TOBIAS
La sede de los abandonados (aunque este edificio siempre será para mí la sede de Erudición, pase lo que pase) guarda silencio bajo la nieve, y lo único que delata la existencia de vida en su interior son las ventanas iluminadas. Me detengo frente a las puertas y hago un ruido con la garganta.
—¿Qué? —pregunta Peter.
—Odio este sitio.
Él se aparta el pelo empapado de los ojos.
—Entonces ¿cómo vamos a entrar? ¿Rompemos una ventana? ¿Buscamos una puerta trasera?
—Voy a entrar sin más, soy su hijo.
—También la traicionaste y abandonaste la ciudad cuando ella lo prohibió. Y envió gente a detenerte, gente armada.
—Puedes quedarte aquí, si quieres.
—Yo voy donde vaya el suero —responde—. Pero, si te disparan, lo cojo y me largo.
—No esperaría menos de ti.
Es una persona extraña.
Entro en el vestíbulo, donde alguien ha colgado de nuevo el retrato de Jeanine Matthews, aunque tachándole los ojos con sendas equis rojas y escribiendo debajo: «Las facciones son escoria».
Varias personas con brazaletes abandonados avanzan hacia nosotros con las armas en alto. Reconozco a algunas del tiempo que pasé junto a Evelyn como líder osado. Otras me son desconocidas, lo que me recuerda que la población de abandonados es mucho mayor de lo que sospechábamos.
Levanto las manos.
—He venido a ver a Evelyn.
—Claro —responde uno de ellos—, porque dejamos entrar a cualquiera que pida verla.
—Tengo un mensaje para ella de la gente del exterior. Seguro que querrá escucharlo.
—¿Tobias? —dice una mujer sin facción.
La reconozco, aunque no de uno de los refugios abandonados, sino del sector de Abnegación: era mi vecina, Grace.
—Hola, Grace. Solo quiero hablar con mi madre.
Ella se muerde el interior del carrillo y me examina. La mano que sostiene el arma vacila.
—Bueno, se supone que no debemos dejar entrar a nadie.
—Por amor de Dios —dice Peter—. ¡Ve a decirle que estamos aquí y a ver qué decide ella! Podemos esperar.
Grace retrocede entre la gente que se ha reunido mientras hablábamos, baja el arma y se aleja corriendo por un pasillo cercano.
Esperamos durante lo que nos parece un buen rato, hasta que me duelen los hombros de tener los brazos en alto. Entonces regresa Grace y nos llama. Bajo las manos cuando los otros bajan las armas, y atravieso el vestíbulo, pasando entre la gente como un hilo por el ojo de una aguja. Ella nos conduce a un ascensor.
—¿Qué haces con un arma, Grace? —le pregunto. Nunca había visto a un abnegado con un arma.
—Ya no existen las costumbres de las facciones —responde—. Ahora puedo defenderme, tengo derecho a mi instinto de supervivencia.
—Bien —respondo, y lo digo en serio.
Abnegación estaba igual de deteriorada que el resto de las facciones, aunque sus males no eran tan obvios, ya que se ocultaban bajo el disfraz del altruismo. Sin embargo, pedirle a una persona que desaparezca, que se funda con el paisaje allá donde vaya, no es mejor que animarla a pelearse con los demás.
Subimos a la planta en la que estaba el despacho administrativo de Jeanine, pero no es ahí donde nos lleva Grace. Nos conduce a una gran sala de reuniones con mesas, sofás y sillas colocadas formando cuadrados estrictos. Las enormes ventanas de la pared trasera dejan entrar la luz de la luna. Evelyn está sentada a una mesa de la derecha, mirando por la ventana.
—Puedes irte, Grace —dice—. ¿Tienes un mensaje para mí, Tobias?
No me mira. Lleva la tupida melena recogida en un moño y viste una camisa gris con un brazalete abandonado encima. Parece agotada.
—¿Te importa esperar en el pasillo? —le pido a Peter.
Sorprendentemente, no me lo discute: se limita a salir y cerrar la puerta.
Mi madre y yo estamos solos.
—La gente de fuera no tiene ningún mensaje para nosotros —respondo, acercándome—. Querían borrar la memoria de todos los habitantes de la ciudad. Creen que no se puede razonar con nosotros, ni apelar a nuestros corazones. Decidieron que era más sencillo borrarnos que hablar con nosotros.
—A lo mejor están en lo cierto —responde Evelyn.
Por fin se vuelve hacia mí, apoyando el pómulo entre las manos entrelazadas. Se ha tatuado un círculo vacío en uno de los dedos, como si fuera una alianza.
