CAPÍTULO TREINTA Y TRES

TOBIAS

—Mira quién es —dice Peter cuando entro en el dormitorio—. El traidor.

Hay varios mapas extendidos sobre su catre y el de al lado. Son blancos, celestes y verde pálido, y me atraen mediante un extraño magnetismo. En cada uno de ellos, Peter ha dibujado un círculo irregular: alrededor de nuestra ciudad, alrededor de Chicago. Está marcando los límites de los sitios en los que ha estado.

El círculo es más pequeño en cada mapa hasta convertirse en un punto rojo, como una gota de sangre.

Después retrocedo, temiendo su significado: que soy demasiado pequeño.

—Si te crees moralmente superior, te equivocas —le digo a Peter—. ¿Por qué tantos mapas?

—Me cuesta hacerme a la idea, al tamaño del mundo —responde—. Algunas personas del Departamento me están ayudando a aprender más sobre el tema. Planetas, estrellas y masas de agua, cosas así.

Lo dice como si nada, pero, por los garabatos frenéticos de los mapas, soy consciente de que es algo importante, obsesivo. También yo estaba así de obsesionado con mis miedos, intentando encontrarles sentido, una y otra vez.

—¿Ayuda? —pregunto.

Me doy cuenta de que nunca he mantenido una conversación con Peter sin chillarle. No es que no se mereciera los gritos, sino que no sé nada sobre él. Apenas recuerdo su apellido de la lista de iniciados. Hayes. Peter Hayes.

—Más o menos.

Recoge uno de los mapas más grandes en el que se ve todo el globo, aunque aplastado como masa de pan. Lo observo hasta descifrar las formas, las extensiones azules de agua y los trozos multicolores de tierra. En uno de los trozos hay un punto rojo. Lo señala.

—Ese punto cubre todos los lugares en los que hemos estado. Podríamos cortar esa zona de tierra y hundirla en el océano, y nadie se daría cuenta.

—Vale, ¿y? —pregunto, notando de nuevo ese miedo a mi tamaño.

—¿Y? Que todo lo que me ha preocupado hasta ahora, todo lo que he dicho o hecho, no importa nada. ¿Cómo va a importar? —Sacude la cabeza—. No importa.

—Claro que sí. Toda esa tierra está llena de personas, todas diferentes, y las cosas que se hacen entre sí importan.

Él vuelve a sacudir la cabeza y, de repente, me pregunto si así es como se consuela: convenciéndose de que todo lo malo que ha hecho no importa. Entiendo que el planeta descomunal que a mí me aterra a él le parezca un refugio, un enorme espacio en el que desaparecer, en el que no destacar ni ser responsable de sus actos.

Se agacha para atarse los cordones de los zapatos.

—Bueno, ¿tu grupito de admiradores te ha condenado al ostracismo?

—No —respondo automáticamente—. Puede —añado—. Pero no son mis admiradores.

—Por favor, son como el Culto de Cuatro.

No puedo evitar reírme.

—¿Celoso? ¿Te gustaría tener tu propio Culto de Psicópatas?

Él arquea una ceja.

—Si fuera un psicópata, ya te habría matado mientras duermes.

—Y añadido mis globos oculares a tu colección de globos oculares, sin duda.

Peter también se ríe, y me doy cuenta de que estoy intercambiando bromas y palabras con el iniciado que apuñaló a Edward en el ojo e intentó matar a mi novia…, si es que todavía es mi novia. Sin embargo, también es el osado que nos ayudó a acabar con la simulación del ataque y que salvó a Tris de una muerte horrible. No estoy seguro de cuál de esas acciones debería pesar más en mi mente. A lo mejor debería perdonárselo todo, permitir que empiece de cero.

—Deberías unirte a nuestro grupito de gente odiada —dice Peter—. Hasta ahora, Caleb y yo somos los únicos miembros, pero dado lo fácil que es ponerse a malas con esa chica, estoy seguro de que creceremos.

Me pongo rígido.

—Tienes razón, es fácil ponerse a malas con ella, solo hace falta intentar asesinarla.

Noto un nudo en el estómago: yo he estado a punto de asesinarla. Si se hubiese encontrado más cerca de la explosión, quizá ahora estaría como Uriah, enganchada a unos tubos en el hospital, con la mente en silencio.

Con razón no sabe si desea seguir saliendo conmigo o no.

Se acaba el momento de relajación, no puedo olvidarme de lo que hizo Peter porque Peter no ha cambiado. Sigue siendo la misma persona dispuesta a matar, mutilar y destruir para llegar a lo más alto de su clase de iniciados. Y tampoco puedo olvidar lo que hice yo. Me levanto.

