TRIS
Pego la frente al ocular del microscopio: el suero marrón anaranjado nada delante de mí.
Estaba tan concentrada en descubrir las mentiras de Nita que apenas me paré a pensar sobre la verdad: para ponerle las manos encima a este suero, el Departamento tuvo que haberlo desarrollado para después, de algún modo, entregárselo a Jeanine. Me aparto. ¿Por qué colaboraría Jeanine con el Departamento si tan empeñada estaba en quedarse en la ciudad, lejos de ellos?
Sin embargo, supongo que el Departamento y Jeanine compartían un objetivo común: los dos querían que el experimento continuara; a los dos les aterraba la idea de lo que pasaría de no continuar; los dos estaban dispuestos a sacrificar vidas inocentes para conseguirlo.
Pensaba que este lugar podía ser mi hogar, pero el Departamento está lleno de asesinos. Me mezo sobre los talones como si me empujara una fuerza invisible y después salgo de la habitación con el corazón acelerado.
No hago caso de la gente que holgazanea por el pasillo. Me limito a seguir adentrándome en el complejo, en el corazón de la bestia.
Me oigo decirle a Christina que este lugar podría ser mi hogar.
«Esta gente asesinó a tus padres», repite la voz de Tobias dentro de mi cabeza.
No sé adónde voy, solo que necesito espacio y aire. Con la tarjeta de identificación en la mano, paso medio corriendo, medio andando por el control de seguridad para llegar a la escultura. Ahora el tanque no está iluminado, aunque el agua sigue cayendo, una gota por cada segundo que pasa. Me quedo un momento parada, observándola. Entonces veo a mi hermano al otro lado del bloque de piedra.
—¿Estás bien? —me pregunta, indeciso.
No estoy bien. Empezaba a creer que había encontrado un lugar en el que quedarme, un lugar que no era tan inestable, corrupto y controlador como para tener que marcharme. Ya debería haber sabido que ese lugar no existe.
—No —respondo.
Él empieza a rodear el bloque de piedra para acercarse.
—¿Qué te pasa?
—¿Que qué me pasa? —repito, riéndome—. Te lo diré así: acabo de descubrir que no eres la peor persona que conozco.
Me pongo en cuclillas y me paso los dedos por el pelo. Me siento paralizada y aterrada ante mi parálisis. El Departamento es responsable de la muerte de mis padres, ¿por qué tengo que repetírmelo una y otra vez para creérmelo? ¿Qué me pasa?
—Ah —responde él—. Lo… ¿siento?
Solo consigo gruñir un poco.
—¿Sabes lo que me dijo mamá una vez? —me pregunta, y pronuncia la palabra «mamá» como si no la hubiese traicionado, lo que me hace apretar los dientes—. Me dijo que todo el mundo tiene una parte mala, y que el primer paso para amar a alguien es reconocer esa misma maldad dentro de nosotros, de modo que podamos perdonar.
—¿Eso quieres que haga? —digo débilmente mientras me levanto—. Puede que haya hecho cosas malas, Caleb, pero jamás te entregaría para que te ejecutaran.
—No puedes decir eso —responde, y suena como si me suplicara, como si me rogara que dijera que soy igual que él, no mejor—. No sabes lo convincente que era Jeanine…
Algo dentro de mí se rompe como una goma.
Le pego un puñetazo en la cara.
Solo puedo pensar en que los eruditos me quitaron el reloj y los zapatos y me condujeron a una mesa desnuda para arrebatarme la vida. Una mesa que bien podría haber preparado Caleb en persona.
Creía estar más allá de esta clase de rabia, pero, cuando él retrocede, tambaleante, con las manos en la cara, lo persigo, lo agarro por la pechera de la camisa y lo estrello contra la escultura de piedra mientras grito que es un cobarde y un traidor, y que lo mataré, que lo mataré.
Uno de los guardias se me acerca y solo tiene que ponerme una mano en el brazo para romper el hechizo. Suelto la camisa de Caleb y sacudo la mano, que me pica. Doy media vuelta y me alejo.
