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Eragon levantó la cabeza, respiró hondo y sintió que sus preocupaciones se volvían menores.

Cabalgar a lomos de un dragón no era ningún descanso, pero la proximidad con Saphira les resultaba tranquilizadora a ambos. El simple placer del contacto físico les reconfortaba como pocas cosas podían hacerlo. Por otra parte, el sonido y el movimiento constante de sus alas ayudaban a apartar la mente de los lúgubres pensamientos que le acechaban.

A pesar de la urgencia de su viaje y de lo precario de las circunstancias en general, Eragon agradecía estar lejos de los vardenos. El reciente baño de sangre le había dejado la sensación de que ya no era el mismo.

Desde que había vuelto con los vardenos, en Feinster, se había pasado la mayor parte del tiempo combatiendo o a la espera de hacerlo, y la tensión estaba empezando a desgastarle, especialmente tras la violencia y el horror de la lucha en Dras-Leona. Por cuenta de los vardenos había matado a cientos de soldados —de los que pocos habían podido presentarle la mínima batalla—, y aunque sus acciones estaban justificadas, los recuerdos le inquietaban. No quería que cada combate fuera desesperado y que cada rival fuera de un nivel igual o superior a él, por supuesto, pero tampoco podía evitar sentirse más como un carnicero que como un guerrero cuando mataba a tantos tan fácilmente. Había llegado a pensar que la muerte era algo corrosivo, y que cuanto más la rondaba, más le quitaba parte de su ser.

No obstante, estar solo con Saphira —y con Glaedr, aunque el dragón dorado se había mostrado hermético desde su partida— le ayudaba a recuperar cierta sensación de normalidad. Se sentía más cómodo cuando estaba solo o en grupos pequeños, y prefería no pasar mucho tiempo en pueblos o ciudades, ni siquiera en un campamento como el de los vardenos. A diferencia de la mayoría de las personas, no le tenía aversión ni miedo al entorno natural; por agreste o desolado que fuera aquel territorio, poseía una elegancia y una belleza muy superior a cualquier artificio, y él sentía que le ayudaba a recuperarse.

Así que dejó que el vuelo de Saphira le distrajera, y durante la mayor parte del día no hizo nada más que contemplar el paisaje.

Desde el campamento de los vardenos, a orillas del lago Leona, Saphira atravesó la gran extensión de agua y luego viró al noroeste y ascendió tanto que Eragon tuvo que usar un hechizo para protegerse del frío.

El lago parecía una superficie hecha de retales, con un aspecto brillante en las zonas donde el ángulo de las olas reflejaba la luz solar hacia Saphira, y apagado y gris donde no brillaba la luz. Eragon nunca se cansaba de contemplar los cambiantes patrones de luz; no había nada igual en el mundo.

A menudo veía halcones pescadores, grullas, gansos, patos, estorninos y otras aves volando por debajo de ellos. La mayoría hacía caso omiso de Saphira, pero algunos de los halcones ascendieron en espiral y los acompañaron un rato, más curiosos que asustados. Dos de ellos fueron tan osados que hasta se cruzaron por delante de ella, a apenas unos metros de sus largos dientes afilados.

En cierta medida, a Eragon el aspecto fiero de aquellas rapaces de garras afiladas y pico amarillo le recordaba a la propia Saphira, observación que complació a la dragona, aunque no tanto por lo estético, sino por la habilidad de las aves como cazadoras.

Tras ellos, la orilla fue convirtiéndose poco a poco en una línea morada difuminada, hasta que acabó desvaneciéndose completamente. Durante más de media hora, solo vieron pájaros y nubes en el cielo, y la amplia extensión de agua azotada por el viento que cubría la superficie de la Tierra.

Entonces, frente a ellos y a la izquierda empezó a distinguirse la silueta gris de las Vertebradas en el horizonte, una imagen que Eragon recibió con agrado. Aunque aquellas no eran las montañas de su infancia, pertenecían a la misma cordillera, y al verlas se sentía algo más cerca de su antiguo hogar.