Peter se apoya en la pared y cruza los dedos sobre el estómago.

—Solo digo que, si Tris decide que alguien no merece la pena, todos la imitan. Es un talento poco común para alguien que no era más que otra estirada aburrida, ¿verdad? Y quizá sea demasiado poder para una sola persona, ¿no?

—No es que tenga talento para controlar las opiniones de los demás, es que, normalmente, tiene razón sobre la gente.

—Lo que tú digas, Cuatro —responde, cerrando los ojos.

Estoy a punto de reventar de la tensión. Salgo del dormitorio y me alejo de los mapas con sus círculos rojos, aunque no sé bien adónde ir.

A mí Tris siempre me ha parecido magnética de un modo que no sé describir y del que ella no era consciente. Nunca la he temido ni odiado por eso, como le pasa a Peter, aunque yo siempre he estado en una posición privilegiada en la que no me sentía amenazado por ella. Ahora que he perdido esa posición, noto que una parte de mí me empuja hacia el resentimiento, lo noto con tanta claridad como si fuese una mano la que me tirara del brazo.

Me encuentro de nuevo en el jardín del patio interior y, esta vez, hay luz detrás de las ventanas. Las flores se ven salvajes y preciosas a la luz del día, como criaturas feroces suspendidas en el tiempo, inmóviles.

Cara entra corriendo en el patio con el pelo desordenado flotándole sobre la frente.

—Aquí estás. Da miedo lo fácil que es perder a la gente en este lugar.

—¿Qué pasa?

—Bueno… ¿Estás bien, Cuatro?

Me muerdo tan fuerte el labio que noto una punzada.

—Estoy bien, ¿qué pasa?

—Tenemos una reunión y se requiere tu presencia.

—¿Quiénes, exactamente?

—GD y simpatizantes de los GD que no quieren que el Departamento se libre de ciertas cosas —responde, y ladea la cabeza—. Pero con mejores planes que los últimos con los que te aliaste.

Me pregunto quién se lo habrá contado.

—¿Sabes lo de la simulación del ataque?

—Mejor aún: reconocí el suero de la simulación en el microscopio cuando Tris me lo enseñó —dice Cara—. Sí, lo sé.

Niego con la cabeza.

—Bueno, esta vez no pienso volver a involucrarme.

—No seas tonto. La verdad que te contaron sigue siendo verdad. Esta gente sigue siendo responsable de la muerte de casi toda Abnegación, de la esclavitud mental de los osados y de la destrucción completa de nuestra forma de vida, y hay que hacer algo al respecto.

No estoy seguro de querer encontrarme en el mismo cuarto que Tris, sabiendo que quizá estemos a punto de romper, como si me balanceara al borde de un precipicio. Es más fácil fingir que no sucede cuando no estoy con ella. Sin embargo, Cara lo ha expuesto con tanta sencillez que no me queda más remedio que estar de acuerdo: sí, hay que hacer algo al respecto.

Me toma de la mano y me conduce por el pasillo del hotel. Sé que está en lo cierto, pero me incomoda participar en otro intento de resistencia. Aun así, ya estoy medio metido en él, y parte de mí está deseando una oportunidad de volver a ponerse en movimiento, en vez de quedarse plantada frente a las grabaciones de vigilancia de nuestra ciudad, como hasta ahora.

Una vez que se asegura de que la sigo, Cara me suelta la mano y se mete los mechones rebeldes detrás de las orejas.

—Todavía me resulta difícil no verte de azul —comento.

—Creo que ha llegado el momento de dejar todo eso atrás —responde—. Aunque pudiera volver, llegados a este punto, ya no querría.

—¿No echas de menos las facciones?

—Pues sí, la verdad —responde, mirándome.

Ha pasado algún tiempo desde la muerte de Will, así que ya no lo veo cuando la miro, solo veo a Cara. La conozco desde hace más tiempo que a él. Tiene una pizca de su buen humor, así que me da la impresión de que puedo bromear con ella sin ofenderla.

—En Erudición podía progresar. Había tanta gente dedicada al descubrimiento y a la innovación que era maravilloso. Pero ahora que sé lo grande que es el mundo… Bueno, supongo que he crecido demasiado para mi facción, como consecuencia. —Frunce el ceño—. Lo siento, ¿ha sonado arrogante?

—¿A quién le importa?

—A algunas personas. Me alegra saber que no eres una de ellas.

Entonces me fijo, como no podía ser de otro modo, en que algunas de las personas junto a las que pasamos de camino a la reunión me lanzan miradas desagradables o me esquivan. Ya me habían odiado y evitado antes, al ser hijo de Evelyn Johnson, la tirana sin facción, pero ahora me molesta más. Ahora sé que he hecho algo para merecerme ese odio: los he traicionado a todos.

