TOBIAS
No puedo volver a las miradas y las preguntas silenciosas del dormitorio. Sé que no debería regresar a la escena de mi gran crimen, aunque no sea una de las zonas seguras que me han prohibido, pero necesito saber lo que pasa dentro de la ciudad. Como si tuviera que recordar que existe un mundo más allá de este, un mundo donde no me odian.
Entro en la sala de control y me siento en una de las sillas. Cada pantalla de la red que tengo sobre mí enseña una zona distinta de la ciudad: el Mercado del Martirio, el vestíbulo de la sede de Erudición, el Millennium Park, el pabellón del exterior del edificio Hancock.
Me paso un buen rato observando a la gente que da vueltas por la sede de Erudición con los brazos cubiertos por sus brazaletes de abandonados y armas a las caderas, entablando conversaciones rápidas o entregando latas de comida para la cena, una vieja costumbre de los sin facción.
Entonces oigo que una de las personas de los escritorios de la sala de control le dice «ahí está» a uno de sus compañeros, y examino las pantallas para ver a qué se refieren. Entonces lo veo, de pie frente al edificio Hancock: Marcus, cerca de las puertas principales, mirando la hora.
Me levanto y doy un toquecito en la pantalla con el índice para activar el sonido. Al principio solo oigo el ruido del viento a través de los altavoces que hay bajo la pantalla, pero después oigo pasos: Johanna Reyes se acerca a mi padre. Él le ofrece la mano, pero ella no la acepta, y mi padre se queda con la mano flotando en el aire, un cebo en el que ella no picará.
—Sabía que te habías quedado en la ciudad —dice Johanna—. Te están buscando por todas partes.
Unas cuantas personas de la sala de control se reúnen detrás de mí para observar. Apenas me doy cuenta. Estoy observando el brazo de mi padre, que vuelve junto a su costado con la mano cerrada en un puño.
—¿He hecho algo para ofenderte? —pregunta Marcus—. Me puse en contacto contigo porque creía que éramos amigos.
—Yo creía que te habías puesto en contacto conmigo porque sabías que sigo siendo la líder de los leales y tú necesitas un aliado —responde Johanna, inclinando el cuello de modo que un mechón de pelo le cae sobre la cicatriz del ojo—. Y, según cuáles sean tus intenciones, sigo siendo eso, Marcus, pero creo que nuestra amistad ha terminado.
Marcus frunce el ceño. Mi padre tiene el aspecto de un hombre guapo que ha envejecido, se le han hundido las mejillas y las facciones se le han vuelto duras y estrictas. El pelo, cortado a ras del cuero cabelludo, al estilo abnegado, no ayuda a suavizar esa impresión.
—No lo entiendo —dice Marcus.
—Hablé con algunos de mis amigos veraces —responde Johanna—. Me contaron lo que dijo tu hijo cuando estaba bajo la influencia del suero de la verdad. Ese rumor tan desagradable que ha propagado Jeanine Matthews sobre tu hijo y tú… era cierto, ¿verdad?
Noto que se me calienta la cara y que me encojo, hundiendo los hombros.
Marcus niega con la cabeza.
—No, Tobias…
Johanna levanta una mano y habla con los ojos cerrados, como si no soportara mirarlo.
—Por favor. He visto cómo se comporta tu hijo, cómo se comporta tu mujer. Conozco el aspecto de la gente marcada por la violencia. —Se mete el pelo detrás de la oreja—. Nos reconocemos entre nosotros.
—No te habrás creído… —empieza a decir Marcus, negando con la cabeza—. Soy partidario de la disciplina, sí, pero solo quería lo mejor para…
—Un marido no debería «disciplinar» a su mujer —lo interrumpe Johanna—. Ni siquiera en Abnegación. Y en cuanto a tu hijo… Bueno, digamos que me lo creo de ti.
Los dedos de Johanna pasan por encima de la cicatriz de su mejilla. El ritmo de mi corazón me abruma: ella lo sabe, lo sabe, no porque me haya oído confesar mi vergüenza en la sala de interrogatorios de Verdad, sino porque lo sabe, porque lo ha experimentado en persona, estoy seguro. Me pregunto quién fue en su caso: ¿su madre? ¿Su padre? ¿Otra persona?
Parte de mí siempre se preguntó lo que haría mi padre si tuviera que enfrentarse a la verdad. Creía que pasaría de ser el humilde líder de Abnegación a convertirse en la pesadilla que yo vivía en casa, que quizá perdiera los nervios y se revelara como lo que es. Me resultaría satisfactorio ver una reacción así, pero no es lo que ocurre en realidad.
Se queda donde está, con una expresión de perplejidad y, por un momento, me pregunto si estará perplejo de verdad, si en su enfermo corazón se creerá sus propias mentiras sobre la disciplina. La idea forma una tormenta en mi interior, un rugir de truenos acompañado del silbido del viento.
—Ahora que he sido sincera —dice Johanna, algo más calmada—, puedes decirme por qué me has pedido que venga.
Marcus salta a un tema nuevo como si el anterior ni siquiera se hubiese discutido. Veo en él a un hombre compartimentado, capaz de cambiar de una faceta a otra a placer. Uno de esos compartimentos estaba reservado a mi madre y a mí.
Los empleados del Departamento acercan la cámara hasta que el edificio Hancock se convierte en un mero fondo negro detrás de los torsos de Marcus y Johanna. Me dedico a observar una viga que cruza la pantalla en diagonal, cualquier cosa con tal de no mirarlo.