Las montañas se fueron haciendo mayores hasta que las rocosas cimas nevadas acabaron levantándose ante ellos como las almenas en ruinas de un castillo. Más abajo, por las oscuras laderas cubiertas de vegetación, decenas de arroyos de aguas espumosas se abrían paso por entre las grietas del terreno hasta alcanzar el gran lago a los pies de las montañas. Media docena de aldeas poblaban la orilla y las proximidades, pero Eragon empleó de su magia para pasar desapercibido a los ojos de sus habitantes mientras los sobrevolaban.

Al mirar hacia las aldeas, le sorprendió lo pequeñas que eran y lo aisladas que estaban, y entonces se le ocurrió pensar lo aislado que estaba también Carvahall en su tiempo. Comparadas con las grandes ciudades que había visitado, las aldeas eran poco más que un puñado de casuchas arracimadas, indignas para cualquiera que no fuera paupérrimo. Muchos de los hombres y mujeres que las habitaban nunca se habrían alejado más que unos kilómetros de su lugar de nacimiento, de eso estaba seguro, como de que vivirían toda su vida en un mundo que se acababa donde llegaba la vista.

«Qué existencia más limitada», pensó.

Aun así, se preguntó si no sería mejor quedarse en un lugar y aprender todo lo posible de él que pasarse la vida corriendo mundo. ¿Era mejor saber muchas cosas pero nada en profundidad que aprenderlo todo de un pequeño entorno?

No estaba seguro. Recordó que Oromis le había contado una vez que del grano de arena más pequeño podía aprenderse todo sobre el mundo, si se estudiaba con la suficiente atención.

Las Vertebradas tenían una altura muy inferior a las montañas Beor, pero, aun así, aquellas cumbres de paredes verticales se elevaban trescientos metros o más por encima de Saphira, que se abría paso entre ellas, siguiendo las gargantas y valles cubiertos de sombras que dividían la cordillera. De vez en cuando tenía que elevarse para superar algún puerto nevado y, cuando lo hacía, el campo de visión de Eragon aumentaba y le daba la impresión de que las montañas adquirían el aspecto de una boca llena de muelas surgidas de las encías marrones de la tierra.

Saphira planeó sobre un valle especialmente profundo. Eragon vio en el fondo un claro con un arroyo que atravesaba un prado. Y a los bordes del claro entrevió lo que le pareció que podrían ser casas —o quizá tiendas de un campamento— ocultas bajo las gruesas ramas de los abetos que poblaban las laderas de las montañas. Por un resquicio entre las ramas se veía la solitaria luz de un fuego, como una minúscula pepita de oro engarzada entre las capas de agujas negras, y le pareció distinguir una silueta solitaria que avanzaba con pesadez desde el arroyo. Curiosamente, la figura tenía un aspecto voluminoso, con una cabeza que parecía demasiado grande para aquel cuerpo.

Creo que eso era un úrgalo.

¿Dónde? —preguntó Saphira, y Eragon percibió su curiosidad.

En el claro, detrás de nosotros. —Compartió su recuerdo con ella—. Ojalá tuviéramos tiempo para volver y comprobarlo. Me gustaría ver cómo viven.

Ella resopló, y emitió un humo caliente por el hocico. Luego giró el cuello en dirección a Eragon.

No creo que les gustara que un Jinete y su dragón aterrizaran entre ellos sin previo aviso.

Él tosió y parpadeó, con los ojos llenos de lágrimas.

¿Te importaría…?

Saphira no respondió, pero el rastro de humo procedente de su hocico desapareció, y el aire en torno a Eragon se aclaró.

Al cabo de un rato, la forma de las montañas empezó a resultarle familiar a Eragon, y entonces una gran fisura se abrió ante ellos y se dio cuenta de que estaban atravesando el puerto de montaña que llevaba a Teirm, el mismo que Brom y él mismo habían recorrido dos veces a caballo. Estaba prácticamente como lo recordaba: el brazo oeste del río Toark aún bajaba lleno y a gran velocidad hacia el lejano mar, la superficie del agua salpicada de penachos blancos allá donde el agua se encontraba con las rocas. El tosco camino que Brom y él habían seguido, a la orilla del río, continuaba siendo una línea pálida y polvorienta poco más ancha que una de las pistas que seguían los ciervos. Incluso le pareció reconocer una arboleda donde se habían parado a comer.

