En los días siguientes, lo que me ayuda a mantener la tristeza a raya es el movimiento, no la inmovilidad, así que recorro los pasillos del complejo en vez de dormir. Observo cómo todos se recuperan del suero de la memoria que los ha alterado para siempre, pero lo hago como si estuviera muy lejos de ellos.
A los que se perdieron en la bruma del suero de la memoria se les reúne en grupos y se les cuenta la verdad: que la naturaleza humana es compleja, que todos nuestros genes son distintos y que eso no significa que sean defectuosos o puros. También se les cuenta una mentira: que perdieron la memoria en un extraño accidente y que estaban a punto de presionar al Gobierno para lograr la igualdad entre los GD y los GP.
Me sigue agobiando la compañía de los demás, aunque también me paraliza la soledad cuando me alejo de ellos. Estoy aterrado y ni siquiera sé de qué, porque ya lo he perdido todo. Me tiemblan las manos cuando me paso por la sala de control para observar la ciudad a través de las pantallas. Johanna está preparando el transporte para los que desean marcharse. Vendrán aquí para descubrir la verdad. No sé qué pasará con los que se queden en Chicago, ni tampoco creo que me importe.
Me meto las manos en los bolsillos y observo unos minutos. Después me alejo de nuevo e intento acompasar mis pies y mi corazón o evitar las grietas entre las baldosas. Al pasar junto a la entrada veo a un grupito de personas reunidas junto a la escultura de piedra; una de ellas va en silla de ruedas: es Nita.
Dejo atrás la inútil barrera de seguridad y los contemplo desde lejos. Reggie se mete en el bloque de piedra y abre una válvula que hay al fondo del tanque de agua. La gota se convierte en un chorro de agua que no tarda en salir en tromba del tanque y salpicar toda la piedra, empapando de camino los bajos de los pantalones de Reggie.
—¿Tobias?
Me estremezco un poco. Es Caleb. Le doy la espalda a la voz mientras busco una vía de escape.
—Espera, por favor —me pide.
No quiero mirarlo, no quiero calcular lo mucho o lo poco que llora por ella. Y no quiero pensar en que Tris murió por un cobarde como él, que dio la vida por alguien que no lo merecía.
Sin embargo, al final lo miro y me pregunto si veo algo de ella en su rostro; sigo sediento de ella aunque sepa que se ha marchado para siempre.
Lleva el pelo sucio y despeinado, tiene los ojos verdes inyectados en sangre y los labios fruncidos.
No se parece a ella.
—No quiero molestarte —dice—, pero tengo que decirte una cosa. Algo… que ella me pidió que te dijera antes de…
—Suéltalo ya —respondo antes de que intente terminar la frase.
—Me dijo que, si no sobrevivía, te dijera que… —Caleb se ahoga, pero después se endereza y lucha por contener las lágrimas—. Que no quería abandonarte.
Debería sentir algo al escuchar sus últimas palabras, ¿no? No siento nada. Me siento más lejos que nunca.
—¿Ah, sí? —respondo en tono seco—. Entonces ¿por qué lo hizo? ¿Por qué no te dejó morir?
—¿Crees que no me hago la misma pregunta? —pregunta a su vez Caleb—. Ella me quería. Me quería lo bastante como para apuntarme con un arma para poder morir por mí. No tengo ni idea de por qué, pero así es.
Se aleja sin darme opción a responder, y quizá sea lo mejor, porque no se me ocurre nada capaz de expresar mi ira. Parpadeo para espantar las lágrimas y me siento en el suelo, justo en el centro del vestíbulo.
Sé por qué quería decirme que no deseaba abandonarme. Quería que yo supiera que no había sido igual que en la sede de Erudición, que no era una mentira para hacerme dormir mientras ella se encaminaba a la muerte, ni un acto de sacrificio innecesario. Me aprieto los ojos con las manos como si así pudiera volver a introducirme las lágrimas en el cráneo. «No llores», me ordeno. Si dejo escapar parte de mis emociones, saldrá todo afuera y no acabará nunca.
Un rato después oigo voces cerca de mí: Cara y Peter.
—Esta escultura era un símbolo del cambio —le explica ella—. Del cambio gradual, pero ahora la van a derribar.
—¿En serio? —pregunta Peter, ansioso—. ¿Por qué?
—Bueno… Te lo explicaré después, si no te importa. ¿Recuerdas el camino de vuelta al dormitorio?
—Sí.
—Pues vuelve y quédate allí un rato. Habrá alguien esperándote para ayudarte.
