EPÍLOGO

DOS AÑOS Y MEDIO DESPUÉS

Evelyn se encuentra en el punto en que se unen dos mundos. Ahora se ven marcas de neumáticos en el suelo, ya que la gente de la periferia entra y sale continuamente, igual que los del antiguo Departamento, que van y vienen de trabajar. Tiene la bolsa apoyada en la pierna, en uno de los huecos del terreno. Cuando me acerco, levanta una mano para saludarme.

Después de meterse en el camión me da un beso en la mejilla y yo se lo permito. No reprimo la sonrisa que se me empieza a dibujar en el rostro.

—Bienvenida de nuevo —le digo.

El acuerdo, cuando se lo ofrecí hace ya más de dos años y cuando ella lo aceptó de nuevo ante Johanna poco después, era que abandonara la ciudad. Ahora han cambiado tantas cosas en Chicago que no veo nada malo en que regrese, ni ella tampoco. Aunque han pasado dos años, la veo más joven, con el rostro menos demacrado y la sonrisa más amplia: el tiempo que ha pasado fuera le ha sentado bien.

—¿Cómo estás? —me pregunta.

—Estoy… bien —respondo—. Hoy vamos a esparcir sus cenizas.

Echo un vistazo a la urna que he dejado en el asiento trasero, como si fuera un pasajero más. Las cenizas de Tris se pasaron mucho tiempo en el depósito de cadáveres del Departamento, porque yo no acababa de decidir qué clase de funeral le habría gustado, ni me veía del todo capaz de soportar uno. Sin embargo, hoy sería el Día de la Elección si todavía tuviéramos facciones, y ha llegado el momento de dar un paso adelante, aunque sea uno pequeño.

Evelyn me pone una mano en el hombro y contempla los campos. Los cultivos que antes se limitaban a las zonas cercanas a la sede de Cordialidad se han extendido y continúan haciéndolo por todos los espacios verdes que rodean la ciudad. A veces echo de menos la tierra inhóspita y vacía, pero ahora mismo no me importa conducir a través de las hileras de maíz o trigo. Entre las plantas hay personas comprobando el estado de la tierra con unos dispositivos portátiles diseñados por antiguos científicos del Departamento. Van vestidas de rojo, azul, verde y morado.

—¿Cómo es vivir sin facciones? —pregunta Evelyn.

—Es muy normal, te encantará —respondo con una sonrisa.

Llevo a Evelyn a mi piso, al norte del río. Está en una de las plantas inferiores, aunque por las numerosas ventanas veo una amplia extensión de edificios. Fui uno de los primeros residentes de la nueva Chicago, así que pude elegir vivienda. Zeke, Shauna, Christina, Amar y George decidieron vivir en las plantas más altas del edificio Hancock, y Caleb y Cara se mudaron a los pisos cercanos al Millennium Park, pero yo vine aquí porque era precioso y porque no estaba cerca de ninguno de mis antiguos hogares.

—Mi vecino es un experto en historia, vino de la periferia —comento mientras busco las llaves en los bolsillos—. Llama a Chicago «la cuarta ciudad», porque dice que la destruyó un incendio hace años, y después la Guerra de la Pureza, y ahora estamos en el cuarto intento de asentarnos aquí.

—La cuarta ciudad —repite Evelyn mientras abro la puerta—. Me gusta.

Apenas tengo muebles, solo un sofá, una mesa con unas cuantas sillas y una cocina. La luz del sol parpadea en las ventanas del edificio del otro lado del río pantanoso. Algunos de los científicos del extinto Departamento intentan devolverle su antigua gloria al río y al lago, pero tardarán una temporada. Los cambios, como la curación, llevan tiempo.

Evelyn se deja caer en el sofá.

—Gracias por dejar que me quede aquí unos días. Te prometo que me buscaré otro sitio lo antes posible.

—No hay problema.

Me pone nervioso que esté aquí, curioseando mis escasas pertenencias y caminando por mis pasillos, pero no podemos mantenernos alejados para siempre, sobre todo porque le prometí que intentaría salvar la distancia que nos separa.

—George dice que necesita ayuda para entrenar al cuerpo de policía —dice Evelyn—. ¿Tú no te ofreciste?

—No, ya te lo conté: no quiero más armas.

—Es verdad, ahora usas las palabras —responde, arrugando la nariz—. Ya sabes que no confío en los políticos.

—Confiarás en mí porque soy tu hijo. De todos modos, no soy un político. Al menos, todavía no. Solo soy un ayudante.

Se sienta a la mesa y mira a su alrededor, nerviosa y ágil como un gato.

—¿Sabes dónde está tu padre? —me pregunta.