Saphira giró hacia el oeste y siguió río abajo hasta que las montañas dieron paso a unos verdes campos empapados por la lluvia, y entonces corrigió su trayectoria hacia el norte. Eragon no cuestionó su decisión: ella nunca se desorientaba, ni siquiera en una noche sin estrellas, ni en las profundidades de Farthen Dûr.

El sol estaba próximo al horizonte cuando abandonaron las Vertebradas. Con la llegada del crepúsculo, Eragon ocupó la mente intentando pensar en algún método para atrapar, matar o tender una trampa a Galbatorix. Al cabo de un rato, Glaedr abandonó su aislamiento voluntario y se unió en su búsqueda. Se pasaron una hora, más o menos, discutiendo sobre diversas estrategias, y luego practicaron el ataque y la defensa mentalmente. Saphira también participó en el ejercicio, pero con un éxito limitado, ya que el control del vuelo le hacía difícil concentrarse en ninguna otra cosa.

Más tarde, Eragon fijó la mirada brevemente en las estrellas, de un frío color blanco, y le preguntó a Glaedr:

¿Podría ser que la Cripta de las Almas contuviera eldunarís escondidos por los jinetes para que no los encontrara Galbatorix?

No —respondió Glaedr sin dudarlo—. Es imposible. Si Vrael hubiera trazado un plan así, Oromis y yo lo habríamos sabido. Y si hubieran dejado algún eldunarí en Vroengard, lo habríamos encontrado cuando regresamos a buscar por la isla. Ocultar una criatura viva no es tan fácil como crees.

¿Por qué no?

Si un puercoespín se hace una bola, eso no significa que se vuelva invisible, ¿no? Pues lo mismo sucede con las mentes. Puedes ocultar tus pensamientos a los demás, pero cualquiera que busque por la zona descubrirá de tu existencia.

Seguro que con un hechizo se podría…

Si hubiéramos encontrado la oposición de un hechizo, lo habríamos sabido; estábamos protegidos contra eso.

Así que nada de eldunarís —concluyó Eragon, desanimado.

Desgraciadamente, no.

Siguieron volando en silencio mientras una luna visible en tres cuartas partes se elevaba tras las recortadas cumbres de las Vertebradas. Con aquella luz, todo el terreno adquiría un tono plateado, como si todo aquello fuera una inmensa escultura que los enanos hubieran tallado y guardado en una cueva tan inmensa como la propia Alagaësia.

Eragon percibía el placer que experimentaba Glaedr con aquel vuelo. Al igual que él y Saphira, el viejo dragón parecía agradecer la oportunidad de dejar las preocupaciones en tierra, aunque solo fuera por un rato, y surcar libremente los cielos.

Entonces fue Saphira quien habló. Entre su pesado aleteo, le dijo a Glaedr:

Cuéntanos una historia, Ebrithil.

¿Qué clase de historia te gustaría oír?

La historia de cómo os capturaron los Apóstatas a Oromis y a ti, y de cómo huisteis.

En aquel momento, el interés de Eragon aumentó. Siempre había sentido curiosidad por aquello, pero nunca había tenido valor de preguntarle a Oromis.

Glaedr permaneció en silencio un instante. Pero luego dijo:

Cuando Galbatorix y Morzan regresaron de los bosques e iniciaron su campaña contra nuestra orden, al principio no nos dimos cuenta de la gravedad de la amenaza. Estábamos preocupados, por supuesto, pero no más que si hubiéramos sabido que un Sombra merodeaba por el territorio. Galbatorix no era el primer jinete que se volvía loco, aunque sí el primero en haberse hecho con un discípulo como Morzan. Eso, por sí solo, debería habernos alertado del peligro al que nos enfrentábamos, pero no vimos la realidad hasta que fue demasiado tarde.

»Por aquel entonces no se nos ocurrió plantearnos que Galbatorix pudiera reunir más seguidores, ni siquiera que pudiera intentarlo. Nos parecía absurdo que uno de los nuestros pudiera ceder ante las tóxicas insinuaciones de Galbatorix. Morzan aún era un novato; su debilidad era comprensible. Pero ¿los jinetes con experiencia? Nunca nos cuestionamos su lealtad. Porque hasta que no se vieron tentados no revelaron hasta qué punto les había corrompido el rencor y la debilidad. Algunos querían venganza por antiguas ofensas; otros creían que el propio poder de Jinetes y dragones nos hacía merecedores del papel de soberanos de toda Alagaësia; y otros, me temo, simplemente vieron una ocasión de romper con todo y ser libres de actuar a su antojo.

