CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO

TOBIAS

Evelyn se seca las lágrimas de los ojos con el pulgar. Estamos junto a las ventanas, hombro con hombro, contemplando los remolinos de nieve. Algunos de los copos se acumulan en el alféizar de fuera, formando montículos en los rincones.

Vuelvo a sentir las manos. Mientras observo el mundo salpicado de blanco, es como si todo hubiera empezado de cero, y esta vez será mucho mejor.

—Creo que puedo ponerme en contacto con Marcus por radio para negociar un acuerdo de paz —dice Evelyn—. Me escuchará; sería una estupidez por su parte no hacerlo.

—Antes de eso, hice una promesa que debo cumplir —respondo.

La toco en el hombro y, aunque temo ver que fuerza la sonrisa, no es así.

Noto una punzada de culpa. No vine para pedirle que se rindiera por mí, para que renunciase a todo su trabajo solo por recuperarme. Sin embargo, tampoco vine para darle una elección. Supongo que Tris estaba en lo cierto: cuando hay que elegir entre dos opciones malas, escoges la que salva a la gente que quieres. Si le hubiera dado el suero a Evelyn, no la habría salvado, sino que la habría destruido.

Peter está sentado en el suelo del pasillo, con la espalda apoyada en la pared. Me mira cuando me agacho. La nieve derretida le ha pegado el pelo a la frente.

—¿La has reiniciado? —pregunta.

—No.

—Suponía que no serías capaz.

—No se trata de eso. En fin, da igual. —Niego con la cabeza y le ofrezco el suero de la memoria—. ¿Todavía estás decidido a hacerlo?

Él asiente con la cabeza.

—Podrías hacerlo sin inyectarte, ¿sabes? —le sugiero—. Podrías empezar a tomar mejores decisiones y construirte una vida mejor.

—Sí, podría, pero no lo haré. Los dos lo sabemos.

Sí que lo sé. Sé que los cambios son difíciles y lentos, y que es un trabajo que supone muchos días seguidos en una larga fila de días, hasta que el origen del problema se olvide. Tiene miedo de no ser capaz de soportar ese trabajo, de malgastar todos esos días y acabar peor que ahora. Y comprendo el sentimiento, comprendo lo de tener miedo de uno mismo.

Así que permito que se siente en uno de los sofás y le pregunto qué quiere que le cuente de él cuando sus recuerdos desaparezcan como el humo. Él sacude la cabeza: nada, no quiere acordarse de nada.

Peter coge la ampolla con una mano temblorosa y le quita la punta. El líquido se agita en el interior, a punto de derramarse. Se lo pone bajo la nariz para olerlo.

—¿Cuánto debo beber? —pregunta, y me parece que le castañetean los dientes.

—Diría que da lo mismo.

—Vale. Bueno, allá vamos.

Levanta la ampolla hacia la luz como si brindara conmigo.

—Sé valiente —le digo cuando se la lleva a la boca.

Se traga el líquido.

Y yo soy testigo de la desaparición de Peter.

El aire de fuera sabe a hielo.

—¡Eh! ¡Peter! —le grito mientras mi aliento se convierte en vapor.

Peter está de pie junto a la puerta de la sede de Erudición, completamente perdido. Al oír su nombre (que le he enseñado ya al menos diez veces desde que se bebió el suero), arquea las cejas y se señala el pecho. Matthew nos contó que la gente se queda desorientada un tiempo después de beberse el suero, pero no se me ocurrió pensar que «desorientada» significara «estúpida».

Suspiro.

—¡Sí, tú! ¡Por enésima vez! Venga, vamos.

Creía que, al mirarlo después de beberse el suero, seguiría viendo al iniciado que clavó un cuchillo de untar mantequilla en el ojo de Edward, al chico que intentó matar a mi novia, y todas las otras cosas que ha hecho desde que lo conozco. Sin embargo, ahora resulta más sencillo de lo que imaginaba ver que no tiene ni idea de quién es. Todavía conserva esos ojos grandes e inocentes, pero, esta vez, me los creo.

Evelyn y yo caminamos hombro con hombro, y Peter trota detrás de nosotros. Ha dejado de nevar, pero se ha acumulado bastante nieve como para que el suelo cruja bajo nuestros zapatos.

Caminamos hasta el Millennium Park, donde la gigantesca escultura con forma de alubia refleja la luz de la luna. Después bajamos por unas escaleras. Mientras lo hacemos, Evelyn me coge del codo para guardar el equilibrio, y nos miramos. Me pregunto si está tan nerviosa como yo ante la perspectiva de enfrentarnos de nuevo a mi padre. Me pregunto si se pone nerviosa cada vez que sucede.

