TOBIAS
Lo primero que veo al despertarme, todavía en el sofá de la habitación del hotel, son los pájaros que vuelan por encima de su clavícula. Su camiseta, que recuperamos del suelo en plena noche porque hacía frío, se le ha subido por el lado sobre el que está tumbada.
Ya habíamos dormido juntos antes, pero esta vez parece distinta. Las demás lo hicimos para consolarnos o protegernos; esta vez estamos aquí porque queremos… y porque nos quedamos dormidos antes de poder volver al dormitorio.
Alargo una mano y le acaricio los tatuajes con la punta de los dedos. Ella abre los ojos.
Me echa un brazo por encima y se impulsa sobre los cojines para quedar justo contra mí, cálida, suave y amoldable.
—Buenos días —le digo.
—Chisss, si no les haces caso, a lo mejor se van.
La aprieto contra mí, con la mano en su cadera. Tiene los ojos muy abiertos, alerta, a pesar de acabar de abrirlos. Le beso la mejilla, la mandíbula y el cuello, donde me demoro unos segundos. Ella me rodea la cintura con fuerza y me susurra al oído.
Voy a perder el control en cinco, cuatro, tres…
—Tobias —susurra—. Odio tener que decirlo, pero… creo que hoy hay muchas cosas en la agenda.
—Pueden esperar —respondo sobre su hombro, y le beso el primer tatuaje muy despacio.
—¡No, no pueden!
Me dejo caer de espaldas sobre los cojines y siento frío al no tener su cuerpo paralelo al mío.
—Sí, sobre eso, estaba pensando en que a tu hermano no le vendría mal un poco de prácticas de tiro. Por si acaso.
—Puede que sea buena idea —responde en voz baja—. Solo ha disparado un arma… ¿Cuántas veces? ¿Una? ¿Dos?
—Puedo enseñarle. Ya sabes que tengo buena puntería. Y quizá se sienta mejor si hace algo.
—Gracias.
Toma asiento y se mete los dedos por el pelo para peinarlo. A la luz de la mañana, parece más brillante, como si tuviera hilos de oro.
—Sé que no te gusta, pero… —añade.
—Pero si tú eres capaz de perdonarle lo que hizo, yo intentaré hacer lo mismo —concluyo, cogiéndole la mano.
Ella sonríe y me da un beso en la mejilla.
Me paso la palma de la mano por el cuello para secarme los restos del agua de la ducha. Tris, Caleb, Christina y yo estamos en la sala de entrenamiento de la zona subterránea de los GD. Es fría, oscura y está llena de equipos, armas de entrenamiento, colchonetas, cascos y dianas, todo lo que podamos necesitar. Selecciono el arma de práctica más adecuada, que es más o menos del tamaño de una pistola, pero más voluminosa, y se la ofrezco a Caleb.
Tris desliza sus dedos entre los míos. Esta mañana todo parece más sencillo, cada sonrisa y cada risa, cada palabra y cada movimiento.
Si tenemos éxito en lo que pretendemos hacer esta noche, mañana Chicago estará a salvo, el Departamento cambiará para siempre, y Tris y yo podremos vivir nuestras vidas en alguna parte. Puede que incluso en un lugar en el que yo pueda cambiar mis armas y cuchillos por herramientas más productivas, como destornilladores, clavos y palas. Esta mañana creo que podría tener esa suerte. Podría.
—No dispara balas de verdad —digo—, pero parece que lo diseñaron para que fuese lo más similar posible a una de las armas que usarás. Al menos, parece real.
Caleb sostiene la pistola con la punta de los dedos, como si temiera que se le deshiciera entre las manos.
Me río.
—Primera lección: no le tengas miedo. Agárrala bien. Ya has sostenido una antes, ¿recuerdas? Nos sacaste del complejo de Cordialidad con aquel disparo.
—Fue pura suerte —responde Caleb mientras le da vueltas al arma para observarla desde todos los ángulos. Se empuja el interior del carrillo con la lengua, como si intentara resolver un problema—. No tuvo nada que ver con la habilidad.
—Tener suerte es mejor que no tenerla. Ahora trabajaremos con tus habilidades.
