CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO

TOBIAS

Compruebo las pantallas antes de reunirme con Amar y George. Evelyn está refugiada en la sede de Erudición con sus partidarios abandonados y observa un mapa de la ciudad. Marcus y Johanna están en un edificio de Michigan Avenue, al norte del edificio Hancock, en una reunión.

Espero que los dos sigan donde están dentro de unas horas, cuando decida a cuál de ellos reiniciar. Amar nos ha dado poco más de una hora para encontrar e inocular a la familia de Uriah, y después regresar al complejo sin que nadie se entere, así que solo tengo tiempo para uno de ellos.

La nieve se arremolina sobre las aceras y flota con el viento. George me ofrece un arma.

—La ciudad se ha vuelto peligrosa con todo el tema de los leales —comenta.

Acepto el arma sin tan siquiera mirarla.

—¿Conoces bien el plan? —me pregunta George—. Yo os vigilaré desde aquí, desde la sala de control pequeña. Pero ya veremos si os resulto útil esta noche, teniendo en cuenta que la nieve está interfiriendo en la imagen de las cámaras.

—¿Dónde estará el resto del personal de seguridad?

—¿Bebiendo? —sugiere George, encogiéndose de hombros—. Les dije que podían tomarse la noche libre. Nadie se fijará en que falta el camión. No pasará nada, lo prometo.

Amar sonríe.

—De acuerdo, arriba todo el mundo.

George aprieta el brazo de Amar y nos despide a los demás con un gesto de la mano. Mientras los demás siguen a Amar al camión que hay aparcado fuera, cojo a George por el brazo y lo retengo. Él me lanza una mirada extraña.

—No me hagas preguntas sobre lo que voy a decirte porque no las responderé —le digo—, pero inocúlate contra el suero de la memoria, ¿vale? Matthew puede ayudarte.

Él frunce el ceño.

—Tú hazlo —insisto, y salgo hacia el camión.

Los copos de nieve se me pegan al pelo y el vapor forma espirales alrededor de mis labios cada vez que respiro. Tropiezo con Christina de camino al camión y me mete algo en el bolsillo: una ampolla.

Veo que Peter nos mira cuando me subo al asiento del copiloto. No estoy seguro de por qué estaba tan empeñado en venir con nosotros, pero sí sé que no puedo perderlo de vista.

Hace calor en el interior del camión, así que no tardamos en acabar cubiertos de gotitas de agua, en vez de nieve.

—Eres un tipo con suerte —comenta Amar, que me entrega una pantalla de cristal repleta de líneas brillantes, como si fueran venas. La miro de cerca y me doy cuenta de que son calles, y que la línea más brillante indica nuestra ruta a través de ellas—. Vas a guiar al conductor.

—¿Necesitas un mapa? —pregunto, arqueando las cejas—. ¿No se te ha ocurrido simplemente… dejarte guiar por esos edificios gigantes?

Amar hace una mueca.

—No nos arriesgaremos a entrar directamente en la ciudad, tendremos que seguir una ruta segura. Ahora cierra el pico y lee el mapa.

Encuentro un punto azul en el mapa que sirve para marcar nuestra posición. Amar se mete entre la nieve, que ahora cae tan deprisa que mi campo de visión se reduce a pocos metros.

Los edificios junto a los que pasamos parecen figuras oscuras asomadas a través de un velo blanco. Amar conduce deprisa, confiando en que el peso del camión nos mantenga estables. Entre los copos de nieve veo las luces de la ciudad a lo lejos. Es todo tan diferente al otro lado que se me había olvidado lo cerca que estamos.

—No puedo creerme que vayamos a volver —comenta Peter en voz baja, como si no esperase respuesta.

—Ni yo —digo, porque es cierto.

La distancia a la que el Departamento ha mantenido al resto del mundo es una maldad más, como la guerra que pretenden batallar contra nuestros recuerdos: más sutil, pero, en cierto modo, igual de siniestra. Tenían los medios para ayudarnos mientras nosotros nos marchitábamos en nuestras facciones, pero decidieron dejar que nos desmoronáramos. Que muriéramos. Que nos matáramos entre nosotros. Solo cuando estamos a punto de llegar a una destrucción de material genético que no les resulta aceptable, se han decidido a intervenir.

Rebotamos de un lado a otro del camión mientras Amar conduce por las vías de tren, manteniéndose cerca del alto muro de cemento situado a nuestra derecha.

Miro a Christina por el retrovisor: no deja de mover la rodilla derecha.

Todavía no sé a quién borraré la memoria, si a Marcus o a Evelyn.

Normalmente intentaría decidirme por la opción menos egoísta, pero, en este caso, cualquiera de los dos me lo parece. Reiniciar a Marcus significaría eliminar al hombre que más temo y odio. Significaría liberarme de su influencia.

Reiniciar a Evelyn significaría convertirla en una madre nueva, una que no me abandonara ni tomara decisiones por un deseo de venganza, ni que quisiera controlar a todos con tal de no verse obligada a confiar en ellos.

En cualquier caso, perdiendo a cualquiera de los dos me iría mejor. Pero ¿cómo le iría mejor a la ciudad?

Ya no lo sé.

Pongo las manos sobre las rejillas de ventilación para calentarlas mientras Amar sigue conduciendo por encima de las vías y deja atrás el vagón de tren abandonado que vimos en el camino de ida al complejo; nuestros faros se reflejan en los paneles plateados del vagón. Llegamos al lugar en el que acaba el mundo exterior y empieza el experimento, un cambio tan abrupto como si alguien hubiera dibujado una línea en el suelo.