—Alguien me dijo que se había ido —respondo, encogiéndome de hombros—. No pregunté adónde.

Ella apoya la barbilla en la mano.

—¿No hay nada que quisieras decirle? ¿Nada en absoluto?

—No —contesto mientras jugueteo con las llaves—. Solo quería dejarlo atrás, que es donde pertenece.

Hace dos años, cuando me puse ante él en el parque mientras la nieve caía a nuestro alrededor, me di cuenta de que, igual que atacarlo delante de los osados en el Mercado del Martirio no sirvió para aliviar el dolor que me había causado, gritarle e insultarle tampoco serviría de nada. Solo quedaba una opción: superarlo.

Evelyn me lanza una mirada extraña y curiosa; después cruza la habitación y abre la bolsa que ha dejado en el sofá, de la que saca un objeto de cristal azul. Es como agua que cae, suspendida en el tiempo.

Recuerdo cuando me lo dio. Yo era pequeño, pero no tanto como para no darme cuenta de que era un objeto prohibido en la facción abnegada, un objeto inútil y, por lo tanto, autocomplaciente. Le pregunté para qué servía, y ella me respondió: «No hace nada obvio, pero quizá pueda hacer algo aquí dentro —explicó, tocándome el pecho—. Es el poder de las cosas bellas».

Durante muchos años fue el símbolo de mi desafío, de mi pequeño gesto de rechazo a convertirme en un niño obediente y respetuoso de Abnegación, y también un símbolo del desafío de mi madre, aunque la creyera muerta. Lo escondía bajo la cama, y el día que decidí abandonar Abnegación lo puse sobre mi escritorio para que mi padre lo viera, y así comprendiera mi fuerza y la de ella.

—Cuando te fuiste, esto me recordaba a ti —explica, pegándose el cristal al estómago—. Me recordaba lo valiente que eras, lo valiente que has sido siempre —añade, y esboza una sonrisa—. Se me ocurrió que podrías guardarlo aquí. Al fin y al cabo, te pertenece.

Como temo que me tiemble la voz, me limito a devolverle la sonrisa y asentir con la cabeza.

El aire de primavera es frío, pero dejo las ventanas del camión abiertas para sentirlo en el pecho y en las puntas de los dedos, a modo de recuerdo del final del invierno. Me detengo junto al andén cerca del Mercado del Martirio y saco la urna del asiento de atrás. Es plateada y sencilla, sin grabados. No la elegí yo, sino Christina.

Camino por el andén hacia el grupo que ya se ha reunido. Christina está al lado de Zeke y Shauna, que va sentada en la silla de ruedas con una manta sobre el regazo. Ahora tiene una silla mejor, una sin mangos detrás, de modo que pueda maniobrarla más fácilmente. Matthew está al borde del andén, con las puntas de los pies hacia fuera.

—Hola —saludo mientras me coloco al lado del hombro de Shauna.

Christina me sonríe y Zeke me da una palmada en el hombro.

Uriah murió días después que Tris, pero Zeke y Hana se despidieron de él unas semanas más tarde y esparcieron sus cenizas por el abismo, entre el estruendo de amigos y familiares. Gritamos su nombre en la cámara de eco del Pozo. Aun así, sé que hoy Zeke se acuerda de él, igual que los demás, aunque este último acto de valentía osada sea para Tris.

—Tengo que enseñarte una cosa —comenta Shauna, y aparta la manta para dejar al descubierto un complicado armazón metálico que le rodea las piernas. Le llega hasta las caderas y le envuelve el vientre como si fuera una jaula. Me sonríe y, con un acompañamiento de engranajes chirriantes, coloca los pies en el suelo y se levanta entre sacudidas.

A pesar de lo serio de la ocasión, sonrío.

—Bueno, bueno, mírate —digo—. Se me había olvidado lo alta que eras.

—Caleb y sus colegas del laboratorio lo han fabricado para mí. Todavía no me he acostumbrado, pero dicen que algún día podré correr.

—Genial. ¿Dónde está Caleb, por cierto?

—Amar y él se reunirán con nosotros al final de la línea. Tiene que haber alguien allí para recoger a la primera persona.

—Sigue siendo un poco tarta de fresa —comenta Zeke—, pero empiezo a tolerarlo.

—Mmm —respondo sin comprometerme demasiado.

La verdad es que he hecho las paces con Caleb, pero sigo sin poder soportarlo durante demasiado tiempo. Sus gestos, su entonación y sus modos me recuerdan demasiado a ella. Lo convierten en un susurro de lo que era Tris y, aunque eso no basta, para mí es demasiado.