Al pie de las escaleras hay un pabellón con dos bloques de cristal a cada extremo, ambos unas tres veces más altos que yo. Aquí es donde les dijimos a Marcus y a Johanna que nos reuniríamos; las dos partes vamos armadas, para ser realistas y justos.

Ya están aquí. Johanna no lleva armas, pero Marcus sí, y apunta con ella a Evelyn. Yo lo apunto a él con la que me ha dado mi madre, por si acaso. Me fijo en las líneas rectas de su cráneo, que asoman por debajo de la cabeza afeitada, y en la ruta irregular que su nariz torcida le dibuja en la cara.

—¡Tobias! —exclama Johanna. Lleva un abrigo rojo de Cordialidad salpicado de copos de nieve—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Intentar evitar que os matéis los unos a los otros —respondo—. Me sorprende que lleves un arma.

Señalo con la cabeza el bulto de su bolsillo, el que tiene la inconfundible forma de una pistola.

—A veces es necesario tomar medidas difíciles para asegurar la paz —responde Johanna—. Creo que estarás de acuerdo con ese principio.

—No hemos venido a charlar —nos interrumpe Marcus, mirando a Evelyn—. Dijiste que querías hablar de un tratado.

Las últimas semanas le han pesado. Lo veo en las comisuras tristes de los labios y en la piel morada bajo los ojos. Veo mis ojos incrustados en su cráneo y recuerdo mi reflejo en el paisaje del miedo, lo aterrado que estaba al ver que su piel se extendía sobre la mía como un sarpullido. La idea de convertirme en él sigue poniéndome nervioso, incluso ahora, enfrentado a él con mi madre al lado, como siempre había soñado de pequeño.

Sin embargo, creo que ya no tengo miedo.

—Sí —dice Evelyn—. He preparado unas condiciones para que las aceptéis. Creo que os parecerán justas. Si las aceptáis, me rendiré y entregaré todas las armas que tenga mi gente y que no se estén usando para protección personal. Abandonaré la ciudad y no regresaré.

Marcus se ríe. No estoy seguro de si es una risa burlona o incrédula. Es capaz de ambas cosas, ya que se trata de un hombre arrogante e increíblemente suspicaz.

—Déjala terminar —le pide Johanna en voz baja, metiéndose las manos dentro de las mangas.

—A cambio, no atacaréis la ciudad ni intentaréis controlarla. Permitiréis que los que deseen marcharse a buscarse la vida en otro lado, lo hagan. Permitiréis a los que deseen quedarse votar a nuevos líderes y un nuevo sistema social. Y, lo más importante: tú, Marcus, no podrás presentarte a esas elecciones.

Es la única condición puramente egoísta del acuerdo de paz. Me dijo que no podía soportar la idea de que Marcus engañara a más gente, y yo no se lo discutí.

Johanna arquea las cejas. Me doy cuenta de que se ha apartado el pelo de ambos lados de la cara, de modo que la cicatriz queda al descubierto. Está mejor así, parece más fuerte cuando no esconde su identidad detrás de una cortina de pelo.

—No hay trato —responde Marcus—. Soy el líder de esta gente.

—Marcus —intenta interrumpirlo Johanna, pero él no hace caso.

—¡No puedes decidir si los lidero o no solo porque tengas algo contra mí, Evelyn!

—Perdona —insiste Johanna en voz más alta—. Marcus, lo que nos ofrece es demasiado bueno para ser cierto: ¡conseguimos todo lo que queremos sin recurrir a la violencia! ¿Cómo puedes negarte?

—¡Porque soy el legítimo líder de esta gente! —exclama Marcus—. ¡Soy el líder de los leales! ¡Soy…!

—No, no lo eres —afirma Johanna, muy tranquila—. Yo soy la líder de los leales, y tú vas a aceptar este acuerdo si no quieres que les cuente a todos que te ofrecieron la oportunidad de sacrificar tu orgullo a cambio de acabar con este conflicto sin derramar sangre, y tú contestaste que no.

La máscara pasiva de Marcus ha desaparecido para dejar al descubierto el rostro maligno que se esconde debajo. Sin embargo, ni siquiera él puede discutir con Johanna: esa amenaza perfecta realizada con calma perfecta ha podido con él. Marcus sacude la cabeza, pero no replica.

—Acepto tus condiciones —dice Johanna, y alarga la mano mientras camina sobre la nieve.

Evelyn se quita el guante dedo a dedo y le estrecha la mano.