—No les hagas caso —dice Cara—. No saben lo que es tomar una decisión difícil.

—Seguro que tú no lo habrías hecho.

—Pero solo porque me enseñaron a ser cautelosa cuando no poseo toda la información, mientras que a ti te enseñaron que los riesgos traen consigo grandes recompensas —explica, mirándome de lado—. O, en este caso, ninguna recompensa.

Se detiene frente a la puerta del laboratorio de Matthew y su supervisor, y llama. Matthew abre y le da un mordisco a la manzana que sostiene en la mano. Lo seguimos hasta la habitación en la que descubrimos que yo no era divergente.

Allí está Tris, al lado de Christina, que me mira como si yo fuera comida podrida que hay que tirar a la basura. Y en la esquina, junto a la puerta, está Caleb, con la cara llena de moratones. Estoy a punto de preguntar qué le ha pasado cuando me doy cuenta de que los nudillos de Tris también están morados y que ella procura no mirarlo.

Ni mirarme a mí.

—Creo que ya estamos todos —dice Matthew—. Vale…, bien… Hmmm. Tris, esto se me da fatal.

—La verdad es que sí —responde ella con una sonrisa, y yo noto una punzada de celos. Se aclara la garganta—. Bueno, sabemos que esta gente es responsable del ataque contra Abnegación y que no se les puede seguir confiando la seguridad de nuestra ciudad. Sabemos que queremos hacer algo al respecto y que el anterior intento de hacer algo fue… —Me mira a los ojos, y su mirada me horada hasta empequeñecerme— poco acertado. Podemos hacerlo mejor.

—¿Qué propones? —pregunta Cara.

—Ahora mismo solo sé que quiero que todos sepan lo que son —responde Tris—. Estoy segura de que no todo el complejo sabe lo que han hecho sus líderes y creo que deberíamos mostrárselo. A lo mejor eligen líderes nuevos, unos que no traten a la gente de los experimentos como objetos prescindibles. Se me ocurre que quizá una «infección» generalizada, por así decirlo, del suero de la verdad…

Recuerdo el peso del suero de la verdad llenándome todos los huecos vacíos, los pulmones, el estómago y la cara. Recuerdo que me parecía imposible que Tris hubiese sido capaz de levantar ese peso lo bastante como para mentir.

—No funcionará —digo—. Son GP, ¿recuerdas? Los GP pueden resistirse al suero de la verdad.

—Eso no es del todo cierto —interviene Matthew, que se dedica a pellizcar y retorcer la cuerda que lleva al cuello—. No tenemos a tantos divergentes que se resistan al suero. De hecho, en los últimos tiempos, solo a Tris. La capacidad para resistirse al suero parece mayor en algunas personas. Por ejemplo, como pasa contigo, Tobias. —Se encoge de hombros—. Por eso es por lo que te hemos invitado a ti, Caleb. Tú ya has trabajado con los sueros, seguramente los conoces tan bien como yo. A lo mejor somos capaces de desarrollar un suero de la verdad al que sea más difícil resistirse.

—No quiero volver a hacer esa clase de trabajo —responde Caleb.

—Venga, cierra el… —empieza a decir Tris, pero Matthew la interrumpe.

—Por favor, Caleb —le pide.

Caleb y Tris se miran. La piel de su cara y la de los nudillos de Tris es casi del mismo color, entre morado, azul y verde, como dibujada con tinta. Es lo que pasa cuando chocan dos hermanos: se hieren de la misma forma. Caleb se deja caer contra el borde de la encimera, apoyando la cabeza en los armarios metálicos.

—Vale —responde—. Siempre que me prometas no usarlo contra mí, Beatrice.

—¿Por qué iba a hacerlo? —pregunta Tris.

—Yo puedo ayudar —dice Cara, levantando una mano—. También he trabajado con los sueros, como erudita.

—Genial —responde Matthew, dando una palmada—. Mientras tanto, Tris hará de espía.

—¿Y yo? —pregunta Christina.

—Esperaba que Tobias y tú pudierais pegaros a Reggie —dice Tris—. David no quiere contarme nada sobre las medidas de seguridad auxiliares del laboratorio de armamento, pero no creo que Nita fuera la única que las conocía.

—¿Quieres que me pegue al tío que colocó los explosivos que dejaron a Uriah en coma? —pregunta Christina.

—No tenéis que haceros amigos —responde Tris—, solo tienes que hablarle de lo que sabe. Tobias te ayudará.

—No necesito a Cuatro, puedo hacerlo yo sola.