El viejo dragón hizo una pausa. Eragon percibió los antiguos odios y también todos los viejos dolores que le acuciaban. Glaedr prosiguió:

Todo lo que pasó fue… confuso. Era poco lo que se sabía, y las informaciones que recibíamos estaban envueltas en rumores y especulaciones hasta tal punto que resultaban inútiles. Oromis y yo empezamos a sospechar que se estaba cociendo algo mucho peor de lo que pensaba la mayoría. Intentamos convencer a varios de los dragones y Jinetes, pero ellos no tenían la misma impresión y no nos hicieron caso. No es que fueran tontos, pero tantos siglos de paz habían nublado su visión y eran incapaces de ver que el mundo estaba cambiando a nuestro alrededor.

Frustrados ante la falta de información, Oromis y yo abandonamos Ilirea para descubrir lo que pudiéramos por nuestra cuenta. Nos acompañaron dos jóvenes Jinetes, ambos elfos y guerreros de habilidad demostrada que acababan de regresar del extremo septentrional de las Vertebradas. En parte fue su insistencia la que nos impulsó a lanzar aquella expedición. Quizá te suenen sus nombres, puesto que se trataba de Kialandí y Formora.

—Ah —dijo Eragon, que por fin lo entendió.

Sí. Tras un día y medio de viaje, nos detuvimos en Edur Naroch, una torre de observación construida en la Antigüedad como lugar de guardia en el Bosque Plateado. Nosotros no lo sabíamos, pero Kialandí y Formora ya habían estado allí antes, habían matado a los tres vigilantes elfos desplazados en aquel lugar y habían colocado una trampa sobre las piedras que rodeaban la torre, una trampa que nos atrapó en el momento en que mis garras tocaron la hierba de la loma. Fue un hechizo inteligente que les había enseñado el propio Galbatorix y para el que no teníamos defensa, pues no nos causaba ningún daño: solo nos retenía y nos frenaba, como si nos hubieran echado miel sobre el cuerpo y la mente. En aquel estado de torpor, los minutos pasaban como si fueran segundos. Kialandí, Formora y sus dragones revoloteaban a nuestro alrededor con la rapidez de colibríes, convertidos en borrosas manchas oscuras a los bordes de nuestro campo visual.

»Cuando hubieron acabado, nos liberaron. Habían lanzado decenas de hechizos: hechizos para inmovilizarnos, para cegarnos y para evitar que Oromis hablara, para impedirle lanzar hechizos a su vez. Tampoco esta vez nos agredía su magia, por lo que no teníamos defensa posible… En cuanto pudimos, atacamos a Kialandí, Formora y a sus dragones con la mente, y ellos a nosotros, y durante horas forcejeamos. La experiencia… no fue agradable. Ellos eran más débiles y tenían menos experiencia que Oromis y yo, pero había dos por cada uno de nosotros, y tenían consigo el corazón de corazones de un dragón llamado Agaravel —a cuyo Jinete habían asesinado— y su fuerza se sumaba a la de ellos, de modo que nos costó defendernos. Descubrimos que su intención era obligarnos a ayudar a Galbatorix y los Apóstatas a entrar en Ilirea sin ser detectados, para poder pillar a los Jinetes por sorpresa y capturar los eldunarís que aún vivían en la ciudad.

—¿Cómo lograsteis escapar? —preguntó Eragon.

Con el tiempo, nos quedó claro que no podríamos derrotarlos. Así que Oromis decidió arriesgarse a usar la magia para liberarnos, aunque sabía que eso provocaría que Kialandí y Formora nos atacaran a su vez con más magia. Era un recurso desesperado, pero también suponía nuestra única posibilidad.

»En un momento dado, ajeno a los planes de Oromis, yo devolví una acometida a nuestros atacantes en un intento por abatirlos.Oromis estaba esperando algo así. Conocía al Jinete que les había enseñado magia a Kialandí y a Formora desde hacía mucho tiempo, y era muy consciente de los retorcidos mecanismos mentales de Galbatorix. Basándose en eso, pudo adivinar cómo formular contra Kialandí y Formora sus hechizos, y cuáles debían de ser sus puntos débiles.