—Por la mañana deberíamos reunirlos a todos para contarles el nuevo plan —dice Johanna—. ¿Puedes garantizarnos una reunión segura?

—Haré lo que pueda.

Miro el reloj: ha pasado una hora desde que Amar y Christina se separaron de nosotros cerca del edificio Hancock, lo que significa que seguramente ya sabe que el virus del suero no ha funcionado. O puede que no lo sepa. En cualquier caso, tengo que hacer lo que he venido a hacer: tengo que encontrar a Zeke y a su madre para contarles lo que le pasó a Uriah.

—Tengo que irme —le digo a Evelyn—. Debo solucionar otro asunto, pero te recogeré en los límites de la ciudad mañana por la tarde, ¿de acuerdo?

—Suena bien —responde, y me frota el brazo vigorosamente con la mano enguantada, como hacía cuando yo era pequeño y tenía frío al llegar de la calle.

—Supongo que no volverás —me dice Johanna—. ¿Has encontrado una nueva vida en el exterior?

—Sí —respondo—. Buena suerte. La gente de fuera… intentará clausurar la ciudad. Deberíais prepararos.

—Seguro que podemos negociar con ellos —afirma Johanna, sonriendo.

Me ofrece su mano, y se la estrecho. La mirada de Marcus es como un peso que me oprime y amenaza con aplastarme. Me obligo a mirarlo.

—Adiós —me despido de él, y lo digo en serio.

Hana, la madre de Zeke, tiene unos pies pequeños que no tocan el suelo cuando se sienta en el sillón de su salón. Lleva puesta una bata y unas zapatillas negras raídas, pero tiene un porte tan digno con las manos entrelazadas en el regazo y las cejas arqueadas que es como encontrarse frente a una líder mundial. Miro a Zeke, que se restriega la cara con los puños para despertarse.

Amar y Christina los han encontrado, no entre los demás revolucionarios cerca del edificio Hancock, sino en su piso familiar de la Espira, sobre la sede de Osadía. He conseguido dar con ellos porque a Christina se le ocurrió dejarnos a Peter y a mí una nota en el camión averiado para avisarnos de su paradero. Peter espera en la nueva furgoneta que Evelyn nos buscó para volver al Departamento.

—Lo siento, no sé por dónde empezar —les digo.

—Puedes empezar por lo peor —responde Hana—. Como con qué le ha pasado exactamente a mi hijo.

—Quedó malherido durante un ataque. Estalló una bomba, y él estaba muy cerca.

—Dios mío —dice Zeke, que se mece como si su cuerpo deseara volver a la infancia y consolarse con ese movimiento.

Sin embargo, Hana se limita a inclinar la cabeza y esconder el rostro.

Su salón huele a ajo y cebolla, puede que sean los restos de la cena. Apoyo el hombro en la pared blanca, junto al umbral. Junto a mí hay colgada una foto torcida en la que aparece toda la familia: Zeke, que apenas sabe andar; Uriah de bebé, sobre el regazo de su madre. La cara de su padre tiene varios piercings en la nariz, la oreja y el labio, aunque me resultan familiares su amplia sonrisa reluciente y su piel oscura, ya que sus hijos heredaron ambos rasgos.

—Lleva en coma desde entonces —añado—. Y…

—Y no va a despertar —concluye Hana con voz cansada—. Eso es lo que has venido a contarnos, ¿verdad?

—Sí. He venido a recogeros para que podáis tomar una decisión por él.

—¿Una decisión? —pregunta Zeke—. ¿Si lo desconectamos o no, quieres decir?

—Zeke —interviene Hana, sacudiendo la cabeza.

Él se deja caer de nuevo en el sofá. Los cojines parecen envolverlo.

—Claro que no queremos mantenerlo con vida en ese estado —sigue diciendo su madre—. Él habría querido avanzar en su viaje. Pero sí que nos gustaría verlo.

—Por supuesto —respondo, asintiendo con la cabeza—. Pero debo contaros algo más. El ataque… fue una especie de revuelta en la que estaban involucradas algunas personas del lugar en el que nos encontrábamos. Y yo participé en la revuelta.

Me quedo mirando la grieta de los tablones del suelo que tengo delante, el polvo que se ha acumulado dentro con el tiempo, y espero una reacción, la que sea. Sin embargo, solo recibo silencio.

—No hice lo que me pediste —le digo a Zeke—: no cuidé de él como debería haberlo hecho. Y lo siento.