Miro a Tris, y ella me sonríe y se inclina para susurrarle algo a Christina.
—¿Has venido a ayudar o qué, estirada? —pregunto, y oigo que utilizo la voz que cultivé como instructor de iniciación, aunque esta vez lo haga de broma—. Si no recuerdo mal, te vendría bien practicar con ese brazo derecho. Y a ti también, Christina.
Tris hace una mueca, pero después Christina y ella cruzan la sala para recoger sus armas.
—Vale, ahora ponte frente a la diana y quita el seguro —digo. Al otro lado de la sala hay una diana más sofisticada que los blancos de madera de las salas de entrenamiento de Osadía. Tiene tres anillos de distintos colores, verde, amarillo y rojo, para que resulte más fácil saber dónde han acertado las balas—. A ver cómo disparas sin ayuda.
Él sujeta la pistola con una mano, cuadra los pies y los hombros frente al blanco, como si estuviera a punto de levantar un peso, y dispara. La pistola da un salto atrás y hacia arriba, de modo que la bala acaba cerca del techo. Me tapo la mano con la boca para disimular una sonrisa.
—Tampoco hace falta reírse —comenta Caleb, irritado.
—Los libros no lo enseñan todo, ¿eh? —dice Christina—. Tienes que sostenerla con las dos manos. No se ve tan guay, pero tampoco impresiona mucho atacar al techo.
—No intentaba parecer guay.
Christina se pone de pie, con las piernas algo desequilibradas, y levanta ambos brazos. Observa el blanco un momento y dispara. La bala de entrenamiento acierta en el círculo exterior de la diana y rebota, para acabar rodando por el suelo. Deja un círculo de luz en el blanco para marcar el punto de impacto. Ojalá hubiera tenido esta tecnología durante el entrenamiento de la iniciación.
—Ah, bien —le digo—. Has disparado al aire que rodea el cuerpo de tu objetivo. Muy útil.
—Estoy un poco oxidada —reconoce Christina, sonriendo.
—Creo que te resultará más sencillo aprender si me imitas —le digo a Caleb.
Me coloco como siempre, en una postura cómoda y natural, levanto los dos brazos, aprieto el gatillo con una mano y mantengo firme el arma con la otra.
Caleb intenta imitarme, empieza con los pies y sigue hacia arriba. Aunque Christina parecía muy dispuesta a burlarse de él, Caleb triunfa gracias a su capacidad de análisis: lo veo cambiar ángulos, distancias y tensión mientras me examina, intentando copiarlo todo.
—Bien —lo felicito cuando acaba—. Ahora, céntrate en el blanco, solo en el blanco.
Me quedo mirando el centro de la diana e intento dejar que me trague. La distancia no me preocupa, ya que la bala irá recta, igual que si estuviera más cerca. Tomo aire, me preparo, suelto el aire y disparo, y la bala acierta justo donde pretendía: en el círculo rojo, en el centro de la diana.
Doy un paso atrás para ver cómo lo intenta Caleb. Se coloca en posición, sostiene bien la pistola, pero está rígido, como una estatua con un arma en la mano. Toma aire y contiene la respiración al disparar. Esta vez el retroceso no lo sorprende tanto y la bala roza la parte superior de la diana.
—Bien —le felicito de nuevo—. Creo que lo que más necesitas es sentirte cómodo con ella. Estás muy tenso.
—¿Te extraña? —pregunta.
Le tiembla la voz, pero solo al final de cada palabra. Tiene el aspecto de alguien que reprime el terror. He tenido a dos clases llenas de iniciados con esa misma expresión, aunque ninguno de ellos se enfrentaba a lo que Caleb se enfrenta ahora.
Niego con la cabeza y digo en voz baja:
—Claro que no, pero tienes que ser consciente de que, si no liberas esa tensión esta noche, quizá no llegues al laboratorio de armamento. ¿Y de qué le serviría eso a nadie?
Él suspira.