»Oromis solo tenía unos segundos para actuar; en el momento en que empezara a usar la magia, Kialandí y Formora se darían cuenta de lo que estaba pasando, les entraría el pánico y empezarían a soltar sus hechizos. Oromis tuvo que intentarlo tres veces hasta que consiguió liberar nuestras ataduras. No sé muy bien cómo lo hizo. Dudo de que lo supiera del todo él mismo. Sencillamente, nos «desplazó» un centímetro del lugar en el que estábamos.

¿Del mismo modo que Arya transportó mi huevo de Du Weldenwarden a las Vertebradas? —preguntó Saphira.

Sí y no —respondió Glaedr—. Sí, nos transportó de un lugar a otro sin movernos por el espacio intermedio. Pero no se limitó a cambiarnos de posición; también cambió nuestra propia sustancia, recomponiéndola después, de modo que ya no fuéramos lo que éramos antes. En nuestros cuerpos hay muchas partes minúsculas que se pueden intercambiar sin provocar consecuencias, y eso es lo que hizo él con cada músculo, cada hueso y cada órgano.

Eragon frunció el ceño. Un hechizo así era un logro de gran calado, una prueba de destreza mágica que pocos podrían tener la pretensión de llevar a cabo. Aun así, pese a la impresión que le había causado, Eragon no pudo por menos que preguntar:

—¿Y cómo iba a funcionar eso? Seguiríais siendo los mismos que antes.

Sí y no. La diferencia entre quienes éramos antes y quienes fuimos después era mínima, pero suficiente para que los hechizos lanzados en nuestra contra por Kialandí y Formora quedaran obsoletos.

¿Y qué hay de los hechizos que os lanzaron a partir del momento en que se dieron cuenta de lo que estaba haciendo Oromis? —preguntó Saphira.

A Eragon le sobrevino la imagen mental de Glaedr agitando las alas, como si estuviera cansado de estar sentado en una misma posición.

El primer hechizo, el de Formora, pretendía matarnos, pero nuestras defensas lo inutilizaron. El segundo, que era de Kialandí…,aquello fue diferente. Era un hechizo que había aprendido de Galbatorix, y este de los espíritus que poseían a Durza. Eso lo sé porque estaba en contacto con la mente de Kialandí en el mismo momento en que formuló el hechizo. Era una treta inteligente y perversa, destinada a impedir que Oromis tocara y manipulara el flujo de energía a su alrededor, para impedirle así usar la magia.

—¿Te hizo lo mismo a ti Kialandí?

Lo habría hecho, pero se temió que aquello me matara o que cortara mi conexión con el corazón de corazones, creando dos versiones independientes de mí a las que habrían tenido que enfrentarse. Los dragones dependen aún más que los elfos de la magia para vivir; sin ella, moriríamos enseguida.

Eragon sentía que la curiosidad de Saphira iba en aumento.

¿Ha ocurrido eso alguna vez? ¿Se ha cortado alguna vez la conexión entre un dragón y su eldunarí mientras aún vivía?

Sí, ha pasado, pero eso es otra historia.

Saphira se conformó, aunque Eragon se dio cuenta de que la dragona volvería a plantear la cuestión a la menor oportunidad.

—Pero el hechizo de Kialandí no impidió que Oromis pudiera usar la magia, ¿no?

No del todo. Debía hacerlo, pero Kialandí lanzó el hechizo en el momento en que Oromis nos transportaba de un lugar a otro, así que el efecto quedó limitado. Aun así, le impidió recurrir a hechizos que no fueran menores y, tal como sabéis, el hechizo le acompañó el resto de su vida, a pesar de los esfuerzos de nuestros sanadores más sabios.

—¿Por qué no le protegieron sus defensas?

Glaedr soltó lo que pareció un suspiro.

Eso es un misterio. Nadie había hecho algo así hasta entonces, Eragon, y de todos los vivos, solo Galbatorix conoce su secreto. El hechizo se lanzó contra la mente de Oromis, pero quizá no le afectara de un modo directo. Puede que actuara sobre la energía que le rodea o sobre su canal de conexión con ella. Los elfos han estudiado la magia durante mucho tiempo, pero ni siquiera ellos comprenden del todo cómo interactúan el mundo material y el inmaterial. Es un enigma que probablemente nunca se resuelva. No obstante, parece razonable suponer que los espíritus saben más que nosotros sobre ambos mundos, teniendo en cuenta que son la personificación del mundo inmaterial y que ocupan el material cuando se materializan en forma de Sombra.