Amar pasa por encima de esa línea como si no estuviera. Supongo que para él se ha desdibujado con el tiempo, a medida que se acostumbra a su nuevo mundo. Para mí es como pasar de la verdad a una mentira, de la madurez a la infancia. Me quedo mirando cómo el reino del pavimento, el vidrio y el metal se transforma en un campo vacío. La nieve cae ahora más despacio, así que puedo vislumbrar la silueta de los edificios del fondo, tan solo un tono más oscuros que las nubes.

—¿Adónde vamos a buscar a Zeke? —pregunta Amar.

—Zeke y su madre se unieron a la revuelta —respondo—, así que la mejor opción es ir a donde esté la mayoría.

—La gente de la sala de control me dijo que casi todos se han alojado al norte del río, cerca del edificio Hancock —dice Amar—. ¿Te apetece un poco de tirolina?

—Por supuesto que no.

Amar se ríe.

Tardamos otra hora en acercarnos. Solo cuando veo el edificio Hancock a lo lejos empiezo a ponerme nervioso.

—Estooo… ¿Amar? —dice Christina desde atrás—. Odio tener que decirlo, pero necesito que pares. Y…, ya sabes: hacer pis.

—¿Ahora? —pregunta él.

—Sí, ha sido de repente.

Amar suspira, pero aparca el camión a un lado de la calle.

—Quedaos aquí, chicos, ¡y no miréis! —nos advierte Christina al salir.

Veo que su silueta se acerca a la parte trasera del camión y espero. Cuando pincha las ruedas, solo noto que el camión rebota un poco, pero es un movimiento tan insignificante que solo lo he notado porque me lo esperaba. Cuando regresa Christina, sacudiéndose los copos de nieve de la chaqueta, esboza una sonrisita.

A veces solo hace falta una persona bien dispuesta para salvar a alguien de un destino horrible. Aunque lo que esté dispuesta a hacer sea fingir que tiene que hacer pis.

Amar conduce durante unos cuantos minutos más antes de que pase nada. Entonces, el camión se estremece y empieza a dar botes, como si hubiera baches.

—Mierda —dice, frunciendo el ceño mientras mira el indicador de velocidad—. No me lo puedo creer.

—¿Un pinchazo? —pregunto.

—Sí —responde con un suspiro, y frena hasta detenerse a un lado de la calle.

—Voy a ver —me ofrezco.

Bajo de un salto del asiento del copiloto y rodeo el camión. Las ruedas traseras están completamente desinfladas, rajadas con el cuchillo que llevaba Christina. Me asomo por las ventanas de atrás para asegurarme de que solo queda una rueda de repuesto y regreso a mi puerta abierta para informar de las noticias.

—Las dos ruedas traseras están pinchadas, y solo tenemos una de repuesto. Vamos a tener que abandonar el camión y buscar uno nuevo.

—¡Mierda! —exclama Amar, dando un tortazo en el volante—. No tenemos tiempo para esto. Hay que asegurarse de que Zeke, su madre y la familia de Christina estén vacunados antes de que liberen el suero de la memoria, o no servirá de nada.

—Tranquilízate —le digo—. Sé dónde encontrar otro vehículo. ¿Por qué no seguís a pie mientras yo voy en busca de transporte?

A Amar se le ilumina el rostro.

—Buena idea.

Antes de abandonar el camión, me aseguro de tener balas suficientes, aunque no sé si las necesitaré. Todos salen del interior. Amar tiembla de frío y se pone a dar saltitos de puntillas.

Consulto mi reloj de pulsera.

—¿A qué hora tienen que estar vacunados?

—Según el programa de George, tenemos una hora antes de que reinicien la ciudad —responde Amar, que también consulta su reloj para asegurarse—. Si prefieres que ahorremos sufrimiento a Zeke y a su madre, y dejemos que los reinicien, no te culparé. Si quieres, lo hago.

—No podría hacerlo —respondo, negando con la cabeza—. No sufrirían, pero no sería real.

—Como siempre he dicho, los estirados siempre serán estirados.

—¿Puedes… esperar para contarles lo que ha pasado? Solo hasta que llegue. Los inoculas y ya está. Quiero contárselo yo.

Amar pierde un poco la sonrisa.

—Claro, por supuesto.

Tengo los zapatos empapados del rato que he pasado comprobando los neumáticos, y me duelen los pies cuando vuelvo a pisar el suelo. Estoy a punto de alejarme del camión cuando Peter dice:

—Voy contigo.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Puede que necesites ayuda para encontrar un camión. Es una ciudad grande.

Miro a Amar, que se encoge de hombros.

—El tío tiene razón —comenta.

Peter se me acerca un poco y habla en voz baja para que solo lo oiga yo.

—Y si no quieres que le cuente lo que planeas hacer, mejor no te opongas.

Lanza una mirada al bolsillo de mi chaqueta, donde está el suero de la memoria.

Suspiro.

—De acuerdo, pero haz lo que te diga.

Me quedo mirando a Amar y Christina, que se alejan de nosotros camino del edificio Hancock. Cuando están demasiado lejos para vernos, doy unos pasos atrás y meto la mano en el bolsillo para proteger la ampolla.

—No voy a buscar un camión —digo—. Será mejor que lo sepas ahora. ¿Me vas a ayudar con lo que hago o tendré que dispararte?

—Depende de lo que hagas.

Cuesta dar una respuesta cuando ni siquiera yo estoy seguro. Frente a mí se encuentra el edificio Hancock. A la derecha están los abandonados, Evelyn y su colección de suero de la muerte. A mi izquierda, los leales, Marcus y el plan de sublevación.

¿Dónde será mayor la influencia? ¿Dónde puedo lograr el efecto más importante? Es lo que debería preguntarme. En vez de eso, me pregunto a quién estoy más desesperado por destruir.

—Voy a detener una revolución —digo.

Me vuelvo hacia la derecha y Peter me sigue.