—La técnica física es importante —le explico—, pero sobre todo se trata de un juego mental, lo cual te viene bien, porque ya sabes cómo funciona eso. No te puedes limitar a practicar el tiro, también debes practicar con la concentración. Así, cuando te encuentres en una situación en la que luches por tu vida, la concentración será algo tan arraigado que te saldrá de forma natural.
—No sabía que los osados estuvieran tan interesados en entrenar el cerebro —comenta Caleb—. ¿Puedo ver cómo lo haces tú, Tris? Creo que nunca te he llegado a ver disparar sin una herida de bala en el hombro.
Tris sonríe levemente y se pone frente a la diana. Cuando la vi disparar por primera vez en el entrenamiento de Osadía, parecía incómoda, como un pajarillo. Pero su figura delgada y frágil se ha vuelto esbelta y musculosa y, cuando sujeta el arma, hace que parezca fácil. Entorna un poco un ojo, reparte su peso y dispara. Su bala no acierta en el centro, pero por escasos centímetros. Caleb, claramente impresionado, arquea las cejas.
—¡No pongas esa cara de sorpresa! —exclama Tris.
—Lo siento, es que… antes eras muy patosa, ¿recuerdas? No sé cómo no me di cuenta de que habías cambiado.
Tris se encoge de hombros, pero, al apartar la mirada, veo que se ha ruborizado y que está contenta. Christina dispara otra vez y ahora sí que se acerca más al centro del blanco.
Retrocedo para dejar que Caleb practique, y observo a Tris disparar de nuevo, lo firme que mantiene el arma cuando tira. Le toco el hombro y me acerco a su oreja.
—¿Recuerdas en la iniciación, cuando la pistola casi te da en la cara?
Ella asiente con una sonrisa.
—¿Recuerdas en la iniciación, cuando hice esto? —añado, y la rodeo con un brazo para apoyar la mano en su estómago.
Ella contiene el aliento.
—No creo que vaya a olvidarlo en el futuro próximo —masculla.
Se da la vuelta y acerca mi cara a la suya mientras apoya las puntas de los dedos en mi barbilla. Nos besamos y oigo a Christina decir algo al respecto, pero, por primera vez, no me importa en absoluto.
No hay mucho que hacer después de las prácticas de tiro, salvo esperar. Tris y Christina consiguen los explosivos de Reggie y enseñan a Caleb a usarlos. Después, Matthew y Cara examinan un plano para analizar las distintas rutas que llevan al laboratorio de armamento. Christina y yo nos reunimos con Amar, George y Peter para repasar el camino por el que iremos a la ciudad por la noche. A Tris la llaman para una reunión de última hora del consejo. Matthew se pasa el día inoculando a la gente para inmunizarla contra el suero de la memoria, y también inocula a Cara, Caleb, Tris, Nita, Reggie y a mí.
No queda tiempo para pensar en la importancia de lo que intentamos hacer: detener una revolución, salvar los experimentos y cambiar el Departamento para siempre.
Mientras Tris está fuera, voy al hospital a ver a Uriah por última vez antes de traer a su familia.
Cuando llego, no consigo entrar. Desde aquí, a través del cristal, puedo fingir que está dormido y que, si lo toco, se despertará, sonreirá y bromeará. Ahí dentro me daría cuenta de que no le queda vida, de que la conmoción cerebral le ha arrebatado todo lo que lo convertía en Uriah.
Cierro los puños para disimular lo mucho que me tiemblan las manos.
Matthew se acerca por el pasillo. Lleva las manos dentro de los bolsillos de su uniforme azul oscuro y camina relajado, con pasos certeros.
—Hola.
—Hola —respondo.
—Acabo de inocular a Nita. Hoy está de mejor humor.
—Bien.
Matthew da unos golpecitos en el cristal con los nudillos.
—Entonces… ¿vas a ir después a por su familia? Es lo que me ha contado Tris.
—A por su hermano y a por su madre —respondo.
Conozco a la madre de Zeke y Uriah: es una mujer bajita con porte enérgico, una de las pocas osadas que hace las cosas con tranquilidad y sin ceremonias. Me gustaba y la temía a partes iguales.
—¿No tiene padre?
—Murió cuando eran pequeños. No es raro entre los osados.
—Claro.
