó suavemente la tía.

—Pero si permaneces despierta no puede cogerte, puedes gritar y despertar a los demás y no podrá…

—Amaia…

Ella apartó la mirada del fuego, miró a la tía y sonrió.

—Esta casa siempre ha sido un refugio para todos, para Ros también, ¿verdad? Aún no ha vuelto a su casa desde lo de Freddy.

—No, va a menudo por allí, pero siempre regresa aquí a dormir.

Se oyó un suave golpe en la puerta y Ros apareció en la entrada quitándose un gorro de lana de colores.

Kaixo —saludó—. ¡Qué frío!, menudo bien que estáis aquí —dijo quitándose un par de capas de ropa.

Amaia observó a su hermana, la conocía lo suficiente como para que se le escapase que había adelgazado mucho y que a la sonrisa que iluminaba su rostro le faltaba brillo. Pobre Ros, la preocupación y esa tristeza encubierta habían llegado a formar parte de su vida de un modo tan constante que apenas podía recordar cuándo la había visto auténticamente feliz por última vez, a pesar del éxito en su gestión del obrador. El sufrimiento de los últimos meses, la separación de Freddy, la muerte de Víctor… Y sobre todo, su carácter, esas personas a las que la vida les duele más y que te hacen pensar siempre que son candidatas a coger un atajo si las cosas se ponen cuesta arriba.

—Siéntate aquí, iba a preparar café —le cedió el sitio Amaia, tomándola de la mano y fijándose en las manchas blancas que tenía en las uñas—. ¿Has estado pintando?

—Sólo un par de tonterías en el obrador.

Amaia la abrazó y pudo percibir aún más su delgadez.

—Siéntate junto al fuego, estás helada —la apremió.

—Voy, pero primero quiero ver al principito.

—No lo despiertes —susurró Amaia, acercándose. Ros lo miró, compungida.

—Pero ¿cómo es posible? ¿Es que este niño no hace otra cosa que dormir? ¿Cuándo va a estar despierto para que lo achuche su tía?

—Prueba a venir a mi casa entre las once de la noche y las cinco de la madrugada y comprobarás que no sólo está despierto, sino que además la naturaleza lo ha dotado con unos sanísimos pulmones y un llanto tan agudo que parece que en cualquier momento te sangrarán los oídos. Ven y achúchalo cuanto quieras.

—Pues igual voy, que te crees que me iba a asustar.

—Vendrías una noche. La siguiente me dirías que para mí.

—Mujer de poca fe —dijo Ros fingiendo indignación—. Si vivieseis aquí ya te lo demostraría yo.

—Ve comprándote tapones para los oídos; esta noche entras de guardia, que hoy dormimos aquí.

—Vaya —dijo Ros poniendo cara de fastidio—. Justo hoy que había quedado.

Rieron.