Cara se me acerca, y yo me encojo, anticipándome a su voz. Sin embargo, se limita a sentarse a mi lado, en el suelo, con las manos entrelazadas sobre el regazo y la espalda recta. Alerta, pero relajada, contempla la escultura, donde Reggie sigue de pie bajo el chorro de agua.
—No tienes por qué quedarte —le digo.
—No tengo ningún otro sitio al que ir —responde—. Y me gusta el silencio.
Así que seguimos sentados mirando el agua, en silencio.
—Ahí estáis —dice Christina, corriendo hacia nosotros. Tiene la cara hinchada y la voz lánguida, como un profundo suspiro—. Venga, es la hora. Van a desconectarlo.
Aunque la palabra me estremece, me pongo de pie de todos modos. Hana y Zeke han estado junto al cuerpo de Uriah desde que llegamos, cogiéndole de la mano y buscando signos de vida en sus ojos. Pero no queda vida en ellos, no hay nada salvo una máquina que late por él.
Cara camina detrás de Christina y de mí de camino al hospital. Llevo varios días sin dormir, pero no estoy cansado, no como normalmente, aunque me duele el cuerpo al andar. Christina y yo no hablamos, a pesar de que sé que nuestros pensamientos se concentran en lo mismo, en Uriah, en su último aliento.
Llegamos a la ventana de observación del cuarto de Uriah, y Evelyn está ahí; Amar la recogió en mi lugar hace unos días. Intenta tocarme el hombro y yo lo aparto: no quiero que me consuelen.
Dentro de la habitación, Zeke y Hana están cada uno a un lado de Uriah. Hana le sostiene una mano y Zeke, la otra. Hay un médico al lado del monitor cardiaco, con un portapapeles abierto para enseñárselo no a Hana ni a Zeke, sino a David. Que está sentado en su silla de ruedas. Encorvado y aturdido, como todos los demás que han perdido la memoria.
—¿Qué hace él aquí? —pregunto mientras noto que todos mis músculos, huesos y nervios echan fuego.
—Técnicamente, sigue siendo el líder del Departamento, al menos hasta que lo sustituyan —responde Cara, que está detrás de mí—. Tobias, no recuerda nada. El hombre que conocías ya no existe, es como si hubiera muerto. Este hombre no recuerda haber matado a…
—¡Cállate! —le suelto.
David firma en el portapapeles y se vuelve para empujar su silla hacia la puerta. La abre y no puedo contenerme: me abalanzo sobre él, y solo la nervuda figura de Evelyn consigue evitar que le retuerza el cuello. David me lanza una mirada extraña y sigue bajando por el pasillo mientras yo forcejeo con el brazo de mi madre, que es como un barrote que me cruza los hombros.
—Tobias, tranquilízate —me dice Evelyn.
—¿Por qué no lo ha encerrado nadie? —exijo saber; tengo los ojos tan empañados que no veo nada.
—Porque todavía trabaja para el Gobierno —responde Cara—. Solo porque hayan decidido que se trata de un desafortunado accidente, no quiere decir que vayan a despedir a todo el mundo. Y el Gobierno no va a encerrarlo solo porque matara a una rebelde bajo coacción.
—Una rebelde —repito—. ¿Eso es ahora?
—Era —me corrige en voz baja—. Y no, ella era mucho más, pero así es como la ve el Gobierno.
Estoy a punto de replicar, pero Christina me interrumpe.
—Chicos, lo están haciendo.
En la habitación de Uriah, Zeke y Hana se dan la mano libre por encima del cuerpo de Uriah. Veo que Hana mueve los labios, pero no distingo lo que dice. ¿Los osados tienen plegarias para los moribundos? Los abnegados reaccionan ante la muerte con silencio y servicio, no con palabras. Mi rabia se disipa poco a poco y vuelvo a perderme en la misma tristeza embotada, aunque esta vez no es por Tris, sino por Uriah, cuya sonrisa llevo grabada en la memoria. El hermano de mi amigo, que después se convirtió también en amigo, aunque me faltó tiempo para acostumbrarme a su sentido del humor; me faltó tiempo.
El médico, con el portapapeles pegado al estómago, mueve algunos interruptores, y las máquinas dejan de respirar por Uriah. A Zeke le tiemblan los hombros y Hana le aprieta la mano con fuerza, hasta que se le ponen los nudillos blancos.
Entonces dice algo y abre las manos mientras se aleja del cuerpo de Uriah. Lo deja marchar.
Me aparto de la ventana, primero caminando y luego corriendo, abriéndome paso a empujones por los pasillos, sin importarme nada; ciego, vacío.