Guardamos silencio un rato, y yo agradezco su presencia, que evita que me abrume la tristeza. Sé que Cara estaba en lo cierto cuando me dijo ayer que yo no había matado a Uriah, que en realidad no había sido yo, pero todavía tengo esa sensación y quizá siempre la tenga.
—Quería preguntarte una cosa —digo al cabo de un momento—. ¿Por qué nos ayudas con esto? Parece demasiado arriesgado para alguien que no tiene un interés personal en el resultado.
—Es que sí lo tengo. Es una larga historia.
Cruza los brazos y tira con el pulgar del cordoncillo que lleva al cuello.
—Había una chica —dice—. Era genéticamente defectuosa, y eso significaba que se suponía que no debía salir con ella, ¿sabes? Se supone que debemos emparejarnos con compañeros «óptimos» para producir descendencia genéticamente superior, o algo así. Bueno, pues yo tenía ganas de rebelarme y, además, eso de que estuviera prohibido me atraía, así que empezamos a salir. No pretendía que se convirtiera en algo serio, pero…
—Pero pasó.
—Pasó. Más que ninguna otra cosa, fue ella la que me convenció de que la postura del complejo con respecto al daño genético era incorrecta. Era mejor persona que yo, mejor persona de lo que yo nunca seré. Y, entonces, la atacaron. Un grupo de GP le dio una paliza. Era un poco bocazas, nunca se contentaba con quedarse «en su sitio». Creo que eso tuvo algo que ver, o puede que no, puede que la gente haga cosas como esa porque sí, e intentar encontrarle un sentido solo sirva para frustrarse.
Me quedo mirando la cuerda con la que juega. Siempre me había parecido negra, pero, al mirarla más de cerca, me doy cuenta de que es verde: el color de los uniformes del personal auxiliar.
—En fin, el caso es que resultó gravemente herida, pero uno de los GP era hijo de un miembro del consejo. Afirmó que el ataque había sido provocado, y utilizaron esa excusa para soltarlos a todos a cambio de realizar trabajos para la comunidad. Pero yo sabía la verdad —añade, asintiendo mientras habla—: y la verdad es que los habían soltado porque consideraban que ella era peor que ellos. Como si los GP hubieran apaleado a un animal.
Un escalofrío me recorre la columna vertebral.
—¿Qué…?
—¿Que qué le pasó? —pregunta Matthew, mirándome—. Murió un año después, durante un procedimiento quirúrgico para restañar las heridas. Fue cuestión de mala suerte, una infección. —Deja caer las manos—. El día que murió fue el día que empecé a ayudar a Nita. Sin embargo, su último plan no me gustó, por eso no la ayudé. Pero tampoco puse demasiado empeño en evitarlo.
Repaso la lista de frases que pueden decirse en un momento como este, las disculpas y las condolencias, pero no encuentro nada que me resulte apropiado. Así que dejo que se alargue el silencio; es la única respuesta correcta a lo que acaba de contarme, lo único que hace justicia a semejante tragedia en vez de limitarse a remendarla para pasar a otro tema.
—Aunque sé que no lo parece, los odio —afirma Matthew.
Tiene los músculos de la mandíbula apretados. Nunca me ha parecido una persona cariñosa, pero tampoco fría. Ahora sí que lo parece, es como un hombre envuelto en hielo, de ojos duros y voz de aliento gélido.
—Y me habría presentado voluntario en lugar de Caleb…, de no ser porque estoy deseando verlos sufrir las repercusiones. Quiero verlos balbucear bajo los efectos del suero de la memoria, sin saber quiénes son. Porque eso es lo que me pasó a mí cuando murió ella.
—Suena como un castigo a la altura.
—Más que matarlos —responde Matthew—. Y, además, no soy un asesino.
Estoy incómodo. No es habitual encontrarse con la persona real detrás de la máscara de la afabilidad, con las partes más oscuras de una persona. Y, cuando ocurre, no es agradable.
—Siento lo que le pasó a Uriah —dice Matthew—. Te dejaré con él.
Se vuelve a meter las manos en los bolsillos y sigue caminando por el pasillo, silbando.