Añadiría algo más, pero se acerca el tren. Avanza hacia nosotros sobre las lustrosas vías y frena con un chirrido para detenerse frente al andén. Una cabeza se asoma por la ventana del primer vagón, donde están los controles: es Cara, con el pelo recogido en una trenza tirante.

—¡Arriba! —nos grita.

Shauna se sienta de nuevo en la silla y atraviesa la entrada rodando. Matthew, Christina y Zeke la siguen. Yo subo el último, le entrego la urna a Shauna para que la sujete y me quedo en la puerta, agarrado al asidero. El tren arranca de nuevo, aumentando de velocidad con cada segundo que pasa, y lo oigo traquetear y silbar sobre las vías, mientras su energía crece en mi interior. El aire me azota el rostro y me pega la ropa al cuerpo, y observo la ciudad que se extiende ante mí, con sus edificios iluminados por el sol.

No es como antes, aunque superé eso hace tiempo. Todos hemos encontrado nuestro sitio. Cara y Caleb trabajan en los laboratorios del complejo, que ahora son un pequeño grupo que pertenece al Departamento de Agricultura y se dedica a desarrollar métodos de cultivo más eficaces y capaces de alimentar a más personas. Matthew trabaja en investigación psiquiátrica en algún lugar de la ciudad; la última vez que le pregunté estaba estudiando algo sobre la memoria. Christina trabaja en un despacho que ayuda a reubicar a la gente de la periferia que quiere mudarse a la ciudad. Zeke y Amar son policías, y George entrena al cuerpo policial: trabajos de osados, como yo los llamo. Por mi parte, soy el ayudante de uno de los representantes de la ciudad en el Gobierno: Johanna Reyes.

Alargo el brazo para agarrarme al otro asidero y asomarme por la puerta del vagón cuando gira y queda prácticamente colgando sobre la calle, dos plantas más abajo. Noto la emoción en el estómago, la mezcla de miedo y entusiasmo que adoran los verdaderos osados.

—Oye, ¿cómo está tu madre? —me pregunta Christina, que se ha puesto a mi lado.

—Bien. Supongo que ya veremos.

—¿Vas a lanzarte en tirolina?

Me quedo mirando las vías que tenemos por delante y que bajan hasta el nivel de la calle.

—Sí, creo que a Tris le habría gustado que probara al menos una vez.

Decir su nombre todavía me produce una punzada de dolor, un pellizco que me hace saber que su recuerdo todavía es un bien preciado.

Christina contempla las vías y apoya su hombro en el mío unos segundos.

—Creo que tienes razón.

Mis recuerdos de Tris, algunos de los recuerdos más intensos que poseo, se han apagado un poco con el tiempo, como suele suceder con los recuerdos, y ya no duelen tanto como antes. A veces incluso disfruto repasándolos, aunque no a menudo. A veces los comparto con Christina, y resulta que se le da mejor escuchar de lo que yo creía, por muy bocazas veraz que sea.

Cara detiene el tren, así que bajo de un salto. En lo alto de las escaleras, Shauna deja la silla y baja los escalones con el armazón metálico, de uno en uno. Matthew y yo bajamos su silla vacía, que es engorrosa y pesada, pero no imposible de manejar.

—¿Alguna novedad de Peter? —pregunto a Matthew mientras bajamos los escalones.

Cuando salió de la niebla del suero de la memoria, Peter recobró algunos de los aspectos más duros y bruscos de su personalidad, aunque no todos. Después perdí el contacto con él. Ya no lo odio, aunque eso no quiere decir que tenga que caerme bien.

—Está en Milwaukee —responde Matthew—, pero no sé a qué se dedica.

—Está trabajando en una oficina —responde Cara desde el pie de las escaleras. Lleva la urna en los brazos, ya que la ha cogido del regazo de Shauna antes de bajar del tren—. Creo que le va bien.

—Siempre pensé que se uniría a los rebeldes GD de la periferia —dice Zeke—. Eso no dice mucho de mis poderes de deducción.

—Ha cambiado —responde Cara, encogiéndose de hombros.

Todavía quedan rebeldes GD en la periferia que creen que la única forma de conseguir el cambio es iniciar otra guerra. Yo soy más partidario del bando que cree en trabajar por el cambio sin violencia. He vivido violencia de sobra para toda una vida, y todavía la llevo conmigo, no en las cicatrices de la piel, sino en los recuerdos que brotan de mi cerebro cuando menos lo deseo: el puño de mi padre contra mi mandíbula, mi pistola en alto para ejecutar a Eric, los cadáveres abnegados tirados por las calles de mi antiguo hogar…

Recorremos las calles hasta la tirolina. Ya no hay facciones, pero en esta parte de la ciudad hay más osados que en las demás, y se les reconoce por los piercings de la cara y por los tatuajes, aunque ya no por los colores de la ropa, que a veces son hasta chillones. Algunos pasean por las aceras junto a nosotros, pero la mayoría está trabajando; ahora todos los habitantes de Chicago deben trabajar si no están impedidos.