»Sea como fuere, el resultado fue este: Oromis lanzó su hechizo y nos liberó, pero a costa de un esfuerzo excesivo que le dejó temporalmente imposibilitado, algo que se repetiría muchas veces. Nunca más pudo lanzar un hechizo potente, y a partir de aquel momento se vio aquejado de una gran debilidad, algo que habría acabado con él de no ser por su habilidad con la magia. Ya estaba así de débil cuando Kialandí y Formora nos capturaron, pero cuando nos «desplazó» y reordenó las piezas de nuestros cuerpos, la debilidad se hizo evidente. De otro modo, quizás hubiera permanecido en estado latente muchos años más.

»Oromis cayó al suelo, indefenso como un polluelo, en el momento en que Formora y su dragón, una bestia inmunda de color marrón, se lanzó corriendo hacia nosotros a la cabeza del grupo. Yo salté sobre Oromis y ataqué. Si se hubieran dado cuenta de que estaba tocado, lo habrían aprovechado para introducirse en su mente y hacerse con él. Tuve que distraerlos hasta que Oromis se recuperó…

»Nunca he luchado tan duro como aquel día. Había cuatro de ellos plantados ante mí, cinco si contamos a Aragavel. Los otros dos dragones, el marrón y el de color púrpura que montaba Kialandí, eran más pequeños que yo, pero de dientes afilados y zarpas rápidas. Aun así, la rabia me confería una fuerza superior a la normal, y les provoqué graves heridas a ambos. Kialandí cometió la imprudencia de ponérseme al alcance, así que lo aferré con las garras y lo lancé contra su propio dragón. —Glaedr hizo un ruidito divertido—. Su magia no le sirvió para protegerse de aquello. Quedó atravesado por una de las púas del lomo del dragón color púrpura, y podría haber acabado con él en aquel mismo momento si no hubiera sido porque el dragón marrón me obligó a retirarme.

»Debimos de luchar casi cinco minutos, hasta que oí que Oromis me gritaba que escapáramos de allí. De una patada les lancé tierra a la cara a mis enemigos, regresé junto a Oromis, le agarré con la garra anterior derecha y salí volando de Edur Naroch. Kialandí y su dragón no podían seguirnos, pero Formora y el dragón marrón sí, y eso hicieron.

»Nos atraparon a poco más de un kilómetro de la torre. Nos cruzamos varias veces, y entonces el dragón marrón se situó debajo de mí, y vi que Formora estaba a punto de lanzarme una estocada con la espada hacia la pata derecha. Pretendía que soltara a Oromis, supongo, o quizá quisiera matarlo. Yo di un quiebro para esquivar el golpe, y en lugar de perder la pata derecha la espada dio contra la izquierda, y me la cortó.

El recuerdo que atravesó la mente de Glaedr era el del contacto duro, frío y cortante de la espada de Formora, como si la hoja hubiera sido forjada con hielo en lugar de acero. A Eragon aquella sensación le revolvió las tripas. Tragó saliva y se agarró con más fuerza a la silla de montar, dando gracias de que Saphira estuviera a salvo.

Me dolió menos de lo que puedes pensar, pero sabía que no podía seguir luchando, así que viré y me dirigí hacia Ilirea tan rápido como me permitieron las alas. En cierto modo, la victoria de Formora le supuso una desventaja, ya que sin el lastre que suponía mi pata conseguí separarme más rápido del dragón marrón y escapar.

»Oromis consiguió detener la hemorragia, pero nada más, y estaba demasiado débil como para contactar con Vrael o con los otros jinetes ancianos y advertirlos de los planes de Galbatorix. Una vez que Kialandí y Formora informaran a Galbatorix, sabíamos que este atacaría Ilirea inmediatamente. Si esperaba, solo conseguiría darnos tiempo para reforzar nuestras posiciones, y él estaba fuerte, así que la sorpresa era su mejor arma.