Hay un jersey beis sobre la silla vacía del laboratorio de Matthew; la manga roza el suelo. Todavía no he conocido a su supervisor y empiezo a sospechar que Matthew es el que hace todo el trabajo.
Me siento encima del jersey y me examino los nudillos. Algunos se han desgarrado por el puñetazo a Caleb y están salpicados de tenues moratones. Parece apropiado que el golpe nos haya dejado marcas a los dos. Así funciona el mundo.
Anoche, cuando regresé al dormitorio, Tobias no había llegado y yo estaba demasiado enfadada para dormir. En las horas que me mantuve despierta, mirando al techo, decidí que, aunque no iba a participar en el plan de Nita, tampoco iba a detenerlo. La verdad sobre la simulación del ataque había hecho crecer mi odio por el Departamento, así que quería verlo desmoronarse desde dentro.
Matthew está hablando de ciencias, pero me cuesta prestarle atención.
—… realizando algunos análisis genéticos, lo que está bien, pero antes estábamos desarrollando una forma de conseguir que el compuesto de la memoria se comportase como un virus. Con la misma velocidad de reproducción y la misma capacidad de propagarse por el aire. Y después desarrollamos una vacuna. Una temporal, una que solo dura cuarenta y ocho horas, pero, aun así…
Asiento con la cabeza.
—Así que… lo hicisteis para poder montar más fácilmente otros experimentos, ¿no? En vez de inyectar a todo el mundo el suero de la memoria, lo liberaríais por el aire y dejaríais que se propagase.
—¡Exacto! —Parece emocionarse al verme interesada en lo que dice—. Y es un modelo mucho mejor, porque tienes la opción de seleccionar a miembros concretos de la población a los que no quieres infectar: los inoculas, el virus se propaga en veinticuatro horas, pero no surte efecto en ellos.
Asiento de nuevo.
—¿Te encuentras bien? —pregunta Matthew, deteniendo el movimiento de la taza de café antes de llevársela a los labios; la deja en la mesa—. He oído que los guardias de seguridad tuvieron que separarte de alguien anoche.
—De mi hermano, Caleb.
—Ah —dice Matthew, arqueando una ceja—. ¿Qué ha hecho esta vez?
—La verdad es que nada. —Le doy un pellizco al jersey; los bordes están deshilachados, desgastados de viejos—. Estaba a punto de estallar, de todos modos; simplemente, apareció en el peor momento.
Con solo mirarlo ya sé cuál es su pregunta, y quiero explicárselo todo, todo lo que me enseñó y me contó Nita. Me pregunto si se puede confiar en él.
—Ayer oí algo —digo, tanteando el terreno—. Sobre el Departamento, mi ciudad y las simulaciones.
Él se endereza y me lanza una mirada extraña.
—¿Qué? —pregunto.
—¿Es algo que te contó Nita? —pregunta a su vez.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—La he ayudado un par de veces. La dejé entrar en aquel almacén. ¿Te contó algo más?
¿Matthew es el informante de Nita? Me quedo mirándolo. Jamás se me habría pasado por la cabeza que Matthew, el que se desvivió por explicarme la diferencia entre mis genes «puros» y los genes «defectuosos» de Tobias, estuviera ayudando a Nita.
—Algo sobre un plan —respondo lentamente.
Él se levanta y camina hacia mí, muy tenso. Me aparto de él por instinto.
—¿Van a hacerlo? ¿Sabes cuándo?
—¿Qué está pasando? ¿Por qué ayudaste a Nita?
—Porque todas esas tonterías del «daño genético» son ridículas. Es muy importante que respondas a mis preguntas.
—Van a hacerlo. Y no sé cuándo, pero creo que pronto.
—Mierda —dice Matthew, llevándose las manos a la cara—. De esto no puede salir nada bueno.
—Si no dejas de hacer comentarios crípticos, te pego un tortazo —respondo, poniéndome en pie.