Delante de mí, el edificio Hancock se inclina hacia el cielo, la base más ancha que la cima. Las vigas negras se persiguen las unas a las otras hasta llegar al tejado, cruzándose, apretándose y expandiéndose. Hacía tiempo que no me acercaba tanto a él.

Entramos en el vestíbulo, con sus suelos relucientes y sus paredes manchadas de brillantes grafitis osados, que los residentes del edificio han mantenido a modo de reliquia del pasado. Es un lugar osado porque los osados son los que lo recibieron con los brazos abiertos por su altura y, sospecho, por su soledad. A los osados les gustaba llenar de ruido los espacios vacíos. Y a mí me gustaba eso de ellos.

Zeke pulsa el botón del ascensor con el índice. Entramos todos, y Cara pulsa el número 99.

Cierro los ojos mientras el ascensor sale disparado hacia arriba. Casi puedo ver el espacio que se abre a mis pies, un pozo de oscuridad, con tan solo unos centímetros de suelo firme entre mis pies y la caída en picado. El ascensor se detiene con un temblor, y yo me aferro a la pared para recuperar el equilibrio mientras las puertas se abren.

Zeke me toca en el hombro.

—No te preocupes, tío, hacíamos esto continuamente, ¿recuerdas?

Asiento con la cabeza. El aire entra a borbotones por el hueco del techo y, sobre mí, está el cielo, de un azul intenso. Arrastro los pies hacia la escalera, como los demás, demasiado aturdido para moverme más deprisa.

Palpo la escalera con la punta de los dedos y me concentro en cada uno de los peldaños. Sobre mí, Shauna sube torpemente utilizando, sobre todo, la fuerza de los brazos.

Una vez, mientras me tatuaba los símbolos de la espalda, le pregunté a Tori si creía que éramos los últimos seres vivos del mundo. «Puede», fue lo único que respondió. Me parece que no le gustaba pensar en el tema. Sin embargo, aquí arriba, en el tejado, es posible creer que somos los últimos seres vivos sobre la tierra.

Me quedo mirando los edificios de la orilla del pantano, y el pecho se me comprime, como si estuviera a punto de implosionar.

Zeke corre por el tejado hacia la tirolina y engancha una de las lonas de tamaño natural al cable de acero. La bloquea para que no se deslice y nos mira, expectante.

—Christina, es todo tuyo —le dice.

Ella se coloca cerca de la lona, dándose golpecitos en la barbilla con un dedo.

—¿Qué decís? ¿Boca arriba o hacia atrás?

—Hacia atrás —responde Matthew—. Yo quería ir boca arriba para no mearme en los pantalones, y no quiero que me imites.

—Tienes más probabilidades de mearte si vas boca arriba —dice Christina—. Así que, adelante, que me apetece apodarte Meón.

Christina se mete en la tirolina con los pies por delante, boca abajo, para poder observar cómo el edificio se va haciendo cada vez más pequeño. Me estremezco.

No puedo mirar. Cierro los ojos mientras Christina se aleja cada vez más, y sigo con los ojos cerrados cuando lo hacen Matthew y después Shauna. Oigo sus gritos de alegría al viento, como si fueran cantos de pájaro.

—Te toca, Cuatro —dice Zeke.

Sacudo la cabeza.

—Venga —me anima Cara—. Mejor acabar cuanto antes, ¿no?

—No, ve tú, por favor.

Ella me pasa la urna y respira hondo. Sostengo la urna contra el estómago. El metal está caliente después de pasar por tantas manos. Cara se sube a la lona, algo inestable, y Zeke la sujeta a la tirolina. Ella cruza los brazos sobre el pecho, y Zeke la lanza por el cable, por encima de Lake Shore Drive, por encima de la ciudad. Cara no grita, no deja escapar ni un suspiro.

Entonces solo quedamos Zeke y yo, mirándonos.

—Creo que no soy capaz de hacerlo —digo, y, aunque no se me quiebra la voz, me tiembla todo el cuerpo.

—Claro que puedes. Eres Cuatro, ¡la leyenda osada! Eres capaz de enfrentarte a cualquier cosa.

Cruzo los brazos y me acerco un poco al borde del tejado. Aunque estoy a varios metros de distancia, siento como si fuera a caer en picado; sacudo la cabeza una y otra vez.