—Evelyn y los abandonados son tiranos —dice Marcus—. La paz que experimentamos con las facciones, antes del primer ataque de Jeanine, puede restaurarse, estoy seguro. Y quiero intentar hacerlo. Creo que tú también.
—Sí. ¿Cómo crees que debemos hacerlo?
—Es la parte que quizá no te guste, pero espero que mantengas la mente abierta —responde Marcus—. Evelyn controla la ciudad porque controla las armas. Si le arrebatamos esas armas, no tendrá tanto poder y podremos enfrentarnos a ella.
Johanna asiente y raspa la acera con el zapato. Solo veo la parte lisa de su cara desde este ángulo, el pelo suave, aunque rizado, los labios carnosos.
—¿Qué quieres que haga? —pregunta.
—Que me permitas unirme a los leales —responde él—. Antes era líder de Abnegación y prácticamente líder de toda la ciudad. La gente acudirá a mi llamada.
—La gente ya ha acudido a la llamada —comenta Johanna—, y no por seguir a una persona concreta, sino por el deseo de reinstaurar las facciones. ¿Quién dice que te necesito?
—No es por minusvalorar tus logros, pero los leales siguen siendo demasiado insignificantes para ir más allá de una pequeña revuelta —dice Marcus—. Hay más abandonados de lo que creíamos. Me necesitas y lo sabes.
Mi padre sabe cómo persuadir a la gente sin usar su encanto, es algo que siempre me ha desconcertado. Ofrece sus opiniones como si fueran hechos y, por algún motivo, esa certeza tan absoluta hace que te lo creas. Ahora, esa cualidad me asusta porque sé lo que me contó a mí: que yo estaba roto, que no valía nada, que no era nada. ¿Cuántas de aquellas cosas me hizo creer?
Veo que Johanna empieza a creérselo, pensando en el grupito de gente que ha reclutado para la causa leal. Pensando en el grupo que envió al exterior de la valla, con Cara, y del que no ha vuelto a oír hablar. Pensando en lo sola que está y en la amplia experiencia como líder de Marcus. Me dan ganas de gritarle a través de las pantallas que no confíe en él, que solo quiere recuperar las facciones porque sabe que así podría recuperar su puesto como líder. Sin embargo, mi voz no llegaría hasta ella, ni siquiera estando allí, a su lado.
—¿Me prometes que harás todo lo posible por limitar la destrucción que causemos? —le pregunta Johanna con cautela.
—Claro que sí.
Ella asiente de nuevo, aunque esta vez lo hace para sí.
—A veces es necesario luchar por la paz —dice, más al pavimento que a Marcus—. Creo que esta es una de esas veces y también creo que será útil contar contigo para reunir a más gente.
Es el inicio de la rebelión leal que he estado esperando desde que oí que se había formado el grupo. Aunque me ha parecido inevitable desde que vi la forma de gobernar de Evelyn, me siento mal. Es como si las rebeliones no acabaran nunca: en la ciudad, en el complejo, por todas partes. Solo hay unos cuantos instantes de reposo entre ellas, y nosotros, como tontos, decimos que eso es la paz.
—Me aparto de la pantalla con la intención de dejar la sala de control atrás, de tomar un poco de aire fresco donde pueda.
Sin embargo, al alejarme, veo otra pantalla en la que se ve a una mujer de pelo oscuro dando vueltas por un despacho de la sede de Erudición. Evelyn, por supuesto; la muestran en las pantallas más importantes de la sala, tiene sentido.
Evelyn se mete las manos en el pelo y se tira de los gruesos mechones. Se deja caer en cuclillas, con papeles por todo el suelo, y pienso: «Está llorando». Pero no sé bien por qué lo pienso, porque no le tiemblan los hombros.
A través de los altavoces de la pantalla oigo que alguien llama a la puerta del despacho. Evelyn se endereza, se arregla el pelo, se seca la cara y dice:
—¡Adelante!
Entonces entra Therese con la banda negra torcida.
—Acabo de recibir un informe de las patrullas: dicen que no hay ni rastro de él.
—Genial —dice Evelyn, sacudiendo la cabeza—. Lo envió al exilio y él se queda en la ciudad. Debe de hacerlo por simple despecho.
—O se ha unido a los leales y ellos lo protegen —responde Therese, que se tira en una de las sillas de oficina. Se dedica a aplastar los papeles del suelo con la bota.
—Bueno, obviamente —dice Evelyn, que pone el brazo sobre la ventana y se apoya en él mientras contempla la ciudad del otro lado y, más allá de ella, el pantano—. Gracias por el informe.
—Lo encontraremos, no puede haber ido demasiado lejos. Juro que lo encontraremos.
—Solo quiero que desaparezca —contesta Evelyn con una vocecilla infantil.
Me pregunto si sigue temiéndolo, igual que yo aún lo temo, como una pesadilla que siempre acaba resurgiendo por la mañana. Me pregunto hasta qué punto nos parecemos mi madre y yo en el fondo, donde importa.
—Lo sé —responde Therese, y se marcha.
Me quedo de pie un rato observando a Evelyn mientras ella mira por la ventana sin dejar de mover los dedos, nerviosa.
Me siento como si me hubiese convertido en una persona a medio camino entre mi madre y mi padre, violento, impulsivo, desesperado y asustado. Como si hubiera perdido el control sobre lo que soy.