Me arriesgo a mirarlo, y está sentado muy quieto, contemplando el jarrón vacío de la mesa de centro. El jarrón tiene pintadas unas rosas de color rosa algo desvaídas.

—Creo que necesitamos un tiempo para digerirlo —interviene Hana. Se aclara la garganta, pero eso no la ayuda a evitar el temblor de la voz.

—Ojalá pudiera concedéroslo, pero hay que volver al complejo pronto y tenéis que venir con nosotros.

—De acuerdo —responde—. Si esperáis fuera, saldremos dentro de cinco minutos.

El camino de vuelta al complejo es lento y oscuro. Veo cómo desaparece la luna para después volver a aparecer detrás de las nubes cada vez que damos con un bache. Cuando llegamos a los límites de la ciudad, empieza a nevar de nuevo; son copos grandes y ligeros que forman remolinos frente a los faros. Me pregunto si Tris los verá volar sobre el pavimento y acumularse junto a los aviones. Me pregunto si vivirá en un mundo mejor del que dejamos, entre personas que ya no recuerdan lo que es tener genes puros.

Christina se inclina hacia delante para susurrarme al oído:

—Entonces ¿lo has hecho? ¿Ha funcionado?

Asiento. Por el retrovisor veo que se lleva ambas manos a la cara y sonríe. Sé cómo se siente: a salvo. Todos estamos a salvo.

—¿Vacunaste a tu familia? —le pregunto.

—Sí. La encontramos con los leales, en el edificio Hancock. Pero ya ha pasado la hora del reinicio, así que parece que Tris y Caleb lo han detenido.

Hana y Zeke se pasan el camino hablando entre murmullos, maravillados ante el mundo extraño por el que avanzamos a oscuras. Amar les ofrece explicaciones básicas sobre la marcha, volviendo la vista atrás en vez de mantenerla fija en la carretera, cosa que no me tranquiliza demasiado. Intento centrarme en la nieve y no hacer caso de mis ataques de pánico cuando está a punto de estrellarse contra las farolas o las barreras de la calle.

Siempre he odiado el vacío que trae consigo el invierno, el paisaje anodino y la acusada diferencia entre el cielo y el suelo, la manera en que transforma los árboles en esqueletos y la ciudad en un páramo. A lo mejor este invierno me persuade de lo contrario.

Pasamos las vallas y nos detenemos frente a las puertas principales, donde ya no hay guardias. Salimos, y Zeke le da la mano a su madre para que se apoye en él mientras camina arrastrando los pies por la nieve. Cuando entramos en el complejo, sé con certeza que Caleb ha tenido éxito, porque no se ve a nadie. Eso solo puede significar que los han reiniciado, que han alterado para siempre sus recuerdos.

—¿Dónde están todos? —pregunta Amar.

Pasamos por el control de seguridad sin detenernos. Al otro lado veo a Cara. Tiene muy amoratado un lado de la cara y lleva una venda en la cabeza, pero no es eso lo que me preocupa. Lo que me preocupa es su expresión de tristeza.

—¿Qué ocurre? —le pregunto.

Cara niega con la cabeza.

—¿Dónde está Tris?

—Lo siento, Tobias.

—¿Que sientes el qué? —pregunta Christina bruscamente—. Dinos lo que ha pasado.

—Tris entró en el laboratorio de armamento en lugar de Caleb —responde Cara—. Sobrevivió al suero de la muerte y liberó el suero de la memoria, pero… le dispararon. Y no sobrevivió. Lo siento mucho.

Casi siempre soy capaz de distinguir cuando alguien miente, y esto debe de ser mentira, porque Tris sigue viva, con sus ojos brillantes, sus mejillas ruborizadas y su cuerpo diminuto lleno de energía y fuerza, de pie bajo un rayo de luz en el patio interior. Tris sigue viva, no me abandonaría aquí, solo, no iría al laboratorio de armamento para ocupar el lugar de Caleb.

—No —dice Christina, negando con la cabeza—. No puede ser, es un error.

A Cara se le llenan los ojos de lágrimas.

Entonces me doy cuenta: claro que Tris iría al laboratorio en lugar de Caleb.

Claro que sí.

Christina chilla algo, pero su voz suena lejana, como si mi cabeza estuviera bajo el agua. También me cuesta distinguir los detalles del rostro de Cara, el mundo se emborrona y pierde su color.

No puedo hacer nada más que permanecer inmóvil; es como si así impidiera que sea cierto, como si fingiera que todo va bien. Christina se dobla por la mitad, incapaz de soportar su propia pena, Cara la abraza y… lo único que puedo hacer yo es permanecer inmóvil.