»Cuando llegamos a Ilirea nos llevamos una gran decepción al ver que quedaban pocos de nuestra orden; durante nuestra ausencia habían partido otros en busca de Galbatorix o para consultar a Vrael en persona en Vroengard. Convencimos a los que quedaban del peligro que nos acechaba y les pedimos que avisaran a Vrael y al resto de los ancianos dragones y jinetes. Les costaba creer que Galbatorix tuviera las fuerzas necesarias para atacar Ilirea —o que pudiera atreverse a hacer algo así—, pero al final conseguimos que vieran la realidad y decidieron trasladar todos los eldunarís de Alagaësia a Vroengard para protegerlos.

»Parecía una medida prudente, pero deberíamos haberlos enviado a Ellesméra. O, en cualquier caso, deberíamos haber dejado los eldunarís que ya estaban en Du Weldenvarden allí mismo. Al menos algunos de ellos habrían escapado a las garras de Galbatorix. Pero ninguno de nosotros pensó que pudieran estar más seguros entre los elfos que en Vroengard, en el mismo centro de nuestra orden.

»Vrael ordenó que todo dragón y jinete que estuviera a pocos días de Ilirea acudiera a toda prisa en ayuda de la ciudad, pero Oromis y yo nos temíamos que fuera demasiado tarde. Y nosotros tampoco estábamos en disposición de defender Ilirea. Así que reunimos las provisiones que necesitábamos, y con los dos alumnos que nos quedaban —Brom y la dragona que se llamaba como tú, Saphira—, abandonamos la ciudad aquella misma noche. Creo que ya habéis visto el fairth que hizo Oromis en el momento de nuestra partida.

Eragon asintió, ausente, al tiempo que recordaba la imagen de la bella ciudad llena de torres a los pies de un despeñadero e iluminada por una luna llena de otoño.

Y por eso no estábamos en Ilirea cuando Galbatorix y los Apóstatas atacaron, unas horas más tarde. Y también es el motivo por el que no estábamos en Vroengard cuando los traidores derrotaron al ejército combinado compuesto por todas nuestras fuerzas y arrasaron Doru Araeba. Desde Ilirea, nos fuimos a Du Weldenvarden con la esperanza de que los sanadores elfos pudieran curar a Oromis de su afección y devolverle el poder para usar la magia. Al ver que no podían, decidimos quedarnos allí mismo, ya que parecía más seguro que volar de vuelta a Vroengard con nuestras respectivas lesiones y caer en una emboscada en algún punto del viaje.

»No obstante, Brom y Saphira no se quedaron con nosotros. A pesar de nuestra insistencia para que no lo hicieran, fueron a unirse al combate, y fue en aquella lucha donde murió tu homónima, Saphira… Y ya sabéis cómo nos capturaron los Apóstatas y cómo escapamos.

Al cabo de un momento, Saphira dijo:

Gracias por la historia, Ebrithil.

De nada, Bjartskular, pero no vuelvas a pedirme que te la cuente.

Cuando la luna se acercaba a su cénit, Eragon vio un grupo de tenues luces anaranjadas flotando en la oscuridad. Tardó un momento en darse cuenta de que eran las antorchas y los faroles de Teirm, a muchos kilómetros de distancia. Y, por encima de las otras luces, apareció un brillante punto amarillo durante un segundo, como un gran ojo mirándolo; luego desapareció y volvió a reaparecer, iluminándose una y otra vez en un ciclo inalterable, como si el ojo parpadeara.

El faro de Teirm está encendido —les dijo a Saphira y Glaedr.

Entonces es que se acerca una tormenta —contestó el dragón.

Saphira dejó de agitar las alas. Eragon sintió que se estiraba e iniciaba un largo descenso planeando.

Pasó aún media hora hasta que llegaron a tierra. Para entonces, Teirm era poco más que un vago resplandor hacia el sur, y la luz del faro no brillaba más que una estrella.

Saphira aterrizó en una playa vacía cubierta de restos de madera arrastrados por las olas. A la luz de la luna, la arena, lisa y dura, parecía casi blanca, y las olas eran grises y negras y rompían furiosamente contra la playa, como si el océano estuviera intentando devorar la tierra con cada arremetida.