—Entonces ¿qué has venido a hacer?
Vacilo con la mano en la ampolla que guardo en el bolsillo. La miro, y veo que el paso del tiempo la ha raído como si fuera un trozo de tela, dejando las fibras expuestas y deshilachadas. Y también veo a la mujer que conocí de pequeño, la boca que se estiraba en una sonrisa, los ojos que brillaban de alegría. Sin embargo, cuanto más la miro, más convencido estoy de que la mujer feliz nunca existió. Aquella mujer no era más que una pálida versión de mi madre real, vista a través de los ojos egocéntricos de un niño.
Me siento frente a ella a la mesa y dejo la ampolla de suero de la memoria entre nosotros.
—Venía para que te bebieras esto.
Ella mira la ampolla, y me parece ver lágrimas en sus ojos, aunque puede que solo sea la luz.
—Creía que era el único modo de evitar la destrucción total —digo—. Sé que Marcus, Johanna y los suyos van a atacar, y sé que harás lo que haga falta para detenerlos, incluido utilizar ese suero de la muerte que guardas. ¿Me equivoco? —pregunto, ladeando la cabeza.
—No. Las facciones son malvadas y no pueden restaurarse. Preferiría destruirnos a todos.
Aprieta el borde de la mesa con la mano y los nudillos se le ponen blancos.
—Las facciones eran malvadas porque no había forma de salir de ellas —respondo—. Nos ofrecían la ilusión de que podíamos decidir sin, en realidad, dejarnos elección. Es lo mismo que estás haciendo tú al abolirlas. Es como si dijeras: «Venga, elegid lo que queráis. ¡Pero que no sean las facciones si no queréis que os haga pedazos!».
—Si es lo que pensabas, ¿por qué no me lo dijiste? —pregunta en voz más alta, evitando mirarme, evitándome—. ¿Por qué no me lo dijiste en vez de traicionarme?
—¡Porque te tengo miedo!
Las palabras me salen sin querer, y me arrepiento, pero también me alegro de haberlo soltado, me alegro de ser sincero con ella antes de pedirle que renuncie a su identidad.
—¡Me… me recuerdas a él! —añado.
—No te atrevas —responde, cerrando los puños, casi escupiéndome—. No te atrevas.
—Me da igual que no quieras oírlo —digo, y me pongo en pie—. Él era un tirano en nuestra casa y ahora tú eres una tirana en esta ciudad, ¡y ni siquiera te das cuenta de que es lo mismo!
—Entonces, por eso has traído esto —concluye, y coge la ampolla para mirarla—. Porque crees que es la única forma de arreglar las cosas.
—Creo…
Iba a decir que es la forma más sencilla, la mejor, puede que la única manera de que confíe en ella.
Si le borro los recuerdos puedo crearme una nueva madre, pero…
Pero ella es más que mi madre, es una persona por derecho propio y no me pertenece.
No puedo elegir su destino solo porque no sea capaz de aceptarla como es.
—No —respondo—. No, he venido para ofrecerte la posibilidad de elegir.
De repente, estoy aterrado, tengo las manos entumecidas y el corazón a cien.
—Pensé en ir a ver a Marcus esta noche, pero no lo he hecho —explico, tragando saliva—. He preferido venir a verte a ti porque…, porque creo que todavía podemos reconciliarnos. No ahora ni pronto, pero sí algún día. Con él no hay esperanza, no hay reconciliación posible.
Se me queda mirando con ojos fieros, aunque empiezan a llenársele de lágrimas.
—No es justo por mi parte pedirte que elijas, pero tengo que hacerlo —sigo diciendo—. Si quieres liderar a los abandonados y luchar contra los leales, tendrás que hacerlo sin mí, para siempre. O puedes abandonar esta cruzada y… recuperar a tu hijo.
Es una oferta pobre y lo sé, por eso tengo miedo: tengo miedo de que se niegue a elegir, de que elija el poder antes que a mí, de que me llame chiquillo ridículo, que es lo que soy. Soy un chiquillo. Mido sesenta centímetros y le pregunto cuánto me quiere.
Los ojos de Evelyn, oscuros como la tierra mojada, examinan los míos durante un buen rato.
Entonces rodea la mesa y me abraza con rabia, formando a mi alrededor una jaula de alambre sorprendentemente fuerte.
—Que se queden la ciudad y todo lo que hay en ella —dice, con la boca pegada a mi pelo.
No puedo moverme, no puedo hablar. Me ha elegido a mí. Me ha elegido a mí.