Al día siguiente saco un camión del complejo. La gente sigue recuperándose de la pérdida de memoria, así que nadie intenta detenerme. Conduzco por las vías del tren hacia la ciudad mientras paseo la mirada por el horizonte, sin prestarle demasiada atención.
Cuando llego a los campos que separan la ciudad del mundo exterior, piso el acelerador. El camión aplasta la hierba muerta y la nieve con los neumáticos, y pronto la tierra se convierte en el pavimento del sector abnegado, y yo apenas noto el paso del tiempo. Las calles son las mismas, y mis manos y pies saben adónde ir, aunque mi mente no se moleste en guiarlos. Paro al lado de la casa cercana a la señal de stop, la del muro agrietado.
Mi casa.
Atravieso la puerta principal y subo las escaleras, todavía con esa sensación de embotamiento en los oídos, como si me alejara cada vez más del mundo. La gente habla del dolor de la pérdida, pero no sé a qué se refieren. Para mí, la pérdida es un aturdimiento devastador que atonta todas las sensaciones.
Apoyo la palma de la mano en el panel que cubre el espejo de arriba y lo empujo a un lado. Aunque la luz de la puesta de sol es naranja y se arrastra por el suelo para iluminarme el rostro desde abajo, jamás había estado tan pálido ni había tenido unas ojeras tan pronunciadas. He pasado los últimos días en un punto intermedio entre el sueño y la vigilia, incapaz de llegar a ninguno de los dos extremos.
Enchufo el cortapelo en la toma que hay al lado del espejo. Ya tiene seleccionado el largo correcto, así que solo tengo que pasármelo por la cabeza, doblando las orejas para protegerlas de la cuchilla y girándome para comprobar que no me he saltado ningún punto de la nuca. El pelo cortado me cae en los pies y en los hombros, y hace que me pique la piel que entra en contacto con él. Me paso la mano por el cuero cabelludo para asegurarme de que haya quedado regular, aunque en realidad no me hace falta, ya que aprendí a hacerlo cuando era pequeño.
Me paso un buen rato quitándome el pelo de los hombros y de los pies y barriéndolo. Cuando termino, me pongo de nuevo delante del espejo y veo los bordes de mi tatuaje, el de la llama osada.
Me saco la ampolla de suero de la memoria del bolsillo. Sé que una sola ampolla borrará casi toda mi vida, pero atacará recuerdos concretos, no hechos. Seguiré sabiendo escribir, hablar y montar un ordenador, porque los datos se almacenan en distintos lugares de mi cerebro. Sin embargo, no recordaré nada más.
El experimento ha terminado. Johanna ha conseguido negociar con el Gobierno (con los superiores de David) un acuerdo que permite a los antiguos miembros de las facciones permanecer en la ciudad siempre que sean autosuficientes, se sometan a la autoridad del Gobierno y permitan que los forasteros entren y se unan a ellos, lo que convierte a Chicago en otra zona metropolitana como Milwaukee. El Departamento, que antes estaba a cargo del experimento, ahora mantendrá el orden en los límites de la ciudad de Chicago.
Será la única zona metropolitana del país gobernada por gente que no cree en el daño genético. Una especie de paraíso. Matthew me dijo que espera que la gente de la periferia acuda para llenar los espacios vacíos y encuentre aquí una vida más próspera que la que deje atrás.
Yo solo quiero convertirme en una persona nueva. En mi caso, seré Tobias Johnson, hijo de Evelyn Johnson. Puede que Tobias Johnson haya tenido una vida aburrida y vacía, pero al menos es una persona completa, no este fragmento de persona que soy yo, demasiado anulado por el dolor para resultar de utilidad.
—Matthew me avisó de que habías robado suero de la memoria y un camión —dice una voz desde el final del pasillo. Es Christina—. Reconozco que no me lo creía.
Seguramente no la he oído entrar en casa por lo del embotamiento. Hasta su voz suena como si viajara a través del agua, y tardo unos segundos en entender lo que dice. Cuando lo hago, la miro y respondo:
—Entonces, si no te lo creías, ¿por qué has venido?
—Por si acaso —contesta, acercándose—. Además, quería ver la ciudad una vez más antes de que todo cambie. Dame esa ampolla, Tobias.
—No —respondo, rodeándola con los dedos para protegerla de ella—. La decisión es mía, no tuya.
Ella abre mucho los ojos, y su cara se ilumina con la luz del sol. Hace que cada mechón de su tupido pelo oscuro brille en un tono naranja, como si ardiera.
—No es decisión tuya —replica—: es la decisión de un cobarde, y tú eres muchas cosas, Cuatro, pero no un cobarde. Nunca lo has sido.
—A lo mejor lo soy ahora —respondo, pasivo—. Las cosas han cambiado. Lo acepto.
—No, no es verdad.
Estoy tan cansado que solo soy capaz de poner los ojos en blanco.
—No puedes convertirte en una persona que ella odiaría —dice Christina, esta vez en voz más baja—. Y ella habría odiado todo esto.
La rabia me recorre en estampida, ardiente y fuerte, y la sensación de embotamiento de los oídos desaparece y hace que esta silenciosa calle abnegada me parezca ruidosa. El impacto me estremece.