Eragon se soltó las correas que le sujetaban las piernas y se dejó caer desde el lomo de Saphira. Ya tenía ganas de estirar los músculos. Percibió el olor a agua salada mientras bajaba por la playa a la carrera en dirección a un gran trozo de madera, con la capa aleteando al viento. Al llegar al trozo de madera, dio media vuelta y emprendió otra carrera en dirección a Saphira.

Ella seguía sentada en el mismo lugar, con la mirada puesta en el mar. Eragon se detuvo un momento, preguntándose si la dragona iba a hablar o no —puesto que sentía una gran tensión en su interior—, pero al ver que permanecía en silencio, dio media vuelta y volvió a salir corriendo hacia la madera. Ya hablaría cuando estuviera lista.

Corrió arriba y abajo, hasta que sintió el calor extendiéndose por todo el cuerpo y las piernas temblorosas.

Y todo aquel tiempo, Saphira mantuvo la mirada fija en algún punto lejano.

Cuando Eragon se dejó caer sobre unas juncias a su lado, Glaedr opinó:

Intentarlo sería una tontería.

Eragon ladeó la cabeza, sin tener muy claro a quién iba dirigido aquello.

Sé que puedo hacerlo —respondió Saphira.

No has estado nunca en Vroengard —rebatió Glaedr—. Y si hay tormenta, puede arrastrarte mar adentro, o algo peor. Más de un dragón ha perecido a causa de un exceso de confianza. El viento no es tu amigo, Saphira. Puede ayudarte, pero también puede destruirte.

¡No acabo de salir del huevo! ¡No hace falta que me des lecciones sobre el viento!

No, pero aún eres joven, y no creo que estés preparada para esto.

¡De otro modo tardaríamos demasiado!

Quizá, pero es mejor llegar sanos y salvos que no llegar.

—¿De qué estáis hablando? —exclamó Eragon.

La arena emitió un sonido áspero y rasposo bajo las garras de Saphira en el momento en que dobló las patas y las clavó en el terreno.

Tenemos que tomar una decisión —explicó Glaedr—. Desde aquí, Saphira puede volar directamente hacia Vroengard o seguir el litoral hacia el norte hasta llegar al punto de la costa más próximo a la isla y, una vez allí, girar al oeste y cruzar el mar.

¿Cuál sería el camino más rápido? —preguntó Eragon, aunque ya adivinaba cuál sería la respuesta.

Volar en línea recta —respondió Saphira.

Pero si lo hace, estaría sobrevolando el agua todo el tiempo.

La distancia no es mayor que desde los vardenos hasta aquí —replicó Saphira—. ¿O me equivoco?

Ahora estás más cansada, y si se desata una tormenta

¡Entonces daré un rodeo! —replicó ella, rebufando y soltando una pequeña llamarada azul y amarilla por el hocico.

La llama se cruzó en el campo visual de Eragon, cegándole por un momento.

—¡Ah! No veo —protestó.

Eragon se frotó los ojos:

¿Por qué va a ser tan peligroso volar directamente hacia allí?

Podría serlo —gruñó Glaedr.

¿Cuánto tiempo más tardaríamos siguiendo la costa?

Media jornada, quizás un poco más.

El chico se rascó la barbilla mientras contemplaba la imponente masa de agua. Entonces levantó la vista hacia Saphira y, en voz baja, dijo:

—¿Estás segura de que puedes hacerlo?

Ella giró el cuello y le devolvió la mirada con un ojo inmenso. La pupila se había expandido hasta volverse casi redonda; era tan grande y negra que Eragon sintió que podría colarse dentro y desaparecer.

No tengo ninguna duda —dijo ella.

Él asintió y se pasó las manos por el pelo mientras se iba haciendo a la idea.

Entonces tendremos que correr el riesgo… Glaedr, si hace falta, ¿tú puedes guiarla? ¿Puedes ayudarla?

El viejo dragón permaneció en silencio un momento, y luego sorprendió a Eragon susurrándole en la mente, igual que solía hacer Saphira cuando estaba a gusto o cuando se divertía.

Muy bien. Si tenemos que tentar al destino, seamos valientes. Cruzaremos el mar.

Una vez solucionada la disputa, Eragon subió de nuevo a lomos de Saphira, que, de un solo salto, dejó atrás la tierra firme y se echó a volar sobre las olas.