—Estuve ayudando a Nita hasta que me dijo lo que ella y esa gente de la periferia pretendía hacer. Quieren entrar en el laboratorio de armamento y…
—Y robar el suero de la memoria, sí, lo sé.
—No —contesta, sacudiendo la cabeza—. No, no quieren el suero de la memoria, quieren el suero de la muerte. Es parecido al que tienen los eruditos, ese con el que te iban a inyectar cuando estuvieron a punto de ejecutarte. Van a usarlo para asesinar gente, mucha gente. Con abrir una lata de aerosol, ya está, ¿entiendes? Si se lo das a la gente adecuada, tendrás un estallido de anarquía y violencia, y eso es justo lo que quiere esa gente de la periferia.
Lo entiendo. Veo una ampolla inclinándose y a alguien apretando el botón de un aerosol. Veo cadáveres abnegados y eruditos despatarrados por calles y escaleras. Veo que los pedacitos de este mundo a los que hemos podido aferrarnos estallan en llamas.
—Creía que la ayudaba con algo más inteligente —dice Matthew—. De haber sabido que la ayudaba a empezar otra guerra, no lo habría hecho. Tenemos que hacer algo al respecto.
—Se lo dije —comento en voz baja, aunque no va dirigido a Matthew, sino a mí misma—. Le dije que Nita mentía.
—Puede que tengamos un problema con la forma en que tratamos a los GD en este país, pero no vamos a resolverlo asesinando a un puñado de gente. Venga, vamos al despacho de David.
No sé qué está bien y qué está mal. No sé nada de este país ni de la forma en que funciona, ni de lo que necesita cambiarse. Sin embargo, sé que un poco de suero de la muerte en manos de Nita y la gente de la periferia no es mucho mejor que un poco de suero de la muerte en el laboratorio del Departamento. Así que sigo a Matthew por el pasillo. Caminamos a toda prisa hacia la entrada principal por la que llegué a este complejo.
Cuando pasamos por el control de seguridad, veo a Uriah al lado de la escultura. Levanta una mano para saludarme y aprieta los labios en una línea que podría haber sido una sonrisa si le hubiera puesto más empeño. Por encima de su cabeza, la luz se refracta en el tanque de agua, el símbolo de la lucha lenta y absurda del complejo.
Acabo de pasar el control de seguridad cuando, de repente, estalla el muro que hay junto a Uriah.
Es como una flor de fuego saliendo de un capullo. Los fragmentos de cristal y metal salen disparados del centro de la flor, y el cuerpo de Uriah está entre ellos, es un proyectil inmóvil. Un ruido sordo me recorre como un temblor. Tengo la boca abierta; estoy gritando su nombre, aunque no me oigo por culpa del pitido en los oídos.
A mi alrededor, todos están agachados, con los brazos sobre la cabeza, pero yo estoy de pie, observando el muro del complejo: nadie entra por él.
Unos segundos después, todos empiezan a correr para alejarse de la explosión, mientras que yo me lanzo contra ellos, con los hombros por delante, para llegar hasta Uriah. Un codo me golpea en el costado y caigo de bruces, arañándome con algo duro y metálico: la esquina de una mesa. Me pongo de pie como puedo mientras me limpio la sangre de la ceja con una manga. La tela se desliza sobre mis brazos, y lo único que veo son extremidades, pelo y ojos muy abiertos, además del cartel que hay sobre sus cabezas: «SALIDA DEL COMPLEJO».
—¡Dad las alarmas! —grita uno de los guardias del control de seguridad.
Me agacho para pasar por debajo de un brazo y tropiezo de lado.
—¡Ya lo he hecho! —grita otro guardia—. ¡No funcionan!
Matthew me agarra por el hombro y me chilla al oído:
—¿Qué haces? ¡No vayas hacia…!
Avanzo más deprisa al encontrar un pasillo abierto, sin gente que me entorpezca el camino. Matthew corre detrás de mí.