—¡Cállate! —chillo—. ¡Cállate! Tú no sabes lo que ella odiaría; no la conocías, no…
—¡La conocía lo suficiente! —me suelta ella—. ¡Sé que ella no habría querido que la borrases de tu memoria como si nunca te hubiera importado nada!
Me abalanzo sobre ella, la sujeto por los hombros contra la pared y me acerco a su cara.
—Como te atrevas a insinuar eso de nuevo, te…
—¿Me qué? —responde ella, dándome un buen empujón—. ¿Me harás daño? Hay una palabra que describe muy bien a los hombres grandes y fuertes que atacan a las mujeres. ¿Sabes cuál es? Cobarde.
Recuerdo los gritos de mi padre por toda la casa, su mano en el cuello de mi madre, golpeándola contra las paredes y las puertas; recuerdo observarlos desde la puerta de mi cuarto, con la mano agarrada al marco. Y recuerdo oír sollozos ahogados a través de la puerta de su dormitorio, y que mi madre la cerraba con pestillo para que yo no pudiera entrar.
Doy un paso atrás y me dejo caer contra la pared.
—Lo siento —le digo.
—Lo sé.
Guardamos silencio unos segundos y nos limitamos a mirarnos. Recuerdo que la odié cuando la conocí, porque venía de Verdad, porque las palabras le brotaban de los labios sin control, sin cautela. Sin embargo, con el tiempo, me ha demostrado la persona que es en realidad: una amiga indulgente, fiel a la verdad, lo bastante valiente como para entrar en acción. Ahora no puedo evitar que me caiga bien, no puedo evitar ver lo mismo que Tris veía en ella.
—Sé lo que es desear olvidarlo todo —me dice—. También sé lo que se siente cuando alguien a quien quieres muere sin ningún motivo, y sé lo que es desear renunciar a todos los recuerdos de esa persona a cambio de un momento de paz.
Me coge la mano en la que yo sostengo la ampolla.
—No estuve mucho tiempo con Will —sigue diciendo—, pero cambió mi vida. Me cambió a mí. Y sé que Tris te cambió aún más.
Entonces se derrite la expresión severa con la que llegó y me toca con cariño los hombros.
—Merece la pena que siga existiendo la persona en la que te convertiste gracias a ella —dice—. Si te bebes ese suero, no lograrás volver a ser lo que eres ahora.
Lloro de nuevo, como cuando vi el cuerpo de Tris, y, esta vez, con ellas llega el dolor, un dolor caliente y agudo que se me clava en el pecho. Aprieto la ampolla dentro del puño, desesperado por conseguir el alivio que ofrece, la protección contra el dolor de todos los recuerdos que me desgarran las entrañas, como si fuera un animal.
Christina me rodea los hombros con los brazos, y eso hace que el dolor empeore, porque me recuerda todas las veces que los delgados brazos de Tris me rodearon, primero vacilantes, después más fuertes, más confiados, más seguros de ella y de mí. Me recuerda que ningún abrazo volverá a ser igual porque ninguno será como los suyos, porque ella se ha ido.
Se ha ido y, aunque llorar me parece inútil y absurdo, estúpido, es lo único que puedo hacer. Christina me mantiene erguido y no dice palabra durante un buen rato.
Al final me aparto, pero ella deja sus manos sobre mis hombros, cálidas y llenas de callos. A lo mejor con las personas pasa como con la piel de las manos: que se endurecen después de sufrir mucho dolor. Sin embargo, no quiero convertirme en un hombre endurecido y frío.
Hay otros tipos de personas en este mundo. Hay personas como Tris que, después del sufrimiento y la traición, son capaces de encontrar el suficiente amor como para dar la vida por su hermano. O como Cara, que fue capaz de perdonar a la chica que disparó a su hermano en la cabeza. O como Christina, que ha perdido a un amigo tras otro, pero sigue decidida a permanecer abierta, a hacer amigos nuevos. Ante mí aparece otra elección, una elección más luminosa y fuerte que las que me había ofrecido yo mismo.
Abro los ojos y le entrego la ampolla. Ella la coge y la guarda.
—Sé que Zeke todavía no te trata como antes —me dice mientras me pasa un brazo por el hombro—, así que, mientras tanto, yo puedo ser tu amiga. Incluso podemos intercambiar pulseras, si quieres, como hacían las chicas cordiales.
—No creo que sea necesario.
Bajamos las escaleras y salimos juntos a la calle. El sol se ha ocultado detrás de los edificios de Chicago y, a lo lejos, oigo un tren corriendo por las vías, pero nos vamos de este lugar y de todo lo que ha significado para nosotros, y eso está bien.
En este mundo hay muchas formas de ser valiente. A veces, la valentía implica dar la vida por algo más importante que tú o darla por alguien. A veces implica renunciar a todo lo que has conocido o a todos los seres queridos por un bien mayor.
Pero no siempre es así.
A veces no es más que apretar los dientes para soportar el dolor y el trabajo de cada día, y así caminar poco a poco hacia una vida mejor.
Y esa es la valentía que necesito ahora.