Se mueve sobre la mesa de examen y rasga el papel que tiene debajo de los muslos mientras me lanza otra mirada desagradable. Sé que ve la cara apagada de Uriah cada vez que me mira. Se me forma un nudo en la garganta, como si se me hubiera atascado algo dentro.

—En realidad sí me necesitas, porque él ya confía en mí —le digo—. Y esa gente es muy reservada, así que hay que ser sutil.

—Yo puedo ser sutil —replica Christina.

—No, no puedes.

—Él tiene razón… —canturrea Tris, con una sonrisa.

Christina le da un puñetazo en el brazo, y Tris se lo devuelve.

—Entonces, arreglado —dice Matthew—. Deberíamos reunirnos de nuevo después de que Tris asista a la reunión del consejo, que es el viernes. Venid a las cinco.

Se acerca a Cara y a Caleb, y les dice algo sobre compuestos químicos que no acabo de comprender. Christina sale y me empuja con el hombro al pasar a mi lado. Tris me mira a los ojos.

—Deberíamos hablar —le digo.

—Vale —responde, y la sigo al pasillo.

Nos ponemos junto a la puerta hasta que se van los demás. Lleva los hombros gachos, como si intentara hacerse aún más pequeña, esfumarse. Cada uno nos hemos puesto en una pared del pasillo, demasiado lejos. Intento recordar la última vez que nos besamos, pero no puedo.

Por fin nos quedamos solos, y el pasillo, en silencio. Las manos empiezan a cosquillearme y a entumecerse, como me ocurre siempre que tengo un ataque de pánico.

—¿Crees que serás capaz de perdonarme algún día? —pregunto.

Ella niega con la cabeza, pero responde:

—No lo sé. Creo que es lo que tengo que averiguar.

—Sabes… Sabes que no quería hacerle daño a Uriah, ¿verdad? —le pregunto, y me fijo en los puntos de sutura de su frente—. Ni a ti. Tampoco quería hacerte daño a ti.

Se dedica a dar pataditas en el suelo, y el cuerpo sigue el ritmo de su pie.

—Lo sé.

—Tenía que hacer algo. Tenía que hacerlo.

—Mucha gente salió herida —dice—. Solo porque tú no hiciste caso de lo que te dije, porque (y eso es lo peor, Tobias) creías que yo actuaba por mezquindad y por celos. Como la chica tonta de dieciséis años que soy, ¿no? —añade, negando con la cabeza.

—Jamás te definiría como tonta o como mezquina —respondo, muy serio—. Creía que no pensabas con claridad, sí. Eso es todo.

—Es lo mismo una y otra vez, ¿no? No me respetas tanto como dices. A la hora de la verdad, sigues creyendo que no puedo pensar con racionalidad…

—¡No es eso! —exclamo, encendido—. Te respeto más que a nadie, pero, ahora mismo, me pregunto qué te molesta más: que yo tomara una decisión estúpida o que no tomara tu decisión.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Significa que, aunque afirmaras que solo querías que fuéramos sinceros entre nosotros, en realidad creo que querías que siempre estuviera de acuerdo contigo.

—¡No puedo creerme que digas eso! Te equivocaste…

—¡Sí, me equivoqué! —He empezado a gritar, y no sé de dónde sale la rabia, solo sé que me da vueltas dentro, violenta, feroz y más fuerte que en los últimos días—. Me equivoqué, ¡cometí un terrible error! ¡El hermano de mi mejor amigo está prácticamente muerto! Y ahora tú te comportas como un padre y me castigas por no haber seguido tus órdenes. ¡Bueno, pues no eres mi padre, Tris, no puedes decirme lo que debo hacer o elegir…!

—Deja de gritarme —me interrumpe en voz baja, y me mira al fin. Antes veía todo tipo de cosas en sus ojos: amor, deseo y curiosidad. Pero ahora solo veo rabia—. Para.

La tranquilidad de su voz ahoga toda la ira que llevo dentro, así que me relajo y me apoyo en la pared que tengo detrás mientras me meto las manos en los bolsillos. No quería gritarle, no quería enfadarme.

Sorprendido, veo que las lágrimas empiezan a resbalarle por las mejillas. Hace mucho tiempo que no la veo llorar. Tris se sorbe los mocos, traga saliva e intenta sonar normal, aunque no lo consigue.

—Solo necesito tiempo —dice, ahogándose con cada palabra—, ¿vale?

—Vale.

Se seca las mejillas con las palmas de las manos y se aleja por el pasillo. Me quedo mirándole el pelo rubio hasta que desaparece por la esquina y me siento desnudo, como si no quedara nada para protegerme del dolor. Su ausencia es lo que más me hiere.