—No deberíamos acercarnos al punto de la explosión. Quienquiera que sea, ya estará dentro del edificio —dice—. ¡Al laboratorio de armamento, ahora! ¡Vamos!
El laboratorio de armamento. Palabras sagradas.
Pienso en Uriah, tirado en el suelo, rodeado de cristal y metal. Mi cuerpo lucha por correr hacia él, cada uno de mis músculos me lo pide, pero sé que ahora mismo no puedo ayudarlo. Lo más importante es utilizar mis conocimientos sobre el caos y los ataques para evitar que Nita y sus amigos roben el suero de la muerte.
Matthew tenía razón: de esto no puede salir nada bueno.
Matthew va delante, metiéndose entre la gente como si nadara en una piscina. Intento concentrarme en su nuca para seguirlo, pero las caras que se acercan me distraen, las bocas y los ojos paralizados de terror. Lo pierdo unos segundos y después lo encuentro de nuevo, varios metros más adelante, doblando a la derecha en el siguiente pasillo.
—¡Matthew! —grito, y me abro paso entre otro grupo de gente.
Por fin lo alcanzo y lo agarro por la camisa. Él se vuelve y me da la mano.
—¿Estás bien? —pregunta, mirándome la herida que tengo por encima de la ceja.
Con las prisas, me había olvidado del corte. Me lo aprieto con la manga y me la mancha de rojo, pero asiento.
—¡Estoy bien! ¡Vamos!
Corremos codo con codo por el pasillo. Este no está tan lleno como los demás, aunque veo que quienes se han infiltrado ya han pasado por aquí: hay guardias tirados en el suelo, algunos vivos y otros muertos. Veo una pistola al lado de una fuente y me lanzo a por ella, soltando la mano de Matthew.
Cojo la pistola y se la ofrezco, pero él niega con la cabeza.
—Nunca he disparado una.
—Por Dios —exclamo, y pongo el dedo en el gatillo.
Es distinta de las armas de la ciudad: no tiene un cañón que se desplaza a un lado, ni la misma tensión en el gatillo, ni siquiera la misma distribución de peso. Por todo eso, es más fácil de sostener, ya que no me despierta los mismos recuerdos.
Matthew jadea, sin aliento. Yo también, aunque no lo percibo igual porque ya he corrido muchas veces en medio del caos. El siguiente pasillo por el que nos lleva está vacío, salvo por una soldado caída. No se mueve.
—No queda mucho —dice Matthew, y yo me llevo un dedo a los labios para indicarle que se calle.
Frenamos y avanzamos caminando, yo con el arma bien sujeta para que no se me resbale con el sudor. No sé cuántas balas tiene dentro, ni cómo comprobarlo. Cuando pasamos junto a la soldado, me detengo para buscar su arma. Encuentro una bajo la cadera, ya que, al caer, la mujer aterrizó sobre su muñeca. Matthew se queda mirándola sin parpadear mientras yo recojo el arma.
—Eh —le digo en voz baja—, sigue moviéndote. Después tendrás tiempo de asimilarlo.
Le doy un codazo y abro la marcha por el pasillo. Aquí está todo en penumbra, barras y tuberías se cruzan por el techo. Oigo voces más adelante, y no necesito las instrucciones susurradas de Matthew para encontrarlas.
Cuando llegamos al sitio donde se supone que debemos doblar la esquina, me pego a la pared y echo un vistazo con precaución, para mantenerme tan oculta como me sea posible.
Hay unas puertas de cristal dobles que parecen tan pesadas como unas de metal, pero están abiertas. Al otro lado hay un pasillo estrecho en el que solo se ven tres personas de negro. Llevan ropa pesada y fusiles tan grandes que no estoy segura de ser capaz de levantar uno de ellos. Se cubren la cara con tela oscura para taparlo todo, salvo los ojos.
De rodillas ante las puertas dobles está David, al que apuntan con un fusil a la sien; le cae sangre por la barbilla. Y entre los invasores, con la misma máscara que ellos, hay una chica con una coleta oscura.
Nita.