—Eh —dice Zeke, poniéndome las manos en los hombros—. Esto no es por ti, ¿recuerdas? Es por ella. Por hacer algo que a ella le habría gustado, algo que la hiciera sentir orgullosa de ti, ¿no?

Ya está. No puedo evitar esto, no puedo retroceder, no cuando todavía recuerdo su sonrisa al trepar por la noria conmigo, o cómo cuadraba la mandíbula cada vez que se enfrentaba a uno de sus miedos en las simulaciones.

—¿Cómo lo hacía ella?

—De cara.

—De acuerdo —acepto, pasándole la urna—. Pon esto detrás de mí, ¿vale? Y abre la tapa.

Me subo a la lona; me tiemblan tanto las manos que apenas logro agarrarme a los bordes. Zeke me aprieta las correas sobre la espalda y las piernas y encaja la urna detrás de mí, mirando hacia fuera para que las cenizas se dispersen. Me quedo mirando Lake Shore Drive mientras me trago la bilis y empiezo a deslizarme.

De repente quiero echarme atrás, pero es demasiado tarde, ya estoy desplomándome hacia el suelo. Entonces grito tan fuerte que me dan ganas de taparme los oídos. Noto el grito vivo en mi interior, llenándome el pecho, la garganta y la cabeza.

El viento me irrita los ojos, pero me obligo a abrirlos y, en un momento de terror ciego, entiendo por qué Tris se tiraba de este modo, con la cara por delante: porque era como volar, como si fuera un pájaro.

Todavía noto ese vacío debajo de mí, y es como el vacío que llevo dentro, como una boca que está a punto de tragarme.

Entonces me doy cuenta de que he dejado de moverme. Los últimos restos de las cenizas flotan en el viento como copos de nieve grises, hasta que desaparecen.

El suelo está a pocos metros, lo bastante cerca como para saltar. Los demás han formado un círculo con los brazos unidos para recogerme, como si fueran una red de hueso y músculo. Aprieto la cara contra la lona y me río.

Les lanzo la urna vacía, retuerzo los brazos detrás de la espalda para desenganchar las correas y me dejo caer como una piedra en brazos de mis amigos. Ellos me cogen, sus huesos me pinchan en la espalda y en las piernas, y me bajan al suelo.

Guardamos un incómodo silencio mientras contemplo el edificio Hancock, maravillado, y nadie sabe qué decir. Caleb me sonríe con cautela.

Christina parpadea para librarse de las lágrimas y dice:

—¡Oh! Ahí viene Zeke.

Zeke baja como una bala en su lona negra. Al principio parece un punto, después una mancha y luego una persona envuelta en negro. Cacarea de alegría mientras se detiene, y yo me aferro al antebrazo de Amar. Por el otro lado, sujeto un brazo pálido que pertenece a Cara. Ella me sonríe, y es una sonrisa que trasluce un poco de tristeza.

El hombro de Zeke nos golpea con fuerza en los brazos, y él sonríe como loco mientras lo acunamos como si fuera un niño.

—Ha estado bien. ¿Quieres repetir, Cuatro? —pregunta.

No vacilo ni un segundo:

—Ni en broma.

Caminamos muy juntos de camino al tren. Shauna sigue andando con su armazón, mientras que Zeke empuja su silla y charla con Amar. Matthew, Cara y Caleb hablan de algo que los tiene muy emocionados, como los espíritus afines que son. Christina se pone a mi lado y apoya una mano en mi hombro.

—Feliz Día de la Elección —dice—. Te voy a preguntar cómo estás de verdad. Y tú me vas a dar una respuesta realmente sincera.

A veces hablamos así, dándonos órdenes. No sé cómo, pero se ha convertido en una de mis mejores amigas, a pesar de que no dejamos de pelearnos.

—Estoy bien. Es difícil. Siempre lo será.

—Lo sé.

Estamos a la cola del grupo, cruzando el puente sobre el río pantanoso mientras dejamos atrás los edificios que siguen abandonados, con sus ventanas oscuras.

—Sí, a veces la vida es un asco —responde ella—, pero ¿sabes por qué la aguanto?

Arqueo las cejas.

Ella también las arquea, imitándome.

—Por los momentos que no son un asco —explica—. El truco es fijarse en ellos cuando aparecen.

Entonces sonríe, le devuelvo la sonrisa, y los dos subimos juntos las escaleras que dan al andén.

Hay una cosa que he sabido desde pequeño: que la vida nos hace daño a todos sin que podamos evitarlo.

Pero ahora estoy aprendiendo algo nuevo: que podemos sanarnos. Sanarnos los unos a los otros.